Read Introducción a la ciencia II. Ciencias Biológicas Online
Authors: Isaac Asimov
En realidad, el cáncer constituye un grupo de muchas enfermedades (se conocen alrededor de trescientos tipos), que afectan de distintas formas a diversas partes del organismo. Pero la perturbación primaria consiste siempre en lo mismo: desorganización y crecimiento incontrolado de los tejidos afectados. El nombre cáncer (palabra latina que significa «cangrejo») procede del hecho de que Hipócrates y Galeno suponían que la enfermedad hacía estragos a través de las venas enfermas como las extendidas y crispadas patas de un cangrejo.
«Tumor» (del latín «crecimiento») no es en forma alguna sinónimo de cáncer; responde tanto a crecimientos inofensivos, como verrugas y lunares («tumores benignos»), como al cáncer («tumores malignos»). Los cánceres se designan en forma muy variada de acuerdo con el tejido al que afectan. A los cánceres de la piel o del epitelio intestinal (los malignos más comunes) se les llama «carcinomas» (de un vocablo griego que significa «cangrejo»); a los cánceres del tejido conjuntivo se les denomina «sarcomas»; a los del hígado, «hepatoma»; a los de las glándulas en general, «adenomas»; a los de los leucocitos, «leucemia», y así sucesivamente.
Rudolf Virchow, de Alemania, el primero en estudiar los tejidos cancerosos con un microscopio, creía que el cáncer lo causaba la irritación y colapso del ambiente exterior. Es una creencia natural, porque son precisamente aquellas partes del cuerpo más expuestas al mundo exterior las que más sufren de cáncer. Pero al popularizarse la teoría del germen de las enfermedades, los patólogos empezaron a buscar algún microbio que causara el cáncer. Virchow, tenaz adversario de la teoría del germen de las enfermedades, se aferró a la de la irritación. (Abandonó la Patología por la Arqueología y la Política cuando se hizo evidente que iba a imperar la teoría del germen de las enfermedades. En la Historia, pocos científicos se han hundido con el barco de sus creencias erróneas de forma tan absolutamente drástica.)
Si Virchow se mostró tenaz por un motivo equivocado, pudo haberlo sido por la verdadera razón. Han ido presentándose pruebas crecientes de que algunos ambientes son particularmente inductores del cáncer. Durante el siglo XVIII se descubrió que los deshollinadores eran más propensos al cáncer de escroto que otras personas. Después de descubrirse los tintes de alquitrán de hulla, aparecieron unas incidencias superiores al promedio normal entre los trabajadores de las industrias de tintes, a causa de cáncer de piel y de vejiga. Parecía existir algún elemento en el hollín y en los tintes de anilina capaz de producir cáncer. Y entonces, en 1915, dos científicos japoneses. K. Yamagiwa y K. Ichikawa, descubrieron que cierta partícula del alquitrán de hulla podía producir cáncer en conejos si se les aplicaba en las orejas durante largos períodos. En el año 1930, dos químicos británicos indujeron cáncer en animales con un producto químico sintético llamado «dibenzantraceno» (un hidrocarburo con una molécula formada por cinco cadenas de benceno). Esto no aparecía en el alquitrán de hulla, pero tres años después se descubrió que el «benzopireno» (que contenía también cinco cadenas benceno, pero en diferente orden), elemento químico que
sí
que se da en el alquitrán de hulla, podía producir cáncer.
Hasta el momento han sido identificados un buen número de «carcinógenos» (productores de cáncer). Muchos son hidrocarburos formados por numerosas cadenas de benceno, como los dos primeros descubiertos. Algunos son moléculas relacionadas con los tintes de anilina. De hecho, una de las principales preocupaciones en el uso de colorantes artificiales en los alimentos es la posibilidad de que a la larga tales colorantes puedan ser carcinógenos.
