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Authors: Isaac Asimov
No obstante, en su vida salvaje los chimpancés se comunican no sólo por medio de un pequeño catálogo de sonidos, sino también por gestos. A Beatrice y Allen Gardner, de la Universidad de Nevada, se les ocurrió en 1966 enseñar un lenguaje de signos a una chimpancé de un año y medio llamada
Washoe
. Quedaron asombrados de los resultados.
Washoe
aprendió docenas de símbolos, los empleó correctamente y los comprendió con facilidad.
Otros chimpancés fueron enseñados por otros de sus congéneres, y también jóvenes gorilas. Y con todo esto llegó la controversia. ¿Estaban los monos en realidad comunicándose de una manera creativa o, simplemente, respondían de una forma mecánica al modo de un reflejo condicionado?
Los que enseñan a los monos tienen muchas anécdotas de sus pupilos que inventan nuevas y creadoras combinaciones de símbolos, pero tales cosas son desdeñadas como poco convincentes por los críticos, o como inseguras. Indudablemente, la controversia continuará.
En realidad, el poder del condicionamiento se ha convertido en mucho mayor de lo que se había esperado, incluso en los seres humanos. Durante mucho tiempo se dio por supuesto que ciertas funciones corporales —como los latidos del corazón, la presión sanguínea y las contracciones intestinales— se hallaban, esencialmente, bajo el control del sistema nervioso vegetativo y, por ende, más allá de un control consciente. Como es natural, existen trucos. Un hombre adepto al yoga puede producir efectos sobre sus latidos cardíacos mediante el control de sus músculos pectorales, pero esto no es más significativo que detener el flujo sanguíneo a través de una arteria de la muñeca por medio de una presión del pulgar. De nuevo, es posible lograr que el corazón lata más de prisa realizando fantasías acerca de un estado de ansiedad, pero todo esto no son más que manipulaciones conscientes del sistema nervioso vegetativo. ¿Resulta simplemente posible, a voluntad, conseguir que los latidos cardíacos se aceleren o que la presión sanguínea suba sin una manipulación extrema ni de los músculos ni de la mente?
Un psicólogo norteamericano, Neal Elgar Miller, y sus colaboradores, llevaron a cabo experimentos de condicionamiento, a principios de los años 1960, en los que se recompensaba a las ratas cuando conseguían incrementar su presión sanguínea por cualquier razón, o cuando sus latidos cardíacos aumentaban o se enlentecían. Llegado el momento, y por mor de la recompensa, aprendieron a llevar a cabo voluntariamente un cambio que afectaba al sistema nerviosos autónomo, lo mismo que aprendían a oprimir una palanca, y con el mismo propósito.
Al fin, un programa experimental, empleando voluntarios humanos (varones), que eran recompensados con destellos de luz que revelaban fotografías de muchachas desnudas, demostró la habilidad de los voluntarios para producir aumentos o disminuciones de la presión sanguínea, en respuesta a todo ello. Los voluntarios no sabían lo que se esperaba de ellos para producir el destello de luz —y el desnudo—, pero simplemente descubrían que, a medida que el tiempo transcurría, captaban las deseadas entrevisiones más a menudo.
Una experimentación más sistemática, mostró que si las personas eran conscientes, en todo momento, de alguna propiedad que de ordinario no percibían —por ejemplo, presión sanguínea, ritmo cardíaco o temperaturas epidérmicas—, conseguían, a través de un esfuerzo voluntario (de una clase no muy fácil de definir), cambiar los valores. A este proceso se le llama
biofeedback
(biorretroacción).
Al principio hubo esperanzas de que ese
biofeedback
pudiese llevar a cabo, con mayor eficiencia y facilidad, alguno de los logros que se alegaba conseguían los místicos orientales: que pudiese controlar o mejorar algunos de los, de otra forma, inexorables desórdenes metabólicos. Pero en la última década parece que dichas esperanzas han comenzado a desvanecerse.
Existen otras sutilezas adicionales de los controles autónomos del cuerpo en relación a lo que se había sospechado. Dado que los organismos vivientes están sometidos a unos ritmos naturales —el flujo y reflujo de las mareas, la más bien lenta alternancia del día y la noche, el aún más lento desarrollo de las estaciones—, no resulta sorprendente que ellos mismos respondan de una forma rítmica. Los árboles pierden sus hojas en otoño y retoñan en primavera; los humanos se duermen por la noche y se despejan al amanecer.
Lo que no fue por completo apreciado hasta hace muy poco es la complejidad y multiplicidad de las respuestas rítmicas, y su naturaleza automática, que persiste incluso en ausencia del ritmo ambiental.
