No obstante, su desconfianza y su condición depredadora eran demasiado poderosas, así que finalmente cedió a ellas y lo abordó por detrás, propinándole un fuerte empujón contra el suelo.
Le sorprendió comprobar que su presa no oponía resistencia alguna. Por el contrario, el hombre se arrojó al suelo de inmediato y se llevó las manos a la cabeza.
—¡No me pegue, no me pegue! ¡No he hecho nada!
—Su postura era defensiva. Daba la impresión de que aquel sujeto tenía asumido que Analisa iba a golpearlo.
—La no-muerta se sintió desconcertada.
—¿Quién diablos eres y qué hacías en mi casa?
—¡Nada! ¡Se lo juro por mi vida!
Su voz sonaba gangosa y entrecortada. Tenía algún problema en el habla que le impedía expresarse con claridad.
Analisa comprendió que aquel muchacho no suponía una amenaza.
—¿Has sido tú quien ha dejado las flores?
—El chico fue incapaz de contestar con coherencia. Se limitó a asentir con la cabeza y a emitir una sonora risotada carente de sentido.
—¡Levántate! —ordenó la no-muerta.
El joven obedeció.
—¡Era el mismo al que Analisa había defendido días atrás!
—¿Cómo te llamas?
El chico permaneció en silencio, pensativo.
—Me llaman de muchas maneras —comentó sonriendo.
—La no-muerta advirtió que una baba se deslizaba por su barbilla.
—Idiota, animal, mulo, inútil...
Analisa sintió lástima y, al mismo tiempo, se sorprendió al comprobar que su corazón parecía estar desarrollando una reacción humana.
—Pero tendrás un nombre, ¿no?
—No, que yo sepa —comentó emitiendo una nueva risotada.
—¿Qué le hacía tanta gracia?
La no-muerta estaba cansada. Había sido una noche muy larga y tortuosa, le había costado bastante trabajo encontrar una víctima propicia. Tan sólo deseaba retirarse a dormir.
—Puedes irte a casa.
El muchacho demudó su semblante. Parecía decepcionado.
—¿Es que no va a pegarme?
—No veo por qué habría de hacerlo. Dejar flores en una ventana no es un delito. Bastantes restricciones sufrimos ya por culpa de los franceses.
Al escuchar la palabra «franceses» el joven comenzó a temblar y a proferir terribles alaridos.
—¡Malos! ¡Malos! ¡Malos!
—¡Cállate! ¿No ves que vas a despertar a todo el mundo?
—¡Hombres malos! —dijo llevándose una mano a la pierna derecha.
Analisa no podía permitirse llamar la atención, así que tomó al joven de la mano y lo condujo hasta su vivienda. No resultó nada sencillo, porque el muchacho creyó que iba a pegarle y se replegó como pudo en una esquina del camino.
—¡Tranquilízate de una vez! ¡En Cádiz no hay franceses!
Por algún extraño motivo, las palabras de Analisa ejercieron en el chico un efecto reparador. Tal vez no eran las palabras en sí, sino el tono que empleaba al pronunciarlas. Analisa lo trataba con respeto, cosa que jamás había hecho nadie en el transcurso de su desdichada existencia. El joven estaba acostumbrado a recibir malos tratos y se notaba. Cada vez que Analisa se acercaba a él, se cubría la cara instintivamente con las manos, como si fuera a atacarle.
—Ya en el interior de la vivienda trató de averiguar algo más acerca de él.
—Calma, muchacho, calma. No voy a hacerte nada malo. ¿Y tus padres? ¿Dónde están?
—No sé.
—Pero vivirás con alguien... —sondeó. Se temía lo peor.
—¡Sí, con
Carlota!.
Carlota
era una pequeña rana. El muchacho la extrajo orgulloso del interior de uno de sus bolsillos. Después la tomó con sumo cuidado y le dio un sonoro beso que cubrió al batracio con un manto de babas.
