Authors: Dan Simmons
Ada supo ya aquel primer fin de semana con Harman que el interés del hombre por los posthumanos que habían partido hacía tanto tiempo bordeaba la obsesión. No, se corrigió Ada, recostada en la cálida bañera y moviendo burbujas de sus pechos a su garganta con sus largos y pálidos dedos,
es una verdadera obsesión para Harman. No puede dejar de pensar en los posthumanos: dónde están, por qué se marcharon. ¿Con que sentido?
Ada no sabía la respuesta, naturalmente, pero había llegado a compartir la apasionada curiosidad de Harman, abordándola como un juego, una aventura. Y él seguía haciendo preguntas que hacían que cualquier otro de los amigos de Ada simplemente se riera:
¿Por qué hay sólo un millón de humanos? ¿Por qué eligieron los posts ese número? ¿Por qué nunca uno más, ni uno menos? ¿Y por qué cien años asignados a cada uno de nosotros? ¿Por qué nos salvan incluso de nuestra propia estupidez para que podamos vivir cien años?
Las preguntas eran tan simples y tan profundas que resultaban embarazosas: era como oír a un adulto preguntar por qué tenemos ombligo.
Pero Ada se había unido a la búsqueda de una máquina voladora, quizá de una nave espacial para poder viajar hasta los anillos y hablar con los posthumanos en persona, y ahora a esta leyenda de la Judía Errante, y cada día que pasaba traía más excitación.
Como Daeman siendo devorado por un alosaurio.
Ada se ruborizó, vio cómo su pálida piel se arrebolaba hasta la línea del agua y las burbujas. Aquello había sido terriblemente embarazoso. Ninguno de los otros invitados recordaba que hubiera sucedido nunca algo similar ¿Por qué no habían ofrecido los voynix una protección mejor?
¿Qué son exactamente los voynix?
, le había preguntado Harman doce días antes en el complejo de la casa del árbol, cerca de Singapur.
¿De dónde vienen? ¿Los construyeron los humanos de la Edad Perdida? ¿Son un producto de la demencia
rubicón? ¿Los crearon los posts? ¿O son ajenos a este mundo y tiempo y están aquí por sus propios motivos?
Ada recordó su incómoda risa aquella tarde mientras estaban sentados en la terraza, el champán en la mano, cuando él hizo aquella pregunta tan absurda, tan serio. Pero ella no había podido responderla entonces, ni sus amigos en los días siguientes, aunque su risa fue más nerviosa aún que la suya propia, y ahora Ada, después de toda una vida de ver voynix cada día, los miraba con una curiosidad cercana a la alarma. Hannah había empezado a reaccionar de la misma forma.
¿Qué sois?
, se había preguntado esa noche cuando salieron de su birlocho en Cráter París y dejaron allí al voynix, aparentemente sin ojos, el caparazón oxidado y la capucha correosa mojada por la lluvia, sus hojas asesinas retractadas pero sus manipuladores acolchados extendidos y enroscados, todavía sujetando las guías de su carruaje.
Ada salió del baño, se secó, se puso una fina bata y les dijo a los servidores que la dejaran. Salieron a través de una de sus membranas de pared osmóticas. Ada se asomó al balcón.
La habitación y el balcón de Harman estaban a la derecha de los suyos, pero la intimidad de los porches quedaba asegurada por un estrecho entramado de pantallas de fibra de bambú que se extendía tres palmos más allá de la barandilla del porche. Ada se acercó a la partición, se quedó en la barandilla un instante, contempló el ojo rojo del cráter de abajo, alzó la mirada hacia el cielo despejado con sus estrellas y anillos móviles, y entonces pasó la pierna por la barandilla sintiendo el suave y mojado bambú contra la carne del interior de su muslo un segundo antes de sacar el pie, descalzo, y palpar el camino a lo largo del fino borde de la división.
Durante un segundo quedó unida al porche solamente por la presión de los dedos de sus manos y sus pies, palpando a ciegas alrededor de la partición del otro lado para encontrar el saliente paralelo, sintiendo la gravedad tirar de ella hacia el vacío.
¿Cómo sería caer hacia este magma ardiente, saber que estaría muerta al cabo de unos segundos de caída libre terribles?
Nunca lo sabría. Si se soltaba ahora, si sus pies descalzos y sus dedos resbalaban, nunca recordaría los siguientes segundos y, minutos después, despertaría en los tanques de la fermería. Los posthumanos no concedían a los humanos recuerdos de sus propias muertes.
Ada apretó los pechos contra el borde de la partición, luchó por recuperar el equilibrio y pasó la pierna izquierda hasta que su pie descalzo encontró el estrecho borde de bambú que corría hasta el porche de Harman. No se atrevió a mirar para ver si Harman estaba fuera, en el balcón, o en la puerta de cristal: toda su atención estaba concentrada en impedir que sus pies resbalaran, que sus pies no se deslizaran por el mojado y resbaladizo tribambú.
Llegó al porche y lo rebasó, aferrándose a la barandilla con tanta fuerza que los brazos le temblaron. Al sentir que su fuerza menguaba en un arrebato postadrenalínico de debilidad, pasó rápidamente la pierna izquierda, sintiendo que la bata se le abría, y se arañó el interior del muslo con una junta de la barandilla.
