Read Hermana luz, hermana sombra Online
Authors: Jane Yolen
—Las cicatrices de una guerrera son el rostro de un recuerdo, el mapa de su coraje.
Pynt vaciló unos momentos, y luego alzó la vista hacia su madre.
—Ya no soy una guerrera, A-ma. He visto suficiente muerte para veinte guerreras, a pesar de que mi mano sólo produjo una herida y ésta fue en el muslo. Sin embargo, fui portadora de muerte, como si hubiese llevado una especie de contagio.
El rostro de Amalda se tornó pálido.
—Pero...
—Me decisión está tomada, A-ma. Y no es para avergonzarte. Pero en mi Noche de Hermandad, elegiré atender a las niñas como Marna y Zo. Soy buena con ellas, y con tantas criaturas nuevas en la Congregación, habrá necesidad de mí.
Amalda comenzó a hablar otra vez, pero Kadreen alzó la mano.
—Escúchala, Amalda. Existen cicatrices que no podemos ver, y ésas curan lentamente, si es que alguna vez lo hacen. Yo lo sé. Yo misma las tengo.
Amalda asintió con la cabeza y volvió a mirar a Pynt.
—Estás cansada, niña.
—Estoy cansada, madre mía, pero no es ésa la razón por la cual digo lo que digo. Si las hubieses visto en el final, a todas las mujeres hermosas y fuertes de la Congregación Nill: las hermanas una junto a otra. Jenna llevó mi camilla al vestíbulo y a la cocina para que pudiéramos despedirlas. Ella dijo... y lo llevaré conmigo para siempre... que debíamos recordar. Porque si olvidamos, sus muertes no habrán tenido ningún significado. Hermanas una junto a otra. —Bajó la vista y observó la camilla como si hubiese podido ver algo allí. Entonces apartó el cuenco y lloró.
Amalda se sentó sobre la camilla y pasó la mano por el cabello rizado de Pynt.
—Si ése es tu deseo, corazón de mi corazón. Si ése es tu deseo, niña a quien he llevado en mi pecho, entonces eso es lo que será. Siempre serás una pequeña obstinada. Calla. Calla y duerme. Estás a salvo aquí.
Pynt se volvió hacia ella y la miró con los ojos todavía llenos de lágrimas.
—Pero A-ma, no lo comprendes. Nunca volveré a sentirme segura. Eso es lo peor de todo. Sin embargo, dedicaré mi vida a la seguridad de las pequeñas para que no tengan que volver a sentirse como yo. Oh, A-ma...
—De pronto se sentó y la rodeó con sus brazos, sin preocuparse por el dolor en su hombro y su espalda, y se estrechó contra ella como si nunca fuese a dejarla marchar.
EL RELATO:La Balada de Blanca Jenna
Partiendo de mañana y adentrándose en la noche,
Treinta y tres cabalgaron dispuestas al combate,
Al temible adversario harían huir al galope,
Guiadas por la mano de Jenna.
Treinta y tres cabalgaron una junto a otra,
La luz de la luna les proporcionaba vigor.
“Luchad hermanas mías”, les gritaba Jenna,
“Luchad por la Gran Blanca Alta”.
La sangre fluyó rápida, como un buen vino tinto,
Y las hermanas formaron un frente de combate.
“Reclamaré como mía la posesión de este reino,
¡Y lo haré por el corazón de Alta!”
Treinta y tres hermanas partieron ese día,
Para acorralar al temible enemigo en la bahía,
Pero nunca más recorrieron este camino,
Guiadas por la mano de Jenna.
Sin embargo, algunos dicen que, en las noches más oscuras,
Puede oírse a las hermanas luchar.
Y verás un reflejo de intensa blancura:
La larga trenza blanca de Jenna.
El baño había sido un gran alivio y Jenna se durmió en el agua caliente y perfumada. Libre del confinamiento de la trenza, la cabellera se esparcía como un alga marina.