—Bonita, ¿verdad?
—Preciosa, sí.
Se hacía tarde y Analisa comenzaba a estar muy cansada.
—Ahora debes irte. Necesito dormir.
El joven guardó a
Carlota
en el bolsillo. Parecía acostumbrado a que lo echaran de los sitios.
—¿Puedo volver otro día?
—Ya veremos —contestó —. ¿Qué día es hoy?
—Hoy, San Jerónimo. Mañana, Santa Teresita del Niño Jesús; pasado, los Santos Ángeles de la Guarda —recitó de carrerilla—. Ayer, San Miguel, San Gabriel y San Rafael arcángeles...
La no-muerta le interrumpió con un gesto.
—Es suficiente —dijo esbozando una sonrisa—. Supongo que no hay nada malo en que
Carlota
y tú, Jeromín, podáis regresar por aquí un día de éstos.
Aquel muchacho ya tenía nombre. Había sido «bautizado» por la no-muerta en un acto impulsivo. No sabía por qué lo había hecho, pero intuyó que quizá podría arrepentirse en un futuro.
Tras sufrir el castigo impuesto por la no-muerta, Violeta regresó a un estado de aparente normalidad. Entonces fue consciente de que se hallaba atrapada en una telaraña de la que, a la postre, le resultaría muy complicado escapar. Detestaba a aquella mujer y la amaba al mismo tiempo, aunque no de una manera carnal, de eso estaba segura. Era algo mucho más «espiritual» y, por tanto, infinitamente más complicado de superar. Aquel sentimiento era irracional. No existía una explicación coherente para lo que experimentaba, pero el hecho era que estaba sometida a un intenso poder: el de su sangre.
Esa mujer era dueña de sus pensamientos, de sus emociones y, en definitiva, de su destino. Los vampiros antiguos, como Ana, eran capaces de introducirse en la vida de las personas hasta extremos insospechados, consiguiendo anular sus voluntades por completo.
Cuando Ana estaba presente, Violeta vivía para ella, para cumplir sus deseos, para acatar sus órdenes y para satisfacer sus necesidades. Pero cuando no se encontraba cerca, la joven gótica fantaseaba urdiendo complejos planes destinados a escapar de su yugo. Sin embargo, hasta ahora no había tenido éxito.
Una mañana, mientras la no-muerta descansaba después de una de sus «cacerías» nocturnas, Violeta sintió la tentación de llamar a su madre. La pobre no había vuelto a saber nada de ella desde que abandonara su casa en Rótova. La gótica tan sólo le había dejado una escueta nota. Lo había hecho para evitar que diera parte de su desaparición a la Policía Nacional. En cualquier caso, si hubiera denunciado el hecho, la policía no habría tomado en consideración su denuncia. Al fin y al cabo, Violeta era mayor de edad y su nota revelaba una huida voluntaria del hogar, no un acto criminal. Sólo se trataba de un caso más. Violeta habría pasado a engrosar las listas de desaparecidos, muchos de los cuales jamás volvían a ser vistos. Tampoco ayudaba mucho a un posible intento de localizarla el hecho de que hubiera formateado el disco duro de su ordenador.
En cualquier caso, la joven sospechaba que su madre no había dado parte a las autoridades. Filo conocía de sobra el extraño carácter de su hija y su manera de proceder le habría parecido rara, pero no inimaginable dentro de su marginal existencia. A su madre siempre le había preocupado todo cuanto hacía Violeta, sobre todo desde que murió su padre.
Al poco de la tragedia, la niña comenzó a sufrir fiebres altas que obligaron a Filo a ingresarla en el hospital. Los médicos no sabían qué le ocurría con exactitud, por lo que se limitaron a mantenerla en observación. Pero no encontraron un motivo que justificara su situación. Como no sabían qué diagnosticar, lo achacaron todo al disgusto sufrido por la muerte de su progenitor.