Harman estaba sentado con las piernas cruzadas en un diván de cojines blancos, mirándola. Su balcón estaba iluminado por una vela única protegida por un cristal.
—Podrías haberme ayudado —-susurró ella, sin saber por qué lo decía ni por qué susurraba. Vio que Harman tampoco llevaba otra cosa que una fina bata de seda, atada flojamente.
Él sonrió y negó con la cabeza.
—-Lo estabas haciendo bien. Pero, ¿por qué no dar la vuelta y llamar?
Ada tomó aire y, por respuesta, aflojó el cinturón de su bata y la dejó abierta. El aire que llegaba de las alturas del cráter era frío, pero con corrientes de aire más cálido imbuidos en la brisa mientras ella acariciaba la parte inferior de su vientre.
Harman se levantó, se acercó a ella, la miró a los ojos y le cerró la bata, atándosela sin apenas rozarla con los dedos.
—Me siento honrado —dijo, también susurrando ahora—. Pero todavía no, Ada. Todavía no.
La tomó de la mano y la acercó al diván.
Cuando los dos estuvieron tumbados lado a lado, Ada parpadeando sorprendida y sonrojada por algo parecido a la humillación (aunque no estaba segura de si era por el rechazo o por su propio atrevimiento), Harman rebuscó tras el sillón y sacó dos paños turín de color crema. Dobló cada uno para que los microcircuitos bordados estuvieran adecuadamente en posición.
—Yo no... —empezó a decir Ada.
—Lo sé. Pero sólo por esta vez. Creo que algo importante está a punto de ocurrir. Vamos a compartirlo.
Ella se tumbó en los suaves cojines y dejó que Harman ajustara el turín en sus ojos. Notó que él se acostaba junto a ella, la mano derecha suavemente posada sobre su mano izquierda.
Imágenes y sonidos y sensaciones fluyeron.
Los dioses han venido a jugar. Más concretamente, han venido a matar.
La batalla lleva un rato en marcha con el dios Apolo atacando a los troyanos, con Atenea acicateando a los argivos y otros dioses recostados a la sombra de un árbol en la colina más cercana, riendo a ratos mientras Iris y sus otros criados les sirven vino. He visto al jefe tracio Píroo, un valiente aliado troyano, matar a Diores el de los ojos grises con una piedra. Diores, comandante del contingente epeo de los griegos, cayó sólo con un tobillo roto después de que el enardecido Píroo lanzara la piedra, pero la mayoría de los camaradas de Diores retrocedieron, Píroo se abrió paso entre los pocos que quedaron para proteger a su capitán caído, y (ahora indefenso, el tobillo aplastado) el pobre Diores tuvo que quedarse allí tendido mientras Píroo atacaba, atravesaba el vientre del tracio con su larga jabalina y le sacaba las entrañas al hombre, enganchándolas en la punta afilada y retorciéndola mientras Diores gritaba.
Éste era el sabor de la última media hora de batalla y fue un alivio cuando Palas Atenea alzó la mano, obtuvo permiso de los otros dioses y detuvo en seco el tiempo y el movimiento.
Con mi visión ampliada (ampliada por las lentes de contacto de los dioses) ahora puedo ver a Atenea cruzar la tierra de nadie y preparar al hijo de Tideo, Diomedes, como máquina de matar. Lo digo casi literalmente. Como los propios dioses, y como yo, Diomedes el hombre será ahora en parte máquina, con sus ojos y su piel y su misma sangre ampliados por las nanotecnologías de alguna era futura muy superior a mi corto lapso de vida. Tras congelar el tiempo, Atenea coloca lentes de contacto similares a las mías en los ojos del aqueo, que le permitirán ver a los dioses y, de algún modo, refrenar un poco el tiempo cuando se concentre en el meollo de la acción, lo que triplicará (a los ojos sin amplificación de los testigos) su tiempo de reacción. Homero escribió que Atenea puso «al hombre en llamas» y ahora comprendo la metáfora: usando la nanotecnología imbuida en su palma y su antebrazo, Atenea está ocupada convirtiendo el campo electromagnético latente que rodea el cuerpo de Diomedes en un verdadero campo de fuerza. En infrarrojo, el cuerpo y los brazos y el casco y el escudo de Diomedes arden de repente «con fuego incansable como la estrella que arde en la cosecha». Ahora advierto, al ver a Diomedes brillar con el denso ámbar del tiempo congelado por los dioses, que Homero debió de estar refiriéndose a Sirio, la Estrella Perro, la más brillante en el cielo griego (y troyano) a finales de verano. Está en el cielo esta noche.
Mientras sigo mirando, Atenea también inyecta miles de millones de máquinas moleculares nanotecnológicas en el muslo de Diomedes. Como siempre que se produce una nanoinvasión, el cuerpo humano la interpreta como una infección y la temperatura de Diomedes sube al menos cinco grados. Veo el ejército invasor de máquinas moleculares subir del muslo a su corazón, pasar de allí a los pulmones y brazos y piernas de nuevo; el corazón hace que su cuerpo brille todavía con más fulgor en mi visión infrarroja.