Petra cogió un mechón que flotaba sobre su pecho y aguardó a que Jenna hablase. Al fin, incapaz de esperar más, preguntó:
—¿Cómo es vuestra Madre Alta? Deberé estudiar con ella.
Jenna abrió los ojos y observó el cielo raso de madera. Tardó un largo rato en responder, y el silencio se extendió entre ellas como una cuerda tensa.
—Dura —dijo finalmente—. Inflexible. Una roca.
—Una Congregación debe ser construida sobre una roca sólida —dijo Petra lentamente. Jenna no respondió.
—Pero una puede hacerse daño contra una piedra inflexible —continuó Petra con un pequeño suspiro—. Nuestra Madre siempre decía que una sacerdotisa no debía ser de roca sino de agua. Que existe un flujo y un reflujo en una Congregación. Nuestra Madre Alta...
—... está muerta —dijo Jenna con mucha suavidad—. Y la culpa es mía.
Petra sacudió la cabeza.
—No, no Jo-an-enna. No existe culpable. Nada de culpa, nada de vergüenza, decía siempre Madre Alta. Y ella me habló respecto a la Anna. Estudiar para ser una sacerdotisa es aprender las profecías. Si tú eres la Anna...
—¿Lo soy?
Petra trató de sonreír.
—Yo creo que lo eres.
—¿Pero lo sabes?
—Lo sabré dentro de cien años —dijo Petra—. Lo sabré mañana.
—¿Qué clase de respuesta es ésa? —preguntó Jenna con disgusto—. Es la frase de una sacerdotisa, son sólo palabras sin significado. —Golpeó el agua con la mano, salpicándolas a ambas.
Petra se enjugó el agua de los ojos y respondió:
—Eso es lo que nuestra Madre Alta decía. Se refería a que debemos actuar para el momento en que vivimos, y dejar las respuestas para aquellas que vendrán después. Y yo creo en ello.
Jenna se puso de pie y el agua le cubrió hasta las caderas.
Con su cubierta de delicado cabello blanco, su cuerpo parecía brillar en la penumbra de la habitación.
—Quisiera poder creerlo. Desearía saber en qué creer. Petra se alzó a su lado, con el agua más arriba de la cintura.
—Jenna, una profecía sólo sugiere, no dice. Sólo puede ser leída con exactitud mucho después. Nosotras, quienes las vivimos, debemos leerlas sesgadamente, de soslayo.
—Ésas eran palabras de Madre Alta.
Petra sacudió la cabeza.
—No son tan sólo palabras, Jenna, sino el alma de todo. Si tú eres la Anna, entonces tienes mucho por hacer. Si no lo eres, de todos modos debes hacerlo, pues los hechos ocurrirán aunque creas o no en ellos. Hay que avisar a las Congregaciones. —Colocó la mano sobre el brazo de Jenna—. Y esta Congregación también debe ser puesta sobre aviso.
Jenna recogió su cabello con fuerza, lo trenzó rápidamente y lo ató con una cinta. Entonces se echó la trenza hacia atrás y esbozó una sonrisa.
—Había esperado demorar el momento.
—¿El momento de qué?
—De hablar con la roca.
—Yo estaré allí, Jenna. Y seré agua sobre piedra para ti. Ya lo verás.
—Agua sobre piedra —murmuró Jenna—. Me gusta eso.
Se pusieron las ropas limpias que les habían dejado preparadas y, cogidas del brazo, salieron al vestíbulo. Pero el agua caliente les había quitado la poca fuerza que les quedaba después de la larga caminata y, antes de que las llamaran a ver a Madre Alta, ambas se habían dormido profundamente sobre la cama de Jenna. Ésta despertó una sola vez en el transcurso de la tarde, cuando Amalda vino a buscarlas y en lugar de ello acomodó a Petra en la antigua cama de Pynt.
