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Authors: Ignacio Aldecoa

Tags: #Clásico, Drama, Relato

Gran Sol (13 page)

BOOK: Gran Sol
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—Hace dos mareas la capa, ¡eh, Juan! ¡Eh, Celso, la hicimos porque al patrón le dio la gana! Con tiempos peores se ha pescado otras veces. ¿No es verdad, Juan y Celso? Mareas de aguantar mar de capa en arrastre, mareas de invierno por la mar de Francia echando las artes, mareas, tú no viniste, Venancio; pero tú, Ugalde, te acordarás, como aquella que entramos en Castletown casi sin los barcos.

Venancio meditaba sus preguntas.

—Entonces, Sas —dijo—, ¿qué dices de esta capa?

—Que a la tarde tiramos la red.

—Bueno, ya, pero ¿qué dices de esta capa? —repitió Venancio.

—Ya no es necesaria. Ya, si quiere, puede echar el arte.

—Tú, Sas, eres como un patrón de pesca, pero desde el rancho. Sal a ver.

Dile a Orozco que está para echar la red y te echa a ti a la mar.

—Contigo, Venancio, no se puede hablar. Crees que Orozco es Dios, que sabe todo lo que ocurre y puede ocurrir. Crees que es el patrón más seguroque anda a la mar. No hay patrón seguro. Todos se equivocan alguna vez y siempre cuando no deben. Entonces vete a pedirles cuentas, cuando estés dando de comer a los cangrejos en los fondos. Sí, vete a pedirles cuentas.

—Por eso me parece bien que siga en la capa, por los cangrejos.

—La capa ya no es necesaria.

Macario Martín entró en el rancho de proa con las manos tiznadas de carbón.

—Hoy no hay desayuno, mozos —dijo—. Apretaos el cinturón por si no hay comida.

Juan Ugalde fue tomado de un súbito furor.

—Capa, capa, y encima no hay comida. Te diviertes,
Matao
, tú. te diviertes mucho, pero las vas a pagar.

—Yo no me divierto, Juan, el carbón está mojado porque alguien dejó el portillo abierto. Yo no voy a ir ahora por carbón. Pan no hay, vete tú a sacarlo de la nevera. Patatas no hay, vete tú por ellas. Pesca no hay, porque la que estaba colgada se la ha llevado el agua, vete tú a proa y tráela. No hay nada de nada, invéntalo tú. Yo no me divierto; qué más quisiera yo.

—Yo tengo hambre —dijo Juan Ugalde—, y tengo que comer. Tú tienes obligación de hacer la marmita a mediodía y ahora de darnos algo.

—No hay.

—Ayer ya se veía que íbamos a hacer capa, vago, mierda de vago. No hay porque tú eres un vago.

Macario Martín se dirigió a Joaquín Sas.

—No son marineros; en cuanto falta de comer se acaban los hombres.

Los Quiroga tomaban la opinión de consuno. Celso hablaba, Juan afirmaba con la cabeza y ayudaba a la afirmación moviendo las manos.

—Matao
, de esto se va a enterar el patrón y ya veremos lo que dice.

—El patrón tiene bastante con la mar.

—Ya veremos.

Macario Martín jugó la baza de su gracia personal.

—Hijos míos —dijo—, estoy muy duro, lo demás os ofrecía una pierna.

Qué se va a hacer, hijos, cuando todo se pone en contra. Nos podemos comer los unos a los otros…

Juan Quiroga no tenía la palabra fácil, resumía profundos pensamientos en un solo vocablo.

—Majadero.

Se agarró Macario para aguantar un balance, se agravó su rostro.

—Hijo mío, calma, no insultes, no te metas conmigo que yo tengo la lengua larga, no seas pasmado y hazte cargo.

A Macario Martín no le hubiese molestado el denuesto violento del habla y la costumbre marinera. Le hería profundamente el insulto de Juan Quiroga. Se despidió.