A mi alrededor, la muerte en el campo de batalla es contenida a la fuerza durante estos minutos extendidos. Diez metros a mi izquierda veo a un carro congelado en una burbuja de polvo y sudor humano y saliva equina. El auriga troyano (un hombre bajo y tranquilo llamado Fegeo, hijo del principal sacerdote troyano del culto al dios Hefesto y hermano del recio Ideo; en mis disfraces morfeados, he compartido el pan y el vino con Ideo una docena de veces en los últimos años), está petrificado en el acto de inclinarse por la parte delantera del carro, sujeto al borde con la mano izquierda, una larga jabalina en la derecha. Ideo está junto a su hermano, detenido en el acto de azuzar a los caballos inmovilizados mientras agarra las rígidas riendas con la otra mano. El carro ha sido detenido en el acto de atacar a Diomedes, todos los jugadores humanos son inconscientes de que la diosa Atenea lo ha parado todo mientras juega a las muñecas con su campeón elegido, vistiendo a Diomedes de campos de fuerza y lentes de contacto de ultravisión y nanoaumentadores como si fuera una preadolescente jugando con su Barbie. (Recuerdo a una niña pequeña jugando con muñecas Barbie, quizás una hermana de mi propia infancia. No creo que tuviera ninguna hija propia. No estoy seguro, naturalmente, pero los recuerdos que han vuelto a lo largo de los últimos meses son como añicos de cristal con reflejos nublados en ellos.)
Estoy lo suficientemente cerca del carro para ver el júbilo del combate cincelado en el rostro bronceado de Fegeo, y el miedo petrificado en sus ojos pardos que no pestañean. Si Homero contó esto correctamente, Fegeo estará muerto dentro de menos de un minuto.
Veo a otros dioses congregándose en el lugar de la batalla como cuervos carroñeros. Allí está Ares, dios de la guerra, cobrando solidez a mi lado de las líneas de batalla, acercándose al carro detenido en el tiempo que contiene a Ideo y su hermano condenado. Las palmas de Ares abren su propio campo de fuerza tras el carro petrificado que lleva a los dos hermanos hacia la muerte.
¿Por qué le importa a Ares lo que les suceda a estos dos?
Cierto, a Ares no le hacen ninguna gracia los griegos: obviamente ha aprendido a odiarlos en esta guerra y los mata a través de sus instrumentos o por su propia mano cuando puede, pero, ¿porqué esta evidente preocupación por Fegeo o su hermano Ideo? ¿Es sólo un movimiento para contrarrestar la estrategia de Atenea al proteger a Diomedes? Este juego de ajedrez con seres humanos de verdad que caen y gritan y mueren se me antoja decadente, una obscenidad. Pero la estrategia sigue intrigándome.
Entonces recuerdo que el dios de la guerra es medio hermano de Hefesto, el dios del fuego, también nacido de la esposa de Zeus, Hera. El padre de Fegeo e Ideo, Dares, ha prestado largos y fieles servicios al dios del fuego dentro de las murallas de Troya.
Esta guerra idiota es más complicada y absurda que la guerra de Vietnam que medio recuerdo de mi juventud.
De repente, Afrodita, mi nueva jefa, se TCea y cobra existencia treinta metros a mi izquierda. También está aquí para ayudar a los troyanos y disfrutar de la matanza. Pero...
En los últimos segundos detenidos antes de que el tiempo reemprenda su marcha, recuerdo que si la lucha real sigue el camino del viejo poema, la propia Afrodita resultará herida por Diomedes en la próxima hora.
¿Por qué acude a la batalla sabiendo que un mortal la herirá?
La respuesta es la misma que me han recordado contra mi voluntad durante los últimos nueve años, pero ahora el hecho me golpea con la fuerza y la luz de una explosión nuclear:
¡Los dioses no saben qué va a pasar a continuación!
Parece que nadie más que Zeus puede ver la lista que tiene preparada el Hado.
Todos los escólicos somos conscientes de esto: no nos está permitido, pues lo prohíbe Zeus, discutir acontecimientos futuros con los dioses, y ellos tienen prohibido preguntarnos por los cantos futuros de la
Ilíada
. Nuestra tarea es sólo confirmar que el libro de Homero haya sido fiel a los acontecimientos del día que se nos encomienda observar y registrar. Muchas veces Nightenhelser y yo, mientras contemplamos a los Hombrecitos Verdes empujar sus caras de piedra hacia la orilla mientras el sol se pone en el mar, hemos comentado esta paradoja de la ceguera de los dioses respecto a los acontecimientos futuros.
Yo sé que Afrodita será herida hoy, pero la diosa misma no lo sabe
. ¿Cómo puedo utilizar esta información? Si se lo dijera a Afrodita, Zeus lo sabría: no sé cómo, pero sé que lo sabría, y a mí me desintegraría y Afrodita sería castigada de una forma menor.
¿Cómo puedo usar el conocimiento de que Afrodita, la diosa que me ha dado estos regalos para que espíe, será, tal vez, herida por Diomedes en este día?