Gothika (25 page)

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Authors: Clara Tahoces

Tags: #Fantástico, infantil y juvenil, romántico

BOOK: Gothika
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Jeromín había tenido una existencia terrible desde el mismo instante en que su pequeño cuerpecito alcanzó la luz. Su madre lo había abandonado en una encrucijada de caminos y de su padre nunca supo nada. Al parecer, lo recogió un tratante de ganado que lo había divisado en medio del camino envuelto en una raída mantita durante uno de sus frecuentes desplazamientos. El ganadero sintió pena y fue incapaz de desentenderse de esa incómoda situación. Temió que las alimañas acabaran por devorarlo o que el frío pudiera terminar con su incipiente vida. Sin embargo, más tarde decidió entregar el niño al párroco del pueblo más cercano. Él no podía hacerse cargo de un bebé, y menos aún de uno «defectuoso».

—Es raro —se justificó ante el párroco—. Mi mujer me echaría de casa si apareciera con un niño así.

Poco después, Jeromín fue trasladado a la Casa de Misericordia en la que transcurriría buena parte de su infancia. Si ya eran difíciles las condiciones que atravesaba el país, más lo eran las de los desamparados que no tenían un techo bajo el que cobijarse.

Aquél no era un niño con muchas luces. Había nacido con alguna suerte de retraso que le impedía integrarse como el resto de los niños. Pronto se convirtió en el hazmerreír y en el blanco de todas las burlas y vejaciones. Si hubiera podido gozar de una educación normal, quizá su discapacidad no le habría supuesto tantos sinsabores. Pero a aquel niño le había tocado afrontar un tiempo en el que las deficiencias y las diferencias entre las personas sólo contribuían a aislarlas del resto de la sociedad, lo que a la postre las convertía en proscritas.

Al principio se defendía como podía de los ataques físicos que sufría a diario. Sin embargo, al no recibir ningún apoyo de sus cuidadores, sus intentos acabaron por volverse estériles y su infancia se convirtió en un completo infierno.

Por fin, cuando cumplió ocho años fue enviado a una granja a trabajar a cambio de alojamiento y manutención. Si el niño llegó a albergar alguna esperanza de encontrar calor humano, ésta se desvaneció de un plumazo, pues nada más llegar fue encerrado con los animales en el cobertizo. De día trabajaba a golpe de látigo en las tareas de la granja y de noche era atado para evitar que pudiera fugarse. Fue en aquel lugar donde aprendió a desarrollar su amor por los animales. Éstos eran su única compañía y consuelo, ya que se dejaban acariciar sin oponer resistencia y le proporcionaban calor durante las frías noches de invierno. Jeromín poseía una especie de «capacidad especial» para comunicarse con los animales de manera no verbal. Desde luego, esto era algo que muy pronto aprendió a ocultar. Bastantes problemas tenía ya en su vida como para sumarles una revelación de esa naturaleza.

Cuando comenzó su estancia en este nuevo «hogar» se pasaba las noches gimiendo porque la oscuridad le aterraba. Pero el patrón le golpeaba cada vez que lo hacía, así que se acostumbró a lamentarse en silencio.

Su dieta consistía en las sobras que arrojaban a los cerdos. Comía sobre todo mondas de patata mezcladas con hojas de acelga. Con una alimentación así y sometido a trabajos forzados desde el alba, cabría haber esperado que el niño hubiera desarrollado una constitución débil. Pero, contra todo pronóstico, Jeromín creció alto y fuerte.

Por las noches, rodeado de sus amigos los animales, imaginaba una vida mejor. Había llegado a «bautizarlos» a todos y a conocerlos como la palma de su mano, y había ideado también una familia imaginaria en la que su padre era un asno y su madre una cerda, mientras que el resto de los animalillos cumplían los papeles de hermanos, primos, tíos y abuelos.

Los granjeros tenían dos hijos mayores que Jeromín y una hija más pequeña. Siguiendo el ejemplo familiar, los varones torturaban sin cesar al pobre Jeromín. Cuando éste cumplió 16 años le seguían engañando como a un niño. Le hacían falsas promesas de amistad si cumplía cometidos vejatorios como tragar tierra o comer gusanos. «Jugar con el monstruo» era su máxima diversión. Jeromín, pese a que le habían mentido en numerosas ocasiones, siempre volvía a creer en sus promesas. Poseía un corazón limpio de malicia y de rencor que le hacía olvidar cualquier ofensa recibida, por cruel que hubiera sido.

