—Pero, mamá...
—No quiero oír una sola palabra. ¡Haz lo que te digo y hazlo inmediatamente!
Celso Castro llegó al internado justo cuando acababa de producirse la desaparición de Beatriz Ramírez del Campillo. El cierre del centro era ya inevitable. No habría influencia alguna capaz de detenerlo y Merino empezaba a tener la convicción de que quizá era lo mejor para todos: alumnas, padres y profesores.
A pesar de que el investigador Torres aún no había llegado, decidieron no esperarle para registrar el internado. En estos casos, el tiempo podría ser vital, así que se pusieron manos a la obra y —a diferencia de otras veces— en esta ocasión sí hallaron una pista: una zapatilla olvidada en el sótano. Aquello desató la alarma.
—¿Seguro que pertenece a la niña desaparecida? —preguntó Castro.
—No es seguro, todas las zapatillas que usan son iguales. Pero la cuestión es que nadie la ha reclamado —contestó Merino.
—Es un sitio extraño para perder una zapatilla, ¿no crees?
—Lo es. Además, las niñas tienen prohibido descender al sótano. ¿Qué te sugiere esto?
—No lo sé, estoy pensando —dijo Castro acomodándose en uno de los sillones cercanos a la chimenea.
Merino le imitó y se sentó frente a él. Castro se preparaba una pipa con parsimonia. Tenía la costumbre de hacer este ritual cuando tenía que dilucidar un problema de cierta relevancia. Y aquél lo era.
Merino respetó su silencio. Mientras su amigo cavilaba, se dedicó a escuchar el crepitar del fuego y a contemplar, absorto, las llamas que desprendía.
—Lo primero que hay que tener claro es si la zapatilla es de la pequeña. No se pueden lanzar conjeturas sin saberlo. Es posible que alguna interna haya desobedecido las normas y que no se atreva a confesar que la ha perdido allí.
—Es posible, pero improbable. Las niñas están aterradas. Van en parejas a todas partes. Ni siquiera quieren ir solas al baño.
—Entonces, si la zapatilla pertenece a Beatriz, el asunto se vuelve mucho más complejo.
Agustín Merino caviló unos instantes. Después debió de darse cuenta de algo importante, porque se levantó de la butaca como si alguien hubiera accionado un resorte, salió de la habitación y dio orden de que hicieran venir a Celia.
—La única niña que está autorizada a bajar al sótano es ella —dijo al fin.
—¿Y eso por qué?
—Se trata de un caso especial: es hija de la fregona. Es una buena mujer y le tengo cariño. Por eso accedí a que su hija estudiara con las demás niñas siempre y cuando ayudara a su madre en las tareas de limpieza.
Al cabo de unos minutos se escucharon unos golpes en la puerta.
—¿Se puede entrar?
—Adelante.
La niña entró despacio, sin saber para qué se la requería.
—¿Quería verme?
—Sí, Celia. Te presento al señor Castro. Te he mandado llamar porque hay algo que queremos preguntarte. ¿Es tuya esta zapatilla?
La niña la miró y acto seguido negó con la cabeza.
—No, señor. No es mía.
—¿Estás segura? Apenas la has mirado.
—Sí, señor. No tengo ningunas zapatillas de dormir, sólo estos zapatos —la niña se miró los pies.
—Entiendo.
—¿Puedo retirarme entonces?
—Aún no —intervino Castro, que hasta el momento había permanecido en silencio—. ¿Sueles bajar al sótano muy a menudo?
—Sólo cuando no me queda más remedio —repuso la pequeña—. No me gusta porque está muy oscuro.
—¿Y alguna vez has notado algo extraño?
—¿A qué se refiere, señor?
—A cualquier cosa que se salga de lo normal.
—No, señor —dijo cruzando los dedos.
—¿Cómo iba a contarles que había visto varias veces a su amiga Mariana? Ésta le había hecho prometer que no diría nada a nadie y, para una vez que alguien se portaba bien con ella, no iba a traicionarla.
—Está bien, puedes retirarte.
Con la ayuda de Castro, los interrogatorios se llevaron a cabo con mayor celeridad. Agustín Merino quería darse prisa porque sabía que el investigador Torres estaba al caer. Por un momento dudó si debía darle cuenta de su hallazgo.
—Yo no se lo diría —expuso Castro—. Si ese hombre es tan inepto como dices —y debe de serlo para intentar acusarte a ti de los crímenes—, puede levantar la liebre y acabar con nuestra única pista fiable.
—Ocultar información de esta naturaleza es un delito.
—Si se lo dices, pondrá el internado patas arriba. Asustará innecesariamente a las niñas y al profesorado, y es posible que alerte al criminal. Imagina que es alguien cercano. Sin duda, tiene que serlo. ¿Qué harías tú en su lugar?
—Huir y ocultarme.
—¡Precisamente! Eso hará. Se esconderá hasta que pase la tormenta, pero volverá. Alguien así querrá más, no se conformará con lo que ha hecho. Sea quien sea, es una mala bestia.
—Está bien. No le diremos nada a Torres, por lo menos de momento. Así ganaremos algo de tiempo.
