Jay levantó la máscara de oxígeno de su soporte, se la encajó en la boca y cerró los ojos. El medidor de pulso que había encima del regulador de flujo parpadeó. Lo vi inhalar. Dejó que se le cayera la máscara.
—Estuvimos juntos dos semanas. Iba a recogerla todas las noches. Sabía que ella se marcharía y yo ingresaría en el equipo granja. Prácticamente pasamos todas las noches juntos. Yo tenía diecinueve años, estaba en plena forma y loco de amor.
Y entonces llegó su última noche. Eliza lo llamó a su casa para decirle que sus padres habían decidido irse al día siguiente, un cambio de planes. Tenía que verlo esa noche, él tenía que ir a escondidas. Sólo estaba a unos kilómetros y él decidió ir corriendo, para mantenerse en forma. El coche de su madre era un pequeño subcompact impresentable que sólo anunciaba a bombo y platillo lo pobre que era, y su padre conducía camiones destartalados y era posesivo con ellos. Así que era mejor correr, y eso fue lo que hizo, hasta que dejó atrás la cancha de tenis y se reunió con ella en la playa. Ella lo esperaba con mantas y una cesta de picnic. Pasaron la mayor parte de la noche en la playa, y en todo momento tuve presente lo que era tener esa edad y verte dividido entre el amor, el dolor y el deseo, de modo que no le resté valor ni lo vi menos importante de lo que ocurre a los hombres y mujeres más tarde en la vida, más agobiados y conscientes de que nunca se vuelve a ser joven. Jay me habló de esa noche y cuando lo imagino con esa joven, los veo besándose desesperadamente hasta que Jay se obliga a soltarla. Era tarde. En unas horas saldría el sol. Debía volver a su casa. No tenía coche, pero no importaba. Tenía la cabeza llena de ella y se sentía fuerte. Sabía que era lo bastante fuerte para correr los pocos kilómetros que había hasta su casa, después de hacer el amor, de llorar y de separarse con el corazón destrozado. Lo sabía sin necesidad de reflexionar sobre ello. Era todo brazos, piernas y pulmones, y no le importaba acabar empapado en sudor porque el último tramo podía hacerlo andando para enfriarse. Corrió por la carretera principal disfrutando de la penumbra, se le metió un insecto en la boca y lo escupió, luego tomó la curva, se estaba acercando al campo de su padre. Se conocía todos los recodos y senderos de tierra, cada uno de ellos, y veía la luz de su casa al otro lado del campo y se preguntaba si tendría problemas. Probablemente sí. Su padre contaba con que se levantaría a las seis y ya eran pasadas las dos. Tal vez pudiera dormir unas horas. De modo que decidió tomar un atajo y cruzar las hileras de patatas para ganar unos minutos. Sintió la fuerza de sus brazos y sus piernas, y una agradable sensación de flato en las costillas, nada que no hubiera sentido muchas veces en los entrenamientos de fútbol o haciendo sprints por la pista de baloncesto. Y los entrenadores del sistema de granja de los Yankees le hicieron correr para el reconocimiento físico, le hicieron correr las bases y alrededor del jardín, y luego en una cinta de andar. Le hicieron colocarse frente a un pitcher de entrenamiento que le lanzó una pelota baja tras otra, y a continuación le hicieron acuclillarse y lanzar de la tercera a la primera base para probar la fuerza de su brazo. Él quería jugar de segunda base. Cal Ripken hijo, con su metro noventa y dos de estatura, revolucionó esa posición. Antes sólo eran segunda base los tipos menudos y enjutos, pero ahora también podían serlo los tipos corpulentos. Sin embargo, sabía que era posible que tratasen de convertirle en receptor. Ya se lo habían dicho. Tenía el tamaño y sobre todo las piernas. Le hicieron sentar en la prensa atlética y fue capaz de levantar trescientos kilos, y le dijeron: «Es suficiente, te harás aún más fuerte, sabemos que jugabas al fútbol en el instituto, eso es más que suficiente». Complacidos, anotaron la cifra en sus hojas. Y lo llevaron fuera para que se pusiera el equipo de receptor y se preparara para el lanzamiento a la segunda base, y él sólo atrapó dos de diez lanzamientos. No muy bien. A veces tenía la velocidad pero no la precisión, y otras veces a la inversa. «Mantén el brazo levantado por encima del hombro. Los