¿Y hasta qué punto me importaba? No estaba seguro. Apreté la frente contra el frío cristal, cubriéndolo ligeramente de vaho, y dejé que mis ojos vagaran hacia el otro lado de la calle. Enfrente de mí vi a una mujer con una bata blanca sirviendo café en un tazón. La luz de la mañana me permitía verla perfectamente. Joven, pero no tan joven. No era mi mujer, pero podría haberlo sido, en otro tiempo. Las estadísticas demográficas no andaban tan desencaminadas. Observé cómo se servía leche en su café. Introdujo una mano en el armario de la cocina y sacó cuatro boles de cereales, uno detrás de otro. Allí estaba una madre que empezaba sumisamente el día. No una mujer que arrastraba a su apartamento a solitarios compañeros para follar con una dosis de pescado. La integridad de la mujer me entristeció, me hizo pensar no sólo en Judith en los buenos tiempos, sino sobre todo en la madre del pequeño Wilson Doan. Yo había matado a su hijo. ¿Quién puede medir el dolor de una madre? ¿Acaso no es infinito? La madre miró el reloj de pared y salió de la cocina. ¿Qué había sido de mi vida? La esperada trayectoria, el vector planeado, había sido abandonada, una carretera agrietada por las malas hierbas que no iba a ninguna parte.
Sí, el doméstico cuadro vivo del otro lado de la calle me llenó de nostalgia y tristeza; allí estaba, tan cerca como los asientos de platea de un espectáculo de Broadway, y me disponía a volverme cuando la mujer entró en una habitación situada a dos ventanas de la cocina. Se inclinó suavemente sobre una cama y pareció despertar a alguien, que se levantó, se puso algo de ropa y salió del dormitorio. Se encendió una luz en una ventana más grande y más próxima al parque, y apareció la figura, con una gigantesca camisa de franela a cuadros de hombre, y se sentó frente a un piano. Era una chica joven, una niña en realidad…
… Sally Cowles.
Sí, era Sally Bowles, sentada de perfil ante un piano. La mujer —su madrastra, supuse— apareció de nuevo con un vaso de zumo de naranja, asintiendo alentadora y señalando una partitura. Sally Cowles practicaba el piano. Sally Cowles vivía enfrente de Allison Sparks. Jay Rainey estaba obsesionado con Sally Cowles. Recordé cómo había conocido Allison a Jay en la pequeña cafetería del otro lado de la calle. Le había dicho que tenía negocios que atender en el barrio. Pero ¿qué motivos tenía Jay para estar en ese barrio si no era Sally Cowles? No tenía ningún negocio aparte del edificio de la calle Reade, ni ninguna razón para estar en el Upper East Side.
Allison salió de la habitación con su camisón de seda.
—¡Buenos días! —dijo alegremente.
—Hola.
Se acercó a mí por detrás y se frotó las manos rodeando mi pecho. Me volví. Allison me sonrió, mientras me escudriñaba para averiguar de qué humor estaba, como en una especie de penitencia. No te enfades con ella, me dije. Sólo es soledad. Por su parte y por la mía.
—Todos los hombres sois iguales.
—¿Ah sí?
—Bueno, casi todos.
Hice un ruidito.
—¿Y por qué somos iguales todos, o casi todos?
—Oh, no tiene importancia. Es que Jay también hacía eso.
—¿Qué?
—Se quedaba ahí plantado, mirando al otro lado de la calle.
Sí, por supuesto que lo hacía, pensé mientras volvían a acudir a mi mente todas mis preocupaciones aumentadas. Por eso te dejó creer que lo habías seducido, para subir a tu apartamento y observar a la joven Sally Cowles.