—¿A quién le toca ahora?
—A la cocinera.
Parecía que iba a ser un interrogatorio más. Sin embargo, lo que la cocinera contó los dejó confundidos.
—Quería que Celia me trajera un saco de patatas, pero estaba en clase, así que tuve que bajar yo misma al sótano. ¡Esa niña nunca está cuando se la necesita! Si quiere saber mi opinión, creo que no debería estudiar con las demás.
—Prosiga, por favor —la interrumpió Merino —. ¿Qué es lo que vio en el sótano?
Pero aquella mujer era incapaz de ir al grano.
—Ese sitio no me gusta nada. Está tan oscuro y frío que parece una tumba. Por eso suelo mandar a Celia. Además, tal y como tengo la pierna, no debería bajar y subir escaleras.
—Severiana, ya sabemos que el sótano no le gusta, pero, por favor, cuéntenos de una vez qué fue lo que vio.
—Pues los vi con mis propios ojos... Los suyos. Quiero decir los de esa cosa que habita ahí abajo. Yo, desde luego, no he bajado más, ni pienso hacerlo. Que vaya la muchacha y que se deje de tanta pamplina. Para lo que le va a servir. Haga lo que haga, siempre será la hija de la fregona.
Castro no pudo aguantar más y estalló.
—Señora, déjese de zarandajas y cuéntenos lo que vio aquel día.
—Por fin se dio cuenta de que estaba hablando de más.
—Unos ojos como los de Satanás, rojos como las llamas de esa chimenea —dijo la mujer haciendo grandes aspavientos —. Estaban en un rincón, observándome. Como pueden imaginar, solté el saco y salí corriendo. ¿Y se puede creer que esa cosa se carcajeó de mí? ¡Pues lo hizo! La oí desde la escalera.
—¿Y por qué no me comunicó nada en su momento? —inquirió Merino alarmado.
—Usted no me habría creído —protestó la cocinera—. ¡Nadie lo habría hecho! Tenía miedo de que me despidiera.
—Entonces, ¿tampoco se lo contó al investigador Torres?
—¡Antes muerta! Que una ya tiene una edad para que la tilden de mentirosa o de loca. Ésta es la primera vez que lo cuento.
Durante el almuerzo, Castro y Merino apenas prestaban atención a doña Angélica, por lo que la mujer dedujo que algo les preocupaba.
—¿Qué es lo que ocurre? Estáis muy callados.
—Nada, abuela. No sucede nada.
—Agustín...
—Aquella mujer le conocía demasiado bien.
—Castro salió en su ayuda.
—Doña Angélica, el faisán está exquisito. Seguro que la cocinera ha seguido alguna de sus deliciosas recetas.
Pero la anciana no tenía un pelo de tonta.
—Celso, no intentes distraer mi atención. Conozco a mi nieto como la palma de la mano y sé perfectamente que le pasa algo.
—Es que no quiero que se preocupe por naderías —repuso éste.
—No será tanta nadería si a vosotros os tiene tan cabizbajos. Al final terminaré por imaginarme algo mucho peor.
Agustín Merino cedió. A fin de cuentas, le había prometido mantenerla al tanto de sus pesquisas. Una vez que la anciana tuvo conocimiento de lo ocurrido, su rostro se ensombreció. La dama se quedó igual de pensativa que ellos.
Después de un prolongado y embarazoso silencio, Castro intervino:
—Recapitulemos: las niñas desaparecieron por la noche, cuando las puertas del internado estaban cerradas con llave, y éstas no fueron abiertas o, al menos, estaban cerradas por la mañana; una de las niñas, Tristana, afirma haber visto unos ojos rojos la noche que desapareció la primera niña; la cocinera también los vio, pero esta vez en el sótano; la zapatilla de dormir que hallamos también estaba allí...
—Todo parece girar en torno al sótano —afirmó Merino—, pero lo hemos registrado concienzudamente y allí no hay nada. Además, lo de los ojos rojos me desconcierta. ¿Puede tratarse de un animal?
—¡Imposible! Con los datos que tenemos, esa hipótesis no se sostiene.
—¿De qué estamos hablando entonces?
—Yo sé por dónde entra esa cosa —dijo doña Angélica con tono lóbrego—. Porque sólo puede ser una «cosa», un engendro.
—¿A qué se refiere doña Angélica?
—Tu abuelo mandó construir el internado —afirmó con la mirada perdida. La tenía fija en el pasado, en los viejos recuerdos —. Tú no podías saberlo, tampoco el investigador Torres, pero yo tendría que haberlo imaginado. ¡Maldita memoria!
Agustín nunca la había visto perder la compostura como ahora, ni siquiera cuando murieron sus padres, porque ella se había asegurado de evitarlo. Cuando se produjo la desgracia, él aún era un niño. Su abuela se encerró en una habitación. Allí lloró, gritó y maldijo, pero nunca permitió que la vieran hacerlo.
—Abuela, ¿de qué está hablando?
