—Muy sano —declaró.
Lo clavó en su tabla y, sujetándolo por el lomo con la otra mano, sacó un cuchillo corto y lo abrió rápidamente a lo largo de la espina dorsal.
—Ahora —anunció con la afabilidad de un gourmet ante una cámara de televisión— preparamos un shao-tzou muy bueno.
Dobló las rodillas y se encorvó hacia el pescado.
—Primero vemos lo que ustedes comen. —Abrió la tripa y revolvió una sustancia azul verdosa—. Tal vez cangrejos o almejas. En China los chicos malos de mi pueblo a veces les dan de comer carne de gato, cuando hay demasiados gatos en el pueblo, ya saben. Un pez muy feo. En China llaman a este pez «cerdo de río».
Trabajando con rapidez, sacó los órganos del pescado y los puso en un pequeño bol de cerámica azul. Luego cortó la cabeza, extrajo el cerebro y lo depositó en otro bol. Después de cada operación dejaba caer el cuchillo en un cubo ancho que había en el suelo y cogía de su reluciente colección otro idéntico, para que los fluidos de una parte no se mezclaran con los de las otras. Una vez que los órganos y el cerebro estuvieron separados, tiró los restos de la cabeza en otro cubo, levantó su tabla, la secó con un trapo que dejó caer en el cubo al terminar, y le dio la vuelta. A continuación arrancó la piel del pescado y la cortó.
Mientras tanto Shantelle se paseaba por la sala repartiendo pizarras y tiza. Vi que casi todos nos debatíamos entre nuestro deseo de observar a Shantelle y nuestra fascinación hacia las actividades de Ha. Pizarra en mano, observé cómo colocaba los filetes sobre otra tabla de cortar, tiraba la piel y la espina dorsal al cubo, y retiraba la tabla anterior.
—¿Cuantos, Ha? —se alzó la voz de Allison.
Él se inclinó para examinar sus filetes, hizo un corte en uno y arrojó la carne sobrante inmediatamente al cubo. Luego estudió los órganos de sus boles.
—Sólo tengo una ración de Sol, una de Luna y una de Estrellas —anunció.
—Muy bien, es lo habitual. Los que deseen pujar por la ración de Sol, por favor, escriban su oferta —ordenó Allison—. Recuerden que el Sol produce un calor intenso. —Recorrió con la mirada la sala.
Los hombres parecían tentados, sin saber qué hacer. Vi a varios inclinarse sobre sus pizarras.
—Por favor, muestren sus ofertas… Veo setenta y cinco dólares, no es suficiente; veo cien dólares, tampoco sirve; cincuenta dólares, debería avergonzarse, señor este pez ha venido del otro extremo del mundo; veo doscientos cincuenta dólares, sí, eso está mejor, ignoraré las ofertas que estén por debajo; veo… Puede bajar su oferta de cien dólares, señor Veo trescientos; veo seiscientos, está claro que él es el más interesado, seiscientos dólares a la una, será la porción más barata de la noche, se lo garantizo, seiscientos dólares a las dos y adjudicado. Adjudicado al hombre de la corbata verde.
Al instante Shantelle estaba a su lado, un hombre de calvicie incipiente de unos cuarenta y cinco años, con una corbata verde. Entregó su tarjeta de crédito.
—Acérquese, por favor.
Allison acudió a su encuentro y él se quedó de pie ante nosotros, un poco intimidado por ser el primero, tal vez temiendo quedar como un tonto ante la sala. Shantelle volvió con el recibo de la tarjeta de crédito y un bolígrafo, y sonrió solícita mientras él firmaba. Mientras tanto Ha preparaba el sushi de shao-tzou, dando golpecitos y enrollando con los dedos el arroz y las algas, apretándolo todo hasta que la exquisitez estuvo lista.
—¿Puedo echar salsa de soja? —preguntó el hombre en broma.
—Lo siento pero no.
—Bien, allá voy.
El hombre cogió su sushi, lo sostuvo en el aire y, mirando a Ha y a Allison, se lo llevó a la boca. Masticó despacio y tragó.