Unos minutos después salí apresuradamente del apartamento de Allison, preguntándome qué era más perturbador, si la calculada seducción de Allison o el hecho de que Sally Cowles viviera justo enfrente de ella. Allison me había visto mirar a la chica, lo había visto perfectamente, y tras su broma inicial sobre que Jay hacía lo mismo —un intento manifiesto de tranquilizarse—, yo había guardado silencio. Ante eso, Allison había retrocedido dos pasos, sorprendida, y había cruzado de pronto los brazos, con una expresión nerviosa y a la defensiva, como si la hubieran abofeteado. ¿Por qué los dos hombres que habían acudido recientemente a su apartamento se habían quedado mirando a esa adolescente que vivía al otro lado de la calle? Por un momento pensé que Allison correría al teléfono y llamaría a la policía. Pero se quedó inmóvil donde estaba. Los dos estábamos aturdidos, en realidad; mostrándonos mutuamente como extraños, siluetas atrapadas en la extraña maquinaria psíquica de Jay. Estuve a punto de balbucear que la chica era la hija de uno de los inquilinos de él y que parecía estar obsesionado con ella, pero me contuve.
Allison, sin embargo, me había visto titubear.
—¡Sabes quién es esa chica! —exclamó—. ¡Lo veo en tu cara!
Cogí mi abrigo, palpando la pelota de Derek Jeter en el bolsillo.
—Será mejor que me vaya.
A Allison no le gustó el tono excesivamente tranquilo con que lo dije.
—¿Qué está pasando?
No se lo dije porque no podía. ¿Qué estaba pasando? En el metro de regreso a casa, apretujado entre personas que iban a trabajar al centro de la ciudad, no supe qué me preocupaba más, si H. J. Marceno o Sally Cowles. Eso contribuyó a hacer aún más crispante el trayecto, y a sólo una manzana de distancia de mi apartamento, encorvado para hacer frente al frío de la mañana, recordé que había quedado para comer con Dan Tuthill ese día. Se trataba de un contacto con mi vieja vida y quería mantenerlo. Me ducharía con calma, me recobraría y durante la comida sonsacaría a Tuthill algo sobre posibles trabajos. Aceleré el paso, y me crucé por la acera con un anciano que llevaba una llamativa corbata de seda roja que se parecía mucho a la que Judith me había regalado hacía muchas navidades, cuando no trasladaba cadáveres por las noches ni me acostaba con mujeres adictas a un pescado psicodélico. El hombre avanzaba tambaleándose con una chaqueta militar y un gorro de lana, y cierta energía triunfal en su mirada, como si acabara de llenarse los bolsillos de objetos de contrabando, y la incongruencia de la corbata de seda roja debería haberme advertido que, de hecho, eso era lo que había ocurrido.
Al doblar la esquina, vi frente a mi edificio una multitud de vagabundos, recaderos y trabajadores del sector textil, algunos de los cuales se peleaban por un montón de trastos que había desparramados en la calle. Alguien había aparcado un coche en la puerta y metía en el maletero ropa y otros artículos domésticos. Me acerqué más. Las cosas se parecían… a las mías.
Levanté la vista hacia la ventana de mi apartamento. Estaba hecha añicos, el marco incluido.
Eché a correr, entré a toda velocidad en el edificio y subí las escaleras. En el tercer piso encontré la puerta de mi apartamento entreabierta y colgando de una sola bisagra, y la cerradura forzada. Era una visión tan increíble que pensé que me había equivocado de apartamento. Quienquiera que hubiera entrado en él, había arrojado literalmente todas mis pertenencias por las dos ventanas: la cama, las mesas, las sillas, la ropa, las cazuelas y sartenes, mi vieja raqueta de tenis que hacía tanto que no utilizaba, los archivos de las cuentas bancarias, el talonario, los papeles del divorcio, la comida de la nevera, todo, las toallas de baño, los libros, almohadas, la alfombra, los compact discs, los productos de limpieza que había debajo del fregadero, el aparato de música, los calcetines limpios, todos los trastos baratos de una vida aún más barata. Comprobé los armarios. Vacíos, sin un solo colgador. Miré debajo del fregadero. Nada. El radiador de la esquina siseaba con el vapor que se elevaba por las cañerías del edificio. Recién desvalijado, el apartamento se había reducido a su esencia: patético, sucio, pequeño. Un cuchitril.
