Havana Room (16 page)

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Authors: Colin Harrison

Tags: #Intriga

BOOK: Havana Room
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—Gracias. —Sacó tres pastillas y se las tragó. Luego se metió el bote en el bolsillo del pecho.

—¿Quieres que conduzca yo?

—No, ya está bien.

Y lo estaba. Para cuando salimos del túnel hasta Queens, ya se hallaba erguido y conducía con una ligera agresividad.

—Esas pastillas son muy buenas —comenté.

—Sí que lo son.

—¿Estás bien? —pregunté.

—Sí, tío, sólo estoy cansado.

No tenía interés en hablar, de modo que lo dejé correr. La autopista de Long Island, un circuito de carreras para conductores locos, en una noche de nieve parecía como si fuera de otro mundo, y para no quedarnos atrás nos pusimos a ciento veinte kilómetros por hora, avanzando hacia el este por delante de vallas publicitarias, centros comerciales y letreros de salidas sin que Jay pareciera reparar en ellos. En su mirada no había nada, de hecho, que indicara que había firmado esa noche un contrato de compraventa ni que había tenido que interrumpir su celebración con Allison, y me sorprendí recordando la extraña tristeza que había visto en su rostro cuando la había abrazado. En la oscuridad perforada por una luz focal de la cabina. tenía un gesto de determinación, con la mirada clavada en la carretera, y creí reconocer en él cierta clase de hombre, un hombre herido y al mismo tiempo inquebrantable. He conocido a unos cuantos como él. Porque ha aceptado el dolor, esta clase de hombre sabe que puede aceptar más. De hecho, lo espera: para él, sufrir está en el orden de las cosas, en la lógica del universo. Por lo general son hombres duros, trabajadores que se castigan a sí mismos, capaces de soportar largos períodos de aislamiento o soledad, y que sufren brotes de melancolía abrumadora. Se niegan a tomar antidepresivos, se niegan a hablar demasiado, en lugar de ello esperan, con la paciencia de un gato, a que cambie su estado de ánimo. Beben café por la mañana solos, fuman cigarrillos en el porche. Jay era así. Ese tipo de hombres creen en la suerte, esperan señales y realizan rituales privados que estructuran su desesperación y definen su espera. Son relativamente fáciles de reconocer pero difíciles de conocer, en especial a esa edad en que se vuelven peligrosos sobre todo para sí mismos, que empieza alrededor de los treinta y cinco años, cuando hacen recuento de sus fracasos y sus éxitos, y termina cerca de los cincuenta, cuando, si no se han destruido a sí mismos, han aprendido que es mejor aprehender la fuerza del tiempo con delicadeza y en pequeñas partes. Pero entre esos dos puntos vale más que vigilen, que eviten el peligroso viaje por el que se sienten atraídos: el asedio, la búsqueda, la grandiosidad, los sueños. Sí, dejad que lo repita: los hombres silenciosos con sueños pueden ser peligrosos.

La autopista se volvió más desolada a medida que cruzábamos el límite de los barrios residenciales de Long Island y nos adentrábamos en los últimos cincuenta kilómetros de tierras de cultivo. Aunque estábamos lejos del límite oriental de Queens, seguíamos dentro del dominio de la ciudad. El dinero que circula de un extremo a otro de Long Island en realidad siempre es dinero neoyorquino que entra o sale. Tiene que ser así porque, salvo las patatas, las lanchas motoras y la langosta fresca, todo lo que llega a la isla —cada lavadora, cada trozo de madera, cada envase de zumo de naranja— lo hace por el este de la ciudad. Al cabo de ciento veinticinco kilómetros, la isla se bifurca en norte y sur, y como el South Fork ya estaba plagado de casas de veraneo y actitudes típicas de los Hampton, lo siguiente que quedaba por explotar era el North Fork. Una vez que salimos de la autopista, pasamos por delante de vallas que anunciaban nuevos campos de golf, bloques de pisos en construcción y bodegas. Yo conocía un poco el juego inmobiliario. La idea es, por supuesto, hacerse con una gran propiedad, a poder ser pagando la menor cantidad posible de dinero en efectivo, subdividirla «con gusto», es decir, de modo que atraiga a compradores adinerados, y acto seguido venderlo todo. Si el comprador juega con inteligencia, su poder de acción puede ser extraordinario.

