Read Introducción a la ciencia II. Ciencias Biológicas Online
Authors: Isaac Asimov
La invención de mecanismos mecánicos que imitasen la previsión y juicio humanos, aunque de una manera burda, fue suficiente para dar rienda suelta a la imaginación respecto de considerar la posibilidad de algún mecanismo que imitase las acciones humanas más o menos por completo, es decir, un
autómata
. Los mitos y las leyendas se hallan llenos de ellos.
Para trasladar los logros de los dioses y de los magos a los simples mortales se requirió el gradual desarrollo de los relojes durante la época medieval. A medida que los relojes avanzaban en complejidad, el mecanismo de relojería, el empleo de intrincadas ruedas engranadas entre sí, que tiene como resultado que un mecanismo lleve a cabo ciertos movimientos en un orden apropiado y en el momento apropiado, hizo posible la fabricación de objetos que imitasen las acciones asociadas con la vida más de cerca que nunca.
El siglo XVIII inició una especie de edad de oro de los autómatas. Para el delfín de Francia se construyeron soldaditos de juguete autómatas, así como un gobernante indio poseía un tigre mecánico de seis patas.
Sin embargo, esos entretenimientos reales fueron superados por empresas comerciales. En 1738, un francés, Jaques de Vaucanson, construyó un pato de cobre mecánico que podía graznar, bañarse, beber agua, comer grano, parecer digerirlo y luego excretarlo. La gente pagaba para ver al pato, e hizo ganar dinero a sus propietarios durante décadas, aunque no ha sobrevivido.
Un autómata posterior aún se exhibe en un museo suizo, en Neuchâtel. Fue constituido en 1774 por Pierre Jaquet-Oroz y es un escriba. Tiene la forma de un muchacho que hunde su pluma en un tintero y escribe una carta.
En realidad, tales autómatas son por completo inflexibles. Sólo pueden seguir los movimientos dictados por su mecanismo de relojería.
Sin embargo, no pasó mucho tiempo antes de que los principios del automatismo se convirtieran en flexibles y en una tarea útil y no sólo de mera exhibición.
El primer gran ejemplo fue una invención de un tejedor francés, Joseph Mane Jacquard. En 1801 ideó el
telar Jacquard
.
En un telar similar, ordinariamente las agujas se mueven a través de unos agujeros practicados en un bloque de madera y prenden las hebras de tal forma que se produce la interconexión del tejido. Sin embargo, supongamos que se interpone una tarjeta perforada entre las agujas y los agujeros. Los agujeros en un lugar y otro de la tarjeta permiten a las agujas pasar a su través y penetrar en la madera como antes. Pero en los lugares en que las agujas no pueden penetrar a través de la tarjeta, las mismas quedan detenidas. De este modo se hacen unas interconexiones y otras no.
Si existen diferentes tarjetas perforadas, con distintas disposiciones de agujeros, y si se insertan en la máquina en un orden particular, en ese caso las puntadas que se permiten y las no permitidas producirán una pauta. Gracias a unos apropiados ajustes de las tarjetas, cualquier dibujo, en principio, puede formarse de una manera por completo automática. En los tiempos modernos, diríamos que la disposición de la tarjeta
programa
el telar, que hace algo, al parecer a voluntad, lo que puede confundirse con una creatividad artística.
El aspecto más importante del telar Jacquard fue que tuvo un sorprendente éxito (hacia 1812 existían ya 11.000 de esos telares en Francia y, una vez terminaron las guerras napoleónicas, se extendieron por Gran Bretaña), con una simple dicotomía de sí y no. Existía un agujero en un lugar particular o no existía, y la pauta del sí-no-sí-no, etc., que se extendía por una cara de la tarjeta, era todo lo necesario.
Desde entonces, se han creado unos mecanismos cada vez más y más complicados para imitar el pensamiento humano, aunque han hecho uso de métodos más sutiles que las pautas de sí y no. Resultaría del todo ridículo esperar unos resultados complicados de apariencia humana, de una simple pauta de sí-no, pero, en realidad, la base matemática de esto fue demostrada en el siglo XVII, tras miles de años de intentos para mecanizar los cálculos aritméticos y hallar unas ayudas (cada vez más sutiles) para la, por otra parte, operación de la mente humana sin ninguna ayuda.
Las primeras herramientas para dicho objeto tienen que haber sido los propios dedos del ser humano. El ser humano utilizó sus dedos para representar los números y combinaciones de números. No es un accidente que la palabra «dígito» se utilice tanto para designar el dedo de la mano o el pie y para un número entero. A partir de ahí, otra fase ulterior condujo al uso de otros objetos distintos de los dedos —pequeñas piedras, quizá—. Hay más piedrecitas que dedos, y los resultados intermedios pueden conservarse como referencia futura en el curso de la resolución del problema. De nuevo, no es accidental que la palabra «calcular» proceda de la palabra latina para designar una piedrecita.