Así, las hojas de las plantas se yerguen y caen en un ritmo a lo largo del día, para amoldarse a la salida y la puesta del Sol. Esto se hace aparente a través de fotografías tomadas cada ciertos lapsos. Las plantas de semillero que crecen a la sombra no muestran dicho ciclo, pero la potencialidad del mismo sigue allí. Una exposición a la luz —una sola— fue suficiente para convertir dicha potencialidad en una cosa real. Entonces comenzó el ritmo, y el mismo continuó incluso después de quitar la luz. De una planta a otra varía el período exacto del ritmo, más o menos de 24 a 26 horas bajo el efecto regulador del Sol. Puede establecerse un ritmo de 20 horas si la luz artificial se emplea en un ciclo de 10 y 10 horas, pero, en cuanto se apagó la luz, se restableció por sí mismo ese ritmo de unas 24 horas.
Este ritmo diario, una especie de
reloj biológico
que funciona incluso en ausencia de indicaciones exteriores, es algo que impregna toda la vida. Franz Halberg, de la Universidad de Minnesota, lo ha denominado
ritmo circadiano
, de la expresión latina
circa dies
, que significa «más o menos un día».
Los seres humanos no son inmunes a dicho ritmo. Hombres y mujeres que han vivido voluntariamente durante meses en cavernas, donde se hallaban separados de cualquier mecanismo de medir el tiempo, y sin tener la menor idea de si afuera era de noche o de día, muy pronto perdieron toda noción del tiempo, y comían y dormían más bien de una forma errática. Sin embargo, anotaban su temperatura, pulso, presión sanguínea y ondas cerebrales, y enviaban éstas y otras mediciones a la superficie, donde unos observadores las relacionaban con el transcurrir del tiempo.
Sin embargo, se descubrió que, por confusos que se hallasen respecto al discurrir del tiempo los moradores de las cavernas, no ocurría lo mismo con su ritmo corporal. El ritmo permanecía testarudamente en una periodicidad cercana a la del día, con todas las mediciones elevándose y descendiendo con regularidad durante toda su estancia en las cuevas.
Esto no es en realidad sólo un asunto abstracto. En la Naturaleza, la rotación de la Tierra permanece firme, y la alternancia del día y de la noche sigue constante y más allá de la interferencia humana, pero sólo si se permanece en el mismo lugar de la Tierra o se deriva levemente al norte o al sur. Si se viajan grandes distancias al este o al oeste, y con gran rapidez, llega a cambiarse el ritmo del día. Se puede aterrizar en el Japón a la hora del desayuno (para los japoneses), cuando el reloj biológico le dice a uno que ha llegado el momento de irse a la cama. El viajero de la era del reactor tiene a veces dificultades para adecuar su actividad a la de la gente que se encuentra en su casa y que le rodea. Si lo hace así —con su pauta de secreción hormonal, por ejemplo, no adecuándose a la pauta de su actividad—, se siente cansado y poco eficiente, sufriendo lo que se denomina
fatiga del reactor (jet lag)
.
De una forma menos dramática, la habilidad de un organismo para resistir una dosis de rayos X o diferentes tipos de medicación, depende a menudo del establecimiento de un reloj biológico. Es posible que el tratamiento deba variar según la hora del día o que el máximo o el mínimo efecto secundario se restrinja a una hora particular del día.
¿Qué es lo que mantiene tan bien regulado este reloj biológico? Las sospechas han recaído en la glándula pineal (véase capítulo 15). En algunos reptiles, la glándula pineal está particularmente bien desarrollada y parece ser similar en estructura a la del ojo. En la tuátara, un reptil parecido a un lagarto, que es la última especie superviviente de su orden y que sólo se encuentra en algunas pequeñas islas frente a Nueva Zelanda, el
0 j0 pineal
es un trozo recubierto de piel en la parte central del cráneo, particularmente prominente durante seis meses después del nacimiento y definidamente sensible a la luz.
La glándula pineal no «ve» en el sentido ordinario de la palabra, pero puede producir algunos productos químicos que aumenten y disminuyan en respuesta a la llegada o desaparición de la luz. Es esto lo que puede regular el reloj biológico y hacerlo así incluso cuando la luz deja de ser periódica (tras haber aprendido su lección química por alguna clase de condicionamiento).
¿Pero, cómo funciona la glándula pineal en los mamíferos, en los que no se halla localizada justo debajo de la piel en la parte superior de la cabeza, sino oculta profundamente en el centro del cerebro? ¿Puede existir algo más penetrante que la luz, algo que sea rítmico en el mismo sentido? Existe cierta especulación respecto de que la respuesta consista en los rayos cósmicos. Éstos poseen un ritmo circadiano por sí mismos, gracias al campo magnético de la Tierra y al viento solar, y tal vez esta fuerza sea el regulador externo.
Incluso aunque se encuentre el regulador externo, ¿es el reloj biológico algo que pueda identificarse? ¿Existe alguna reacción química en el cuerpo que aumente y disminuya en un ritmo circadiano y que controle todos los demás ritmos? ¿Existe alguna «reacción maestra» a la que quepa etiquetar como
el
reloj biológico? Si es así, aún no se ha encontrado.