En cambio, la niña no era mala con él. Quizá era demasiado pequeña para comprender por qué sus hermanos se comportaban tan mal con «el chico del cobertizo» si éste no perjudicaba a nadie, pero también era lo suficientemente mayor para intuir que la amistad que estaba estableciendo con él podría generarles más de una complicación.

A veces se escapaba de casa por la noche para ir a llevarle las sobras de su comida que había ocultado entre la ropa. Jeromín siempre se lo agradecía dando buena cuenta de ellas. Después, la niña permanecía un rato escuchando las historias que Jeromín inventaba sobre su «familia animal» antes de regresar de nuevo a la cama.

Genoveva, su única amiga, fue la que le enseñó a expresarse con cierta soltura. Lo poco que había aprendido en la Casa de Misericordia se le había olvidado por falta de práctica y la vida en la granja no le proporcionaba muchas oportunidades para comunicarse; tan sólo se circunscribía a trabajos forzados. Ella, en cambio, con la paciencia que sólo poseen los niños, le animaba a expresarse con total libertad mediante juegos, canciones infantiles y acertijos.

Una noche, cuando Genoveva acudió al cobertizo para traerle las sobras, encontró al muchacho inconsciente. Ella no tenía ni idea de lo que le había ocurrido, pero supo que era algo malo en cuanto tocó su frente y descubrió que estaba ardiendo. Le llamó varias veces zarandeándolo por el hombro, pero el chico fue incapaz de contestar. Sólo emitía sonidos ininteligibles que terminaron por asustarla.

La niña no sabía qué hacer. No podía despertar a sus padres o a sus hermanos para decirles que «el chico del cobertizo» estaba enfermo. Este gesto podría acarrear un gran castigo.

—No debes acercarte a él a menos que alguno de nosotros esté presente —le había advertido su padre—. No olvides que es igual que un animal salvaje y nunca puede saberse cómo reaccionará.

—¡Pero papá, él no es malo! ¡Sé que no es malo!

—¿Qué vas a saber tú, si sólo eres una mocosa? Te lo advierto: no debes confiar en él.

Tras sopesar la apurada situación, optó por despertar a su padre. Pensó que un castigo bien merecía la pena si con ello conseguía salvar la vida de su amigo.

Cuando su progenitor se enteró de lo sucedido, montó en cólera. No se explicaba qué hacía su hija en el cobertizo a altas horas de la noche y mucho menos en compañía de ese engendro. Sin embargo, al examinar al chico se dio cuenta de que la pequeña no había mentido: el muchacho se encontraba gravemente enfermo, por lo que consintió en trasladarlo hasta el porche de la casa, donde durante varios días se le suministraron cuidados elementales. Pero sólo accedió a ello motivado por el miedo a perder un valioso «mulo de carga».

Al parecer, Jeromín había ingerido patatas podridas. Por suerte, era un muchacho fuerte y pudo restablecerse en poco tiempo. Sin embargo, aquello supuso que la amistad entre Genoveva y Jeromín se viera truncada. Aun así, la niña nunca se arrepintió de haber obrado de aquel modo. Prefería saber que su amigo seguía bien, aunque fuera en la lejanía.

A su ya de por sí azarosa existencia, vino a sumarse un hecho trágico que obligó a Jeromín a abandonar la granja. La desgracia se desencadenó en verano cuando la niña se bañaba con sus hermanos en un río cercano a la granja. Éstos, que chapoteaban en el agua, se habían despistado del cuidado de su hermana. Nunca supieron bien cómo ocurrió, pero cuando quisieron darse cuenta encontraron a la pequeña Genoveva tendida en el suelo. Tenía una brecha en la frente. Se acercaron corriendo e intentaron reanimarla, pero era tarde: ya estaba muerta.

