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Authors: Ignacio Aldecoa

Tags: #Clásico, Drama, Relato

Gran Sol (11 page)

BOOK: Gran Sol
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—Bien, patrón, no parece fuerte.

—Tú, cuidado y atento.

Lentamente iba saliendo la maneta de las aguas. Celso Quiroga manoteaba malleta pegado al carrete, echándola hacia popa para el aparejo del segundo lance. Simón Orozco le advirtió desde el bacalao del puente:

—Cuidado, Celso; mira la malleta y no la proa. Mira la maneta que está deshilachada y te vas a meter en la mano un hilo del cable.

Celso Quiroga hizo un gesto afirmativo con la boca y la cabeza. Simón Orozco contempló la marcha del
Uro
. Pasó la vista por la mar hasta la proa de su barco. El contramaestre Afá aspó los brazos. Simón Orozco volvió a la rueda del timón, la hizo girar, corrigió la enfilación y volvió a salir al bacalao.

—Atentos al arte —gritó—, nos la llevará la corriente a popa.

Había salido ya toda la maneta. En el arca de popa, junto al saltillo, la iban colocando en ochos Sas y Artola. Ugalde y Juan Quiroga preparaban una red para el nuevo lanzamiento. El cable de la que sacaban silbaba por los rulines.

Un golpe de mar hizo que Simón Orozco se apresurase a corregir el rumbo de leva. El
Uro
y el
Aril
iban acercándose, convergiendo sobre la red a setenta brazas de profundidad. El contramaestre Afá abandonó la proa para lanzar un cordel al
Uro
. Comenzaba la difícil maniobra de izar con mala mar la red a bordo.

Devolvieron del
Uro
el cordel con el cabo atado a la punta de la red. El
Aril
paró sus máquinas. Todos los hombres del rancho de marineros, más el contramaestre y Macario Martín, estaban en proa. El contramaestre acechaba en punta de proa, doblando sobre la amura. Los carretes recogían el último cable del calamento. Se escuchó potente la voz del patrón Simón Orozco.

—¿Cómo llama?

El contramaestre respondió:

—A babor.

El
Aril
hizo marcha atrás. Los dos picos de la red estaban sujetos en proa.

Había que maniobrar para pasarlos al costado de estribor. Afá abrió los brazos.

Macario Martín sujetaba la estacha del arte a un abitón de la amura. Corrió una onda de atención desde proa que resacó en el puente. Por un momento solamente se oyeron los ruidos de las aguas al golpear contra el barco. La voz de Simón Orozco devolvió el dinamismo de la maniobra a aquel mundo parado y silente en la atención.

—Templa y arría.

Macario Martín soltó la estacha. Las puntas de la red, engarfiadas a un cable empoleado en el mastelerillo del estay de galope, patinaron por la regala hasta el comienzo de la obra muerta. Principiaron a halar la red.

El arte fue invadiendo la cubierta. Como un monstruo de fondo, flojo y poderoso, se derramaba lentamente de la mar sobre el barco. Su oscura maraña, en la cubierta inclinada, avanzaba, a los resguardos y apoyos de las amuras.

Traía prendida la florafauna de las playas: grandes vejigas rojas y amarillas, cardúmenes y pólenes de peces carnavales y payasos, algas ocres y retintas. El arte, como los grandes animales de la mar, tenía sus parásitos.

De golpe, en la línea de popa, emergió el copo. La cabeza de la red quedó flotando. De un blancor metálico, ancha y redonda, era como una gigante gota de azogue movilizándose por la iracunda pelea de las aguas negras. Simón Orozco no perdía de vista el copo. Tras la florafauna: matas, cardúmenes, colonias; tras la florafauna aparecieron los discos cenicientos de las rayas, las pintarrojas oceladas cambiando el reciente color crema de la sacada por una rosa fuerte al compás de una larga agonía, las sulas largas, albas, como de aluminio, las blandas langostas de coral enzarzadas en una pesadilla combatiente con las mallas del arte… Se vertía la red sobre cubierta trayendo los primeros, diminutos, boquiabiertos rapes, ajados sus apéndices de pesca. Se vertía la red con los escualos de gatunos ojos: mielgas de aguijones en las aletas dorsales y caudales, pequeños tolles de duros dientes, pequeñas fieras de las aguas, que sobre cubierta vidriaban los hermosos ojos de furia impotente. Con ellos la serpenteante presencia de los congrios, el equívoco formal de ojitos y lenguados, la suprarreal creación del pez rata, incisivos de roedor, pelo o escama, larga cola barbada, coloración gris, grandes ojos, verdes o azules, de animal asustado. Las redes de arrastre vuelcan el quinto día de la creación del mundo sobre las cubiertas de los barcos pesqueros.

Maniobró el
Aril
. El copo quedó pegado al barco en la banda de estribor. El contramaestre Afá preguntó a Simón Orozco:

—¿Usamos el salabardo?

—No es necesario.

—Trae bastante pesca, patrón.

—No es necesario.

Preventivo, insistió Afá:

—Si se rompe el cable… Es mejor salabardear, patrón.

—No es necesario. Sacad ya.

