Oculto dentro de esa constante metamorfosis siempre ha estado el laborioso trabajo legal de individuos y compañías que no cesan de comprar, vender, alquilar, solicitar hipotecas y redividir cada centímetro cuadrado de la isla, e incluso los derechos al aire con bruma que hay encima, en una codiciosa lucha por alcanzar sus propios intereses. Y aunque los detalles de esa codicia —los secretos amontonados y empapelados sobre quién es el dueño de los veinte o treinta mil edificios de la isla, y cuánto pagaron por ellos— podrían parecer casi infinitos, casi todos están contenidos en un solo lugar: en la sala 205 de la Corte Subrogante, en el número 31 de la calle Chambers, al sur de Manhattan.
Y allí es donde me encontraba a la mañana siguiente, fuera del edificio bajo un cielo amenazador, dando patadas en el suelo para entrar en calor y picando de una bolsa de cacahuetes acaramelados calientes que había comprado a un vendedor ambulante. El edificio, construido en 1901, era una espléndida mole de
beaux arts
con unos gigantescos puritanos de bronce guardando las puertas. Había dormido mal, y cuando por el hueco de la chimenea de ventilación que había junto a mi ventana había entrado la grisácea luz del día, me había despertado con un sobresalto, esperando recordar los acontecimientos de la noche anterior con cierta benevolencia. Muchas mañanas me despertaba en mi lúgubre celda de la calle Treinta y seis y, en ese parpadeo de medio segundo antes de recobrar el conocimiento, esperaba abrir los ojos y descubrir que seguía viviendo en mi apartamento de ocho habitaciones de la Upper East Side, con Timothy durmiendo con su pijama y Judith ocupada en sus rituales del café, a mi disposición para un fugaz magreo en la cocina. Pero esa mañana volver sencillamente a mi solitaria y resquebrajada inocencia del día anterior me habría inundado de alivio, incluso de una especie de felicidad reflejada.
No cayó esa breva. La visión de la mueca congelada y cubierta de nieve de Herschel —divinizado e invocable como un tótem de la Isla de Pascua— me había perseguido a lo largo de las fachadas nevadas y en sombra de Broadway mientras recorría las largas manzanas hacia la calle Chambers. Uno no traslada cadáveres, me maldije, no en mitad de la noche cuando no mira nadie. Los abogados blancos no trasladan cadáveres, ni siquiera los menos afortunados, por plausible que sea la explicación. Y menos aún mienten a la policía sobre ello. Sólo podía esperar a que pasaran un par de días, a que Poppy y Jay respondieran las preguntas de la familia de Herschel y a que enterraran al hombre como merecía, y que eso fuera todo. Si Jay era inteligente, correría con los gastos del funeral.
Y si yo era inteligente, no volvería a tener tratos con él, no importaba lo que Allison dijera o prometiera. El problema era que los documentos de la venta se habían apropiado de mi nombre por siempre jamás, e incluso, como su abogado de una sola noche, me veía obligado, aunque sólo fuera por mí mismo, a asegurarme de que el trato era legal. No habiendo tenido oportunidad de examinar de antemano los documentos, y dadas las sospechosas actividades de la noche anterior, quería echar un vistazo a la escritura del edificio del número 162 de la calle Reade inscrita en el registro de la propiedad. La palabra «inscrita» es clave. Una escritura tiene que ser ejecutada, presentada y recibida, pero no es oficial hasta que se inscribe en el registro. Sólo entonces se posee el montón de ladrillos, la estructura de madera. El cambio de nombre de cualquier propiedad es misterioso, si lo piensas; lo tangible permanece inalterable, pero la descripción, el nombre que va unido a ello, cambia en un instante. Hace trescientos años, de acuerdo con el derecho consuetudinario inglés, la venta de un bien inmueble se señalaba partiendo un palo, que simbolizaba la permanencia y la especificidad del momento.
Las puertas de latón se abrieron, y seguí a los demás escaleras arriba. Había estado en el edificio hacía años, y no había cambiado gran cosa. En el interior, más allá de los anuncios colgados de las subastas de coches confiscados, te deslizas por suelos de mármol amarillentos hasta unas amplias escalinatas que te conducen con magnificencia a las distintas salas del Ministerio de Economía y Hacienda. Allí la ilusión de grandeza cesa de golpe. La sala 205, donde la pintura cuelga del techo como la corteza de un plátano de sombra, está dividida en una sección de registros y una zona donde se examinan esos registros con lectores de microfichas. La sala es frecuentada por dos poblaciones distintas: los abogados con buenos trajes y el resto; por lo general parecen drogadictos, borrachos, delincuentes y locos; maleantes con cuchillos y los típicos tíos de las mil caras. Pero, pese a su aspecto marginado, esos hombres y mujeres desempeñan un papel crucial en la vida económica de la ciudad; son los buscadores de escrituras que trabajan para las compañías de títulos de propiedad y los bufetes. Se conocen entre sí de una forma amistosa y traicionera, y compiten por el uso de los lectores de microfichas y los generadores de registros computerizados, y por la atención del ruso parlanchín que ofrece las cintas de las microfichas que tan valiosas son. (El hecho de que los registros de la propiedad privada de la capital del comercio global sean supervisados por un hombre que ha crecido bajo el comunismo soviético pasa inadvertido). El procedimiento es el siguiente: presentas la dirección del edificio al funcionario y éste te indica el número de la manzana y el solar, que son introducidos acto seguido en los ordenadores de la sala contigua, los cuales facilitan a su vez el número de registro de la escritura notarial y de la hipoteca, Y los números respectivos de la página y la cinta de la microficha. Esta información se presenta de nuevo al funcionario con un pequeño vale (que se compra en la caja del pasillo a unas negras de mediana edad que parlotean de su vida sentimental a costa de los contribuyentes) y el funcionario entrega una microficha que puede examinarse, hoja por hoja, a cual más borrosa. Toda la ayuda se ofrece a regañadientes, y estás bajo sospecha de estupidez por definición.