Los muchachos no imaginaban cómo iban a explicarle a su padre que Genoveva había fallecido. Lo más probable es que se hubiera resbalado con las rocas de la orilla para después caer y golpearse la cabeza contra una piedra. Ante el temor de un castigo ejemplar, decidieron culpar a Jeromín. A fin de cuentas, el joven acudía de vez en cuando a lavarse al río, por lo que no les resultó difícil convencer a su progenitor de que el mozo había sido el responsable de la muerte de su hermana.

Cuando Jeromín regresó a la granja por la tarde, fue molido a palos sin que nadie se preocupara en conocer su versión. El joven quedó tendido en el suelo sangrando sin saber por qué se ensañaban con él hasta que escuchó la noticia de la muerte de su amiga. Entonces se derrumbó y comenzó a llorar sin consuelo. El padre de la niña interpretó en esta actitud una suerte de confesión, un acto de arrepentimiento de una bestia que no sabía lo que hacía, pero que le había arrebatado la vida a su pequeña.

Sin perder un minuto, fue encerrado en el cobertizo y atado con cuerdas para impedir su huida. Al día siguiente sería conducido ante las autoridades para que le aplicaran un castigo ejemplar. Jeromín debería pagar el crimen con su propia vida.

El joven estaba desolado por la pérdida de su pequeña amiga. En la oscuridad del cobertizo sentía tristeza y miedo, mucho miedo, porque sus cortas entendederas no eran óbice para que no supiera lo que se le avecinaba.

En algún lugar del cobertizo guardaba una piedra afilada. La tenía escondida desde hacía mucho tiempo, aunque nunca antes había sentido la necesidad de usarla. Sin pensarlo dos veces, cortó las cuerdas que lo ataban y se deslizó por la puerta sin hacer ruido. Una vez fuera, corrió y corrió hasta que sus fuerzas se lo permitieron. Para Jeromín comenzaba una nueva vida sin su pequeña Genoveva.

Analisa desconocía muchos de los pormenores de su desgraciada vida, pero sentía una lástima infinita por el joven que, sentado a la mesa frente a ella, lamía el plato vacío de lentejas que acababa de devorar.

—Tú nunca comes —le dijo el muchacho sonriendo.

—Porque prefiero que comas tú —mintió mientras le servía otro plato de legumbres—. Tienes que ponerte fuerte para poder defenderte cuando alguien intente hacerte daño.

Aún no sabía por qué hacía eso, por qué se había encariñado tanto con él hasta el extremo de alimentarlo como a un hijo. La no-muerta era consciente de que su actitud acabaría trayéndole más de un quebradero de cabeza. No podía permitirse que Jeromín descubriera su condición vampírica. A pesar de que estaba segura de que el chico no albergaba maldad en su corazón, tal vez podría irse de la lengua sin querer. Sin embargo, cuando el joven la miraba con aquellos ojitos cubiertos de légañas, desarrollaba sentimientos que había creído enterrados para siempre, emociones que lograban que la
bestia
se adormeciera, haciendo que Analisa se sintiera un poco más humana.

35

Del diario de Silvia Salvatierra

Sé que me oculta algo. Lo sé. Le noto cambiado, distante. Algo ha ocurrido o algo le está pasando, y en eso soy una experta. Recuerdo lo que sucedió cuando Darío empezó a mostrar sus «rarezas». Yo fui la única que pareció darse cuenta. Y
Alejo se comporta de forma similar: me evita la mirada, apenas me hace confidencias y pone cara de suplicio cada vez que menciono la posibilidad de hacer un plan en común.

No sé en qué momento ha sucedido, pero creo que mi novio ha dejado de quererme. Por algún motivo ya no le intereso como antes y se aburre conmigo. Debes creerme, querido Diario. Me duele tener que escribir estos pensamientos. Dejarlos reflejados por escrito resulta mucho más terrible que formularlos en alto. Tú mejor que nadie sabes lo que he sufrido y siento que mi vida se viene abajo de nuevo, igual que hace años, cuando no me quedó más remedio que dejarlo con Antonio. ¿Qué habrá sido de él? ¿Habrá conseguido superar su problema con las drogas? La verdad es que ya no me importa. Hace tiempo lo hubiera dado todo por recuperarle. Hoy, no.

Y la gente supone que soy Silvia, la equilibrada...

Silvia, la perfecta.

Silvia, la coherente.

