Introducción a la ciencia II. Ciencias Biológicas (45 page)

BOOK: Introducción a la ciencia II. Ciencias Biológicas
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Naturalmente, se sospechó que el factor lácteo de Bittner era un virus. Por último, el bioquímico Samuel Graff, de la Universidad de Columbia, identificó a dicho factor como una partícula que contenía ácidos nucleicos. Se han descubierto otros virus de tumor causantes de ciertos tipos de tumores en los ratones y de leucemias en animales, todos ellos conteniendo ácidos nucleicos. No se han localizado virus en conexión con cánceres humanos, pero evidentemente la investigación sobre el cáncer humano es limitada.

En la actualidad, las teorías de la mutación y de los virus comienzan a converger. Tal vez la presunta contradicción entre ambas nociones no sea una contradicción. Virus y genes son muy similares en estructura, y algunos virus, al invadir una célula, se convierten en parte del equipo permanente de la célula y desempeña el papel de oncogén.

En realidad, los virus del tumor parecen poseer todas las veces ARN, mientras que el gen humano posee ADN, Mientras se dio por sentado que la información siempre fluye del ADN al ARN, resultó duro comprobar cómo los virus de los tumores podían desempeñar el papel de genes. No obstante ahora se sabe que existen ocasiones en que el ARN lleva a la producción de ADN que contiene la pauta ARN de los nucleótidos. Por lo tanto, un virus de los tumores puede no
ser
un oncogén, pero sí
formar
un oncogén.

En realidad, un virus puede tener un ataque menos directo. Tal vez desempeñe meramente un importante papel en llevar a la conversión del protooncogén en oncogén.

No obstante, no fue hasta 1966 cuando la hipótesis del virus pareció haber fructificado lo suficiente para valer un premio Nobel. Afortunadamente, Peyton Rous, que había realizado su descubrimiento cincuenta y cinco años antes, aún estaba vivo y pudo compartir el premio Nobel de 1966 de Medicina y Fisiología. (Vivió hasta 1970, muriendo a la edad de noventa años, y permaneció activo en las investigaciones casi hasta el final.)

Posibles curas

¿Qué es lo que se estropea en el meacanismo del metabolismo cuando las células crecen sin limitaciones? Esta pregunta aún no ha sido contestada. Pero existen profuntas sospechas respecto a algunas de las hormonas, especialmente las hormonas sexuales.

Por una parte, se sabe que las hormonas sexuales estimulan en el organismo un crecimiento rápido y localizado (como, por ejemplo, los senos de una adolescente). Por otra, los tejidos de los órganos sexuales —los senos, el cuello uterino y los ovarios, en la mujer; los testículos y la próstata, en el hombre— muestran una predisposición particular al cáncer. Y la más importante de todas la constituye la prueba química. En 1933, el bioquímico alemán Heinrich Wieland (que obtuviera el premio Nobel de Química, en 1927, por su trabajo sobre los ácidos biliares), logró convertir un ácido biliar en un hidrocarburo complejo llamado «metilcolantreno», poderoso carcinógeno. Ahora bien, el metilcolantreno, al igual que los ácidos biliares, tiene la estructura de cuatro cadenas de un esteroide y resulta que todas las hormonas sexuales son esteroides. ¿Puede una molécula deformada de hormona sexual actuar como carcinógeno? O incluso una hormona perfectamente formada, ¿puede llevar a ser confundida con un carcinógeno, por así decirlo, por una forma distorsionada de gen en una célula, estimulando así el crecimiento incontrolado? Claro está que tan sólo se trata de especulaciones interesantes.

Y lo que resulta bastante curioso es que un cambio en el suministro de hormonas sexuales contiene a veces el desarrollo canceroso. Por ejemplo, la castración para reducir la producción de hormonas sexuales masculinas, o la administración neutralizadora de hormonas sexuales femeninas, ejerce un efecto paliativo en el cáncer de próstata. Como tratamiento, no puede decirse que merezcan un coro de alabanzas, y el que se recurra a estas manipulaciones indica el grado de desesperación que inspira el cáncer.

El principal sistema de ataque contra el cáncer aún sigue siendo la cirugía. Y sus limitaciones continúan siendo las mismas: a veces, no puede extirparse el cáncer sin matar al paciente; con frecuencia, el bisturí libera trocitos del tejido maligno (ya que el tejido desorganizado del cáncer muestra tendencia a fragmentarse), que entonces son transportados por el torrente sanguíneo a otras partes del organismo, donde arraigan y crecen.

