Ilión (13 page)

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Authors: Dan Simmons

BOOK: Ilión
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En la Ilíada de Homero esta ruptura de la tregua sucedió justo después de que Afrodita apartara a Paris de su combate singular con Menelao, pero en la realidad de esta guerra de Troya, esa no-confrontación entre Menelao y Paris sucedió hace años. Esta tregua es algo más mundano: algunos de los representantes del rey Príamo se reúnen con algunos de los heraldos de los aqueos; ambos bandos llegan a algún complicado acuerdo para dejar de luchar debido a alguna fiesta o algún funeral o alguna otra cosa por el estilo. Si me preguntan a mí, uno de los motivos por los que este asedio ha durado casi una década es debido a tanto tiempo descontado de la lucha: los griegos y troyanos tienen tantas celebraciones religiosas como nuestros hindúes del siglo XXI, y tantas fiestas como un empleado de correos americano. Uno se pregunta cómo consiguen matarse unos a otros entre tantas festividades y sacrificios a los dioses y celebraciones funerarias de diez días.

Lo que me fascina ahora, tan poco tiempo después de haber jurado rebelarme contra la voluntad de los dioses (sólo para encontrarme siendo mucho más peón de su voluntad que antes), es la cuestión de con qué rapidez y con qué precisión pueden desviarse los acontecimientos reales de esta guerra de los detalles del relato de Homero. Hasta ahora las diferencias (la secuencia de la Reunión de los Ejércitos, por ejemplo, o el momento de la abortada batalla entre Paris y Menelao) han sido de poca importancia, fácilmente explicables por la necesidad de Homero de incluir ciertos acontecimientos pasados en el corto lapso del poema, que se sitúa en el décimo año de la guerra. Pero, ¿y si los acontecimientos toman realmente un curso diferente? ¿Y si me acerco a, pongamos por caso, Agamenón esta mañana y clavo esta lanza (la lanza del pobre y condenado Equepolo, cierto, pero una buena lanza de todas formas) en el corazón del rey? Los dioses pueden hacer muchas cosas, pero no pueden devolver a la vida a los mortales muertos (ni a los dioses muertos tampoco, por paradójico que eso parezca).

¿Quién eres, Hockenberry, para frustrar el Destino y desafiar la voluntad de los dioses?
, me interroga una vocecita debilucha y académica que he escuchado y seguido la mayor parte de mi vida real.

Yo soy yo, Thomas Hockenberry
, es la respuesta de mi yo contemporáneo, fragmentado como está,
y ahora mismo estoy harto de estos matones prepotentes que se llaman a sí mismos dioses
.

Ahora, en mi papel de espía más que de escólico, me acerco lo suficiente para escuchar el diálogo entre Atenea (morfeada como Laudoco) y ese bufón (pero buen arquero) que es Pándaro. Hablando como un guerrero troyano a otro, Atenea-Laudoco apela a la vanidad del idiota, le dice que el príncipe Paris lo cubrirá de regalos si mata a Menelao, e incluso lo compara con el arquero por excelencia, Apolo, si tiene la habilidad para conseguir este tiro.

Pándaro se traga el anzuelo, la caña y el sedal (Atenea prendió el corazón del loco en su interior, fue la manera en que un buen traductor describió este momento), y hace que algunos de sus amigotes lo oculten de la vista con sus escudos mientras prepara su largo arco y escoge la flecha perfecta para el asesinato. Durante siglos, los escólicos (los expertos en la
Ilíada
) han discutido el tema de si los griegos y troyanos usaban o no veneno en sus flechas. La mayoría de los escólicos, yo incluido, decían que no: esa conducta simplemente no estaba a la altura del alto concepto del honor en la batalla que tienen estos héroes. Nos equivocábamos. Sí que emplean veneno. Y un veneno letal y rápido, por cierto. Eso explica por qué tantas de las heridas mencionadas en la Ilíada eran tan rápidamente fatales.