Eso es lo que cree todo el mundo. O eso creo yo que creen ellos, aunque sólo tú sabes cuan insegura e imperfecta me siento. ¿Y qué se supone que deberta hacer esa super-Silvia si sospecha que su novio la engaña? ¿Tragar con ello sin más? ¿Aguantar la situación estoicamente con una sonrisa en los labios?

¡No dramaticemos! ¡Aún no sé seguro si me ha engañado! Tal vez todo obedezca a un simple malentendido o eso es lo que quiero creer.

¿Que qué ha pasado? ¡A mí también me gustaría saberlo!

Creo que todo empezó hace un par de meses. ¿Hace tanto que no te escribo?

Habíamos quedado para cenar y Alejo no apareció. El muy capullo tampoco tuvo la deferencia de llamar para decirme que no vendría ni por qué me había dado plantón. Los plantones, todo hay que decirlo, no son algo habitual en él, pero sí lo es llegar tarde a todas partes. Por eso no me preocupé, más bien me cabreé. Me fastidió, es cierto, pero no pensé que le hubiera ocurrido nada malo. Es algo que detesto en él y que le he recriminado más de una vez. Por su culpa siempre llegamos con retraso a los sitios y me fastidia porque yo no soy así y no me gusta la imagen que damos. Ya sé lo que me vas a decir: que siempre estoy pensando en la fachada, en el qué dirán. Ya lo sé. Es cierto, no hace falta que lo digas. Soy un poco maniática con eso, pero es que no me parece bien hacer esperar a la gente por sistema. Y claro que me importa el qué dirán. El tiempo de los demás vale lo mismo que el de uno, ¿no?

Bueno, a lo que íbamos: al principio pensé que estaría con Darío y que se le habría pasado la hora en alguno de esos locales góticos que frecuenta ahora. Y en mala hora se me ocurrió la idea de llamar a mi hermano para preguntarle. ¡Ojalá no lo hubiera hecho! ¡Alejo no estaba con él! Y no sólo no estaban juntos, sino que Darío no tenía ni idea de dónde podía estar.

Ya sé que lo normal habría sido llamarle antes a él, pero no lo hice porque no quiero que piense que me tiene comiendo de la palma de su mano, que no puedo vivir sin él y que, además, pretendo agobiarle. ¡Sólo faltaría eso! Ya tuve bastante cuando salía con Antonio y, ¡qué coño!, no era yo quien le había dado plantón. Lo lógico es que fuera él quien llamara para disculparse, digo yo.

Pero no lo hizo y, pese a mis buenos propósitos, caí.

No quería hacerlo, pero le llamé varias veces. Y... ¿adivinas qué? El muy cerdo tenía apagado el móvil. Al final pasé de él y me fui a dormir con un cabreo que te cagas. Por su culpa tuve hasta pesadillas. ¡Sí! Ahora que lo pienso fue entonces cuando comencé a tener esos horribles sueños que aún hoy me acojonan.

Para colmo, al día siguiente no dio señales de vida hasta después de comer. Y lo más gracioso es que, cuando por fin lo hizo, según él, no habíamos quedado en firme. Pero estoy segura de que sí lo habíamos hecho. Tampoco supo explicarme dónde había estado o por qué había tenido el teléfono desconectado toda la noche. Tras presionarle sólo acertó a decir que había pasado la noche con mi hermano y que se había quedado sin batería.

¡Eso es mentira! ¡Por supuesto que no estuvo con Darío! ¡No sé de qué va ni por quién me toma! El caso es que fui gilipollas porque me callé. ¿Por qué reaccioné así? Tenía que habérselo dicho para que al menos no me tomara por idiota. La verdad es que no sé por qué reaccioné así. No es propio de mí. Lógicamente, ahora ya no tiene sentido que se lo cuente, pensaría que le vigilo.

Empiezo a estar harta de ser yo siempre la que tire de la relación. A él sólo parece importarle su novela y estoy segura de que ni siquiera ha empezado a escribir el libro de cocina que le encargó su editor, aunque tampoco puedo culparle por ello, sé que el tema no le gusta nada.

Desde luego no podrá decir que no he hecho todo lo posible por ayudarle. Ya me supongo que no es fácil escribir una novela, pero creo que se le está yendo la cabeza con esa historia. ¡No piensa en otra cosa y todo lo demás parece importarle un rábano!