Izaron el copo. Quedó unos instantes balanceante sobre cubierta. Afá tiró de la cuerda que cerraba la boca de la red y la cubierta se cubrió con la pesca.

Habían establecido para su clasificación compartimientos y casillas. El monte de pesca tenía los blandos colores del mundo submarino: rosicler de cucos, carnavales y payasos; rojo de sangre coagulada y plata de los besugos; plata vieja de las merluzas, las pescadillas, la carioca machacada por los peces grandes; blanco de esclerótica de los calamares y los cabezones pulpos de arena; verdes y amarillos de los bacalaos y su clan de abadejos y barruendas; pintarrajas, mielgas, tolles, rayas… y una caila hediente, al acecho del descuido de un marinero, con la boca entreabierta, con la boca de tres filas de dientes móviles, con la boca de muerte. La caila del clan de los grandes escualos, quieta y larga como un madero ennegrecido por las aguas.

Comenzó a bordo el trabajo de clasificación de la pesca. Los barcos se emparejaron y fue lanzada al agua tras de una breve andada, la red del segundo arrastre. Simón Orozco comunicó con el barco compañero el cálculo del monto de la pesca.

Los hombres del barco, excepto los dos patrones Domingo Ventura y Gato Rojo, trabajaban en la clasificación y preparación del pescado. Domingo Ventura había sido reclamado para que bajase a la cubierta a abrir bacalaos, pero Domingo Ventura prefería contemplar la tarea desde el puente, trinando el aire por las separaciones y agujeros de la dentadura ocupados por restos de comida, ahuecándose perezoso dentro de la capa de aguas, tiesa y como quebradiza.

Domingo Ventura, después de aguantar durante un rato la lluvia mansa del mediodía, desapareció rumbo a su catre. Gato Rojo estaba de guardia en máquinas, entretenido en la artesanía de los anzuelos de cacea.

Junto al palo mayor, José Afá abría merluzas. A un lado el cajón de las cocochas y las huevas, al otro el de los desperdicios. La merluza limpia se la pasaba a Sas que la bañaba en el cubridor de hierro de la escotilla de la nevera al que habían dado la vuelta y llenado de agua. Macario Martín seleccionaba pescado a mano, dando gran impresión de trabajo, siendo muy poco eficaz.

Venancio Artola y Juan Ugalde paleaban la basura de la mar a la mar; trabajaban de firme. Los Quiroga abrían merluzas junto a los carretes de cables. Juan Arenas y Manuel Espina preparaban bacalaos, abadejos y barruendas para la salazón.

Los besugos, coleteando, resistiéndose a la muerte, iban llenando las cajas.

Cajas de besugos, cajas de merluzas, cajas de pescadillas. Alguna de cariocas en buen estado, de ojitos y lenguados, de rapes. Todo lo demás a la mar. En los primeros días de pesca no se puede llenar la nevera de peces de poco precio: peces cucos, peces burros… El congrio para comer los de los ranchos; las langostas reservadas para los patrones, porque siempre las ven los primeros; si hay más de tres también alcanza para la marinería; si no, a fastidiarse, porque donde hay patrón obedece el marinero, que es la ley del mar.

En el arte se habrían tomado cerca de tonelada y media de peces. La mayoría volvían a las aguas, muertos, para banquete de las hienas de la mar: las callas y su clan. El trabajo en la cubierta, bajo la lluvia, con mar movida, agotaba a los hombres. Solamente plantarse, recibir, quebrar en los balances, era ya un trabajo. Macario Martín seleccionaba a mano de dama, sin ascos, pero con prevenciones, agarrado con la del delito a la tapa de regala. Macario se quejaba de la cintura, suspiraba hondo, se incorporaba lentamente vértebra a vértebra, muelle a muelle, como se abre una navaja. Los Quiroga, Ugalde, y Artola, no hablaban en el trabajo. Afá y Sas reincidían en las bromas del trabajo a cuenta de Macario. Los engrasadores se curioseaban mutuamente el trabajo, perdiendo el tiempo.

—Mal abierto —dijo Juan Arenas—. En la raspa se te ha quedado un filete grande.

—Le he perdido el tino —respondió Espina—. Hasta que abra una docena no lo haré bien.

Macario Martín usó de las dos manos para tirar por la borda una raya gigante. Se asomó para ver su descenso. La raya descendía solemne, despaciosamente, como una gran hoja otoñal. Por un momento fue un oscilante brillo fosfórico. Luego se perdió hacia los fondos. Macario volvió a su técnica selectiva, cuidadosa, descansada y farsante.

En la estela del
Aril
alborotaban los pájaros de la mar. Los mascates picaban desde las alturas, desde la parsimoniosa de sus vuelos; los arrendotes gañían en la disputa del banquete; las ligareñas, ligeras, gráciles, se adelantaban a los arrendotes, amagaban sobre la espuma y la comida, levantando el vuelo de perseguidas. Los petreles sorbían con urgencia los aceites y, rápidos, revoleaban las laderas de las olas para de pronto ascender y revolear al lado contrario.