Amalda estaba sentada, incómoda, en la habitación de la sacerdotisa. Aguardaba a que la Madre hablase y hubiese querido que fuese de noche para que Sammor estuviese a su lado. Le había explicado la fatiga de las niñas y, tomando su lugar, le había narrado los hechos a Madre Alta. Su relato había sido breve y sin interrupciones. Aunque había algunas cosas que no sabía ni comprendía, lo había contado sin los adornos propios de las guerreras, sabiendo que ése era el momento de la verdad y no el de las baladas. Madre Alta la escuchaba con los ojos cerrados, una mala señal, moviendo la cabeza en comentarios ilegibles. Amalda no sabía si estaba enfadada, triste o complacida con la historia. Lo que era seguro es que estaba emitiendo un juicio. Madre Alta siempre realizaba juicios privados, y las decisiones que tomaba después parecían escritas en piedra. Amalda nunca había desafiado aquellos juicios en voz alta, aunque algunas, como Catrona, solían intercambiar palabras duras con la sacerdotisa.
Siguiendo el ritmo de la respiración de Madre Alta, Amalda trató infructuosamente de concentrarse en un fragmento del cántico para calmarse. Pero todo lo que venía a su mente era el rostro apenado de Pynt.
—¡Amalda! —La voz dura y autoritaria de Madre Alta la trajo de vuelta al presente—. Esta noche oiremos la historia por las bocas de las tres que la vivieron: Jo-an-enna, Marga y esa joven Petra. Escucharemos para saber la verdad y para descubrir lo que, de forma inadvertida, puedes haber dejado pasar.
Amalda asintió miserablemente, tratando de recordar lo que podía haber omitido en la historia, y no pudo recordar una palabra de lo que había dicho.
—Las demás... los bebés y las niñas —continuó Madre Alta—, se irán a la cama y se cuidarán la una a la otra hasta que hablemos. Todas deben conocer el horror y la vergüenza de esto. Todas.
El rostro de Madre Alta parecía haber adoptado un aspecto feroz, y Amalda recordó a un zorro entre las gallinas. Cada vez se sentía más incómoda. Deseaba discutir, pero, sin Sammor para respaldarla, se sentía incapacitada para la tarea. Por lo tanto no dijo nada y aguardó alguna señal que indicase que la sacerdotisa había terminado de hablar. Después de un momento de silencio, Amalda se puso de pie.
Madre Alta la despidió con un movimiento de la mano y Amalda abandonó la habitación, aliviada al poder estar fuera de los confines de aquellas paredes.
En cuanto la puerta se hubo cerrado detrás de Amalda, Madre Alta se puso de pie. Alisando su falda de lana, inspiró profundamente y se volvió hacia el espejo. Apartó la tela que lo cubría y se miró durante un largo momento. Una extraña familiar le devolvió la mirada.
—¿Debo creerle? —le preguntó al espejo—. ¿Por qué iba a mentir? —Sacudiendo la cabeza lentamente, consideró la pregunta—. No, Amalda no miente. No tiene ingenio para eso. Sólo repite lo que Jenna le contó, una vergonzosa historia. Pero ¿y qué hay si existe una mentira en alguna parte del relato? ¿O un ocultamiento? El Libro es claro en que: Una mentira puede arruinar mil verdades. (Aguardó, como si esperara que el espejo le respondiera, y entonces extendió las manos hacia el cristal. La marca azul se duplicó antes de quedar oculta, y alrededor de su palma el espejo se nubló formando una huella fantasmal.)
“Oh, Gran Alta, tú que bailas de estrella en estrella, yo creo y no creo. Deseo ser la Madre de la Anna, pero temo al final que viene con ella. He tenido una buena vida. He sido feliz aquí. Tal como tú has dicho en el Libro: Es una necia quien anhela el final, y una mujer sabia la que anhela el comienzo.
“Si la niego, ¿cometeré un error? Ella no es más que una niña. La he visto crecer. Es cierto que he visto algo peculiar en Jenna. ¿Pero dónde está la corona de gloria? ¿Dónde están las voces que gritan: “bendita, bendita, bendita”?