A pesar de que Filo también se sentía muy afectada por la pérdida de su marido, sacaba fuerzas de flaqueza y permanecía noche y día al lado de la niña. Varios familiares intentaron convencerla de que se marchara a casa a descansar. La pobre mujer tenía cada vez peor aspecto y en el hospital poco podía hacer por su hija si ni tan siquiera los médicos sabían qué mal la aquejaba. Pero ella se negaba. Decía que ya había sufrido suficiente castigo con la muerte de su marido como para perder también a su pequeña.
Sólo hubo un instante en el que abandonó los pies de su cama para hablar con los médicos y fue justo cuando Violeta se despertó empapada en sudor. La niña se sentía desorientada, pero se encontraba totalmente restablecida. La fiebre había remitido y se aventuró a bajar de la enorme cama en busca de agua. Sin saber bien lo que hacía, se internó por los pasillos del hospital.
Cuando Filo regresó a su habitación, la niña no estaba. Atribulada, comenzó una desesperada búsqueda por el hospital. Lloraba angustiada pensando que algo malo había podido ocurrirle y se culpaba de no haber estado junto a ella cuando se había despertado.
Al fin, Violeta apareció en otra habitación. Charlaba animadamente con un anciano que estaba a punto de ser operado de un tumor. Le preguntaba si tenía miedo de la muerte. Al verla, Filo se abrazó a ella con fuerza y entre sollozos le pidió que la prometiera que nunca volvería a irse de su lado sin avisarla.
Violeta
no comprendía nada, pero lo hizo.
—¿Mamá? Soy yo.
—¿Violeta? Hija mía, ¿dónde estás? —preguntó Filo con voz entrecortada.
La gótica se lo pensó antes de contestar. No podía contarle la verdad. ¿Quién iba a creerla si afirmaba que había sido vampirizada?
—Estoy bien, trabajando mucho.
—¿Pero dónde? ¿Y por qué no me has llamado antes? Estaba muy preocupada.
Violeta hablaba desde una cabina telefónica cercana al domicilio de la vampira. Hacía un frío cortante y tenía las manos enrojecidas. Mientras conversaba seguía el dibujo de la «T» de Telefónica con la yema del dedo índice.
—Ya me conoces —mintió para tranquilizarla—: soy impulsiva y desconsiderada. Pero me encuentro bien y te echo mucho de menos.
Filo no daba crédito a sus oídos. Hacía tanto que no la escuchaba decir algo así que, de la impresión recibida, tuvo que sentarse en una silla cercana al aparador sobre el que reposaba el terminal telefónico.
—Yo también, Violi. Sé que muchas veces no te he sabido entender, pero ahora todo será distinto. La abuela me pregunta constantemente por ti. Quiere saber cuándo vas a ir a visitarla. La pobre está muy delicada. ¿Es que no piensas venir ni siquiera un fin de semana?
—Pronto —afirmó aun a sabiendas de que quizá no podría hacerlo—. Muy pronto iré a veros. Lo prometo.
Filo escuchó el pitido inconfundible que anunciaba que la conversación se había cortado. Aun así, permaneció unos segundos con el teléfono entre sus manos sin atreverse a colgar el aparato. Acaso pensaba que la voz de su hija podría volver a escucharse de nuevo.
—Darky, querida, vuelves a decepcionarme —dijo Ana mientras pulsaba con la larga uña de su dedo la tecla que servía para interrumpir la comunicación.
La joven gótica ni siquiera la había visto llegar por detrás y tampoco la había oído cuando se introdujo en el interior de la cabina.
«¿Cómo coño lo hará?», se preguntó Violeta.
—Hay muchas cosas que todavía ignoras, Darky. Y a este paso seguirás sin saberlas —comentó haciendo un gesto de desaprobación —. Créeme cuando te digo que quiero llegar a confiar en ti, pero tú no me invitas a ello.
Violeta permaneció con la cabeza gacha, sin atreverse a decir nada.
