Salí del cuarto de baño y me quedé petrificado: fascinado, triste, perplejo. Ése era el centro físico en la vida de Jay, en la medida en que había alguno, y qué solitario era. No había televisor, ni correspondencia personal, ni indicios de alguna actividad autocomplaciente o relajante. No me extrañaba que no le hubiera dicho a Allison dónde vivía.
Al lado de la cama había un escritorio de madera con una silla. Por encima de él colgaba un calendario de regalo de una compañía de gasóleo de calefacción y una foto de cuerpo entero de Sally Cowles, tomada a gran distancia. Iba con uniforme de colegio y caminaba por una acera con dos amigas una tarde soleada. Por los árboles, vi que la foto había sido tomada a finales de otoño o a principios de invierno. Las niñas llevaban abrigos, pero iban sin guantes ni gorros, y los edificios de alrededor no hacían pensar en un barrio de gente adinerada. El Upper East Side, tal vez, con una floristería detrás de ellas. ¿Había alguna floristería cerca del apartamento de Allison? ¿En la esquina de la avenida? Las niñas caminaban felices en su ignorancia, haciendo tintinear sus mochilas y crujir sus uniformes, el pelo levantado con la brisa, los calcetines de distinta longitud. Traté de imaginar a Jay estudiando la foto. No era abiertamente sexual, o al menos a mí no me lo pareció. Pero sabía que ciertos hombres se volvían locos al ver a una colegiala con uniforme. La inocencia implícita les provocaba espasmos de deseo, y no pude evitar recordar un viaje de negocios que había hecho a Tokio, hacía casi diez años, en el que me había visto arrastrado por tres hombres de negocios japoneses a un antro de striptease en el famoso barrio de Shinjuku, donde junto con otros doscientos hombres de negocios japoneses había visto a una niña casi pubescente detrás de otra quitarse su uniforme de colegio y sus calcetines cortos. Yo me había quedado frío —prefiero a las mujeres mayores con la marca de la gravedad sobre ellas y ojos que arden con absoluta falta de inocencia—, pero los japoneses se quedaron paralizados con el espectáculo, y unos cuantos sacaron cámaras caras y, sin disculparse, grabaron la exhibición de muslos abiertos para verlos más tarde. ¿Era de esa clase de hombres Jay? No podía creerlo, o no quería.
Lo que quería era escuchar el mensaje del contestador automático. Tal vez Allison tenía su número. En vez de eso abrí el cajón del escritorio, preguntándome si Jay guardaba el papeleo legal allí, como la copia del contrato del edificio de la calle Reade. Pero el cajón estaba vacío, salvo por unos bolígrafos, unas gomas elásticas y un libro de pedidos de Suministros de Hospital y Oxígeno Brooklyn, adornado con su lema: «SEGURIDAD, FORMALIDAD Y PUNTUALIDAD EN EL REPARTO». Eso coincidía, recordé, con el trozo de papel que me había dado Rainey hacía dos días con la dirección del restaurante donde debía reunirme con Marceno.
¿Qué más? Deprisa, me dije, encuentra lo importante. Vi una lista clavada en la pared:
Cada día:
300 flexiones, sin O
500 abdominales, O después
Leer periódicos (para tener conversación).
Leer una página del diccionario
Mantener higiene de los pies, examinar para detectar
infección o sepsis
No obsesionarme con FEV
De modo que allí estaba la «O» que tanto había preocupado a Allison. «O» de oxígeno, el oxígeno que era evidente que le llevaban al taller de abajo. Por eso dejaba la puerta abierta, para que pudieran pasar a recoger las bombonas vacías; el horario de reparto coincidía probablemente con la aparición regular de O que había visto Allison en la agenda de Jay. Un hombre que necesita que le lleven oxígeno a su domicilio tiene que saber cuándo llega.