jodidos malos hábitos, como no levantar el brazo». Y le molestaba el equipo, sobre todo la máscara de receptor. A los entrenadores no pareció preocuparles demasiado. Sabían que él nunca había jugado de receptor, excepto en la Pony League. Tenía el tamaño, lo sabían. De modo que accedería a jugar de receptor, pero trataría de jugar también de segunda base. Se le ocurrió que estaba pensando en béisbol a pesar de que acababa de dejarla, lo que era buena señal. Creo que estoy enamorado de ella, pero si tengo el béisbol podré soportarlo, podré soportar echarla de menos. Habían quedado en que él la iría a ver a Londres en otoño. Sí, ella lo esperaría. A él le preocupaba que se acostara con otros hombres. Él ya había estado con suficientes chicas para saber cuáles eran así. Pero él le había gustado, lo sabía. Y no había tantos hombres que fueran a jugar al béisbol profesional. Al menos contaba con eso. ¿Qué quería más, el béisbol o a Eliza? Era una pregunta estúpida. No, no lo era. Eran diferentes, pero era posible pensar en ambos de la misma manera. Ésa era la cuestión. Estaba tan loco por ella como por el béisbol. Ahora necesitaba a los dos. Había creído que sólo estaba el béisbol, pero ahora sabía que también estaba ella. Tal vez fuera a verlo jugar. Él lograría ingresar en el jodido equipo y le enviaría el programa, tal vez con unos cuantos recortes de periódico. Rainy anota ocho de trece en una jugada magistral. A la mierda los británicos con sus bates de criquet. Ella iría a Estados Unidos y vería béisbol americano. Se la imaginó en la tribuna. ¿Qué es un globo? ¿Por qué lo llaman globo? Con ese acento musical que a él le encantaba. Todas esas preguntas. Esperaba con ilusión los viajes en autocar y las habitaciones de motel. Por supuesto que sería agotador, pero también emocionante. Los mejores tipos con y contra los que había jugado. El mejor entrenador, los mejores campos. Bueno, algunos de los campos de la universidad eran bastante buenos. Pero los equipos granja tenían su propio club de fans, todo el paquete. Era de puta madre. Un mundo aparte de sus padres, de las patatas. Su padre era un cabrón y su madre respondía con odio manifiesto, y Jay conseguiría escapar de los dos jugando al béisbol. Eso era lo bueno del plan. Cuanto mejor jugara, más lejos llegaría. Mantuvo el ritmo mientras se adentraba en el campo de su familia. Habría chicas por el camino. Él no tenía por qué ser fiel a Eliza aún. La quería, pero habría otras chicas. Tenía que haberlas. Le gustaban demasiado. Lo habían hecho dos veces esa noche, la segunda vez mucho más despacio. No le preocupaba correrse demasiado pronto. Había aprendido a contenerse. Ella había estado mojada la primera vez y algo pegajosa la segunda, y había vuelto a estar mojada mientras lo hacían. Se metió una mano en sus pantalones cortos y se frotó con un dedo la ingle, y se lo llevó a la nariz. Ese olor. Tenías que aprender a que te gustara y entonces te gustaba muchísimo. Se sentía bien. Avanzaba a un paso rítmico, la sombra que proyectaba en el camino era ondulante y sincronizada, brazo, pierna, brazo, a través de las hileras de patatas. El flato había desaparecido, o casi. Tenía propensión a los calambres en las pantorrillas, pero esa noche las tenía calientes y flexibles.
Y mientras pensaba en eso notó un olor, sintió un hormigueo metálico en la nariz y le escocieron los ojos. Parpadeó, se le pusieron llorosos. Aminoró la marcha para frotárselos: de pronto no podía respirar. Aflojó el paso hasta detenerse en seco y se inclinó. Un mazo le martilleó el pecho. Le ardían los ojos. Bajó la cabeza y se dio cuenta de que olía a herbicida. Alguien había dejado en marcha los aspersores. Cayó al suelo y se arrastró. ¿En qué dirección sopla el viento?, se preguntó. Suele soplar del sudoeste, pero puede cambiar. ¿Estoy yendo hacia él o en sentido contrario? No podía abrir los ojos. Estaba tosiendo de mala manera. Sentía los pulmones hinchados, pesados. Hacia un momento tenía todo el cielo nocturno en los pulmones y de pronto estaba sorbiendo vida por una pajilla ardiendo. Sentía cómo perdía el conocimiento. Voy a correr con todas mis fuerzas en una dirección, es mi última oportunidad.