Pándaro dispara. Es un tiro brillante. Sigo la flecha mientras vuela cientos de metros, traza un arco y luego se abalanza directamente hacia el pelirrojo hermano de Agamenón. La flecha atravesará a Menelao mientras permanece al frente de sus combatientes contemplando a los heraldos discutir en tierra de nadie. Es decir, lo atravesará si no interviene ninguna deidad amiga de los griegos.

Una lo hace. Con mi visión aumentada, veo a Atenea abandonar el cuerpo de Laudoco y TCearse al lado de Menelao. La diosa está jugando un doble papel: engaña a los troyanos para que rompan la tregua y luego corre a asegurarse de que uno de sus favoritos, Menelao, no resulte muerto. Embozada de la cabeza a los pies, invisible para amigos y enemigos pero visible para este escólico, aparta la flecha como una madre aparta una mosca de su hijo dormido (creo que he plagiado esa imagen, pero ha pasado tanto tiempo desde que
leí
el libro de la
Ilíada
, traducido o en versión original, que no puedo estar seguro).

Con todo, a pesar de su gesto protector de desvío, la flecha alcanza al hombre. Menelao grita de dolor y cae, con la flecha asomando de su cuerpo justo por encima de la entrepierna. ¿Ha fallado Atenea?

Se produce la confusión. Los heraldos de Príamo corren tras las líneas troyanas y los negociadores aqueos se protegen tras los escudos griegos. Agamenón, que ha estado empleando el tiempo de la tregua para pasar revista a sus tropas, que se extienden fila tras fila (tal vez la inspección está pensada para imponer su liderazgo esta primera mañana tras el motín de Aquiles), llega a tiempo de encontrar a su hermano revolviéndose en el suelo, mientras capitanes y tenientes se congregan a su alrededor.

Manejo mi pequeño bastón. Aunque el bastón parece el tipo de maza que un comandante troyano menor podría llevar, no es propiedad del capitán Equepolo: es mío, de uso estándar por los escólicos. Es una especie de micrófono direccional, que detecta y amplifica el sonido hasta cuatro kilómetros de distancia y transmite la información a los auriculares que llevo cada vez que estoy en las llanuras de Ilión.

Agamenón le está haciendo a su hermano moribundo un responso cojonudo. Lo veo mecer la cabeza y los hombros de Menelao en sus brazos y lo oigo disertar sobre la terrible venganza que él, Agamenón, descargará sobre los troyanos por el asesinato del noble Menelao, después de lo cual lamenta cómo los aqueos (a pesar de la sangrienta venganza de Agamenón) perderán valor, renunciarán a la guerra y llevarán sus negras naves de vuelta a casa cuando Menelao haya muerto. Después de todo, ¿qué sentido tiene rescatar a Helena si su marido engañado está muerto? Abrazando a su gimoteante hermano, Agamenón hace de profeta;

—Pero las tierras de Príamo alimentarán los gusanos con tu carne y pudrirán tus huesos, oh, hermano mío, mientras yaces muerto ante las murallas infranqueadas de Troya, fracasada tu misión.

La mar de alegre todo. Justo lo que un moribundo quiere escuchar.

—Espera, espera, espera —gruñe Menelao entre dientes—. No me entierres tan rápido, hermano mayor. La punta de la flecha no está alojada en ningún punto mortal. ¿Ves? Se ha clavado en mi cinturón de bronce y me ha dado en el mango del amor que pretendía perder, no en las pelotas ni en el vientre.

—Ah, sí —dice Agamenón, frunciendo el ceño ante la herida donde la flecha apenas ha penetrado levemente. Casi parece decepcionado. Todo el responso es caca de vaca ahora y parecía que se lo había estado trabajando un rato.

—Pero la flecha está envenenada —jadea Menelao, como intentando alegrar a su hermano. El pelo rojo de Menelao está empapado de sudor y hierba, pues el casco dorado salió rodando cuando cayó.