—¿A qué sabe? —gritó alguien.
—Está muy rico —respondió él.
—Acompáñeme, por favor —dijo Allison, llevándolo de la mano al sillón.
Lo observamos.
—Me encuentro bien —anunció él—. No siento absolutamente nada anormal.
Shantelle había recogido las pizarras de los postores no seleccionados, las había borrado y volvía a repartirlas de nuevo.
—Estoy… bien, bien… hay…
El ganador se aferró a los brazos del sillón y echó la cabeza hacia atrás. Relajó los dedos de las manos, estiró las piernas y se arrellanó en el cómodo cuero, con los ojos todavía abiertos pero en blanco. Respiraba hondo por la nariz, como si apreciara un buen vino. Luego abrió la boca, empezaron a pesarle los párpados. Parpadeó hasta cerrar los ojos, con una expresión todavía serena, atento a algún placer lejano, como si escuchara un jazz exquisito.
—¿Se encuentra mal? —preguntó alguien preocupado.
Allison levantó una mano.
—Esperen.
El hombre de la corbata verde se relajó aún más, dejando caer la cabeza suavemente sobre el hombro. Se le contrajeron los músculos alrededor de los ojos, así como los labios. Esos movimientos indicaban sorpresa y una experiencia interior profunda, el agradable descubrimiento de una luz a través de una forma durmiente. Su cara pareció entrar en un coma de concentración, como si estuviera impaciente por experimentar todas las sensaciones posibles. Le temblaban los dedos de las manos, como si fuera algo insoportablemente agradable, y gimió algo ininteligible, mientras el placer brotaba a la fuerza de la boca.
—¡Por Dios! —gritó otro hombre—. ¿Se está muriendo?
Reinaba el silencio en la sala, y los hombres se miraban entre sí, sin saber si preocuparse, escandalizarse o reírse. Allison consultaba continuamente el reloj controlando el tiempo.
—¡Ese hombre parece enfermo! —protestó alguien—. ¡Insisto en que llamen a…!
Allison levantó un dedo con serenidad, mirando el reloj.
—A todos los cocineros de shao-tzou se les enseña a calcular el peso de la persona y a medir la correspondiente cantidad de pescado. El señor Ha es un artista, caballero, no un asesino. Por favor, tenga un poco de fe.
Transcurrió otro angustioso medio minuto, luego la intensidad del placer del hombre empezó a disminuir, y le vimos volver poco a poco en sí. Levantó la cabeza parpadeando y tosiendo, fijó la vista al frente, vio borroso y volvió a parpadear, movió las mandíbulas y por último se sentó erguido en el sillón, y reconoció la sala y a los presentes.
—Oh —murmuró pensativo. Suspiró satisfecho, y a continuación reparó en que todos los ojos estaban puestos en él, expectantes, y asintió—. Ha sido increíble…
Empezó a levantarse.
—Espere unos minutos —dijo Allison, haciéndolo sentarse de nuevo con suavidad—. Deje que su cuerpo se adapte.
Él levantó la vista hacia Allison y sonrió de forma insinuante.
—¿Podemos hacerlo de nuevo?
—No —respondió Allison rechazando la indirecta.
—Mire, usted no lo entiende —protestó él—. ¡Sólo dígame cuánto quiere! Soy bueno.
A pesar de la insistencia de Allison, se levantó tambaleante, pero la vacilación de sus pasos parecía causada tanto por su asombro como por alguna dolencia.
Shantelle lo apaciguó mientras lo acompañaba a su asiento.
—Nos quedan otras dos raciones de shao-tzou —anunció Allison—. A. continuación subastaremos el sushi de Luna, por el que ha pasado la hoja del cuchillo previamente sumergida en el bol del hígado. Escriban sus ofertas, por favor. Permítanme recordarles que la puja ganadora en la anterior ronda ha sido sólo de seiscientos dólares.
Esta vez se inclinaron más hombres sobre las pizarras, y vi a varios levantar la vista, estudiar a los demás y borrar lo que habían escrito para escribir otra cifra.