Y lo hizo, se obligó a levantarse, y con los ojos cerrados, la boca tensa, los pulmones ardiendo, corrió a través de la noche, tambaleándose y tropezando con las plantas bajas de las patatas. Corrió unos quince segundos, tal vez treinta, pero no más. Nadie podía correr con los pulmones llenos de herbicida, y de pronto… de pronto Jay se hallaba en el suelo, vomitando, sangrando por la nariz, con espuma en los labios, casi muerto, y si hubiera habido un Dios benévolo o un ente o un poder elevado, el viento habría cambiado en ese momento de dirección. Pero no lo hizo.
Cuando a la mañana siguiente lo encontró uno de los jornaleros, un negro de mediana edad llamado Herschel, Jay estaba tumbado en el suelo, casi muerto. El viento había cambiado, pero demasiado tarde. Un chico de diecinueve años, en la flor de la vida, tumbado en el borde de un campo de patatas. Las uñas se le habían puesto negras.
Podrías reflexionar sobre ello mucho tiempo, y yo lo he hecho, desde que me lo contó Jay.
—Cuando me desperté en el hospital, unos tres días después, me habían entubado. —Se tendió de nuevo en la cama. Me fijé en que jugueteaba con el mando del aparato de oxígeno. Respiraba por la nariz con facilidad. El medidor de oxigenación marcaba noventa y seis por ciento—. Pregunté por mi madre. Me dijeron que se había ido. En coche. Probablemente no tenía ni idea de que yo estaba en el hospital. Ella y mi padre habían tenido una horrible bronca esa noche. Creo que ella estaba enfadada porque él no me dejaba utilizar el camión. Él seguramente le pegó. Es posible que lo hiciera. Ella tenía un pequeño trasto viejo, un Toyota, y se fue. No hizo las maletas. Sencillamente se fue. Más tarde mi padre reconoció que le había pegado.
—¿Adonde fue?
—No lo sé. Siempre me imaginé que se había ido a vivir con su padre, un petrolero de Texas.
—¿Nunca te dijo adonde había ido?
Antes de responder, Jay hizo algo extraño. Metió una mano en el cajón y sacó lo que parecía un puro. Y lo era. Mordió el extremo.
—¿Vas a fumarte eso?
—Me apetece.
—¿Te apetece?
—Me encanta el sabor de los puros. Enciendo uno una vez al mes. Una calada y punto.
Recordé la noche que conocí a Jay.
—¿Es el que te dio Allison en el Havana Room?
—El mismo, tío. Lo he guardado para una ocasión especial.
—¿Y cuál es?
—Voy a decirte algo que nunca he dicho a nadie. Eh, abre la ventana, ¿quieres?
Había dos, una daba a la calle y la otra a las escaleras. Abrí las dos y el frío de la noche entró inmediatamente. Mientras, Rainey fue a la cocina, abrió el grifo y volvió con un vaso casi lleno.
—Abre la puerta también.
Así lo hice. Él sacó un inhalador y dio varias bocanadas más, y cuando terminó la bruma medicinal salió flotando de su boca.
—Bien. —Acercó el vaso de agua y encendió el puro. Sopló aire a través de él, haciendo brillar el extremo, y levantó la vista hacia mí; luego asintió y dio una calada, contuvo el humo en la boca hasta que se le agrandaron los ojos y lo exhaló hacia arriba. Se disipó en el aire que entraba por las ventanas y la puerta tan deprisa que apenas olí nada—. Qué placer. —Dejó caer el puro en el agua, que hizo un breve siseo, luego cerró los ojos y pareció soñar de nuevo con el olor del cigarro. Tenía la cara colorada. Tosió con violencia y volvió a coger el inhalador—. No te preocupes… estoy bien. Ya ves, una gilipollez, ganas de suicidarme. —Tosió broncamente, pero se rió—. Media calada y estoy… —dijo tosiendo—… hecho una mierda. —Inhaló con fuerza el oxígeno—. Es estúpido, Bill, pero me encanta. El tejido del pulmón reacciona muy deprisa. Eso ha sido todo. Una alegría que me doy, Bill. Una jodida vez al mes, por Dios, media calada. —Guardó el encendedor en el cajón, volvió a toser con fuerza y escupió una flema marrón en la papelera.
Me levanté para cerrar las ventanas y la puerta.
