Read Hermana luz, hermana sombra Online
Authors: Jane Yolen
En el cuarto año comenzaron su instrucción con el Libro.
Jenna sentía una comezón en los dedos del pie. Lo ignoró. Podía ver a Selinda que buscaba una posición más cómoda, oía la respiración agitada de Alna y sentía la rodilla de Pynt contra la suya. Sin embargo se obligó a concentrarse y fijar su atención en Madre Alta.
La sacerdotisa se hallaba sentada, con el rostro lívido y los ojos duros, en su silla de respaldo alto. Se veía pequeña, incluso encogida por la edad. Sin embargo, cuando abrió el Libro sobre su falda, pareció expandirse como si el solo acto de dar vuelta las páginas la llenara de un imponente poder.
Jenna y las demás estaban sentadas en el suelo frente a ella. Ya no llevaban puestas sus ropas de trabajo. Se habían quitado las rústicas pieles de guerreras, los manchados delantales de cocina y los pantalones con las rodillas sucias de las jardineras.
Ahora estaban vestidas todas iguales, con sus prendas para el culto: las túnicas cortas con mangas largas color verde y blanco, los pantalones acampanados atados al tobillo y las cabezas cubiertas con pañuelos tal como era costumbre para las niñas cuando se hallaban en presencia del Libro abierto. Todas estaban brillantes por el baño reciente y, por esa vez, hasta Selinda tenía las uñas limpias. Jenna pudo notarlo mirando por el rabillo del ojo.
Madre Alta se aclaró la garganta, con lo cual atrapó la atención de todas. Entonces inició una serie de señales con sus manos, misteriosas en su significado pero claramente potentes. Cuando habló, su voz sonó aguda y nasal.
—En el comienzo de vuestras vidas se encuentra el Libro de Luz —dijo—. Y en el final. —Sus dedos continuaban marcando un contrapunto a sus palabras.
Las niñas asintieron con la cabeza, Selinda medio segundo tarde.
Tap-tap-tap, continuó la gran uña puntiaguda de Madre Alta sobre la página.
—Es aquí donde puede hallarse todo el conocimiento. —Tap-tap. Los dedos comenzaron a danzar por el aire nuevamente—. Y aquí es donde está explicada toda la sabiduría. —Tap-tap-tap—. Y así comenzamos, mis niñas. Así comenzamos.
Las niñas asintieron a tiempo con sus palabras.
—Ahora debéis cerrar los ojos. Sí, de ese modo. Selinda, tú también. Bien, bien. Convocad a la oscuridad para que pueda enseñaros a respirar. Porque es la respiración la que se encuentra detrás de las palabras. Y las palabras son las que forman el conocimiento. Y el conocimiento es la base de la comprensión. Y la comprensión, el lazo entre hermana y hermana.
¿Y el amor?, pensó Jenna cerrando los ojos con fuerza. ¿Qué hay del amor? Pero no lo dijo en voz alta.
—Así es como debéis respirar cuando escuchéis el Libro y... —Madre Alta se detuvo para atraer aún más su atención—. Y cuando convoquéis a vuestras hermanas sombra.
Era como si, en vez de respirar, ante sus palabras todas hubiesen dejado de hacerlo, ya que la habitación quedó en el más completo silencio, con excepción del leve eco de su voz.
Bueno. Aquí estamos, pensó Jenna. Al fin.
En el silencio, la voz nasal de Madre Alta volvió a sonar sin ninguna inflexión ni calidez.
—La respiración del cuerpo entra y sale sin pensamientos conscientes, pero existe un arte en ello que expandirá vuestros pensamientos, acrecentará vuestros dones, halagará vuestros momentos. Sin esta forma de respirar, que os he de enseñar, vuestra hermana sombra no podrá respirar. Estará condenada a una vida de oscuridad, ignorancia y soledad eternas. Sin embargo, las únicas que saben de estas cosas son las seguidoras de Gran Alta. Y si alguna vez hablan de ello con otras personas, morirán la Muerte de Mil Flechas. —Su voz se hizo más dura al final.