Sin embargo, no parece probable que podamos captar algo tan complejo como la vida a un determinismo total. Es fácil ser determinista respecto de algo como la replicación de los ácidos nucleicos, pero, sin embargo, los factores del medio ambiente introducen errores que conllevan la mutación y la evolución. No es concebible que el transcurso de la evolución pueda predecirse con detalle.
De una forma más fundamental, conocemos por la mecánica de los cuantos que existen indeterminismos e incertidumbres inherentes a la conducta de los objetos, y que cuanto más livianos son los objetos y, por lo tanto, menos masivos, mayor es la indeterminación. En cierto modo, la conducta de un electrón es imprevisible, y existen discusiones respecto de que ciertas propiedades de los electrones no se conozcan hasta que se miden. Es posible que el estado del Universo, de cierta manera sutil, se defina en cada instante de tiempo por observaciones y mediciones realizadas por los seres humanos. (A éste se le denomina
principio antrópico
, de una voz griega que significa «ser humano». )
Es fácil comprobar que existen ocasiones en que el curso de una conducta humana, o una decisión humana (o incluso de los animales inferiores) se apoya en el movimiento indeterminado de un electrón en alguna parte del cuerpo. En principio, esto podría arruinar el determinismo, pero tampoco dejar establecido el libre albedrío. En vez de ello, introduciría un factor al azar, lo cual puede resultar más difícil de comprender que cualesquiera de los conceptos anteriores.
Pero no resulta necesariamente difícil de manejar. Los factores al azar pueden permitirse si existen suficientes acontecimientos. Las moléculas individuales de gas se mueven en una forma al azar; pero, en cualquier cantidad ordinaria de gas, existen tantas moléculas, que la azarosidad se elimina, y las
leyes de los gases
se aplicarán con gran precisión según las propiedades de temperatura, presión y volumen.
Sin embargo, aún no hemos llegado a esto, pero, en vez de ello, han existido intentos de atacar la conducta humana por métodos que son en sí mismo altamente intuitivos y tan difíciles de manejar como la conducta con la que trataban de hacer frente.
Estos métodos se remontan casi dos siglos atrás, hasta un médico austríaco, Franz Anton Mesmer, que se convirtió en la sensación de Europa debido a sus experiencias con un poderoso instrumento para estudiar el comportamiento humano. Utilizó primero imanes y luego sólo sus manos, obteniendo sus efectos mediante lo que él llamó «magnetismo animal» (luego rebautizado con el nombre de «mesmerismo»); colocaba un paciente en trance y señalaba que el paciente estaba curado de su enfermedad. Pudo muy bien haber curado a algunos de sus pacientes (ya que es posible tratar algunos trastornos por sugestión), y como consecuencia de esto fueron muy numerosos sus ardientes seguidores, inclusive el marqués de Lafayette, poco después de su triunfo en Norteamerica. Sin embargo, Mesmer, un ardiente astrólogo y místico, fue investigado con escepticismo, pero con imparcialidad, por un comité, formado, entre otros, por Lavoisier y Benjamin Franklin, y denunciado como farsante, cayendo pronto en desgracia.
No obstante, había iniciado algo nuevo. En 1850, un cirujano británico llamado James Braid dio nuevo auge al hipnotismo (fue el primero en usar este término) como procedimiento útil en medicina, y otros médicos también lo adoptaron. Entre ellos se encontraba un doctor vienés llamado Josef Breuer, quien, hacia 1880, empezó a usar la hipnosis específicamente para tratar los trastornos nerviosos y emocionales.
Por supuesto, el hipnotismo (del griego
hypnos
=
sueño) se conocía desde los tiempos antiguos, y había sido usado a menudo por los místicos. Pero Breuer y otros empezaron ahora a interpretar sus efectos como prueba de la existencia de un nivel «inconsciente» de la mente. Motivaciones de las que el individuo era inconsciente, se hallaban enterradas ahí, y podrían ser puestas al descubierto mediante la hipnosis. Era tentador suponer que estas motivaciones eran suprimidas por la mente consciente, debido a que se hallaban asociadas a los sentimientos de vergüenza o de culpabilidad, y que podían explicar un comportamiento sin finalidad alguna, irracional o incluso vicioso.
Breuer empleó el hipnotismo para demostrar las causas ocultas de la histeria y otros trastornos del comportamiento. Trabajaba con él un discípulo llamado Sigmund Freud. Durante varios años trataron a pacientes, sometiéndolos a una ligera hipnosis y alentándoles a hablar. Hallaron que los pacientes exponían experiencias o impulsos ocultos en el inconsciente, lo cual a menudo actuaba como un catártico, haciendo desaparecer sus síntomas después de despertarse de la hipnosis.