Read Gran Sol Online

Authors: Ignacio Aldecoa

Tags: #Clásico, Drama, Relato

Gran Sol (12 page)

BOOK: Gran Sol
12.71Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—¿Tú crees que con esto van a caer mejor?

—Si no caen con esto —respondió es que le han perdido el gusto a comer. Ya verás.

—A la vuelta lo veremos. Hay que sacarles unas perras a los bonitos.

Macario Martín intervino:

—Hay que asegurarse una noche de farra, porque si no estamos
Matao
s.

En su litera del cuarto de derrota, Paulino Castro, la vista al techo, los brazos cruzados bajo la cabeza, las piernas cruzadas y la respiración profunda, meditaba. Meditaba en lo que había meditado muchas veces, muchas mareas. La tienda de comestibles de su mujer le ofrecía un buen retiro. Cuatro años más en la mar. Cuatro años para redondear los ahorros y se acababa el pescar. Se haría vendedor de bacalao, quehacer más tranquilo, más lucrativo. Pero tenía que quedar como un hombre con su mujer. Ella se había casado con un pescador, no con un tendero. Los compañeros le habían dicho cuando se casó: «Buen braguetazo, Paulino, ahora la mar para los pobres». Él estaba demostrando que los hombres honrados, a pesar del dinero, siguen en la mar. Pero con cuatro años más cumplía. Vender bacalao o despachar vino, si se podía tomar en traspaso la tienda de al lado. Con el ultramarinos y la taberna, se aseguraba la vida.

Entonces la mar para los pobres. Gran Sol para los que no habían tenido suerte o se gastaban el dinero en las tabernas, o se lo jugaban, o tenían muchas bocas que alimentar. Gran Sol tachado.

Paulino Castro llevaba la meditación hasta el ensueño. Acaso con un poco de dinero fuera posible comprar una motora para dedicarla a la bajura. Armador en pequeño, pero armador al fin. Dejar la taberna al atardecer para irse al muelle a ver la descarga. Entrar en la lonja como un armador de verdad. Acaso el saludo de los pescadores: «Buenas tardes, señor Castro». ¿Señor Castro o don Paulino?

Con dos motoras, seguroel tratamiento. Don Paulino. Paulino Castro era don Paulino. Gran Sol tachado.

En el rancho de proa Artola contaba una anécdota de un pescador de Bermeo. A los lances más ingenuos, ponía Venancio un dejo de socarronería que los transformaba, que los hacía difíciles e indefinidos, casi estúpidos, casi profundos y jocosos.

—Kepa el marica andaba y andaba —decía— rondando a uno que era manco de la derecha. En el bar ya contaban que no se podía defender si Kepa se le echaba encima. Kepa cosía redes mejor que ninguno y no quería embarcarse; por eso le decíamos marica. Yo no creo que fuese marica, a mí nunca me dijo nada, pero podía ser porque a algún veraneante de Bilbao se le pegaba todos los agostos y fumaba rubio y bebía vermut de botellín y tenía siempre cinco duros.

La de veces que a mí me habrá convidado Kepa. Ahora que tuve que dejar de que me convidase más, porque, si no, los que no convidaba decían que tal y cual. Para mí Kepa era un vivo, pero había que seguir diciendo que era marica porque si no los demás le podían llamar a uno marica y luego las mozas, si te las llevabas a los rincones, te decían que eras marica o no querían bailar contigo. Lo mejor es decir lo que dicen los demás.

Venancio Artola se quedó un momento pensando. Joaquín Sas lo acució:

—Bueno, ¿y qué? El marica ese, ¿qué? Venancio Artola se encogió de hombros y dijo:

—Nada. Ya lo he contado.

Joaquín Sas se asombró.

—¿Que has contado qué?

—Qué va a ser —protestó Venancio—, qué va a ser. Lo del marica, hombre.

Joaquín Sas hizo un gesto de extrañeza. Cogió su botella de vino y bebió largamente. Suspiró.

—Bueno, Venancio —dijo—, tienes razón, mucha razón, cuenta otra cosa.