Acababa de desvelar un secreto que valía mucho más que mi inversión de quinientos dólares y un par de trayectos en metro. Pero ¿qué significaba FEV? ¿Y por qué podía obsesionarse Jay con eso? ¿Era una persona, otra joven a la que acechaba? Junto a la lista había un pequeño recorte de periódico con fotografía enmarcado. Mostraba a un joven con un uniforme fachoso de béisbol y un casco, blandiendo un bate. Acababa de golpear la pelota y había perdido el equilibrio con el esfuerzo. En el titular se leía: «CONECTA UN HOME-RUN EN EL DUELO DE CAMPEONES ENTRE CONDADOS». Comprobé la fecha; el recorte tenía quince años:
John «Jay». Rainey, de Jamesport, conectó un elevadísimo home-run de tres carreras ayer en la liga de verano entre condados que se jugó en el instituto Bethpage y aseguró su victoria en 3-1.
Rainey, cuyos batazos le han colocado esta temporada a la cabeza de los Bulldogs con dieciséis carreras completas en veintitrés partidos, ha logrado hacer realidad el sueño de todo jugador de béisbol firmar al firmar recientemente un contrato de liga menor con los Yankees de Nueva York, después de su segunda temporada en la universidad. Rainey ingresará dentro de tres semanas en su equipo granja Triple A.
El artífice del home-run fue Tino Salgado, un pitcher fuera de serie del Bethpage que en la temporada regular se anotó un 6-1. Salgado había estado lanzando shutouts hasta el home-run de los Bulldogs.
«Sólo me he concentrado —dijo Rainey después del partido—. Me alegro de que hayamos ganado».
Firmar un contrato de liga menor de béisbol es todo un honor, por supuesto, pero no fue eso lo que me llamó la atención. El artículo era una prueba de que la salud de Rainey se había deteriorado después de la fecha de su publicación, porque ningún equipo de liga nacional contrata a un jugador sin realizarle antes una revisión médica exhaustiva. Martha Hallock había mencionado un accidente. ¿Era ésa la causa de los problemas de Rainey?
Había llegado el momento de irme, por mucho que quisiera quedarme. Pero una vez en la puerta me llamó la atención la cámara de oxígeno, tan brillante y aerodinámica, un ataúd en forma de bala. Presioné la puerta de resorte y se levantó despacio, dejando ver un cojín blanco del tamaño de un cuerpo. Su pulcritud era deprimente. El lugar más solitario imaginable. Dentro había un libro y un bloc con un bolígrafo. Hojeé el bloc: «Estimado señor David Cowles —se leía en la primera hoja—. Me resulta sumamente difícil escribir esta carta. Durante muchos años…». Y aquí terminaba la carta. En la siguiente hoja: «Estimado David Cowles. Hace muchos años, su difunta esposa, Eliza Carmody…». En la tercera hoja: «Querido David: en la oreja izquierda, dentro de la curva del cartílago, tengo un pequeño bulto. No es algo que llame la atención, pero…».
Oí ruido fuera, o tal vez en las escaleras. Ya había corrido suficientes riesgos; llevaba allí casi doce minutos. Dejé caer el bloc de cartas inacabadas en la cámara, apreté la tapa hacia abajo hasta que se cerró y miré alrededor para asegurarme de que no había dejado nada fuera de sitio. Salí y cerré de nuevo la puerta desde fuera, sin molestarme en apartar con el pie los cristales rotos… luego volví a abrir la puerta, maldiciéndome, y fui derecho al contestador automático. Sin quitarme los guantes, apreté el botón de «Play».
—Escucha, imbécil —bramó la voz de Poppy a través de interferencias—, paga a esos tipos algo de tu jodido dinero, ¿quieres? Los parientes de Herschel, o alguien que trabaja para ellos, están aquí. ¡Están aquí! Aquí mismo, ¿entiendes? Me han encontrado esta tarde en el restaurante. ¿Les has dicho tú que como allí? No lo entiendo, Jay. Me han cogido y están escuchando todo lo que te digo en estos momentos. Me han dicho que saben algo de Herschel, yo les he dicho que no sabía qué era. Les he dicho: «Está bien, yo llamé a la ambulancia, pero ya estaba muerto». ¡Creen que lo matamos nosotros! No van a ir a la policía. Al menos eso es lo que dicen, que… —La voz se volvió ininteligible—. Sí… tiene… quiero decir que les he dado tu número, Jay, y les he dicho dónde trabaja tu novia. Tenía que darles algo, y eso era todo lo que podía ofrecer, y no sé qué más decirles. Les he dicho que eso es todo lo que sé. Págales, Jay, sólo…
Se acababa allí. Fin del mensaje. Me temblaban los dedos, pero apreté el botón de memoria para escuchar los mensajes antiguos. Nada. Era el momento de irme. Pero no lo hice. Antes hice una cosa más. Marqué mi número desde el teléfono de Jay. Su número apareció en la pantalla de mi móvil y lo guardé.