El uso de radiación energética para destruir el cáncer presenta también sus inconvenientes. La radiactividad artificial ha incorporado nuevas armas a las ya tradicionales de los rayos X y el radio. Una de ellas es el cobalto 60, que genera rayos gamma de elevada energía y es mucho menos costoso que el radio; otra es una solución de yodo radiactivo (el «cóctel atómico»), que se concentra en la glándula tiroides, atacando así el cáncer tiroideo. Pero la tolerancia del organismo a las radiaciones es limitada, y existe siempre el peligro de que la radiación inicie más cáncer del que detiene.

Los crecientes conocimientos de la última década ofrecen esperanzas para algún método de tratamiento que sea menos drástico, más sutil y más efectivo.

Por ejemplo, si los virus se hallan implicados en alguna forma en la iniciación de un cáncer, cualquier agente que inhiba la acción vírica eliminaría la incidencia del cáncer o detendrá el crecimiento de un cáncer ya iniciado. La posibilidad aquí más obvia es la de la interferona, y ahora que la interferona se encuentra disponible pura y en cantidad, se ha intentado ya con pacientes cancerosos. Has ahora no se ha conseguido un éxito notable, pero, puesto que se trata de un procedimiento experimental, se ha probado tan sólo en pacientes muy avanzados en su enfermedad y más allá de poder recibir ninguna clase de ayuda. Asimismo existen ciertas sutilezas en el método de empleo que aún no han podido elaborarse por completo.

Otro modo de enfocar el asunto es el siguiente. Los oncogenes difieren tan levemente de los genes normales, que parece razonable suponer que deben formarse con frecuencia, y que la producción de una célula cancerosa es algo más común de lo que suponemos. Una célula así debería ser diferente en varias formas respecto de otra normal, y tal vez el sistema inmunitario del cuerpo la reconocería tempranamente y la eliminaría. Podría ocurrir, pues, que el desarrollo del cáncer no significase que se hubiera formado una célula cancerosa, sino que una célula cancerosa, tras haberse formado, no hubiese sido detenida. Quizás el cáncer sea el resultado de un fracaso en el sistema inmunitario, en cierto modo lo contrario de una enfermedad de autoinmunidad, donde el sistema inmunitario funcionase demasiado bien.

La prevención y el tratamiento pueden fundamentarse, pues, en nuestra creciente comprensión de la forma en que funciona el sistema inmunitario. O, hasta que se llegue al final, tal vez el cuerpo pueda recibir alguna ayuda artificial en forma de compuestos que sean capaces de distinguir entre células normales y células cancerosas.

Por ejemplo, algunas plantas producen sustancias que reaccionan con algunos azúcares, lo mismo que los anticuerpos reaccionan con ciertas proteínas. (Aún no se conoce el propósito de esas sustancias en las plantas que distinguen los azúcares.)

Las membranas que cierran las células están compuestas de proteínas y sustancias grasas, pero, por lo general, las proteínas incorporan en sus estructuras algunas moléculas de glucosa moderadamente complejas. Dado que la naturaleza de las glucosas en las membranas es diferente, las células sanguíneas son de diferentes tipos y se distinguen por el hecho de que unos tipos aglutinan bajo ciertas condiciones y algunos bajo otras.

El bioquímico estadounidense William Clouser Boyd se preguntó si podrían implantarse sustancias que distinguiesen entre un grupo sanguíneo y otro. En 1954, y ante su propia sorpresa, encontró una sustancia así en las pepitas de la lima, que se hallaba entre las primeras plantas con las que probó. Denominó a tales sustancias
lectinas
, de una voz lantina que significa «escoger».

Si una lectina puede escoger entre una clase de glóbulo rojo y otra, sobre la base de unas sutiles diferencias en la química de la superficie, podrían encontrarse algunas lectinas que distinguiesen entre un tumor canceroso y su célula de origen normal, aglutinando las células tumorales y no las normales. Así, dichas lectinas podrían dejar fuera de acción a las células tumorales y enlentecer o invertir el crecimiento de un cáncer. Algunas investigaciones preliminares permiten albergar resultados esperanzadores.

Finalmente, cuando más sepamos acerca de los oncogenes y de su método de producción, mayores serán las posibilidades de nuestras formas de conocer medios de prevenir su aparición o alentar su desaparición.

No obstante, mientras tanto, el miedo al cáncer y la aparente desesperanza de su tratamiento origina, con frecuencia, que el público anhele unas curas seudocientíficas, como las atribuidas a las sustancias llamadas
crebiocén
y
laetril
. No es posible echar la culpa a quienes se agarran aun clavo ardiendo, pero hasta ahora esas sustancias no han sido de ninguna ayuda y, en ocasiones, han impedido que los pacientes recurriesen a un tratamiento más esperanzador.