Muchos biólogos creen que durante los últimos dos o tres siglos el hombre ha introducido nuevos factores productores de cáncer en su ambiente. Existe el uso creciente del carbón, el quemar gasolina a gran escala, especialmente gasolina en motores de explosión, la creciente utilización de productos químicos sintéticos en los alimentos, los cosméticos y así sucesivamente. Como es natural, el aspecto más dramático lo ofrecen los cigarrillos que, al menos según las estadísticas, parecen ir acompañados de un índice relativamente alto de incidencia de cáncer de pulmón.
Un factor ambiental sobre el que no existe la menor duda de su carácter carcinogénico lo constituye la radiación energética, y desde 1895, el hombre se ha visto expuesto en forma creciente a tales radiaciones.
El 5 de noviembre de 1895 el físico alemán Wilhelm Konrad Roentgen realizó un experimento para estudiar la luminiscencia producida por rayos catódicos. Para mejor observar el efecto, oscureció una habitación. Su tubo de rayos catódicos se encontraba encerrado en una caja negra de cartón. Al hacer funcionar el tubo de rayos catódicos, quedó sobresaltado al distinguir un ramalazo de luz procedente de alguna parte del otro lado de la habitación. El fogonazo procedía de una hoja de papel recubierta con platino-cianuro de bario, elemento químico luminiscente. ¿Era posible que la radiación procedente de la caja cerrada la hubiese hecho brillar? Roentgen cerró su tubo de rayos catódicos y el destello desapareció. Volvió a abrirlo y el destello reapareció. Se llevó el papel a la habitación contigua y aún seguía brillando. Era evidente que el tubo de rayos catódicos producía cierta forma de radiación capaz de atravesar el cartón y las paredes.
Roentgen, que no tenía idea del tipo de radiación de que podía tratarse, lo denominó sencillamente «rayos X» Otros científicos trataron de cambiar la denominación por la de «rayos roentgen», pero su pronunciación resultaba tan difícil para quien no fuera alemán, que se mantuvo la de «rayos X». (Hoy día sabemos que los electrones acelerados que forman los rayos catódicos pierden gran parte de su celeridad al tropezar con una barrera metálica. La energía cinética perdida se convierte en radiación a la que se denomina
Bremsstrahlung
, voz alemana que significa «radiación frenada». Los rayos X son un ejemplo de dicha radiación.)
Los rayos X revolucionaron la Física. Captaron la imaginación de los físicos, iniciaron un alud de experimentos, desarrollados en el curso de los primeros meses que siguieran al descubrimiento de la radiactividad y abrieron el mundo interior del átomo. Al iniciarse en 1901 el galardón de los premios Nobel, Roentgen fue el primero en recibir el premio de Física.
La fuerte radiación X inició también algo más: la exposición de los seres humanos a intensidades de radiaciones energéticas tales como el hombre jamás experimentara antes. A los cuatro días de haber llegado a Estados Unidos la noticia del descubrimiento de Roentgen, se recurría a los rayos X para localizar una bala en la pierna de un paciente. Constituían un medio maravilloso para la exploración del interior del cuerpo humano. Los rayos X atraviesan fácilmente los tejidos blandos (constituidos principalmente por elementos de peso atómico bajo) y tienden a detenerse ante elementos de un peso atómico más elevado, como son los que constituyen los huesos (compuestos en su mayor parte por fósforo y calcio). Sobre una placa fotográfica colocada detrás del cuerpo, los huesos aparecen de un blanco nebuloso en contraste con las zonas negras donde los rayos X atraviesan con mayor intensidad, por ser mucho menor su absorción por los tejidos blandos. Una bala de plomo aparece de un blanco puro; detiene los rayos X en forma tajante.
Es evidente la utilidad de los rayos X para descubrir fracturas de huesos, articulaciones calcificadas, caries dentarias, objetos extraños en el cuerpo y otros muchos usos. Pero también resulta fácil hacer destacar los tejidos blandos mediante la introducción de la sal insoluble de un elemento pesado. Al tragar sulfato de bario se harán visibles el estómago o los intestinos. Un compuesto de yodo inyectado en las venas se dirigirá a los riñones y al uréter, haciendo destacarse ambos órganos, ya que el yodo posee un peso atómico elevado y, por tanto, se vuelve opaco con los rayos X.