Jenna había oído hablar de esa muerte y podía imaginarse el dolor, aunque no sabía con certeza si era algo real o una simple leyenda.
Madre Alta dejó de hablar y, como ante una señal, las cuatro niñas contuvieron el aliento y abrieron los ojos. Alna emitió tres toses breves.
Una vez, cinco bestias discutieron sobre lo que era más importante para la vida: los ojos, los oídos, los dientes, la mente o el aliento.
—Probémoslo nosotros mismos —dijo el puma.
Y como era el más fuerte, todos estuvieron de acuerdo.
Por lo tanto, la tortuga se quitó los ojos y sin ellos quedó ciega. No podía ver el amanecer ni la puesta del sol. No podía ver las siete capas de color en su estanque. Pero todavía podía oír, comer y pensar. Por lo tanto, las bestias decidieron que los ojos no tenían gran importancia.
Luego la liebre entregó sus orejas. Y sin ellas no podía oír las ramitas que se quebraban cerca de su cueva, ni el viento a través de los brezos. Se veía muy extraña. Pero todavía podía ver y pensar, y no encontraba dificultades para comer bien. Por lo tanto los oídos también quedaron descartados.
Entonces el lobo se quitó todos los dientes. Sin duda le resultaba muy difícil comer, pero de todos modos se las arreglaba. Se encontraba mucho más flaco, pero podía ver y oír, y con su mente aguda ideó otras formas para alimentarse. Los dientes no eran lo más importante.
Luego la araña entregó su cerebro. De todos modos era un cerebro tan pequeño, dijo el puma, que no había quedado más estúpida de lo que era antes. Como las moscas eran todavía más estúpidas, seguían cayendo en su tela aunque ésta tenía un aspecto extraño y ya no era hermosa.
Entonces el puma rió.
—Hemos probado, queridos amigos, que los ojos, los oídos, los dientes y la mente tienen poca importancia, tal como siempre he sospechado. El principal es el aliento.
—Eso aún debe probarse —dijeron juntas las otras bestias.
Y así fue como el puma tuvo que desprenderse de su aliento.
Después de un rato, cuando para todos quedó bien claro que estaba muerto, lo enterraron. Y de esa manera cinco bestias demostraron, sin lugar a dudas, que el aliento es lo más importante de la vida, ya que sin él no hay vida.
—Está dicho en el Libro que respiramos más de veinte mil veces en un solo día. La mitad del tiempo inspiramos y la otra mitad expiramos. Imaginad, mis niñas, hacer una cosa tantas veces al día sin siquiera dedicarle un pensamiento. —Madre Alta les sonrió con su sonrisa de serpiente, toda labios y sin dientes.
Las niñas le devolvieron la sonrisa. Todas con excepción de Jenna, la cual se preguntó si alguna vez podría volver a respirar con comodidad. Veinte mil. El número superaba todos sus cálculos.
—Por lo tanto... repetid conmigo:
El aliento de la vida,
El poder de la vida,
El viento de la vida,
Fluye desde mí hacia ti,
Siempre el aliento.
Obedientemente repitieron sus palabras, una frase cada vez, hasta que pudieron decirlo todo sin equivocarse. Entonces hizo que lo repitieran una y otra vez hasta convertirse en un cántico que llenó toda la habitación. Diez, veinte, cien veces lo repitieron, hasta que, finalmente, ella las silenció con un movimiento de la mano derecha.
—Cada mañana, cuando vengáis a mí, lo recitaremos juntas cien veces. Y luego respiraremos... sí, mis niñas, respirad... juntas. Mi aliento será vuestro, y el vuestro, mío. Haremos esto durante todo un año, ya que el Libro dice: Y la hermana luz y la hermana sombra tendrán un solo aliento. Lo haremos una y otra vez, hasta que para vosotras sea tan natural como la vida misma.