—No hay nada —dijo—; de modo que aguantarse. Y tú —señaló a Juan Quiroga— guárdate esos insultos de oficina para endilgárselos a tu viejo.

La voz de Juan Quiroga le alcanzó antes de que cerrara la puerta.

—Majadero.

En el rancho de proa se hizo un silencio. Sas habló lentamente, mientras miraba por el ojo de buey.

—La mar se va calmando, dentro de poco llamará el patrón para que suba alguno a la rueda. La última guardia antes de la del contramaestre la hice yo.

Detrás de mí vas tú, Venancio.

Ya no rompía el horizonte en la proa. El cielo se levantaba, se ensanchaba, blanqueciéndose. Menguaba el oleaje. La lluvia se dulcificaba en sirimiri. Renacía la estela. La chusma de los petreles volaba al sebo y los aceites, haciendo recortes a las olas. Caía al estribor del
Aril
la mancha lejana del
Uro
compañero.

Afá abrió el ojo de buey de los pies de su catre para tomarse un aire. El rancho estaba cargado de humo estratificado y perezosamente movedizo. Afá respiró los buenos vientos de la andada. Protestó Arenas —en el aburrimiento la protesta, en el trabajo la protesta, en el peligro, la protesta, ¡qué distracción, qué descanso, qué bastimento de valor!— de la corriente fría. Con la calma el contramaestre bebió de su botella, delicadamente preservada durante la capa entre el cabezal y la ropa sucia metida en una bota de goma; bebió feliz y largamente. Dijo «top» y cacheteó el corcho. Arenas había calentado su vino entre las piernas y escupió el trago. De nuevo protestó de la corriente de aire.

Luego cambió favores. Dio señales de no seguir protestando, pero pidió al contramaestre su botella. Afá fue generoso.

A Manuel Espina entre las muchas partes de su cuerpo que le dolían en las capas, y las horas, las malas horas, que tenía de guardia, en cuanto la mar calmó y se tumbó en el catre, se quedó desarbolado, dejándose mecer en una duermevela de dolores y profundas aspiraciones como de pequeña felicidad.

Cuando Arenas, abusando, le quiso pasar la botella de Afá, Manuel ni se movió.

La botella volvió a su dueño desde Arenas: un último trago, el no bebido por Espina, un completo abuso.

Domingo Ventura, en su camarilla, mordió un trozo pequeño de carne de membrillo. Tenía el estómago vacío. Luego sacó de una lata cuatro galletas y las fue comiendo con delectación y sosiego. Domingo Ventura no pensó que tenía gusana en el intestino y que por eso sentía hambre a todas horas, sino pensó en que era como una caila, como una caila de setenta quilos de peso capaz de zamparse setenta quilos de carne de membrillo, de galletas, de onzas de chocolate y de acabar con la leche condensada de setenta latas brillantes, como peces. Entre las novelas del Oeste y los ultramarinos nacionales tenía perdido el pensamiento. El perezoso, el glotón, el sinvergüenza Domingo Ventura se fue al rancho de popa a refregar su bienestar por los hocicos de los engrasadores, sus subordinados. Ya era tiempo de hablar en el puente. Simón Orozco cambiaba impresiones con Paulino Castro. Había subido a la guardia Venancio Artola. Los dos patrones fumaban antes de entrar a descansar en el cuarto de derrota.

—Dos horas de andada —dijo Orozco— y echamos el arte.

—En dos horas calmará más.

—Al atardecer levantará la mar. Estos vientos repiten. Si nos salvamos de hacer capa esta noche…

Juan Ugalde pasó a la cocina de marmitón hambriento, dispuesto a recibir órdenes de Macario Martín, dispuesto a las primeras catas de la comida en preparación. Los dos Quiroga —el de los ojos turbios, el de los ojos de pulpo— formaban terna con Sas, discutiendo inverosímiles negocios de la bajura en la cerrada fala del Finisterre a la mar. Las motoras, las cinturas de sardina o de anchoa, las barricas de raba, el juego de las artes ocupaban sus cálculos imaginativos de marineros rasos, pobres y esperanzados. «Una esperanza —dice Sas— de tener motora de uno y andar a la sardina como patrón, para salir de pobre».