Antes incluso del descubrimiento de los rayos X, un médico danés, Niels Ryberg Finsen, observó que las radiaciones de alta energía eran capaces de aniquilar microorganismos; utilizaba la luz ultravioleta para destruir las bacterias causantes del
Lupus vulgaris
, una enfermedad de la piel. (Por tal motivo, recibió, en 1903, el premio Nobel de Medicina y Fisiología.) Los rayos X resultaron ser aún más mortíferos. Eran capaces de matar el hongo de la tiña. Podían dañar o destruir las células humanas, llegando a ser utilizados para matar las células cancerosas fuera del alcance del bisturí del cirujano.
Pero también llegó a descubrirse, por amargas experiencias, que las radiaciones de alta energía podían
causar
el cáncer. Por lo menos un centenar de las primeras personas que manipularon con los rayos X y materiales radiactivos murieron de cáncer, produciéndose la primera muerte en 1902. De hecho, tanto Marie Curie como su hija Irene Joliot-Curie murieron de leucemia y es fácil suponer que la radiación contribuyó en ambos casos. En 1928, un investigador británico, G. W. M. Findlay, descubrió que incluso la radiación ultravioleta era lo suficientemente energética para producir el cáncer de piel en los ratones.
Resulta bastante razonable sospechar que la creciente exposición del hombre a la radiación energética (en forma de tratamiento médico por rayos X y así sucesivamente) pueda ser responsable de cierto porcentaje en el incremento de la incidencia de cáncer, y el futuro dirá si la acumulación en nuestros huesos de huellas del estroncio 90 procedente de la lluvia radiactiva aumentará la incidencia del cáncer óseo y de la leucemia.
¿Qué pueden tener en común los diversos carcinógenos, productos químicos, radiación y otros? Es razonable suponer que todos ellos son capaces de producir mutaciones genéticas y que el cáncer acaso sea el resultado de mutaciones en las células del cuerpo humano.
Supongamos que algún gen resulta modificado en forma tal que ya no pueda producir una enzima clave necesaria para el proceso que controla el crecimiento de las células. Al dividirse una célula con ese gen defectuoso, transmitirá el defecto. Al no funcionar el mecanismo de control, puede continuar en forma indefinida la ulterior división de esas células, sin considerar las necesidades del organismo en su conjunto o ni siquiera las necesidades de los tejidos a los que afecta (por ejemplo, la especialización de células en un órgano). El tejido queda desorganizado. Se produce, por así decirlo, un caso de anarquía en el organismo.
Ha quedado bien establecido que la radiación energética puede producir mutaciones. ¿Y qué decir de los carcinógenos químicos? También ha quedado demostrado que los productos químicos producen mutaciones. Buen ejemplo de ello lo constituyen las «mostazas nitrogenadas». Esos compuestos, como el «gas mostaza» de la Primera Guerra Mundial, producen quemaduras y ampollas en la piel semejantes a las causadas por los rayos X. También pueden dañar los cromosomas y aumentar el índice de mutaciones. Además se ha descubierto que cierto número de otros productos químicos imitan, de la misma forma, las radiaciones energéticas.
A los productos químicos capaces de inducir mutaciones se les denomina «mutágenos». No todos los mutágenos han demostrado ser carcinógenos, ni todos los carcinógenos han resultado ser mutágenos. Pero existen suficientes casos de compuestos, tanto carcinogénicos como mutagénicos, capaces de hacer sospechar que la coincidencia no es accidental.