Juan Arenas le daba al cante chico mientras abría bacalaos. Manuel Espina lo acompañaba tarareando. Entraba el agua por las amaras, arrastrando las cabezas de los bacalaos, cegando los imbornales de desperdicios. José Afá no podía sonarse las narices con las manos llenas de sangre y de escamas y moqueaba ruidosa e infantilmente. Macario Martín gritó:

—Afá, quítate los mocos que no dejas oír al fenómeno, a la voz aristocrática de Puerto Chico.

La voz aristocrática de Puerto Chico dejó de cantar y preguntó:

—¿Tú lo haces mejor,
Matao
?

Macario Martín le lanzó una barruenda:

—Toma, trabaja y calla, que te estropeas la garganta.

Sas terminó de llenar una caja de merluzas.

—¿Quién me hace un cigarrillo? A ver esos ayudantes —se refería a los engrasadores—. ¿Quién me hace un pito?

Manuel Espina se frotó las manos contra el traje de aguas.

—Voy a secarme las manos y hago los cigarrillos que queráis.

Se pidieron cigarrillos.

—¿Con el tabaco de quién? —preguntó Espina.

—Con el del contramaestre —dijo Sas—. Con el del contramaestre, que tiene un buen lastre.

Afá no contestó. Manuel Espina se fue de la cubierta. Los hombres de cubierta hicieron un alto en el trabajo. El contramaestre alzó la mirada al puente.

Desde una de las ventanas los contemplaba Simón Orozco.

—Esto se acaba en seguida, patrón dijo Afá—. Van a salir unas doce cajas de merluza; menos de pescadilla. Cuarenta de besugo, o cosa así.

—Idlas bajando a la nevera para acabar antes —ordenó Orozco—. Al anochecer se nos va a poner mal tiempo.

En la galleta del palo de proa descansaba un pájaro arrendote. La mirada de Orozco se fijó en él. Afá siguió la mirada del patrón.

—Mal signo —dijo Afá—. Además, está oliendo la mar.

Miró Orozco hacia la mar. Lejana, azuleaba una gran cintura. Afá opinó:

—Sardina o arenque, a los pastos de costa. La cintura la forman los grandes cardúmenes de peces que dan un color a la mar.

Manuel Espina volvió de la cocina con un manojito de cigarrillos. Se los fue poniendo en las bocas a los peticionarios; les dio fuego. La pausa del cigarrillo clausura un tiempo de trabajo, abre uno nuevo en el que el marinero entra satisfecho. Juan Arenas, que se había retrasado en la guardia, fue a las máquinas.

Gato Rojo no tuvo necesidad de salir a la cubierta, porque ya estaba todo el bacalao preparado. Salarlo era negocio de la gente del rancho de proa.

A las seis de la tarde terminó el trabajo. Los tripulantes regresaron a sus ranchos. José Afá y Macario Martín colocaron el cubridor de hierro de la escotilla de la nevera. Guarnía la mar y no fue necesario afretar la cubierta resbaladiza de las babillas de la pesca, de los peces machacados, de los desperdicios. Afá y Macario Martín se lavaron en los cubos de limpieza; después entraron en la cocina.

—Ahora hay que beber vino —dijo Macario— para que la sangre coja fuerza. Hay que echar la reuma que se pesca en esta andanza, para poder descansar bien.

El contramaestre afirmaba con la cabeza.

Simón Orozco, en el puente, había comunicado al barco compañero el total de la pesca. Calculaba las cajas a cincuenta quilos. Era el cálculo de la marea, el de la lonja era a cuarenta, una con otra. «Poca pesca —dijo el patrón del
Uro
—, pero entrando en el banco se sacará más. Esta noche tendremos trabajo».

Simón Orozco quedó un momento pensativo, con las manos en las cabillas de la rueda. Había terminado el trabajo. La cubierta estaba vacía. A su estribor lejano, visto y no visto en los balances, navegaba el
Uro
. También él se sentía vacío con una larga perspectiva de algo, que entreveía, en lo remoto de la mente.

El vacío de la mente oleaba y tenía sus balances. No podía fijar aquel algo. Estaba pendiente de la marcha, atendiendo a las aguas y a los cielos cubiertos. La lluvia, que había aumentado, y las salpicaduras de las olas al romper sobre el barco, tatuaban los cristales del frente del puente de reguerillos, de lagunillas, de espejillos. Culebreaban los regueros, se desprendían las botas. Veía, entreveía borroso, el palo de proa. A su estribor estaba la mar creciendo. El
Uro
era una mancha negra. Simón Orozco, cuando estaba solo en el puente, hablaba en voz alta o cantaba. Simón Orozco comenzó a cantar. Cantaba en vasco una canción del campo, una canción de la escuela, una canción de los montes de helechos, de altas cimas, de las nubes que pasan. Simón Orozco vivió en el puente, durante un rato, como dentro de una campana de cristal. Cuando bajó un bastidor del frente, entraron las aguas desmenuzadas del cielo y la mar. Por el tubo acústico ordenó a Manuel Espina las revoluciones del motor. Luego quedó silencioso y preocupado.

Gato Rojo mostró al contramaestre los anzuelos que había preparado. El moñete de hoja de maíz lo había sustituido por crin e hilos rojos. Afá le preguntó:

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