Venancio Artola se amoscó un poco.

—¿Es que no tenía gracia o qué?

De pronto Venancio se echó a reír. Se reía suavemente. La risa de Venancio fue aumentando hasta transformarse en una carcajada. Estaba sentado en el catre y se golpeaba los muslos con sus grandes manos.

—Ya, ya —dijo entrecortadamente—, no habéis entendido —volvió a reírse—, no habéis entendido. Tú, Sas, no has entendido nada. ¿Tú has entendido, Juancho? —le dijo a Ugalde—. Tú sí habrás entendido.

Juan Ugalde hizo un movimiento con las cejas, que lo mismo podía ser una afirmación que una negación. Venancio Artola se animó.

—Pues voy a contar otra, a ver si la pescáis. Hizo una pausa. Los ocupantes del rancho estaban expectantes.

—Un chico pelotari —comenzó—, que yo conocía desde pequeño, se lió con una de Bilbao. Entre que si iba y venía mucho de Bilbao, se enteró el padre y el cura. El padre le dijo: «¿Conque en éstas andamos? Pues eso ya verás cómo lo pagas». Y el cura, que era castellano, también le dijo: «Mira que eso se paga». Él no hizo caso; le llamábamos Amurrio, no sé por qué. Había estado, decía él, en la guerra en Amurrio, pero vete a saber la verdad. Pues no hizo caso ni al padre ni al cura. La madre lloró mucho, pero él ni caso.

Venancio Artola hizo una larga pausa. Terminó:

—Acabó en el hospital.

Venancio Artola guardó silencio hasta que Joaquín Sas dijo agriamente:

—Bueno, ¿y qué? No me vas a decir que ha acabado ahí. Es la historia más idiota que he oído en mi vida.

Venancio miró a Juan Ugalde, se encogió de hombros y dijo:

—Tampoco esta vez ha entendido.

—Cómo voy a entender —gritó Sas—, si eso no tiene ni pies ni cabeza. Si eso no es ni verdad ni mentira, ni tiene argumento ni sustancia ni nada.

—Que te crees tú eso —dijo Artola—. Esto que he contado son lo que se llaman parábolas. ¿Tú no has oído nunca parábolas?

Venancio no pudo contener la risa. Repitió entre carcajadas:

—Parábolas… parábolas, hombre… parábolas.

Estaba oscureciendo. De las máquinas llegó el grito de llamada. Era la voz de Gato Rojo.

—¡A virar!

Salieron los hombres de los ranchos. Simón Orozco había encendido las luces del barco. Principió la maniobra de la segunda sacada del día. Los tripulantes se repartieron por la cubierta.

Cuando izaron el copo y la cubierta se llenó de pesca, Simón Orozco decidió quedar al garete durante una hora, hasta que se hiciese la selección del pescado y se devolviese a la mar su basura. Ya era de noche.

Las luces del barco compañero cabrilleaban en las aguas. Llovía abundantemente. Macario Martín trabajaba con afán, como todos, para ganar tiempo a la noche y a la andada hacía el banco Gran Sol.

Paleaban la basura Artola y Ugalde. Fosforecía la mar. Las cailas y su clan subieron de las profundidades, pegándose a los costados del barco. Las cailas se dejaban mecer por las aguas, casi en la superficie, esperando que las paletadas de pesca les llegasen hasta la puntiaguda cabeza; entonces abrían la boca y la cerraban automáticamente. La paletada desaparecía entre sus mandíbulas.

Simón Orozco odiaba a las cailas. Llamó a los engrasadores Juan Arenas y Manuel Espina. Ordenó:

—Echadle un gamo a la grande, a esa que está pegada a estribor. No la saquéis. Procurad rajarla.

Arenas y Espina cogieron dos grandes bicheros y apresaron la caila. El animal no se movió.

Instantes después reaccionó al dolor. Rabiosa, desesperadamente, se debatía. Los engrasadores apalancaban los gamos sobre la tapa de regala. Simón Orozco animaba la función.