Pero, un momento… En la sala de estar habían dejado, con cierto sadismo, un solo objeto; una escoba, apoyada con naturalidad contra la pared. Me acerqué a la ventana para asomarme. Mis viejas pertenencias estaban esparcidas veinte metros más abajo por la acera y las alcantarillas. Lo que había aterrizado o rebotado en la calzada se habían encargado de arrollarlo las ruidosas furgonetas de reparto del vecindario.
En el dormitorio, por la pared donde había estado mi cama, serpenteaban unas letras escritas con un spray de pintura roja: «dame lo que quiero». Me desplomé sobre una rodilla, furioso y triste, consternado por el aprieto en que me encontraba.
—Nadie los ha visto —dijo una voz detrás de mí. Era el amable y poco eficiente portero, con un puñado de sobres en la mano—. Bueno, han visto a un par de tipos, eso es todo.
—¿Blancos? ¿Negros?
—Como he dicho, nadie los ha visto. —Recorrió con la mirada las paredes desnudas—. He llamado a la policía, pero quién sabe cuándo aparecerán.
Sostuvo los sobres en alto.
—También han forzado su buzón. ¿Esperaba algo?
Sacudí la cabeza, aturdido por todo lo ocurrido.
—Esto… —Me escudriñó en un intento de llegar al fondo de la cuestión—. Entonces, ¿sabe por qué le han hecho esto? ¿Sabe quiénes son esos tipos? La policía va a hacer muchas preguntas. —Arqueó las cejas de forma elocuente, como un hombre que ha visto demasiadas cosas en su vida, cuerpos desangrados en bañeras, viudas rígidamente acurrucadas en sus camas, cocinas en llamas, borrachos violentos por las escaleras—. No sé quién ha obrado mal, si ellos o usted. No sé si ha hecho usted algo para enfurecer a alguien o si van a volver.
—Entiendo lo que quiere decir —dije.
—Le he traído su correspondencia, por si acaso, ya sabe…
—Por si prefiero ausentarme un tiempo.
—Veo que lo ha entendido.
—Le pagaré la puerta, la ventana y demás.
Él asintió intranquilo y su voz reflejó su verdadero estado de ánimo.
—¿Por qué no se va, señor Wyeth? Quiero decir ahora mismo. No necesitamos problemas. En este edificio vive gente pacífica.
—Yo no he…
—Va a venir la policía, señor Wyeth. Le harán preguntas.
Cogí la correspondencia de sus manos, me la guardé en el bolsillo de mi abrigo y bajé las escaleras. Fuera vi a un hombre con una foto enmarcada de Timothy con su equipo de béisbol, el bate sobre el hombro y una sonrisa feliz.
—Dame eso —dije—. Es mi hijo.
—Vete a la mierda, imbécil.
—Son mis cosas —grité.
—¡Ya no lo son!
—Dame ese marco.
Él empezó a romper el marco y yo recogí del suelo lo que había sido la pata de mi mesa de la cocina.
—Puedes quedarte con todo lo demás —anuncié abarcando con las manos la ropa, los zapatos, las sillas de la cocina, todo—. ¡Sólo te pido la foto de mi hijo!
—Baja el palo.
—No —dije.
—No voy a darte la jodida…
Herschel muerto en un tractor, el misterioso Jay Rainey, las perturbadoras actividades nocturnas de Allison… Frustrado por todo ello, blandí la pata con la intención de dar al tipo y lo alcancé en el hombro.
—¡Voy a matarte, cabrón! —gritó furioso.
—No vas a hacer nada de eso —gruñí, comportándome con una irracionalidad impropia de mí—. Voy a golpearte hasta que me des la foto. ¿Estás listo? —Blandí la pata de la mesa como si fuera un bate—. Justo en la cabeza. ¿Estás preparado?
Él arrojó la foto al suelo, haciendo añicos el cristal. La cogí. Quería buscar entre los escombros mi talonario o más fotos de Timothy, pero un coche patrulla dobló la esquina. Me escabullí por la calle, hecho casi un vagabundo, perseguido y solo.