Las Américas del oficio están en la bajura.

A las once y media de la mañana Macario Martín retiró de la marmita la comida de Simón Orozco y de Paulino Castro. A las doce menos veinticinco no se cabía en la cocina. Juan Arenas sirvió un plato para el de guardia en las máquinas; pidió permiso para servirse él. Macario Martín, tras una mirada a los comensales, concedió el permiso. La marcha de Juan Arenas hizo sitio. Se apartó comida para Celso Quiroga, que estaba al timón. José Afá pidió un jesusero. A Manuel Espina le gustaba decir el «A Jesús» que abría la comida. Manuel Espina sabía dar solemnidad al trance; aprovechó una calma en la discusión entre Joaquín Sas y Venancio Artola, un silencio en la organización vociferada de Macario Martín, una distracción sin blasfemia de Juan Quiroga y la atención expectante de Domingo Ventura, Afá y Ugalde. Al «A Jesús» llegó alguno con retraso en el quitarse la boina, pero hubo respeto.

El jesusero suele aguantar las bromas de la comida. Manuel Espina no admitía bromas. Macario Martín era un técnico de la chunga. Hablaba con el contramaestre.

—Si a ti te gustara echar jesuses, ¿qué te hubieras hecho?

—Cura, Macario.

—Pues yo patrón.

Manuel Espina metía la cuchara en el condumio y le miraba de reojo. Se aproximaba el escarnio. Macario Martín era tenaz en la burla.

—Si a ti, José, te dieran a real el jesús, seguroque ganabas un buen puesto de beata en la iglesia del cura Remojo y vuelvo a remojar.

Macario Martín siempre jugaba del vocablo hasta el absurdo. Proseguía:

—¿Y si en vez de un real te dieran una indulgencia, José?

—Iba a echar jesuses —decía Afá— el obispo.

Macario Martín garganteó un carcajeo siniestro, teatral, desafiante.

—Manuel Espina —dijo—, vas para obispo o para cornudo. Los únicos que echan jesuses de balde, Manuel, los únicos…

Manuel Espina dejó la cuchara quieta en el aire.

—Con tu mujer,
Matao
.

No se inmutó Macario Martín. Concedió:

—Con mi mujer, que es cornuda.

La BBC estaba dando malos tiempos en Islandia, en el mar del Norte, en Irlanda, en los dos canales, en la mar de Francia; malos tiempos hasta el Finisterre español. Simón Orozco con el bocado en la boca, sin masticar, atendía preocupado a las noticias de la emisora. Cuando terminó la BBC el parte marino, Orozco comenzó lentamente a masticar. Paulino Castro preguntó con la voz tomada de un dejo de ansiedad:

—¿Qué dice el míster?

Simón Orozco fue lacónico:

—Danza.

Se quejó Paulino Castro.

—¿Más danza?

—Más danza y de la grande.

A través de los ventanales del puente, Paulino Castro contempló la mar.

—No parece.

Simón Orozco contestó con la boca llena.

—Nosotros nos equivocamos, ellos no. Habrá que aguantarse.

—Se levanta la mar, pero no parece… Hay poco viento.

—Sí, hay poco viento y hay que aprovecharlo. Vamos a echar el arte.

Paulino Castro licenció a Celso Quiroga.

—Vete abajo.

El marinero dejó el timón al patrón de costa y se volvió hacia Simón Orozco.

—Señor Simón, ¿va a echar la red? —preguntó.

—Sí, quedan horas hasta que bailemos sin ganas; hay que aprovechar.

Celso Quiroga quiso dar su opinión.

—Pero si hay malos tiempos…

No le escuchaba el patrón de pesca. Celso Quiroga salió al bacalao del puente y cerró de golpe la puerta.