—Te echo mucho de menos, mamá —dijo la no-muerta imitando el timbre de voz de la joven con una precisión asombrosa—. ¿Desde cuándo te has vuelto tan sentimental? Tú no eres así, querida. ¿O es que quieres que piense que me he equivocado contigo?
Ésa era otra de las cualidades de Ana: era capaz de imitar todo tipo de voces a la perfección, lo que le había permitido salir airosa de más de una situación comprometida.
La joven permanecía con la cabeza gacha. Era incapaz de resistir su mirada gélida y sarcástica.
—¡Ah, querida! Según tú, ¿qué debería hacer contigo? No quiero, pero me obligas a ser mala —susurró a su oído mientras clavaba con fuerza sus afiladas uñas sobre su antebrazo.
Violeta reprimió un grito.
Un señor ataviado con un mono azul golpeaba con los nudillos el cristal de la cabina. No entendía por qué aquellas mujeres se entretenían tanto si no la estaban utilizando.
—Vamos, pequeña —dijo agarrándola del hombro—. Ya sabes que detesto llamar la atención. Para vivir entre los mortales hay que saber cómo guardar las apariencias, y eso es justo lo que tú no respetas.
Ambas mujeres abandonaron la cabina bajo la atenta mirada del operario. Ana pestañeó y después le sonrió con fingida expresión atribulada. Al instante, el hombre pensó que era tímida y que lamentaba haberse entretenido más de la cuenta en hacer su llamada. Nunca habría podido imaginar que acababa de cruzarse con una mujer-vampiro. Pero era lógico, porque los no-muertos, cuanto más pretéritos, más hábiles se vuelven para desarrollar el engaño, la mentira y la capacidad de imitación. Consiguen transformar toda suerte de situaciones en su beneficio.
De camino a casa, Ana seguía manteniendo la presión sobre el brazo de la joven y Violeta tenía la impresión de estar sujeta por una garra de acero.
—Ya que ha salido el tema de tu madre —le susurró al oído—, me gustaría saber hasta qué punto la quieres.
—Es mi madre y la quiero.
—Si tanto la quieres, deberías ser más obediente. No querrás que le pase nada malo, ¿verdad?
—Por favor, no la metas en esto. Bastante ha sufrido ya en la vida.
—No he sido yo quien lo ha hecho, querida. Además, te recuerdo que tu abuela está muy delicada y que si a tu madre le ocurriera algo quizá no lo soportaría.
—¿Qué quieres decir? ¿Qué es lo que piensas hacer?
—Sé lo de las depresiones. Tu abuela nunca ha sido una mujer fuerte. Si yo estuviera en tu situación, procuraría que no se llevara disgustos innecesarios —amenazó al tiempo que esbozaba una sonrisa.
La joven sintió un vuelco en el corazón.
Era cierto lo que decía: su abuela siempre había tenido un carácter depresivo y cuando murió su hijo —el padre de Violeta— optó por encerrarse en casa. Se negaba a salir y a pesar de que cuando Violeta iba a visitarla intentaba disimular su estado de ánimo, la joven sabía a la perfección que más de una vez había acariciado la posibilidad del suicidio.
—Ya me tienes a mí. ¿Qué más quieres?
—Que dejes de hacer tonterías que pongan en peligro mi supervivencia. Sólo eso —recalcó volviendo a clavar sus uñas en el brazo de la joven.
—Haré lo que quieras.
Al principio las visitas de Jeromín a casa de Analisa eran esporádicas, pero con el paso del tiempo comenzaron a hacerse más frecuentes, sobre todo después de que la no-muerta adoptara la costumbre de alimentarlo cada vez que se presentaba la ocasión. Jeromín no tenía dónde caerse muerto y Analisa se había dado cuenta de que el joven sólo era un alma torturada que vagaba en busca de comida y de cariño. En el fondo, aunque parecían muy diferentes, no lo eran tanto.