—Alguien barato, además.
—Está bien, lo admito. No puedo pagar los sueldos de una gran compañía. Pero será decente. Dentro de un par de años estaremos haciendo millones. ¿Cuánto estás ganando ahora?
Casi sonreí. El dependiente de Brooks Brothers esta mañana había arqueado una ceja al verme tirar una camisa sucia en una papelera al salir.
—No lo suficiente —respondí.
Dan se pasó la lengua por los labios.
—Oye, esto es un caso de un paso hacia delante y dos hacia atrás. Tú me ayudas a mí y yo te ayudo a ti.
—¿Tienes personal, secretarias, fax, etcétera?
—Estamos listos para empezar.
—¿Cuándo será eso?
—El martes. Debería haberme puesto en contacto contigo antes, lo reconozco.
Unos años antes me habría sentido insultado. Pero ya no. Él sabía que yo estaba sin trabajo.
—¿Te ha fallado la persona con la que contabas? —pregunté.
Dan me miró a los ojos.
—Dímelo —dije—. Puedo soportarlo.
—Tenía a un tipo, un gran tipo, y aceptó el empleo, pero recibió otra oferta la semana pasada. Yo ya le había enviado el contrato, pero él no lo había firmado. Me quedé hundido. Y entonces te encontré en el partido.
—Entiendo.
—¿No estás ofendido?
—No.
—Estupendo.
—¿Cuánto vas a pagarme, Dan?
Me lo dijo. Teniendo en cuenta mi experiencia, no era nada. Teniendo en cuenta que estaba sin casa, que era un vagabundo desempleado que trataba de evitar que lo detuvieran por haber trasladado un cadáver o algo peor, estaba muy bien.
—Tienes que mejorar esa cifra —dije.
—La subiré un veinte por ciento dentro de nueve meses, en cuanto entre dinero.
—Súbela ahora un veinte por ciento y otro veinte dentro de nueve meses, o arriésgate con el próximo tipo que te encuentres en un partido de baloncesto.
Me miró.
—Eso es un poco excesivo.
—Tú eres el tipo que ha sacado tres millones en el sexto hoyo.
—El quince por ciento ahora y el veinte dentro de nueve meses.
—El veinte ahora y el quince dentro de nueve meses —dije.
—Hecho.
—Hecho.
Nos estrechamos la mano. Me explicó con más detalle el empleo, el montaje, la dirección, todo, pero yo sólo escuchaba a medias, encantado con la idea de volver a formar parte del mundo.
—Esto te ayudará a empezar —dijo introduciendo una mano en su maletín.
—¿Has traído papeleo? ¿Sabías que diría que sí?
Él se limitó a sonreír. Eché un vistazo a los documentos, impaciente por familiarizarme con los casos y los clientes que él iba a llevarse consigo. Recordaba a varios de ellos —con el letargo de los pleitos no habían progresado mucho en el transcurso de esos años—, pero la mayoría eran nuevos y me recordaron de nuevo el conflicto básico que lleva incorporado toda actividad humana; frente a mí tenía querellas por impagos, incumplimientos de contrato, suspensiones, competencia ilegal, violación de los derechos de autor, violación de patentes y fracaso de un producto. El lenguaje legal no encubría la displicencia, la codicia y el odio acumulado en cada caso, pero al menos las entidades y los individuos luchaban con medios civilizados, y no mediante el secuestro y la intimidación.
—Espera, hay algo más —dijo Dan introduciendo de nuevo una mano en su maletín.
—¿Qué es?
—Toma. Me las hizo el tipo en un día. —Me entregó una caja de tarjetas de visita. En ellas se leía mi nombre y un número de teléfono, la dirección de la compañía, todo.
Abrí las tarjetas en abanico. La rigidez de la cartulina nueva me agradó.
—Me encantan, lo sabes, ¿verdad?
—Me lo imaginé —dijo Dan—. Hace que parezca oficial. —Observó cómo flotaba un barco de helado en el plato que tenía delante—. Una cosa más, Bill.