—¿Qué le pasa a ése? —preguntó Orozco. Paulino Castro se encogió de hombros. Respondió:

—Tal vez miedo. Salir de una capa y entrar en otra es de mala suerte.

—De mala suerte —dijo agriamente Orozco—, es estar toda la vida en la mar.

Cuando Celso Quiroga entró en la cocina, Macario Martín tenía ya harto al engrasador Espina con la broma de los jesuses. Celso comenzó a tomar su comida. De pronto gritó:

—Matao
, cállate ya, que luego vais a echar jesuses todos.

Se estaba limpiando la cuchara con un trapo.

—¿Qué hay por el puente? —preguntó.

—Malos tiempos desde el norte hasta el Cantábrico —dijo Celso; luego fue lacónico a imitación del patrón de pesca:

—Danza.

En la cocina se guardó silencio. Celso llevó las preocupaciones al máximo.

—Además va a echar la red.

Macario Martín se indignó.

—¡Que va a echar la red! Está loco. Este tío está loco. ¿Quién va a sacarla?

Con tal de llenar la nevera, le importa todo un bledo. Mierda para el tío.

Desde las máquinas llegó el pregón de la faena. José Afá tenía puesto el pantalón del traje de aguas.

—Me lo suponía —dijo.

Macario Martín se quejó a gritos:

—Ni comer. Ni comer.

Le animó el contramaestre:

—Anda,
Matao
, deja de quejarte y sal a cubierta.

Lanzaba el
Uro
. En el puente, por radio, Simón Orozco aconsejaba al patrón de pesca del barco compañero. «Ojo a la corriente y a la marejada —dijo—; ojo a la hélice; ojo, mucho ojo, no haya que lamentarlo».

Las olas traían un extraño rumor, como de grandes hojas de acero quebrándose, como de alas batiendo en el aire lenta e insistentemente. Rozaban los costados del barco, rompían en la punta de proa, se sucedían en la lontananza, y lo llenaban todo de su rumor metálico, alado y escalofriante.

Macario Martín en la amura de estribor, junto a la proa, comunicó a su amigo el contramaestre su sensación:

—Esta mar da dentera.

—Ésta es la mar —respondió Afá— de las capas de ocho días.

Simón Orozco observaba la faena, con la mano en la manija del telégrafo.

Domingo Ventura estaba en el bacalao del puente contemplando con mirada aburrida el trabajo de los compañeros. Comenzó la andada de arrastre. Domingo Ventura quiso conversar con el patrón de pesca. Simón Orozco estaba a la rueda y no le prestó atención. Domingo Ventura estuvo un rato en el espardel, pegado a la chimenea, por la parte de sotavento; luego bajó a la cocina en busca de diálogo. En la cocina, nadie; el rancho de proa le era hostil; el rancho de popa lo tenía calculado para el atardecer. Desde la pasadera de máquinas, Ventura intentó una conversación a gritos con Juan Arenas. Se cansó y se fue a su camarote. Juan Arenas se alegró. Pensó que Domingo Ventura era un baboso.

Canturreó la palabra. Se obsesionó con la palabra. Baboso y mala persona, baboso y tirano, baboso y baboso. Baboso y engrupido. Juan Arenas usaba a veces los vocabularios de los tangos y a veces, en la soledad de la guardia, inventaba letras y músicas de tango con aplicación inmediata a sus compañeros.

En los ranchos dormían. En el camarote y en el cuarto de derrota dormían.

Velaban Simón Orozco y Juan Arenas.

El viento norte amaga. El viento norte avisa. El rumor de las olas es el rumor de las multitudes. El ruido de las olas es el ruido de los cataclismos prehistóricos, del cataclismo bíblico. Las olas hacían ya ruido y el viento norte estaba golpeando. Llevaban cuatro horas de arrastre cuando Simón Orozco ordenó por la radio la recogida de la red.

BOOK: Gran Sol
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