Una vez hecho eso, salí disparado, cerré la puerta detrás de mí y bajé corriendo las escaleras. Me bajé la gorra y eché a andar por la calle. ¿Me había visto alguien? En la Tercera avenida cogí un taxi para huir de allí, y el taxista sintonizó una especie de programa de humor bangladesí. «Urmatta-eshi-ohvalindi-halaloo», dijo una voz masculina. «Heh, heh», llegó la respuesta. «Durmeshala-burmatta-valnahnah-galod-pulurshindaloo!». Y luego: «Heh, heh».
Me recosté en el asiento; del sur de Brooklyn al centro de Manhattan había bastante distancia. No quería seguir viendo a Jay como un adversario, porque estaba claro que vivía en circunstancias desesperadas, hasta un punto que no me había dado cuenta. Sin embargo, esa misma desesperación me preocupaba; a un hombre que necesita bombonas de oxígeno por la noche no le asustan mucho los pleitos y demás amenazas. También era cierto que mi allanamiento de morada no me había proporcionado ninguna información que me ayudara a lidiar con Marceno. ¿Qué había averiguado entonces? Que los hombres de H. J. estaban amenazando a Poppy. Necesitaba decirle a Allison que tuviera cuidado. Y que Jay, involucrado de algún modo con Sally Cowles, trataba de escribir una extraña carta a su padre. ¿Había comprado el edificio de la calle Reade por la misma razón? ¿Qué más? Que el cartílago de su oreja estaba relacionado con el problema. Que tenía toda la nevera llena de medicamentos comprados en el mercado negro. Y que estaba obsesionado con alguien o algo llamado FEV.
Me incliné hacia el cristal que me separaba del asiento delantero. El taxista me miró por el retrovisor.
—Lléveme a la Biblioteca Pública —dije.
«Varanasi-amattagobi-halapur-geshura-nanaloo!».
«Heh, heh».
* * *
Dos horas después sabía que el aire que los seres humanos respiran al nivel del mar contiene aproximadamente un veintiuno por ciento de oxígeno. En las contaminadas ciudades estadounidenses como Nueva York y Los Ángeles, así como en Tokio, la concentración de oxígeno puede disminuir a un dieciocho por ciento. El hombre inhala unos quinientos litros de aire por hora y éste se introduce hasta el fondo de los sacos de sus pulmones, haciendo brillar sus glóbulos rojos a medida que el oxígeno llega a ellos, y, como un árbol, un perro o un gusano, devuelve el bióxido de carbono a la atmósfera. En total el cerebro consume una quinta parte del oxígeno que respiramos. No sólo lo necesitamos, sino que estamos hechos de él: el sesenta y dos por ciento, según el peso del cuerpo. Los pulmones aumentan de tamaño a un ritmo constante en la niñez y a gran velocidad en la pubertad, pero también siguen creciendo después de alcanzar la estatura máxima. En los hombres, la capacidad pulmonar puede seguir aumentando hasta los veinticinco años. La mayor variable en la capacidad pulmonar máxima es, como cabe esperar, el tamaño de la persona, y la capacidad pulmonar máxima de Jay era, en teoría, de unos seiscientos noventa mililitros. Pero en la gente sana los límites del esfuerzo físico están dictados por los límites del sistema circulatorio y no por los pulmones. Por eso la gente más baja puede adelantar a la gente más alta, y los atletas olímpicos a menudo entrenan en altitudes elevadas para aumentar sus concentraciones de glóbulos rojos y vuelven a una altitud baja poco antes de la competición. Sin embargo, la capacidad pulmonar de la gente en general empieza a disminuir a partir de los treinta años. La capacidad para absorber oxigeno es, de hecho, una de las definiciones médicas del envejecimiento. Sin embargo, la curva descendente de nuestra capacidad es lenta y, en ausencia de enfermedad, suele ser lo bastante suave para acompañar a un ser humano hasta bien entrada la vejez.