—¿Sí?
—Sólo asegúrate de que… no vienes con problemas.
—¿A qué te refieres?
—A situaciones difíciles o a clientes poco recomendables. Problemas.
—Todo el mundo los tiene.
—Sí, sí —dijo él—. Me refiero a problemas serios. Como los extraños clientes con los que podrías estar trabajando, lo que sea…
—No te preocupes —dije empezando a preocuparme.
* * *
Sesenta minutos después me detuve frente a las puertas del edificio de las cajas de bateo de Brooklyn y divisé a Casquete. Él me vio enseguida e hizo ese gesto de levantar la barbilla que se hace para dar a entender que te han reconocido pero no quieren llamarte. Crucé la calle detrás de él bajo las sombras de la autopista Brooklyn-Queens. Olía a comida china, pero no hice ningún comentario.
—He estado pensando —dijo.
—¿En qué?
—En sus dientes.
—¿Mis dientes?
—Sí. Son buenos.
—¿Y?
—Pues que trescientos me parece poco.
—¿Por qué?
—Sus dientes son demasiado buenos. Y su ropa. Los tipos vestidos con ropa buena pueden pagar más.
Sacudí la cabeza. Todos eran timadores que trataban de subir el porcentaje, de sacar hasta el último centavo. Incluido yo.
—¿La quiere o no?
—¿Cuánto? —gruñí.
—Quinientos.
Saqué la billetera. Casquete me tendió un trozo de papel con la dirección de Jay escrita en letras mayúsculas.
—Tiene que ir por detrás. Está sobre el taller y se sube por el lado. Lo vi entrar allí yo mismo.
—¿Cómo sabe que no es la casa de un amigo? —Pensé en la preocupación de Allison por otra mujer—. ¿Tal vez una novia?
Casquete asintió con picardía.
—Si va a ese lugar, verá que no vive nadie más allí.
—¿Qué quiere decir?
—Vaya. Confíe en el hombre de la calle, colega.
Me quedé mirando la dirección que tenía en la mano. Estaba cerca de la Quinta avenida con la calle Diecisiete.
—Sólo está a unas manzanas de aquí.
—Un trato es un trato, hermano.
Estaba impaciente por marcharme.
—¿Por qué lo busca? —preguntó él—. ¿Ha hecho algo malo?
Si Jay regresaba a las cajas de bateo. Casquete le diría que yo había estado buscándole y tal vez cobrara también de él.
—No, no, no es nada de eso —dijo—. Estoy tratando de ayudarle.
—Tratando de salvarle el pellejo, ¿no?
—Algo así.
Me fui de allí andando a lo largo de la Tercera avenida por debajo de la autopista Brooklyn-Queens, luego hacia el oeste, colina arriba, en dirección a la calle Diecisiete. En otro tiempo un barrio italiano, o tal vez irlandés, estaba lleno de latinos de paso y mezcla urbana. Eso es lo que todo es ahora, una mezcla urbana. Ser blanco con un buen traje en estos lugares es como tener un helicóptero azul y blanco de la policía de Nueva York sobrevolándote, anunciando tu presencia. Compré una gorra de los Giants y medio litro de leche en la tienda de la esquina, y me subí el cuello del abrigo para esconder mi americana y corbata. Con la visera de la gorra bajada y una bolsa de plástico en la mano, arrastré los pies al caminar, tratando de fundirme con el vecindario. Podías ser otra persona. No eres necesariamente eso o aquello, sino sólo un tipo. No miras a la gente porque no te interesa, y si no te interesa, no hay problema, aquí no tenemos problemas.