Capítulo 15

El cuerpo

Alimentos

El primer adelanto importante en la ciencia médica fue, quizás, el descubrimiento de que una buena salud exigía una dieta sencilla y equilibrada. Los filósofos griegos recomendaban moderación en la comida y en la bebida, no sólo por razones filosóficas, también porque los que seguían esta regla se sentían mejor y vivían más años. Esto era un buen comienzo, pero con el tiempo los biólogos comprendieron que la simple moderación no era suficiente. Aunque se tenga la suerte de poder evitar comer demasiado poco y el sentido común suficiente para no comer demasiado, no se conseguirá gran cosa si la dieta es pobre en determinados elementos esenciales, como ocurre realmente en gran número de personas en algunos lugares del planeta.

En cuanto a sus necesidades dietéticas, el cuerpo humano está más bien especializado. Una planta puede vivir sólo a base de anhídrido carbónico, agua y ciertos iones orgánicos. Algunos microorganismos pueden, igualmente, arreglárselas sin alimento orgánico alguno; por ello, se les denomina «autotróficos» («autoalimentados»), lo cual significa que pueden crecer en ambientes en los que no existe otro ser viviente. La
Neurospora
del pan molturado es ya un poco más complicada: además de las sustancias inorgánicas, necesita azúcar y la vitamina biotina, y, a medida que las formas de vida se van haciendo más y más complejas, parecen depender cada vez en mayor grado de su dieta para el suministro del material orgánico necesario en la formación del tejido vivo. El motivo de ello es, simplemente, que han perdido algunas de las enzimas que poseen los organismos más primitivos. Una planta verde dispone de un suministro completo de enzimas para formar, a partir de materias inorgánicas, todos los aminoácidos, proteínas, grasas e hidratos de carbono que necesita. La
Neurospora
posee todas las enzimas, excepto las necesarias para formar azúcar y biotina. Cuando llegamos al hombre, encontramos que carece de las enzimas necesarias para producir muchos de los aminoácidos, vitaminas y otros productos necesarios, y que debe obtenerlos ya elaborados, a través de los alimentos.

Esto puede parecer una especie de degeneración, una creciente dependencia del medio ambiente, que coloca al organismo humano en una situación desventajosa. Pero no es así. Si el medio ambiente proporciona los materiales de construcción, ¿para qué cargar con la complicada maquinaria enzimática que se necesita para fabricarlos? Ahorrándose esta maquinaria, la célula puede emplear su energía y espacio para fines más delicados y especializados.

Para que los seres humanos (u otros animales) consigan los alimentos que necesitan, deben depender físicamente de ingerir otros organismos. Y son los constituyentes orgánicos de estos organismos los que constituyen los alimentos. En los intestinos del comedor, las pequeñas moléculas de la comida se absorben directamente. Las moléculas más grandes de almidón, las proteínas, etcétera, son disgregadas,
digeridas
, por medio de la acción enzimática; y los fragmentos (aminoácidos, glucosa, etc.) quedan absorbidos. Dentro del cuerpo del comedor, esos fragmentos son aún desmenuzados más para la producción de energía, o unidos de nuevo para constituir grandes moléculas características del devorador, más bien que del devorado. En cierto sentido, la vida animal es un inacabable robo con escalo.

Algunos animales son
carnívoros
, y comen sólo a otros animales. Si todos los animales lo hiciesen de esta forma, la vida animal no duraría mucho, puesto que la transferencia de energía y los componentes tisulares del comido al comedor es poco eficiente. Como regla práctica general, se necesitan 5 kg del comido para sostener 500 g del comedor.

Existen animales
herbívoros
, y que comen plantas. La vida vegetal es mucho más común que la vida animal, por lo que la masa total de animales herbívoros es mucho más elevada que la de los animales carnívoros, y los primeros pueden mantener mucho mejor a los últimos. (Algunos animales, como los seres humanos, los osos y los cerdos, son
omnívoros
, y comen tanto plantas como animales.)

La transferencia de energía y de los componentes tisulares de las plantas a los animales que las comen, es asimismo altamente ineficiente, y la vida pronto menguaría hasta la nada si las plantas no hicieran algo para renovarse tan pronto como son comidas. Y lo hace así empleando la energía solar en el proceso de fotosíntesis (véase capítulo 12). De esta manera, las plantas viven de lo no viviente y mantienen virtualmente toda la vida en marcha, y lo han estado haciendo así durante todo el tiempo en que han existido.

En realidad, la fotosíntesis es aún menos eficiente que el proceso digestivo de los animales. Se estima que menos de la décima parte del 1 por 100 de toda la energía solar que baña la Tierra queda atrapada por las plantas y convertida en tejidos, pero esto es ya suficiente para producir entre 150 y 200 mil millones de toneladas de materia orgánica seca cada año en todo el mundo. Naturalmente, este proceso puede únicamente durar en la Tierra en su presente forma durante el tiempo en que el Sol siga, esencialmente, de la manera actual …, cosa de algunos miles de millones de años.

Los alimentos orgánicos
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