—Pujen, por favor —dijo Allison con voz sonora—. Sostengan las pizarras en alto. Allá vamos. Veo ochocientos dólares, novecientos, dos mil, ¿mil? Sí, muy bien, hasta ahora la cifra más alta es dos mil dólares. Por favor, señor, no cambie su oferta. ¡Ah! Tres mil trescientos dieciséis dólares, una cifra un tanto extraña, pero creo que tenemos un ganador que ofrece tres mil trescientos dieciséis dólares.
Esta vez salió un hombre corpulento y más joven con una chaqueta de sport, deportista y seguro de sí mismo. Saludó con la cabeza al público, se acercó a Ha, cogió el sushi y, volviéndose hacia nosotros, se lo llevó entero a la boca.
—Ni un titubeo —describió Allison.
Él tragó y se acercó al sillón.
—¿Tiene algo que decirnos? —preguntó Allison—. ¿Algún comentario?
—No —respondió él en voz baja.
Cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás. Allison se acercó a él y le movió la cabeza hacia delante y hacia los lados, luego se volvió hacia el grupo.
—Lo que están viendo aquí, caballeros, es arte. El arte del señor Ha. El veneno del shao-tzou es tan mortal que, si pusiera más carne de la cuenta o sumergiera un segundo de más la hoja del cuchillo en el bol del órgano en cuestión, en este caso el hígado, mataría. Pero el señor Ha es un experto.
Ha asintió de forma casi imperceptible mientras limpiaba uno de sus cuchillos. Entretanto el hombre corpulento del sillón se cayó hacia un lado, con la cara flácida, la boca entreabierta y un hilo de saliva que le caía por una de las mejillas. Le temblaban ligeramente los labios, como si repitiera una plegaria en privado. Esta vez el público observaba con menos miedo. Vi a algunos hombres cronometrar ellos mismos el proceso, mirando al joven del sillón y a continuación a su reloj. Él seguía con sus oraciones privadas que degeneraron en resoplidos mudos, un jadeo satisfecho que dio paso a una respiración entrecortada al tiempo que arqueaba las cejas en un gesto apreciativo. Todos nos quedamos petrificados. Nadie puso en duda su viaje hasta reinos de una dulzura desconocida.
Y de pronto, en el preciso momento en que alcanzaba el clímax, esa dulzura retrocedió y se alejó. Se le inmovilizaron las piernas y se le relajaron las cejas. Empezó a reaccionar. Empezó a recordar que estaba vivo y abrió los ojos totalmente consciente, respirando de forma casi normal, con buen color.
—¿Y bien? —preguntó Allison en nombre de todos los demás.
—Oh, Dios, la luz se ha encendido como una luna gigante… —Se volvió hacia Ha y extendió el brazo—. ¡Eres una estrella de rock, tío! —Se levantó y tomó aire un par de veces, y se dejó caer pesadamente en el sillón—. He estado viendo la superficie de la muerte, tío, la superficie ondulada de unos huesos, o de la luna, o de algo que bombeaba esa luz blanca de la muerte tan agradable, y no podía moverme, tío.
Empezó a incorporarse de nuevo y volvió a caerse en el sillón. Finalmente logró mantenerse de pie y se acercó tambaleándose a Ha.
—Eh, hazme uno pequeño con todo eso, con lo que has tirado al cubo. ¡Mira! Tienes un montón de esa cosa marrón allí…
—¡Perdone! ¡No, no! —gritó Ha blandiendo el cuchillo—. ¡No puede coger ese pescado!
El joven levantó las manos y retrocedió.
—¡Está bien! De acuerdo, perdona. Sólo deja que te felicite, tú eres el artista, el…
—Pujen, caballeros, por favor —dijo Allison elevando la voz por encima de él—. Sólo nos queda una ración, las Estrellas. La última oferta ganadora ha sido de tres mil trescientos dólares y pico. Nos queda un sushi, sólo uno, y podrían volver a pasar semanas, o incluso meses, antes de que nos llegue otro shao-tzou.