—Ya ves lo que está pasando aquí —dijo Jay en voz baja—. Es la fiebre del oro.

—¿Por qué has decidido deshacerte de ese terreno ahora?

—Era un buen momento —dijo crípticamente.

Si podía subdividirse, un terreno como el de Jay podía valer bastante más que la suma por la que lo había intercambiado. Dividiéndolo en parcelas de media hectárea, cada una con tierras en barbecho declaradas zona verde, un promotor inmobiliario podría sacar de él unas setenta parcelas, de las cuales veinte darían al mar. Habría que invertir un millón de dólares en agua, carreteras, solicitudes de zonificación, y enviar a los políticos a las Bermudas, pero aun así alguien inteligente y enérgico podría triplicar su dinero en cinco años.

—¿Trataste de subdividirlo? —pregunté.

Él sacudió la cabeza en silencio. Hizo una serie de giros y detuvo el coche en la oscuridad frente a un camino de tierra cerrado con una cadena que conducía directamente al estrecho de Long Island. Se bajó y dejó la cadena en el suelo. Vi el letrero de una agencia inmobiliaria: «PROPIEDADES HALLOCK». Jay lo arrancó y lo tiró a la hierba.

—¿Es éste el terreno?

—Sí.

—Ya no es tuyo.

—Técnicamente no, abogado —dijo mientras subía de nuevo a la furgoneta.

—Creía que le habías dado la llave a Gerzon.

—Me quedé con una copia. —Enfiló la furgoneta hacia delante—. Quédate siempre con una copia, ya sabes.

El camino discurría a través de un grupo de piceas y luego se abría por ambos lados. Jay se pegó al parabrisas.

—¿Dónde se ha metido?

Vi en la nevosa oscuridad que estábamos cruzando una vieja granja. Enormes cobertizos, un par de viejos tractores. Jay maniobró alrededor de surcos y hoyos.

—No han mantenido el camino en buenas condiciones.

—¿Conoces estas tierras?

—Crecí aquí, tío.

—¿Aquí mismo, en estas tierras?

—Exactamente —respondió él—. Eh, busca si hay huellas.

Pero no vi nada. El terreno se extendía a ambos lados del camino en amplias explanadas. Dejamos atrás los cobertizos de las bombas de riego de motor, montones de cañerías, tres árboles en hilera. La nieve caía en ráfagas contra la furgoneta.

—¿Está cerca el mar? —pregunté.

—A medio kilómetro.

Al final del camino, aparcado a un lado, había un gran camión agrícola, y más allá de él alcancé a ver la extensión fosforescente del estrecho de Long Island. Era un camión grande, con doble neumático en la parte trasera y aproximadamente del tamaño de un camión de la basura, si no fuera porque el contenedor de acero tenía forma de artesa y estaba lleno hasta los topes de patatas. Parecía faltarle la puerta del lado del conductor. Al acercarnos, se bajó un hombre que fue derecho hasta Jay. Era Poppy, bebiendo café.

—¿Dónde está Herschel? —gritó Jay.

Poppy sacudió la cabeza ante la inutilidad de la pregunta.

—Tenemos un problema.

Sentí náuseas al oír esas palabras. Bajamos de la furgoneta y seguimos a Poppy hasta el borde del acantilado.

—Cuidado —dijo Jay, sujetándome por el hombro—. Tienen una caída de sesenta metros.

El viento llegaba con fuerza del océano y arremetía contra la pared del acantilado, de modo que la nieve nos azotaba la cara mientras mirábamos hacia abajo. Poppy apuntó su linterna hacia dos amplias huellas que bajaban por el acantilado.

—Ha caído por ahí.