—No la dejéis escapar, rajadla bien —decía con saña—. No la dejéis escapar, no apalanquéis mucho, rajadla bien.

Macario Martín se asomó por su amura para ver la pugna. Comentó en voz baja:

—¿Qué le habrá hecho ese pobre animal al patrón?

No lo había oído Simón Orozco, pero se volvió como el rayo a Macario Martín. Dudó un segundo, después gritó:

—Macario, coge un gamo y échales una mano. Rajadla bien.

Antes de que Macario Martín tuviera ocasión de prestar ayuda a sus compañeros, la caila, con el zambullo fuera, abierta desde la boca a la fosa nasal, se perdió en las aguas. Simón Orozco se rió estentóreamente; aprobó la faena:

—Muy bien, muy bien. Ya se lleva buena.

Como una tentación, como una mala tentación, volvió la caila al costado del barco, rodeada de su clan excitado por la sangre fraterna. Como una tentación, como una mala tentación fue su aparición para Simón Orozco.

—Echadle los gamos.

Los engrasadores y Macario Martín obedecieron. La caila fue apresada de nuevo. Otra vez la pelea. El gamo de Macario le rasgó la mandíbula inferior. Por fin la caila se desasió y se perdió definitivamente en los fondos. Simón Orozco entró en el puente. Marcó en el telégrafo: Avante, media. Vociferó por el tubo acústico, porque Gato Rojo se había retrasado a su llamada.

El
Uro
emprendió marcha siguiendo las aguas del
Aril
. Iban hacia Gran Sol.

Los barcos navegaban contra el viento cabeceando mucho. Simón Orozco estaba contento al timón. Unos minutos más y Paulino Castro le tomaría el relevo.

Macario Martín, junto a los engrasadores, que abrían bacalaos, preparaba merluzas y comentaba:

—El patrón tiene venas. Estoy segurode que ha mandado marchar por lo de la caila. Si vuelve a dejarse ver el animal se tira al agua a rematarlo. El patrón tiene venas.

Juan Arenas canturreaba un tango. Manuel Espina interrumpió la misteriosa meditación de Maca rio Martín.

—A ver cómo se te da luego el ponernos, bien puestas, pero bien puestas, ¿eh?, unas cabezas de bacalao.

—No hay tiempo. Eso tiene que cocer mucho; eso es como comer callos en tierra.

—Pues mañana.

—Mañana ya es otra cosa.

Domingo Ventura desde el portillo de la cocina saludó a los trabajadores.

—¿Se ha pescado mucho?

Macario Martín le respondió:

—Sal a verlo.

—Tengo que hacer.

Domingo Ventura desapareció en las entrañas del guardacalor. Macario Martín punteó el final:

—Vaya maula que tenéis por jefe, muchachos. Ese tío ha nacido para mandar una hamaca, no las máquinas de un barco. Para mandar una hamaca y todavía estaría cansado de trabajar.

Paulino Castro hizo el relevo a Simón Orozco. Éste dijo:

—Si mañana no hacemos capa, vamos bien; la mar está empeorando.

Trabajar en cubierta era, en aquellos momentos, uno de los trabajos más duros del mundo. El contramaestre Afá, para no caerse, apoyado como estaba con las espaldas en el palo de proa cara al puente se echó una estacha y se abitó a él.

El banco Gran Sol, el banco centro de la carrera de los pesqueros, esperaba a sesenta millas al suroeste, con mala mar, viento recio y lluvias.

VI

A
L amanecer amainó algo la última furiosa collada del norte. Llovía apretada y fuertemente. No había perspectiva de horizonte en la mar; rompían horizonte y olas en la proa. Una mancha de claridad cenicienta cubría la nave y su combate. El
Aril
navegaba gelatinosas aguas bicolores: verdes, de los verdes oscuros del septentrión, en su torno inmediato; negras, de las profundas negruras minerales —brilladoras, titilantes, engañosas— del carbón, viniendo a la reñida del naufragio. El
Aril
estaba en la capa en aguas del banco Gran Sol.