A principios de 1960, los científicos comenzaron a buscar unos cambios no efectuados al azar en los cromosomas de las células tumorales, para compararlos con los normales. Los cambios se encontraron efectivamente y se señalaron de una forma más segura cuando se desarrollaron técnicas para forma células hibridas ratón/humanas. Tales células híbridas contendrían relativamente pocos de los cromosomas humanos y si se incluía uno de los que se sospechaba que activaba los tumores, daría origen a uno de esos tumores cuando el híbrido se inyectase en un ratón.
Posteriores investigaciones adjudicaron el cambio canceroso a un solo gen en uno de esos cromosomas, cuando un grupo del «Massachusetts Institute of Technology», bajo la dirección de Robert A. Weinberg, produjo con éxito tumores en los ratones en 1978, mediante el transferimiento de genes individuales. A éstos se les llamó
oncogenes
(este prefijo
onco
-, de una palabra griega que significa «masa», se usa de forma corriente en la terminología médica para referirse a «tumor»).
El oncogén se averiguó que era muy similar a un gen normal. En realidad, ambos diferían en un solo aminoácido a lo largo de la cadena. Esto suscitó en seguida la imagen de un
protooncogén
, un gen normal que existe en las células y que pasa a través de cada generación de división celular y que, bajo diferentes influencias puede, en un momento dado, llevar a cabo algún pequeño cambio que lo convertirá en un oncogén activado. (Cabe muy bien preguntarse respecto del propósito de tener un protooncogén merodeando en torno de una célula cuando el peligro potencial es tan grande. Aún no existe respuesta para esto, pero por lo menos tenemos algunas nuevas direcciones de investigación y de ataque, lo cual no es pequeña cosa.)
Entretanto no se ha desvanecido, ni mucho menos, la idea de que los microorganismos pueden tener algo que ver con el cáncer. Con el descubrimiento de los virus ha cobrado nueva vida esta sugerencia de la era de Pasteur. En 1903, el bacteriólogo francés Amédée Borrel sugirió que el cáncer quizá fuera una enfermedad por virus, y en 1908, dos daneses, Wilhelm Ellerman y Olaf Bang, demostraron que la leucemia de las aves era causada en realidad por un virus. No obstante, por entonces aún no se reconocía la leucemia como una forma de cáncer, y el problema quedó en suspenso. Sin embargo, en 1909, el médico americano Francis Peyton Rous cultivó un tumor de pollo y, después de filtrarlo, inyectó el filtrado claro en otros pollos. Algunos de ellos desarrollaron tumores. Cuanto más fino era el filtrado, menos tumores se producían. Ciertamente parecía demostrar que partículas de cierto tipo eran las responsables de la iniciación de tumores, así como que dichas partículas eran del tamaño de los virus.
Los «virus tumorales» han tenido un historial accidentado. En un principio, los tumores que se achacaban a virus resultaron ser uniformemente benignos; por ejemplo, los virus demostraron ser la causa de cosas tales como los papilomas de los conejos (similares a las verrugas). En 1936, John Joseph Bittner, mientras trabajaba en el famoso laboratorio reproductor de ratones, de Bar Harbor, Miane, tropezó con algo más interesante. Maude Slye, del mismo laboratorio, había criado razas de ratones que parecían presentar una resistencia congénita al cáncer y otras, al parecer, propensas a él. Los ratones de ciertas razas muy rara vez desarrollan cáncer; en cambio, los de otras lo contraen casi invariablemente al alcanzar la madurez. Bittner ensayó el experimento de cambiar a las madres de los recién nacidos de forma que éstos se amamantaran de las razas opuestas. Descubrió que cuando los ratoncillos de la raza «resistente al cáncer» mamaban de madres pertenecientes a la raza «propensa al cáncer», por lo general, contraían el cáncer. Por el contrario, aquellos ratoncillos que se suponía propensos al cáncer amamantados por madres resistentes al cáncer no lo desarrollaban. Bittner llegó a la conclusión de que la causa del cáncer, cualquiera que fuese, no era congénita, sino transmitida por la leche de la madre. Lo denominó «factor lácteo».