Tras ponerse en pie y soltar los hombros y la cabeza de su hermano tan rápidamente que Menelao habría vuelto a caerse al suelo si sus capitanes no lo hubieran sujetado, Agamenón manda llamar a Taltibio, su heraldo, y le ordena que busque a Macaón, el hijo de Asclepio, el médico del propio Agamenón, y bastante bueno por cierto, ya que se supone que Macaón aprendió su oficio de Quirón, el amistoso centauro.

Ahora parece cualquier campo de batalla de cualquier época: un hombre caído gritando y maldiciendo y gimiendo mientras el dolor empieza a fluir a través de la conmoción inicial de la herida, amigos arrodillados alrededor, indefensos, inútiles, y luego la llegada del médico y sus ayudantes, dando órdenes, arrancando la punta de bronce de la carne, sorbiendo veneno, colocando vendas limpias sobre la herida, mientras Menelao sigue gritando como el típico cerdo en el sacrificio.

Agamenón deja a su hermano al cuidado de Macaón y se va a arengar a sus hombres a la batalla, aunque los aqueos (incluso sin Aquiles en sus filas) parecen airados y furiosos y hoscos y con poca necesidad de que los espoleen para ir al combate.

Veinte minutos después del aciago disparo de flecha de Pándaro, la tregua se ha acabado y los griegos atacan las líneas troyanas a lo largo de cuatro kilómetros de polvo y sangre.

Es hora de que salga del cuerpo de Equepolo antes de que al pobre hijo de puta le den con una lanza en plena frente.

No recuerdo mucho de mi vida real en la Tierra. No recuerdo si estuve casado, si tuve hijos, dónde viví. Sólo tengo imágenes borrosas de un estudio repleto de libros donde leía y preparaba mis clases. Tampoco recuerdo la pequeña facultad donde enseñaba en West-Central, Nueva York, de la que sólo conservo imágenes de edificios de ladrillos y piedra en una colina con una maravillosa vista al este. Una de las cosas más raras de ser escólico es que los fragmentos de recuerdos no-esencialmente-escólicos regresan después de meses y años, lo cual puede ser uno de los motivos por los que los dioses no nos permiten vivir mucho. Yo soy la excepción.

Pero recuerdo las clases y los rostros de mis estudiantes, las charlas, algunas discusiones alrededor de una mesa ovalada. Recuerdo a una mujer de rostro juvenil preguntando: «Pero ¿por qué duró tanto tiempo la guerra de Troya?» También recuerdo haberme sentido tentado de señalarle que ella se había criado en una época de comida rápida y guerras rápidas —McDonald's y la guerra del Golfo, Arby's y la guerra al terrorismo—, pero que en aquellos días antiguos, los griegos y sus enemigos no tenían más intención de apresurarse en la guerra que de apresurarse con una buena comida.

En vez de insultar los momentos de atención de mis estudiantes, le explicaba a la clase cómo aquellos héroes agradecían la batalla, cómo una de sus palabras para el combate era
charme
, que proviene de la misma raíz de
charo
, «alegría». Les leía una escena donde dos guerreros se enfrentan y son descritos como
charmei gethosunoi
: «regocijándose en la batalla». Les explicaba el concepto griego de
aristeia
; el combate guerrero contra guerrero o en pequeño grupo, donde un individuo puede demostrar su valor, y lo importante que era para los antiguos y cómo la gran batalla a menudo se detenía para que los soldados de cada bando pudieran ser testigos de tales ejemplos de
aristeia
.

—¿Entonces lo que, o sea, quiere decir —tartamudeó una estudiante de rostro juvenil, el cerebro encajando en su sitio, el tartamudeo ilustrando ese modo irritante de hablar y el defecto de pensamiento que se extendió como un virus entre los jóvenes americanos durante el final del siglo XX—, o sea, que la guerra, o sea, habría terminado mucho antes si no se hubieran, o sea, parado cada dos por tres para ese arista-como se llame?