Jay se asomó para ver mejor.

—¿Está muerto?

Poppy se encogió de hombros.

—Si ha estado trabajando de día, lleva ahí cuatro horas. —Dio una patada a la arena—. Supongo que la jodida nieve le impidió ver bien el borde.

—¿Cuándo lo has encontrado? —pregunté.

—A eso de las diez de la noche.

Eso tenía sentido para mí, porque Poppy no había aparecido en el Havana Room hasta después de medianoche.

—¿Estaba vivo? —pregunté aterrado.

—No lo sé —gruñó Poppy—. Es posible. Pero no se movía.

—¿Y no has bajado?

—No, ni hablar. Imposible con mis manos.

—¿Has llamado a la policía? —pregunté, temblando de pronto.

Poppy miró a Jay furioso y, a pesar de su pequeña estatura, retrocedí un paso.

—Espera, Bill —dijo Jay. Asintió hacia Poppy—. De acuerdo, no has bajado.

—Ni hablar.

Me asomé, pero no se veía gran cosa.

—No te acerques demasiado. La arena se mueve y no hay un borde bien definido.

Contrariamente a lo que esperaba, no era una caída abrupta sino gradual. Avancé poco a poco.

—¡Está ahí!

Doce metros más abajo había un bulldozer en posición vertical, sostenido por una hilera de árboles sin hojas. En la cabina había un hombre desplomado. No se movía. La máquina parecía haber resbalado hacia atrás por la pendiente irregular y se había detenido sin sufrir daños. La gran pala delantera estaba apoyada en la arena, y el brazo con bisagras de la retroexcavadora estaba doblado detrás de la cabina.

Jay entornó los ojos tratando de ver en medio de la oscuridad y la nieve.

—Eh, Bill, tengo una pregunta sobre leyes.

—Adelante.

—¿Es fácil anular un contrato de compraventa?

—Si ambas partes están de acuerdo y aún no se ha inscrito la nueva escritura, sí.

—Si los tipos de Voodoo encontraran a un tipo muerto en su propiedad mañana por la mañana, ¿podrían rescindir el contrato?

Reflexioné unos momentos.

—Sí. Podrían decir que se ha cometido un delito y que la compraron con engaños. Podrían paralizarlo con una orden judicial. Podrían tratar de detener el pago y congelar las cuentas. Podrían tomar medidas.

—Me quedaría sin mi edificio.

—Sí —dije.

Estudió el bulldozer.

—Creo que podemos subirlo.

—Estás loco —dijo Poppy.

Jay sacudió la cabeza.

—Tenemos que sacarlo de ahí.

—¿Cómo?

—Subiéndolo. La cuesta no es tan pronunciada. He subido otras mucho peores.

—Vamos, capullo —espetó Poppy—. Nos vas a matar.

—¿Vas a mover de sitio un cadáver? —dije—. No puedes hacerlo.

—Y si es tan suave la cuesta —insistió Poppy—, ¿por qué no ha subido él mismo?

—No lo sé, tal vez porque ha sufrido un infarto.

—Eso no lo sabes —replicó Poppy.

Jay lo ignoró.

—¿Sigues teniendo ese cable grueso en el cobertizo?

—Sí, pero ¿para qué, maldita sea?

Yo escuchaba la conversación cada vez con más temor.

—He visto que el cuatro mil quinientos está cargado.

—No funcionará —anunció Poppy.

—Sí que lo hará, si consigo poner en marcha el Gato.

—Matarás a alguien. A mí no, pero a alguien. Probablemente a ti mismo. El cable se partirá y rebotará hacia atrás, y te cortará la cabeza.

—Gracias, Poppy, muchas gracias, joder.

—Entonces tu novia no tendrá a nadie que le chupe los pezones.

—Tan caballero como siempre, Poppy.

—No podéis hacer eso —insistí yo—. Llamad a la policía. Es asunto de ellos.

Poppy me señaló con aire amenazador.

—¿Por qué has traído a éste?