Los misterios que encierran los timbres de los impuestos que aparecen en los documentos nunca se explican, pero si sabes lo que buscas, como era mi caso, revelan en sí mismos mucha información, entre ella la veloz y constante revalorización de los bienes inmuebles de Manhattan. Desde el remoto año de 1697 hasta abril de 1983, la gran ciudad de Nueva York aplicó un impuesto sobre la transferencia de bienes raíces de 1,10 dólares por cada mil dólares del valor estimado. En 1983, debido a la revalorización de los bloques de pisos, la ciudad subió el impuesto a cuatro dólares por cada mil del valor estimado, que es el que se aplica hoy día y que probablemente se mantendrá en el futuro. Así fue como calculé que el número l62 de la calle Reade, el edificio que Jay Rainey había adquirido por medio de un intercambio la noche anterior en el Havana Room, había valido 9.000 dólares en 1912, 56.000 dólares en 1946, 112.000 dólares en 1964, 212.000 dólares en 1967, 402.000 dólares en 1972, 875.000 dólares en 1988, 1.500.000 dólares en 1996, y 2.200.000 dólares en 1998, siendo esta última la suma que había pagado una entidad que se llamaba a sí misma Bongo Partners. Voodoo LLS, la compañía que había figurado como propietaria en el contrato de compraventa de la noche anterior, no constaba en la escritura.
Me quedé sentado un rato, tan irritado como confuso, sin ser ajeno al tentáculo de abstracción legal que me rodeaba en silencio la pierna. Por supuesto que había un problema con la escritura. ¿Por qué iba a ser tan sencillo o tan fácil? ¡Se trataba de una transacción de un bien inmueble que había empezado en un restaurante y terminado con un tipo muerto en un bulldozer! ¡Jódete, Bill Wyeth! ¡La has cagado! Por lo que se refería a la ciudad de Nueva York, Bongo Partners era —en ese preciso momento— el propietario oficial del número 162 de la calle Reade. Si Voodoo LLS no era el vendedor legítimo, Jay podía haber vendido sus preciosas hectáreas en primera línea de mar a cambio de nada; podían haberlo estafado. Y si eso era cierto, ¡entonces Jay podría demandarme fácilmente por negligencia profesional! Se suponía que el hombre de la compañía de títulos de propiedad debía asegurarse de que no había problemas con el título, que la propiedad era en realidad de Voodoo LLS. Con las prisas, no le había hecho ninguna pregunta. ¿Por qué no nos había dicho que Bongo Partners era el propietario que figuraba en el registro? Se me ocurrían varias explicaciones, pero ninguna de ellas era tranquilizadora. La irreverencia de los nombres de ambas compañías probablemente no era casual, por supuesto. Tambores de vudú, tambores bongos… o algo parecido. No me había librado de Jay Rainey, no por el momento. Fotocopié los registros y los metí en mi maletín.