Simón Orozco llevaba el timón, haciendo la capa: poco a poco el motor y proa al viento. Paulino Castro atendía a la radio. Habían perdido de vista al barco compañero desde las primeras horas de la madrugada, desde el primer choque con la collada del norte. Comunicaban con el
Uro
por la radio. Nada iba mal.

«Nada va mal —dijo el patrón de pesca del
Uro
— por ahora…».

Macario Martín volvió de la cocina a su rancho. Entró frotándose un hombro. Subió a su litera. Dijo:

—Es inútil. Estoy tronzado. Es inútil. Hay que esperar que calme un poco.

Ninguno de los compañeros protestó. Macario empezó a barbarizar sobre los malos tiempos:

—El sol se va de p… Venga agua por el balcón. La mar está…

Interrumpió su discurso un fuerte balance. Se agarró el hombro dolorido con la mano del delito e hizo la queja.

—Capa, capa, capa, el tío este nos va a tener haciendo capa siete días.

Debiera haber tirado para puerto. Debiéramos estar ya en Bantry.

—En casa —dijo Afá.

Gato Rojo aguantaba marea hecho una bola en su litera. Juan Arenas tenía el estómago revuelto y un cierto remusgo de miedo.

—Me descomponen las capas —acertó a decir—. Me descomponen las capas —repitió.

Macario Martín bajó de su litera y se tumbó en la de Manuel Espina.

—La mía —explicó— está más húmeda que la mar. Por ese ojo de buey entra el diluvio.

Juan Arenas se incorporó en su litera. Preguntó:

—¿Cuánto durará esto, José?

Afá dijo calmosamente:

—Tres, cuatro, diez horas. ¡Quién sabe!

Se frotó las manos nerviosamente el engrasador.

—Debiéramos estar en Bantry —dijo—. El patrón ya veía lo que se acercaba…

Sonrió Macario Martín.

—Sí, en Bantry —afirmó.

El contramaestre comentó en voz baja:

—En casa, en casa.

Trepidó la embarcación y dio un bajón como si hubiese pasado un bache.

Juan Arenas se quedó un instante mirando con los ojos muy abiertos el techo del guardacalor. Guiñó la luz de ordenanza. Se hizo un silencio. Macario dijo:

—Debiéramos estar ya en Bantry.

—Baja la mar —dijo Afá—; le dan tepeluznos, pero baja. No puede con nosotros.

—Este viento no se va tan pronto —contradijo Macario—. Volverá en seguida, volverá más rabioso. Está en la brega.

Juan Arenas se echó en la litera. Gato Rojo estiró las piernas, dejando de ser un nudo sobre el catre. Macario Martín sonrió, segurode sí mismo.

—Voy al fogón —dijo—. Voy a ver si se puede hacer algo.

El
Aril
sostenía con sus palos un cielo gacho, grueso, gris.

Para Manuel Espina aún era de noche. En el clima nocturno de las máquinas —luces, sombras, zumbidos, calor, sueño— el engrasador esperaba el término de la guardia; con la finalización de la guardia, el aflorar al día, como en un despertar voluntario, dejando atrás el espacio cercado del hierro o la tiniebla, conquistando en una sola aspiración, en una sola mirada, la libertad de la luz cenicienta. Para Manuel Espina, en la guardia, el pensamiento tenía los puntos de absurdo y de repetición de las pesadillas.

Por el rancho de proa se discutía la capa. Los hermanos Quiroga —el barbilampiño, el barbirrucio— formaban los dos puntos de ortografía para la enumeración de Joaquín Sas.

BOOK: Gran Sol
12.71Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Liverpool Love Song by Anne Baker
Reversed Forecast by Nicola Barker
When Gods Bleed by Anthony, Njedeh
Together We Heal by Chelsea M. Cameron
Her Reason to Stay by Anna Adams
Merrick by Bruen, Ken
Flawed Love: House of Obsidian by Bella Jewel, Lauren McKellar
The Gilded Fan (Choc Lit) by Courtenay, Christina
In Bed with the Highlander by Ann Lethbridge