—Me refiero a los túneles que tu abuelo mandó construir. Él era un hombre muy pesimista y siempre se ponía en lo peor. Decía que quizá un día necesitáramos utilizarlos, pero no fue así y los viejos túneles cayeron en desuso. Ni siquiera sé adonde conducen. Jamás me permitieron entrar en ellos.
—¿Quiere decir que existen galerías que conducen al exterior desde el internado?
—Supongo que seguirán ahí. ¡Y la entrada debe de estar en algún rincón del sótano!
Violeta estaba inquieta. Hacía casi un mes que no sabía nada de Darío, desde que se produjo la extraña muerte de su hermana, tal como les había vaticinado la ouija. Y ahora estaba a punto de reunirse con él en un viejo café cercano al metro de Bilbao.
A pesar del tiempo transcurrido, la joven aún se preguntaba quién era el «espíritu» —si es que se trataba de eso— que se había hecho con el control de la sesión. «Violeta lo sabe», había dicho, pero ella no tenía ni la más remota idea de quién podía tratarse. Primero vaticinó la muerte de Mystica, después la de la hermana de Darío. Y ambas se habían cumplido con siniestra exactitud. Ahora tenía muy claro que ninguno de los presentes aquella noche en el cementerio había movido el vaso, pero, entonces, ¿quién lo habría hecho?
Su primera sospechosa fue Ana. Ella era la única que tenía poder para hacer algo así, para castigarla de una manera tan cínica y retorcida, pero pronto descartó esta posibilidad. La no-muerta estaba demasiado pendiente de su embarazo, avanzadísimo ya, como para dedicarse a mortificarla a distancia. Ana era mucho más directa en sus actuaciones. Por su forma de ser —Violeta se jactaba de conocerla un poco—, no se andaba con miramientos a la hora de reprenderla.
Sin embargo, saber que ella no había sido la causante de esas muertes no contribuyó a que Violeta la odiara menos de lo que ya la detestaba. Aquel ser la estaba matando lentamente por dentro, podía sentirlo cada día que pasaba. Las arrugas nacían sin piedad alguna en su rostro y en sus manos y Violeta estaba convencida de que todo era por culpa de su
sangre eterna.
Uno no podía esperar ingerir sangre no humana sin sufrir a cambio alguna penalización.
«Beber sangre no es un placer, es una necesidad», le había dicho la vampira en más de una ocasión. ¡Y cuánta razón tenía! Mientras Ana le suministraba gotas de su sangre, todo fue placer y bienestar. Su piel parecía mucho más tersa; sus energías, renovadas; su ánimo, eufórico. Pero desde que decidió desentenderse de sus necesidades, creadas a fin de cuentas por la vampira, Violeta se sentía como un desecho. Su vitalidad había caído en picado, las arrugas —a pesar de su juventud— habían hecho acto de presencia de manera prematura y su estado anímico era depresivo, por no hablar del rencor y del odio que había comenzado a sentir por Ana.
La detestaba con los cinco sentidos por haberle arrebatado su vida anterior. Una vida sórdida y solitaria, pero suya a fin de cuentas. Y quizá, de no haberse topado con la no-muerta, podría haber llevado una existencia más normal. Lo había abandonado todo por ella. ¿Y para qué? ¿De qué le había servido si ahora Ana no le hacía el menor caso? Sólo le preocupaba ese maldito bebé.
La gótica sabía que si aún la mantenía a su lado era porque la necesitaba para ayudarla en el parto. ¿Pero qué pasaría una vez que hubiera dado a luz? La joven se temía lo peor. Sospechaba que, tan pronto dejara de serle útil, acabaría con ella para vivir su maternidad en solitario. Tal vez la matara para proporcionarle sangre fresca al bebé. Ana le había confiado que tras el parto se sentiría demasiado débil para moverse, para salir a «cazar» o para cualquier otro tipo de acción que precisara fuerza. Por eso le había advertido de que debía tener preparadas varias bolsas de sangre para que pudiera alimentarse inmediatamente después del parto.
Pero ahora no era el momento para pensar en eso. Darío ya asomaba por la puerta.
—¿Cómo estás? —preguntó Violeta.
—¿Y tú? No tienes buena cara —repuso Darío—. No es por ser grosero, pero te veo muy desmejorada. ¿Te encuentras bien?
Cuando Darío le envió un mensaje para quedar, Violeta estuvo a punto de rechazar el encuentro. No quería que la viera de esa manera, pero no le parecía adecuado decirle que no después de todo lo que había pasado con su hermana.
—Sí, ya lo sé. Me han salido arrugas. Pero estoy bien, no te preocupes —dijo tapándose la cara con el pelo, como si con ello pudiera disimular su aspecto.
Darío se había quedado de piedra, pero no dijo nada más sobre el asunto. Era evidente que la joven no quería hablar de eso.
—¿Lo has traído?
—Sí, aquí está.
El joven tomó el cuaderno de dibujo de Violeta y comenzó a pasar sus páginas con brusquedad.
—¿Qué es lo que buscas?
—A esa mujer.
—Muertos, ataúdes, lápidas, el tanatorio de la M-30, varios dibujos de una anciana vestida de época, y por fin, ella. ¡Ana!