Llegué a la calle Diecisiete. Detrás de la casa número 404 había un taller de reparación de coches de aspecto ilegal, con un anexo construido por el propietario encima, y vi clavados en las tejas tres números oxidados que eran muy difíciles de leer desde la calle. ¿Ésa era la casa de un hombre que había comprado un edificio comercial de tres millones de dólares en el centro de Manhattan? La idea era absurda. Detrás del taller había una valla de tela metálica de seis metros de altura, cubierta de hiedra y bordeada de basura. Un ladrón podía saltar por encima de ella, pero no sería muy divertido, y si caías por el lado del taller aterrizabas en una lancha motora desmontada y un montón de bloques de cemento. Así pues, el apartamento que había sobre el taller estaba bien protegido; la única forma de acceder a la casa era por las escaleras exteriores del lateral. Miré hacia atrás; no me observaba nadie. Abrí la verja de un empujón. Alguien había dejado a medio repintar el lateral de la casa: la escalera, el cubo y los pinceles estaban esparcidos por el suelo. Entre las malas hierbas había un montón medio podrido de periódicos gratuitos, listines telefónicos y folletos publicitarios, una batería de coche que goteaba y otras cosas para las que alguien no tenía tiempo. Subí las escaleras y miré por la pequeña ventana. La persiana estaba bajada, de modo que no se veía nada. Traté de abrir la puerta; estaba cerrada con llave. Llamé con suavidad. Nada. Tal vez no era el lugar adecuado; tal vez Casquete me había estafado. Nada de lo que había visto hasta entonces demostraba que Jay vivía allí. Al bajar las escaleras me fijé en que los peldaños estaban hundidos y gastados. Hasta las contrahuellas estaban rayadas verticalmente. Y en las marcas había un patrón que indicaba repetición, algo pesado que se había subido y bajado con regularidad.
Bajé las escaleras apenas rozando la superficie y probé el tirador de la puerta del taller; se levantó. Entré y cerré la puerta detrás de mí. En la penumbra polvorienta reconocí la furgoneta de Jay, con una ligera marca de nieve fangosa en los laterales del viaje de dos noches atrás. Las puertas de la furgoneta estaban cerradas con llave. Miré por las ventanillas; nada. Pero a lo largo de las paredes del taller vi grandes bombonas, unas dos docenas. Me concentré en algunas cajas que había apiladas en el fondo. En ellas había sobre todo recambios de coche, material para hacer punto y libros sobre casas de muñecas coleccionables. Probablemente no eran de Jay. ¿Qué más?
Salí del taller, recogí una de las latas de pintura esparcidas entre las malas hierbas y subí las escaleras. La puerta del apartamento era vieja, con nueve paneles de cristal. Miré alrededor y eché un vistazo a la calle. Eso no era un gran delito, me dije, teniendo en cuenta en el lío que me había metido él. Arrojé la lata de pintura contra uno de los paneles inferiores, lo que resquebrajó el cristal lo justo para que yo rompiera unos cuantos trozos. Volví a mirar la calle; nadie me vio tirar la lata de pintura a la maleza. Introduje una mano y abrí el cerrojo de seguridad. La puerta no se abrió. Busqué a tientas y encontré un pestillo debajo del pomo.
Tres minutos, me dije. Entras y sales volando. Allí estaba yo, entrando a la fuerza en el apartamento de alguien unas horas después de que entraran a la fuerza en el mío. Muy bonito. Cerré la puerta detrás de mí. Jay se daría cuenta de que había entrado alguien, pero no sabría quién había sido.
La habitación era una celda de monje de tres metros por cuatro. Entrabas directamente en el dormitorio. Una sencilla cama de camping, pulcramente hecha. En la mesilla de noche, un contestador automático con la luz roja de mensajes parpadeando. A un lado había una enorme caja de acero inoxidable con una pequeña ventana en la parte superior, no muy distinta de un sarcófago de la era espacial. Era lo más grande que había en la habitación y una rápida inspección de sus mandos y botones me reveló que se trataba de una cámara hiperbólica de oxígeno.
Oxígeno. ¿Necesitaba oxígeno ese hombre?