Eso no era todo. «FEV», con lo que Jay no quería obsesionarse, significaba volumen respiratorio forzado y era la proporción de la capacidad pulmonar de un individuo con respecto a la capacidad pulmonar que cabía esperarse en un individuo sano, según la estatura, la edad y el sexo. Un FEV normal era de ochenta y cinco o superior. Los efectos patológicos de la enfermedad se reflejaban en un FEV bajo. El descenso medio del FEV en las personas que hace mucho que fuman, por ejemplo, cuando se compara con el de alguien que no ha fumado nunca, es bastante drástico. Un fumador empedernido de cincuenta años a menudo ha perdido tanta capacidad pulmonar que ha alcanzado un FEV de cuarenta y cinco o cincuenta, un resultado al que una persona que no fuma no llegaría hasta los cien años, si viviera tanto. Pero fumar poco a poco una montaña de cigarrillos atractivamente venenosos no es lo único que causa un FEV bajo. Entre las otras causas están las enfermedades orgánicas como el asma severo, la fibrosis cística, la fibrosis pulmonar, así como agentes irritantes ambientales, entre ellos la polución del aire, el asbesto y la exposición a las toxinas. Estas enfermedades pueden causar una pérdida permanente de FEV al dañar la elasticidad de los pulmones y su habilidad para recibir oxígeno. También pueden causar una pérdida reversible y mecánica de FEV al irritar sencillamente los bronquios, lo que reduce el aire que entra en los pulmones y causa una intensa secreción mucosa. A juzgar por lo que había en su nevera, Jay hacía todo lo que leía en los libros para aumentar, aunque solo fuera un poco, su capacidad respiratoria, administrándose esteroides, dilatadores bronquiales, lo que fuera para aumentar su consumo y uso de oxígeno. Solía tener buen color de cara, pensé, lo que indicaba que la automedicación surtía efecto. Los inhaladores, leí, reducían la sensibilidad del tejido pulmonar, mientras la prednisona en realidad encogía el tejido. ¿Utilizaba esas drogas continuamente o sólo para intervenir cuando disminuía su FEV? En otras palabras, ¿cuál era su capacidad sin medicar? Muy baja, sospeché, debido a la enorme cantidad de oxígeno que utilizaba. Un FEV por debajo de sesenta, que en sí mismo es muy mala señal, requiere oxígeno inhalado suplementario, al menos de forma intermitente, y el oxígeno inhalado, como sin duda sabía Jay, es un pacto con el diablo.
Cuanto más a menudo inhalas oxígeno, más tiempo sobrevives. La gente con un FEV bajo que recibe un suplemento de oxígeno las veinticuatro horas del día, vive más que la gente con el mismo FEV que utiliza el oxígeno sólo quince horas, y ésta a su vez vive más que los que lo utilizan sólo diez horas. Y así sucesivamente. Pero cuanto más a menudo utilizas el oxígeno suplementario, más adicto se te vuelve el cuerpo a él y más se constriñe tu vida. Estaba claro que Jay evitaba utilizarlo salvo en momentos de mucho esfuerzo, como al golpear una pelota con un bate de béisbol, una actividad que sin duda le daba placer y alivio, y le hacía revivir sus antiguos talentos, o bien por la noche. Eso explicaba tal vez la brevedad de sus visitas al apartamento de Allison. También planteaba la pregunta de cómo había tenido relaciones sexuales con ella. Golpear una pelota de béisbol es un ejercicio mucho menos riguroso que el sexo. ¿Quizá llevara una mascarilla de oxígeno mientras la embestía? Parecía poco probable. Raro y enfermizo, pero poco probable, Por otra parte, el suelo de las cajas de bateo había estado cubierto de polvo; tal vez eso había sido el factor determinante, antes que el nivel de esfuerzo físico. Seguí leyendo. Jay probablemente necesitaba una fuente de oxígeno de refuerzo, y me pregunté si el aparato que había en la parte trasera de su furgoneta y que había utilizado la noche que trasladamos el bulldozer podía ser lo que los libros llamaban un concentrador de oxígeno, un dispositivo relativamente barato que extrae oxígeno de la atmósfera y lo almacena.