—Bueno, me decías…
—Sí. Mi madre se fue de casa esa noche, y nunca he vuelto a verla, tío. —Se interrumpió, considerando la magnitud de sus palabras, la extraña e inverosímil información que encerraban—. Pregunté a mi padre un millón de veces adonde había ido ella, y él estaba tan jodido por todo lo ocurrido que unas veces me decía que debía de tener un novio, otras que no lo sabía, y otras que debía de haber vuelto a Texas. Dijo que llamara a información de allí, a Houston. Una vez fue allí, y me figuré que había ido a buscarla. Que sabía dónde estaba y no me lo quería decir. Tal vez la había visto con otro hombre. Pero nunca lo supe. Él no estaba bien. Antes de morir me hizo prometer que le diría a mi madre que lo sentía, que siempre la había querido, que él… mierda, estaba trastornado, llorando, totalmente hecho polvo. No es bueno ver a tu padre así. Su vida había quedado en nada, era un borracho y un fracasado, y nunca se recuperó de que un día había tenido una bonita esposa y un hijo, que, ya sabes, tal vez iba a jugar en las ligas importantes, y al día siguiente no tenía mujer y su hijo no podía ni apagar una cerilla de un soplo.
Nos quedamos allí sentados. Yo no tenía nada que decir. Creo que es posible odiar a tu padre y al mismo tiempo llorar su muerte, y tal vez eso habría descrito cómo se sentía Jay. Pero no expresé en alto ese pensamiento; en lugar de eso, observé cómo subía y bajaba el aparato compresor de la cámara de oxígeno mientras al otro lado de la diminuta ventana de la habitación la noche de Brooklyn pasaba a toda velocidad.
Pero al poco rato Jay empezó a recordar de nuevo, y esta vez sólo habló a la habitación mirando al techo, no con un tono de confesión —porque una confesión requiere no sólo haber cometido una mala obra sino también tener un oyente dispuesto a hacer un juicio moral—, sino más monótono, como si diera testimonio de un largo e intrincado caso que conocía a la perfección, pero sabía que era poco probable que tuviera interés para otro. Hay poco consuelo en abrir el pecho y dejar salir esa concatenación de hechos, pero todos fuimos en otro tiempo chimpancés que parloteaban en los árboles, desesperados por ser oídos y comprendidos, y por encontrar un lenguaje propio, y en eso Jay no era distinto.
A los dos meses del accidente, dijo, había recuperado las fuerzas para ir a Inglaterra. Sus posibilidades de jugar al béisbol eran nulas. Los Yankees llamaron cuando no se presentó y recibieron más detalles del entrenador del instituto. Enviaron una carta amable pero breve deseándole todo lo mejor en su recuperación. Mientras tanto él escupía cubos de flema cada día y aprendía a utilizar correctamente un nebulizador Todavía era capaz de golpear la pelota débilmente con el bate y lanzarla a cierta velocidad, pero eso era todo. Fue un golpe durísimo, terrible. Como lo fue el hecho de que su madre aún no hubiera vuelto a casa. La única compensación posible sería encontrar a Eliza Carmody. Le había escrito, pero sólo había recibido una carta de ella. No le mencionó lo del accidente. Trató de llamarla por teléfono, sin suerte. De modo que ese otoño se compró un billete de avión con lo que le quedaba del dinero del fichaje. Llegó a la estación de Paddington, flaco, con el pelo largo y casi sin blanca, dispuesto a meterse en cualquier parte de Londres. Vivió en distintos barrios y con distintas amistades, algunas benévolas, otras no, la previsible mezcolanza de modelos en paro, novelistas en ciernes, porretas, buscadores de la verdad engañados y carpinteros pianistas. El hecho de que no comprendiera las estrías de la sociedad inglesa le ahorró ciertas preocupaciones. Y, de todos modos, si eras un americano en Londres, esas cosas no importaban mucho. A los británicos les gustaba el hecho de que no les entendieras, les parecía refrescante, o eso decían. Encontró a las chicas londinenses excitantes y lamentó no tener más dinero para ir detrás de ellas. Localizó a Eliza, dijo. Una casa en Chelsea, en Mulberry Walk. Hiedra y postigos negros. Los padres no paraban nunca en casa. Los dejaban solos. Su padre trataba de reorganizar la financiación del túnel que comunicaría Londres con París. Era un hombre bajo y gordo con dedos salchicha que no comprendía muy bien a las chicas de veintiún años. Jay lo vio una vez al final del camino de acceso e inmediatamente lo temió.