* * *
Me encontraba a una manzana del club Harvard, adonde me dirigía a comer con una camisa nueva, cuando se me ocurrió a quién podía llamar. A Martha Hallock.
—¡No, otra vez usted! —exclamó ella—. El gran inquisidor.
—Jay tiene problemas serios, Martha. Estoy tratando de ayudarlo.
—Lo dudo.
—Tiene a gente siguiéndolo de cerca, Martha, y yo no consigo dar con él. —Traté de eliminar la cólera y el miedo de mi voz—. Usted tuvo algo que ver con ese trato, ¿verdad? Esa gente nos está presionando mucho a Jay y a mí. Necesitamos…
—Lo siento, pero no cuente conmigo.
—Gracias —dije, y añadí—: Bruja de los cojones.
No hubo respuesta, sólo una larga serie de respiraciones superficiales y ruidosas. Por fin llegó de nuevo la voz de Martha, ya no desafiante sino más bien cargada.
—¿Tantos problemas tiene?
—Muchos —dije—. Y ni siquiera sé dónde está.
—Bueno, yo tampoco.
—Pero podría decirme con qué me estoy enfrentando.
Podría…
—¿Pero…?
—… pero no tengo mi escoba.
—¿Escoba?
—Sí, la bruja de los cojones quiere ir a hablar con el grosero abogado de Manhattan, pero no tiene escoba. Aunque supongo que la bruja de los cojones podría coger el autobús de las diez de la mañana.
—El grosero abogado de Manhattan se sentiría honrado.
—La bruja es gorda y camina con paso inseguro —continuó Martha—, y necesitará ayuda.
—No se preocupe. ¿También querrá comer bien?
—Oh, sí.
—¿Qué le parece un viejo restaurante especializado en bistecs?
—Me parece bárbaro, como solíamos decir cuando era joven, en el siglo diecisiete.
—Supongo que las brujas viven mucho.
—Demasiado, señor Wyeth. Ése es el problema. —Y colgó.
* * *
Me encontraba a la puerta del club Harvard, sin ánimos para entrar. Una fría lluvia de Manhattan, de las que no prometen más que tristezas, caía formando grandes cortinas por la avenida, golpeando los edificios. Vi a Dan Tuthill esperándome en el vestíbulo junto al guardarropa, balanceándose sobre los talones e inspeccionándose los puños de su camisa, un poco más gordo, si cabía, que dos días atrás. Entré y le estreché la mano. Fuimos derechos al comedor, donde nos condujeron a una mesa.
—¿Cómo está Mindy? —pregunté después de que pidiéramos al camarero.
—Bien. Quiero decir que ya sabes cuál era mi situación… —Dan suspiró—. Las cosas son… bueno, tenemos a los niños, como siempre digo.
—¿Y qué tal la vida de abogado?
—Como siempre. Chulos y gusanos.
—¿Y en qué grupo estás tú?
—En el que haga falta.
—¿Qué ha sido de mi viejo amigo Kirmer?
La sonrisa de Dan desapareció.
—¿Kirmer? Es el que lleva todo el cotarro, Bill.
—¿Qué ha ocurrido con…?
—¿Todos los demás? Bah, se han ido. Él se ha encargado de acabar con cada uno de ellos. Los ató con un cable telefónico y los arrojó al río. —Sonrió—. Todo ha cambiado, Bill. Las secretarias, la forma de organizar las cosas. ¡Me siento un dinosaurio y sólo tengo cuarenta y cuatro años! —Sonrió al camarero—. Un whisky con hielo doble. —Me miró—. Y no me gusta de dónde sopla el viento. ¡Hoy día tienes que tener mil abogados en plantilla para competir! El negocio es tan global, tan complejo. Todos esos jóvenes indios que acaban de obtener el título de abogado en Nueva York y Bombay, y tienen un master en sistemas informáticos o bioingeniería. Son realmente más listos que tú y yo, Bill, ésa es la pura verdad. De modo que el bufete está tomando un rumbo que no pueden seguir muchos de los socios viejos.