Me disponía a salir cuando recordé que Lipper había afirmado que su restaurante había sido en otro tiempo de Frank Sinatra. Tal vez era cierto, lo que tendría su guasa, como dicen, de modo que, para distraerme, solicite la escritura de la dirección de la calle treinta y tres Oeste que correspondía al restaurante. El pasado de la propiedad constituía una historia de bolsillo de Nueva York; siendo dos parcelas sin drenar, habían pertenecido inicialmente a la Primera Iglesia Presbiteriana; quince años después, la primera parcela, que era la más estrecha, se vendió todavía sin drenar a la compañía ferroviaria de Pensilvania, la cual, después de construir vías por toda esa parte de la ciudad, erigió en el límite occidental de la propiedad un «depósito de trenes cubierto con una bóveda de nervaduras de hierro a un nivel inferior»; ese rectángulo largo y estrecho, me di cuenta, correspondía al espacio ocupado por el Havana Room, y explicaba por qué estaba a otro nivel que el de la planta principal donde se encontraba el restaurante. Luego, en 1845, la iglesia vendió la parcela más extensa a un inglés, que en 1847 construyó la primera versión del restaurante, una «taberna restaurante especializada en bistecs». En 1851 compró el depósito de trenes y, al parecer, remodeló y unió la estructura al edificio ya existente. La propiedad fusionada cambió de manos varias veces entre 1877 y 1879, tal vez debido a la quiebra que tuvo lugar ese año, y se añadió una casa de piedra rojiza, contigua por el lado este, en 1921, durante los locos años veinte en los que todo el mundo comía fuera de casa, y luego volvió a venderse. El impuesto sobre la transferencia de bienes inmuebles reflejaba una gran revalorización que me indicó que los tres edificios habían sido remodelados y fundidos en uno solo y gozaban de gran popularidad. Pero no duró mucho; el restaurante fue cerrado por el ayuntamiento por no pagar los impuestos durante la Depresión y poco después se vendió. La configuración de la parcela no se había modificado desde entonces, y la propiedad había cambiado de manos aproximadamente una vez por década hasta los años sesenta, cuando el negocio de la hostelería se volvió tan difícil como lo es hoy día, y pasó a ser propiedad de una entidad cambiante: de 1972 a 1984, City Partners, Ltd.; de 1984 a 1988, City Partners y Cía.; de 1988 a la actualidad, City Partners Real Estate Investment, una sociedad de inversión inmobiliaria cotizada en Bolsa. Los propietarios del restaurante no podían ser más abstractos, más anodinos. Frank Sinatra, el cantante melódico y ególatra que se rodeaba de mafiosos y follaba con putas, no constaba en ninguna parte. Aún más sorprendente, tampoco se hacía mención alguna del viejo Lipper.
Pero quién era el propietario del restaurante, no era de mi incumbencia. Necesitaba encontrar a Jay y hablarle de Bongo Partners y su escritura posiblemente podrida.
* * *
Su edificio de Tribeca no estaba muy lejos del ayuntamiento, un paseo por la ciudad de unos diez minutos, de modo que me puse en camino, sin hallar consuelo en los bocinazos y frenazos de Broadway. Era otro jueves de invierno más. La nieve de la noche anterior ya estaba sucia y parecía que iba a llover, lo que derretiría no sólo la nieve de la ciudad sino toda la nieve de la granja de Jay. Desaparecerían las huellas de nuestros neumáticos y de nuestros pasos de la noche anterior. Pero tal vez quedarían expuestas las huellas que hubiera dejado el bulldozer en el suelo, los rastros del trabajo de Herschel del día anterior. ¿Nos favorecería eso? ¿Corroboraría la versión de los hechos que ofreciera Poppy? Me di cuenta de que había algo en esa versión que me preocupaba. ¿Qué era? Recuerda la lección que aprendiste, pensé. Era la siguiente: en uno de mis veranos como estudiante de derecho me puse a trabajar en la oficina del fiscal del distrito de Brooklyn, y había un fiscal entrado en años llamado Coover que se negaba a ser ascendido y formar parte de la dirección, y que, en lugar de ello —además de destrozarse la dentadura mordiendo los bastoncillos de plástico para revolver el café—, se limitaba a escribir una condena tras otra. Ese hombre era una leyenda silenciosa. Había visto entrar y salir a un montón de estudiantes de derecho con mucha labia —sobre todo salir, para incorporarse a compañías lucrativas— y no estaba muy impresionado. Yo no era una excepción, ni lo habría sido, apabullado como estaba tratando de cuadrar las normas relativas a las pruebas con la jerga de los informes policiales. Pero al poco tiempo de llegar allí Coover me había visto dar vueltas al informe de una sencilla orden de arresto por un cargo de delito menor con drogas, y al pasar por mi lado, murmuró: «Rinde culto a Cronos, muchacho». Di vueltas a la frase hasta que recordé que Cronos era el dios del tiempo, lo que me llevó a comprender lo invencible que podía llegar a ser una simple cronología. Nunca he olvidado la lección, y allí estaba, años después, tratando de ordenar cronológicamente los sucesos del día anterior.
Pero ya había doblado la esquina de la calle Reade y necesitaba estar atento a los números de la calle. Allí estaba el número l62, en medio de una hilera de edificios parecidos con ventanas altas que daban a la calle, arquitectónicamente prácticos pero elegantes en su simplicidad e impresionantes por su tamaño. Las ventanas eran de doble cristal y dos paneles; la fachada había sido limpiada y rejuntada; el vestíbulo, modernizado; los metales, pulidos. Ahuequé las manos a ambos lados de los ojos contra el cristal del vestíbulo para mirar dentro. Ser dueño de semejantes estructuras permitía llevar una vida desahogada, e imaginaba a Jay deseando ese edificio, sabiendo que le proporcionaría un flujo continuo de ingresos en alquileres el resto de su vida, si quería. En la acera de enfrente había un edificio de apartamentos casi terminado, un rezagado del reciente boom. A la vuelta de la esquina había la clase de bar donde entraban los turistas europeos esperando ver desfilar a estrellas de cine que se codeaban con chicas emperifolladas de Jersey que esperaban que las tomaran por estrellas de cine.