“Elegir de forma equivocada es declararme a mí misma una necia. Y al igual que la necia de la historia, que aprende a jugar cuando todos los jugadores se han ido a casa, se reirán de mí si me equivoco. Lo harán las mujeres que se encuentran bajo mis órdenes. Tú sabes, Gran Alta, que no soy una necia.
Quitó las manos del cristal y observó cómo las huellas de humedad se secaban lentamente.
Alzando la vista al techo, exclamó:
—He aguardado catorce años para recibir una señal inequívoca de tu parte. Ahora, ahora es el momento. Dame esa señal.
Pero era un día claro y no hubo ni truenos ni un arco iris, ni una voz proveniente del cielo. Si la Diosa le habló, lo hizo en un susurro. Madre Alta se colocó las manos sobre los ojos y trató de llorar, pero las lágrimas no brotaron.
Levantándose primero, Petra cepilló su larga cabellera y, después de trenzarla, la recogió en una corona sobre su cabeza. Tenía el vestido muy arrugado ya que había dormido con él, y su mejilla derecha estaba marcada por la almohada. Sin embargo, se veía notablemente despejada y alegre.
Por otro lado, Jenna se sentía como si alguien le hubiese golpeado la cabeza y los hombros antes de arrojarla sobre el colchón. La cama tenía un aspecto igualmente malo, con las mantas retorcidas a sus pies. La muchacha fue despertándose lentamente.
—Amalda estuvo aquí, aunque tú no la oíste —dijo Petra cuando Jenna comenzó a moverse—. Esta noche habrá una reunión durante la cena y deberemos contar lo ocurrido.
—¿Madre Alta estará allí?
—Y Pynt. Y todas las mujeres.
—¿Y las niñas? No quisiera contar lo que ocurrió en la Congregación Nill delante de ellas. Ya lo sabrán muy pronto, pero no de mis labios —dijo Jenna.
—Se irán a la cama al cuidado la una de la otra. —Petra fue a sentarse junto a Jenna en la cama—. Pero yo estaré en la reunión. De ese modo podremos contárselo todo a las hermanas. Todo, Jenna.
Jenna se miró las manos y se preguntó por qué se las estaría retorciendo de esa manera.
—No temas a tu destino, Anna —dijo Petra colocando las manos sobre las de Jenna.
—No es al destino a quien temo —dijo Jenna con brusquedad, apartando sus manos.
—¿Entonces por qué estás enfadada?
—No lo estoy.
—Mira tus mantas —insistió Petra señalándolas—. Mira tu boca.
Jenna se levantó y, yendo hasta el cántaro con agua, se miró en la superficie cristalina. Sus ojos estaban rodeados por ojeras oscuras y sus mejillas se veían hundidas. En la boca tenía una expresión amarga. Mientras se tocaba los labios con la mano derecha, sintió de pronto como si su boca lo hubiese olvidado todo, incluso el beso de Carum.
—Tengo el aspecto de nuestra Madre Alta —dijo.
—Agua sobre piedra —le recordó Petra.
Jenna sonrió y el rostro del cántaro le devolvió la sonrisa. Entonces se volvió hacia Petra.
—Estoy lista, creo.
Petra extendió la mano. —Hermanas —dijo—. Una junto a otra.
En todas las religiones del mundo abundan los cuentos populares y los mitos respecto a mujeres guerreras, o bien los avatares de sus diosas o de las encarnaciones femeninas de la deidad. Según Herodoto, los griegos sabían de tales mujeres, quienes, según él decía, vivían en la costa norte de Asia Menor, en la ciudad de Themiscyra. La princesa hindú que odiaba a los hombres, Layavati, era otro fenómeno semejante y conducía a un grupo de mujeres de la misma mentalidad. En Brasil, el Makurap del río Guaporé hablaba de una aldea de mujeres que mantenían a raya a los hombres. Y así podríamos continuar. (Para una monografía más extensa sobre el tema, véase “La explosión amazónica” de J. R. R. Russ, Series Monográficas de la Universidad de Pasden, N°. 347.)