Allison recordó a los hombres que se trataba de una puja abierta, en la que se aceptaban múltiples ofertas y ganaba la más alta.
—Como en el Sotheby’s —añadió.
Las ofertas empezaron por tres mil cuatrocientos dólares y tres rondas después llegaron a seis mil cincuenta, con dos hombres que pujaban entre sí desde cada extremo de la sala. Los aumentos de las contraofertas se redujeron de quinientos dólares a ciento cincuenta, hasta que uno de los dos sacudió la cabeza asqueado con una oferta de seis mil setecientos cincuenta dólares y se rindió. El postor ganador se sentó pesadamente en el sillón, se aflojó la corbata, se bebió un vaso de agua, consultó su reloj, que parecía haber costado sólo un poco menos que el sushi chino, y se comió el bocado.
—Allá vamos —dijo aparentemente satisfecho consigo mismo por haber demostrado que podía permitirse gastar casi siete mil dólares en un bocado de pescado venenoso. Confieso que no me cayó bien, me irritó que él estuviera a punto de experimentar un placer caro y único, y yo no.
Pasó casi un minuto y el ganador del sushi de las Estrellas miró a Allison exasperado.
—No ha pasado nada.
—Espere —dijo ella.
—Eso estoy haciendo. Estoy esperando y me encuentro perfectamente.
—Sólo un minuto —dijo Allison.
Esperamos.
—Esto es una estafa —dijo el ganador—. Quiero que me devuelvan el dinero.
—A veces si se cena copiosamente…
Pero no tuvo que terminar la frase. El ganador se desplomó hacia atrás como si hubiera agarrado una pelota de playa llena de arena. Sus brazos conservaban una especie de rigidez de sonámbulo. El efecto de su ración parecía más intenso y llegaba no sólo con retraso y de forma repentina, sino con mayor fuerza punitiva. De los tres hombres, el último era el que parecía más próximo al dolor. Movió un poco los pies, como si sufriera en silencio.
Pasó un minuto; el hombre no exhibía ninguno de los comportamientos de los primeros dos hombres, y me pregunté si disfrutaba realmente de la experiencia. Luego pareció que había pasado demasiado tiempo. Allison consultó su reloj, se le heló ligeramente la sonrisa en los labios, un poco preocupada, me pareció, y la sorprendí lanzando una mirada a Ha, que reaccionó ante su ansiedad con un guiño tranquilizador. En ese momento el hombre estiró rígidamente el cuerpo en el sillón, con las piernas rectas y los brazos a los costados, mientras su sistema nervioso transmitía un relámpago de éxtasis, levantó la cara ante un espectáculo invisible y abrió completamente la boca, emitiendo una especie de grito silencioso… de lo más desconcertante. Y luego llegó el grito… un chillido a pleno pulmón que llenó la sala, un hombre gritando desde el otro lado de un cañón, haciendo un llamamiento a toda la naturaleza, pidiendo a los dioses que bajaran del cielo.
—Joder —susurró otro hombre estupefacto.
En ese preciso instante el hombre del sillón enmudeció y se colocó en posición fetal, después de expulsar del cuerpo esa experiencia, y empezó a despertarse como atontado, aparentemente exhausto. Allison relajó la postura y la vi exhalar.
—No eran estrellas —dijo el hombre abriendo los ojos.
—¿Ah no?
—¡Eran fuegos artificiales! ¡Y me rozaban la cara! Sentía su calor en las mejillas. Y me han atravesado tres cohetes. —Levantó las manos y se examinó los dedos, como si se los hubiera chamuscado—. Os lo juro por Dios, ardían a través de mí, como ascuas o chispas. Uno se me ha metido en la boca y me ha recorrido todo el cuerpo hasta salir por el ano. —Se dirigió a los demás hombres—. Estaba allí tumbado, con el cuerpo muerto, y veía todas esas chispas, como pequeños cometas rojos que se acercaban y me atravesaban. Nunca lo olvidaré. Quiero decir que he probado los ácidos y me he metido muchas cosas, ya sabéis, pero nada como esto.