—Exactamente —dije yo con un suspiro, mirando el antiguo reloj Hamilton de la pared con la esperanza de ser liberado.

Pero ahora, después de más de nueve años viendo la
aristeia
en acción, puedo decir con certeza que esos combates singulares tan amados por los troyanos y los argivos sí que son uno de los motivos de este asedio prolongado, infinito, lento como la melaza. Y como les pasaba incluso a los turistas americanos más sofisticados que viajaban demasiado tiempo por Francia, una de mis necesidades más imperiosas era volver a la comida rápida: o, en este caso, a la guerra rápida. Un pequeño bombardeo, una pequeña invasión aerotransportada, bim, bang, gracias señora, de vuelta con Penélope.

Pero no hoy.

Equepolo es el primer capitán troyano en morir durante el ataque aqueo.

Tal vez se debe a que el hombre está todavía aturdido y desorientado después de que yo tomara prestado su cuerpo, pero mientras su grupo de combatientes troyanos se enzarza con un grupo griego liderado por Antíloco, el hijo de Néstor, buen amigo de Aquiles, el pobre Equepolo es lento a la hora de levantar su lanza y por eso Antíloco dispara primero. La punta de bronce de la lanza golpea el casco de cola de caballo de Equepolo justo en el borde y le atraviesa el cráneo, sacándole un ojo y derramando los sesos del hombre entre sus dientes. Equepolo cae, como le gusta decir a Homero, como una torre derribada.

Ahora comienza una dinámica que he visto demasiado a menudo, pero que nunca deja de fascinarme. Los griegos y troyanos luchan por motivos de honor fundamentalmente, es cierto, pero el botín es su segunda, y no muy a la zaga, motivación. Estos hombres son guerreros profesionales: matar es su trabajo y saquear es su paga. Una gran parte del honor y el saqueo consiste en la sofisticada y hermosa armadura (el escudo, la coraza, las grebas, el cinturón de guerra) de sus enemigos caídos. Capturar las armas de un enemigo es el equivalente griego heroico de las cabelleras cortadas por los guerreros sioux, y mucho más lucrativo. Como poco, la armadura protectora de un capitán está hecha de precioso bronce, y (para los oficiales más importantes) a menudo repujada de oro y decorada con pedrería.

Y así comienza la lucha por la armadura del capitán Equepolo.

Un comandante aqueo llamado Elefenor se abalanza, agarra a Equepolo por los tobillos y empieza a arrastrar el ensangrentado cadáver entre la confusión de lanzas y espadas y escudos que entrechocan. He visto a Elefenor en el campamento aqueo a lo largo de los años, lo he visto pelear en escaramuzas menores, y tengo que decir que el nombre le viene al pelo: es enorme, con hombros gigantescos, brazos poderosos, muslos pesados. No es el cuchillo más afilado del cajón de luchadores de Agamenón, pero sí un combatiente grande, fuerte, valiente y útil. Así Elefenor, el hijo de Calcodonte, que cumplió treinta y ocho años este junio pasado, comandante de los abantes y señor de Eubea, arrastra el cadáver de Equepolo tras la pantalla de atacantes aqueos y empieza a desnudar el cuerpo.

Entonces Agenor, un guerrero troyano, hijo de Antenor, padre de Arquéloco (a los cuales he visto en las calles de Ilión), se interna entre los aqueos en liza y ve las costillas expuestas de Elefenor mientras el grandullón se agacha bajo la protección de su escudo para terminar de desnudar el cadáver de Equepolo. Agenor salta hacia delante y clava su lanza en el costado de Elefenor, rompiendo las costillas y convirtiendo el corazón del hombre en una masa informe. Elefenor vomita sangre y se desploma. Más combatientes troyanos se abalanzan, respondiendo al ataque aqueo, mientras Agenor libera su lanza y empieza a despojar a Elefenor de su cinturón de guerra y su escudo y su coraza. Otros troyanos se llevan el cuerpo casi desnudo de Equepolo hacia las líneas troyanas.

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