Junto a la cámara había tres bombonas de oxígeno idénticas a las que había en el taller Recordé que el oxígeno de bombona era una sustancia de uso reglamentado, se consideraba un medicamento. Sólo se conseguía con receta médica. Las bombonas pesaban mucho cuando estaban llenas. Tenían que traértelas, y probablemente las subían y bajaban por las escaleras exteriores con una especie de carretilla, de ahí los peldaños gastados.
Al pie de la cama había un compresor de oxígeno que resoplaba rítmicamente, un sonido no muy distinto del de las olas al estrellarse contra la orilla.
Vi dos baúles debajo de la cama y los saqué. ¿Debía mirar dentro? Había llegado tan lejos que me dije que sí. En el primero había herramientas de trabajo: martillos, destornilladores, llaves de tubo. En el segundo, calcetines, pantalones vaqueros, ropa interior, camisetas, todo pulcramente doblado. Tanta pulcritud resultaba deprimente, como si alguien se preparara para morir. Cerré los baúles y los empujé de nuevo debajo de la cama. En el armario había diez trajes ordenados por colores, cada uno con una camisa y una corbata a juego, incluido el que había llevado la noche que lo había conocido en el Havana Room. Era ropa bonita y cara, pero dentro de ese cuchitril parecían disfraces de una producción teatral. Allí había un hombre que llevaba una vida espartana y que podía marcharse de allí en el tiempo que tardara en bajar sus pertenencias por las escaleras. Tal vez cuatro viajes, sin contar la cámara hiperbólica. En el fondo del armario, debajo de una gabardina, estaba la caja de agua de seltz que Allison le había dado la noche del trato. La incliné hacia mí para mirar dentro: el dinero había desaparecido. Doscientos sesenta y cinco mil dólares. ¿Dónde los había guardado?
Los segundos se consumían. Consulté el reloj. Llevaba un minuto en el apartamento. El contestador me hacía señas. ¿Qué más? La cocina pequeña del rincón no parecía que se utilizara. En la nevera no había comida, sólo un envase de zumo de naranja, varios frascos de vitaminas y una docena de extrañas cajas de cartón en las que no había nada escrito. Saqué una y la abrí. Dentro había botes en los que se leía «FARMACIA DE LOS HOSPITALES DE LA UNIVERSIDAD DE lOWA», y escrito a mano, «ADRENALINA, 500 MG». Otro con la etiqueta «DEXIAMFETAMINA. PREDNISONA EN COMPRIMIDOS DE 10 MG». Y otro con la etiqueta «ANDRÓ».
Debajo había montones de pequeños inhaladores de Beclomethasona, Ventolin, Serevent, Albuterol. Todo para abrir las vías respiratorias y que entrara más oxígeno. En una segunda caja había un frasco de comprimidos blancos Singulair. En ningún envase se leía el nombre del médico que había extendido la receta.
En el congelador: perritos calientes, pan, platos preparados, cubitos de hielo.
El cuarto de baño estaba impecable. Una toalla. Un juego completo para afeitar. Eché un vistazo dentro. No vi nada extraño. En el botiquín no había pastillas. Ni condones, ni un cortador eléctrico para los pelillos de las orejas. Al lado del inodoro había un montón de material de lectura, y no era la habitual mezcolanza de revistas ilustradas y colecciones de viñetas del
New Yorker
, allí, junto con varios artículos de consulta muy manoseados, había números de la
Revista de Especialistas Pulmonares Americanos
; el
Informe de la Asociación de Terapeutas Respiratorios
; una copia impresa de «El asma y la administración pulsada de adrenalina sintética».
Tests clínicos de la función respiratoria
, la
Revista de investigación de la Asociación de Endocrinología del Hospital de Nueva York
, etcétera. Era evidente que Jay tenía un problema respiratorio debilitante que estaba tratando más o menos, quizá de una forma un poco deprimente. Me oí a mí mismo exhalar de terror y volví a poner el material donde lo había encontrado. Consulté el reloj. Seis minutos, por Dios.