Ya ni siquiera salimos a cenar fuera los fines de semana. Todo lo máximo que consigo de él es que cene conmigo en casa para después largarse a esos locales que, de paso sea dicho, empiezan a tocarme las narices.

Vale, asumo que tal vez no me esté engañando con otra. ¿Pero, entonces, por qué me mintió? ¡Algo oculta! Era mucho más sencillo reconocer que se había olvidado de la cita que soltarme una bola que, además, era fácil de comprobar. Para mí que le pillé fuera de juego y que me soltó lo primero que se le ocurrió. De todas formas, hay que ser estúpido para utilizar a Darío como excusa siendo éste mi hermano.

Seguramente estoy exagerando, pero parece que le importo una mierda y que no tiene los cojones de dejarme porque, en el fondo, es un cobarde que ha terminado por acomodarse a nuestra relación. Lo siento, pero hoy estoy un poco negativa y deprimida. Desearía poder ver las cosas desde otro punto de vista, pero me siento cansada, hundida en oscuros presagios. Y no es sólo por él: tengo la corazonada de que algo nefasto va ocurrir. No me considero una persona intuitiva, pero siento «algo», percibo un peligro inminente que acecha nuestras vidas.

Sé que últimamente estoy demasiado nerviosa, pero es que no consigo entender qué es lo que está pasando. No parece la misma persona ni yo tampoco soy la misma. Tengo miedos que nunca antes había tenido, ni siquiera cuando era pequeña.

¿Y él? ¿Qué le ocurre? ¿Por qué no confía en mí? El otro día faltó al trabajo y me enteré de rebote. Le llamé para una chorrada y me dijeron que estaba enfermo, pero era mentira. En su casa no me cogía el teléfono y, como una imbécil, fui para allá toda preocupada. Tuve que dejar a un cliente a medias y resulta que me lo encuentro con una resaca del quince. A mí no me engaña. Puede que el nazi de su jefe se haya tragado eso, pero yo no. Lo conozco demasiado bien y muy pocas veces ha faltado al trabajo sin una razón justificada.

Le quiero, pero, tal y como están las cosas, sólo le falta volverse un crápula que sale de noche y duerme de día. No estoy dispuesta a cargar con un vago. A bastantes cosas he tenido que renunciar por él, por Darío y por todos. Además, en Regalo+ no se andan con tonterías. Si se descuida, lo echan.

Todo el mundo cree que soy «doña Perfecta». Me empeño en complacerlos a todos: a mis padres, a mis amigos, a mi jefe. Y, francamente, ya empiezo a cansarme de desempeñar este papel. ¿Es que nadie se da cuenta de que también yo tengo mis problemas? Claro, que la culpa es mía por no pararles los pies a tiempo. No lo hice en su momento y ya no sé cómo se supone que debería hacerlo. Mi problema, en el fondo, es que no sé decir «no». Y encima creen que soy una pija superficial. ¿Lo soy?

Y luego están esas pesadillas. Creí que eso sólo le pasaba al pobre Darío. No soy una persona que suela soñar o, mejor dicho, no era una persona que recordase sus sueños, pero llevo noches y noches teniendo sueños espantosos. Sueño demasiado y con cosas que me asustan.

Los argumentos varían, pero ella siempre está ahí... ¿Qué hace una mujer vestida de época paseándose delante del espejo de mi habitación? Me mira, sonríe y me hace un gesto con su dedo índice para que vaya a su encuentro. Quiere que atraviese el espejo con ella, pero ¡me aterra! Su mirada es fría, cruel y despótica, y cuando me mira sé que es capaz de hacer cualquier cosa por atraerme hacia su mundo. Una tierra de sombras y de oscuridad, de tumbas frías y lóbregas. Hay unos nichos excavados en la roca. Están por todas partes. Prefiero no pensarlo. ¡Me da escalofríos!

¡No puedo pasar otra noche así! ¿Cuántas van ya?

¡Estoy harta!

Esta tarde tengo cita con el médico de cabecera. Le pediré que me recete unas pastillas para dormir y esta noche que le den por culo a todo y a todos. Pastillón, vaso de leche caliente que te crió y a la cama.

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