Jenna pensó en las hermanas que había visto discutiendo, y en aquellas a quienes había visto riendo y llorando en diferentes momentos. Pero antes de que pudiera preguntarse más, la voz de Madre Alta atrapó su atención.
—Repetid conmigo otra vez —dijo Madre Alta.
Y la respiración comenzó.
Esa noche, en el dormitorio, antes de que entraran las madres, Selinda comenzó a hablar con excitación. Jenna nunca antes la había visto tan entusiasta respecto de algo.
—¡Lo he visto! —dijo agitando las manos en un rítmico acompañamiento a sus palabras—. Lo observé durante la cena. Amalda y Sammor respiraban al unísono, aunque no se miraban entre sí. Aliento por aliento.
—Yo también lo vi —dijo Pynt deslizando los dedos por sus rizos oscuros—. Pero observaba a Marna y a Zo.
—Yo me senté entre Alinda y Glon, junto al fuego —dijo Alna—. Y pude sentirlas. Como un solo fuelle, inspiraban y expiraban juntas. Qué curioso que no lo haya notado antes. Me propuse respirar con ellas y sentí un gran poder. ¡Es verdad! —agregó en caso de que alguien se atreviera a dudarlo.
Jenna no dijo nada. Ella también había observado a las hermanas durante la cena, aunque a cada pareja por turno. Pero también había vigilado a Kadreen. Al parecer, la respiración de la Solitaria coincidía con una pareja de hermanas o con otra, según dónde estuviese sentada. Era como si, sin siquiera pensarlo, se sintiese atraída por su ritmo. Cuando Jenna trató de observar su propia respiración, descubrió que el mismo acto cambiaba su forma de hacerlo. Simplemente no era posible ser observadora y observada a la vez.
Cansadas por la excitación del día, las otras niñas se durmieron rápidamente. Alna cerró los ojos primero, luego Pynt y finalmente Selinda, dando vueltas y vueltas en su cama. Mucho después de ello, Jenna permanecía despierta controlando su propia respiración y haciéndola coincidir con la de las demás, hasta que pudo pasar de una a otra casi sin esfuerzo.
Durante el resto del año, ya bien entrado el invierno, aprendieron sobre la respiración con Madre Alta. Cada mañana comenzaba con los cien cánticos y los ejercicios respiratorios. Conocieron la diferencia entre respiración nasal (altai) y bucal (alani). Entre la respiración del pecho (lanai) y la que proviene de más abajo (latani). Aprendieron a superar el mareo producido por las inspiraciones rápidas. Aprendieron cómo respirar de pie, sentadas, tendidas, caminando e incluso corriendo. Supieron cómo la respiración apropiada podía provocarles un extraño estado de sueño, incluso estando despiertas. Jenna practicaba los diferentes ejercicios cada vez que podía... la respiración del puma, que le proporcionaba gran velocidad para correr distancias cortas; la del lobo, con la cual el que corría podía recorrer varios kilómetros; la de la araña, para trepar; la de la tortuga, para dormir profundamente; la de la liebre, para lograr buenos saltos. Descubrió que podía superar a Pynt en cada competencia de fuerza y velocidad.
—Tú mejoras y yo empeoro —dijo Pynt después de correr varios kilómetros, cuando se detuvieron a descansar en un cruce de caminos. Su pecho se movía con agitación.
—Soy más grande que tú —respondió Jenna.
A diferencia de Pynt, su respiración estaba en calma.
—Eres una gigante, pero no es a eso a lo que me refería —dijo Pynt. El sudor le corría por la frente y el cuello, humedeciendo sus cabellos rizados.
—Al correr, yo utilizo altai mientras que tú usas alani, y además nunca has practicado la respiración del lobo —expuso Jenna—. Por eso resoplas como una de las marmitas de Donya al hervir, y yo, no. —Se cruzó de brazos exhalando el aire lentamente por la nariz hasta sentir un zumbido en la cabeza. Había llegado a amar la sensación.