—¿Se te ocurre otro que venga a las tres de la madrugada?

Poppy sacudió la cabeza, sin ganas de pelear.

—Te he estado esperando. Jay, eso es todo.

—Eso ya es mucho —respondió Jay con más suavidad—. Ahora sólo te queda una cosa por hacer. Ve a buscar el cable.

Poppy gruñó, subió a su camión destartalado y se alejó.

Jay bajó la pendiente y, a pesar de mis recelos, lo seguí, resbalándome por la arena crujiente. El bulldozer parecía un juguete amarillo que se ha arrojado a un cajón de arena gigante, pero de cerca era enorme y se encontraba en un estado bastante lamentable. La pintura amarilla tenía manchas de herrumbre y las líneas hidráulicas estaban cubiertas de esparadrapo. El conductor, Herschel, era un negro fornido con una camisa de cuadros, y estaba echado hacia atrás en el asiento, con los pies separados, la barbilla levantada y los ojos elevados al cielo. Debía de tener unos cincuenta años, tal vez sesenta. La tormenta le había congelado la cabeza y el cuerpo. Estaba muerto.

Jay se movió con dificultad por el bulldozer.

—Oh, Herschel —gimió—. ¿Qué estás haciendo ahí arriba? —Subió al vehículo y se arrodilló al lado del hombre muerto, apoyando la frente en la mano de éste—. ¡Me dijiste que habías terminado la semana pasada! ¿Por qué has venido hasta aquí? —Se desplomó contra la oruga gigante del bulldozer, con la cabeza baja—. Oh, Herschel, tío…

Me sentí como un intruso, de modo que retrocedí en la oscuridad, preguntándome qué había significado Herschel para Jay. Los dos hombres eran un juego de contrastes: blanco y negro, joven y viejo, vivo y muerto; pero la familiaridad con que hablaba Jay al hombre muerto daba a entender que había habido una relación personal. Finalmente se levantó y se subió a la cabina. Limpió uno de los indicadores y lo examinó, luego encendió el motor. No pasó nada. Trató de apartar el cuerpo congelado, pero no se movió. La mano sin guante del difunto estaba sobre la palanca de cambios, sin llegar a aferraría pero en contacto.

Empujó y tiró de la mano, pero estaba totalmente atascada.

—Está congelada.

—No rasgues la piel —dije.

—Sí, joder, ya lo sé —bramó Jay hacia la nieve, con su largo abrigo ondeando detrás de él—. ¡Ven aquí, Bill!

—¿Qué?

—Sube aquí, te necesito.

—¿Para qué?

—¡Ven!

Subí con torpeza a la cabina, sintiéndome mal por todo.

—¡Dios, lay, ahora tendría que estar en la cama, y no aquí!

La cara del muerto miraba hacia arriba, hacia la tormenta. Se había amontonado nieve sobre sus ojos abiertos. Llevaba un reloj digital, y la luz roja del diminuto segundero parpadeaba como si su dueño pudiera consultarlo en cualquier momento. Me fijé en que no llevaba calcetines y que sus zapatos eran planos y blandos, en lugar de botas resistentes por encima del tobillo.

—Tú sólo cógele las manos y trata de calentárselas.

—¿Estás loco?

—Sí, lo estoy.

—No pienso coger las manos de un muerto.

—No puedo mover este trasto si no.

—¿Por qué no llamas a la policía?

—No puedo, abogado —dijo él con un tono bajo, lleno de determinación—. No puedo hacerlo.

Se me pasó por la cabeza trepar la cuesta de arena, subirme a la furgoneta de Jay, comprobar si tenía las llaves puestas, dejar la caja del dinero en el suelo y largarme de allí. Y una vez en Manhattan, abandonar la furgoneta en un descampado e ir derecho a mi apartamento. Subir la escalera, introducir la llave en la cerradura y dejarme caer en la cama, dar las buenas noches a la luna y soñar con Salma Hayek. Podía hacerlo. Podía hacerlo en ese preciso instante.

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