—Sí utilizo altai —dijo Pynt—, pero no después del primer kilómetro. Y la respiración del lobo no sirve. Son sólo palabras. Además, altai es la que se emplea para convocar a una hermana sombra, y pasarán varios años antes de que lo hagamos. Por el momento, la única hermana que puedes convocar soy yo. —Se abanicó con las manos.
—¿Para qué querría convocarte? —bromeó Jenna—. Tú simplemente apareces donde quieres y cuando quieres. Por lo general detrás de mí. No eres una hermana de la oscuridad, eres una sombra. ¡Así es como te llaman, sabes! La pequeña sombra de Jenna.
—Pequeña, tal vez —dijo Pynt—, pero eso es porque mi padre era pequeño mientras que el tuyo, quien quiera que haya sido... era un monstruo. Pero no soy tu sombra.
—¿No?
—¡No! No logro alcanzarte. ¿Qué clase de sombra es ésa?
—¿Cómo dicen en los Valles? ¿El conejo logra alcanzar al gato?
—Yo no sé si lo dicen en los Valles. Nunca he estado allí, exceptuando la vez de la inundación, y entonces todo lo que se decía era: Sostén esto. Trae ese cubo. Apresúrate.
—¡Y socorro!
Ambas echaron a reír.
—Pero Donya lo dice... —Pynt vaciló.
—¡Todo el tiempo! —exclamaron las dos al unísono y comenzaron a reír de forma tan incontrolable que Pynt se dejó caer contra un árbol, sobresaltando a una pequeña coneja que salió de entre las malezas y se alejó saltando por el sendero.
—Allí tienes, gato, veamos si puedes alcanzarla —dijo Pynt.
Ante el desafío, Jenna se abalanzó detrás de la coneja y Pynt pudo oír sus pisadas entre las malezas durante varios minutos. Cuando regresó, su trenza blanca estaba cubierta de pequeñas zarzas, tenía las polainas desgarradas y un largo raspón en el reverso de la mano derecha. Pero sostenía a la temblorosa coneja entre sus brazos.
—No puedo creerlo —dijo Pynt—. ¿Cómo la has atrapado? ¿No está herida?
—Mi mano es rápida cuando la respiración es lenta —dijo Jenna con voz nasal, moviendo los dedos en una imitación de la sacerdotisa—. Es tuya, pequeña sombra —agregó entregándole la temblorosa coneja.
—Pero es sólo un bebé —dijo Pynt mientras la tomaba y acariciaba sus orejas de terciopelo—. ¿Le has hecho daño?
—¿Yo a ella? Mírame —dijo Jenna extendiendo su mano derecha frente al rostro de Pynt—. Este arañazo es de sus uñas traseras.
—Pobre conejita asustada —dijo Pynt ignorándola.
—Déjala.
—La conservaré.
—Déjala ir —dijo Jenna—. Si la llevas a casa, Donya la querrá para el guisado de esta noche.
—Es mía —dijo Pynt.
—Es tuya —respondió Jenna—, pero ese argumento no convencerá a Donya. Ni a Doey.
Pynt asintió con la cabeza.
—Sabes, Alna comienza a sonar igual que ellas. Charlatana y pomposa.
—Lo sé —dijo Jenna—. Creo que me gustaba más antes, llena de toses y temores.
Pynt dejó ir a la coneja y ambas regresaron trotando por el sendero hasta la Congregación.
En el calor de los baños, el arañazo en la mano de Jenna parecía inflamado y Pynt lo examinó preocupada.
—¿No deberías mostrárselo a Kadreen? —preguntó.
—¿Y qué le diré al respecto? ¿Qué me lo he hecho en nombre de mi pequeña sombra? No es nada. Ambas hemos tenido algunos peores.
Salpicó agua a Pynt, quien se sumergió y le tiró de las piernas hasta hundirle la cabeza. Escupiendo agua, ambas emergieron del baño caliente y dejaron que el aire más fresco las secara.