Piedrecitas o cuentas alineadas en ranuras o cordones fijados a un armazón forman el ábaco, la primera herramienta matemática realmente versátil (fig. 17.5). Con ese aparato es fácil representar las unidades, decenas, centenas, millares, etc. Al mover las bolas, o cuentas de un ábaco, puede realizarse fácilmente una suma, como 576 + 289. Además, cualquier instrumento que puede sumar también puede multiplicar, pues la multiplicación sólo es una adición repetida. Y la multiplicación hace posible la potenciación, pues ésta representa sólo una multiplicación repetida (por ejemplo, 4
5
es igual a 4
´
4
´
4
´
4
´
4). Por último, invirtiendo la dirección de los movimientos, por expresarlo así, son posibles las operaciones de sustracción, división y extracción de una raíz.
Fig. 17.5. Sumando con un ábaco. Cada bola bajo la barra vale por 1; cada bola sobre la barra vale por 5. Una bola marca una cantidad al ser movida hacia la barra. En el cuadro que aparece en la parte superior, la columna de la derecha señala 0; la que está a la izquierda de ésta señala 7 o (5 + 2); la que está a su lado marca 8 o (5 + 3);el contiguo 1: la cifra resultante es, pues, 1870. Si a esta cantidad se añade 549, la columna de la derecha se convierte en 9 o (9 + 0); la siguiente suma (4 + 7) se convierte en 1, llevándose 1; y la cuarta suma es 1 + 1, o 2; la suma arroja 2.419, según muestra el ábaco. La simple maniobra de llevarse 1 moviendo hacia arriba una bola en la columna adjunta posibilita calcular con gran rapidez; un operador experto puede sumar con más rapidez que una máquina sumadora, según quedó demostrado en una prueba efectuada en 1946.
El ábaco puede ser considerado el segundo «computador digital». (El primero, por supuesto, lo constituyeron los dedos.)
Durante miles de años, el ábaco fue la herramienta más avanzada de cálculo. Su uso decayó en Occidente tras la desaparición del Imperio Romano y fue reintroducido por el Papa Silvestre II, aproximadamente 1000 anos d. de J.C., probablemente a partir de la España árabe, donde su uso había persistido. Al retornar, fue acogido como una novedad oriental, olvidándose de su origen occidental.
El ábaco no fue remplazado hasta que se introdujo una anotación numérica que imitaba la labor del ábaco. (Esta numeración, los para nosotros familiares «números arábigos», tuvo su origen en la India, aproximadamente unos 800 años d. de J.C., fue aceptada por los árabes, y finalmente introducida en Occidente, hacia el año 1200 d. de J.C., por el matemático italiano Leonardo de Pisa.)
En la nueva numeración, las nueve piedrecitas diferentes en la fila de las unidades del ábaco fueron representadas por nueve símbolos diferentes, y estos mismos nueve símbolos se utilizaron para la fila de las decenas, para las de las centenas y para la de los millares. Las cuentas o piedrecitas, que diferían sólo en la posición, fueron remplazadas por símbolos que se diferenciaban únicamente en la posición, de tal modo que el número escrito 222, por ejemplo, el primer 2 representaba doscientos, el segundo veinte y el tercero representaba el propio dos: es decir 200 + 20 + 2
=
22.
Esta «numeración posicional» fue posible al reconocer un hecho importantísimo, que los antiguos utilizadores del ábaco no habían apreciado. Aun cuando sólo existen nueve cuentas en cada fila del ábaco, en realidad son posibles diez disposiciones. Además de usar cualquier número de cuentas, desde el 1 al 9, en una fila, también es posible no usar ninguna cuenta, es decir, dejar vacía la disposición. Esto no fue imaginado por los grandes matemáticos griegos y sólo en el siglo IX, cuando un desconocido hindú pensó en representar la décima alternativa mediante un símbolo especial, que los árabes denominaban
sifr
(vacío) y que ha llegado hasta nosotros, en consecuencia, como «cifras» o, en una forma más corrupta «cero». La importancia del cero aparece reflejada en el hecho que la manipulación de los números se denomina algunas veces «cifrar», y que para resolver cualquier problema difícil, se precisa «descifrarlo».
Se desarrolló otra poderosa herramienta con el uso de los exponentes para expresar las potencias de los números. Expresar 100 como 10
1
, 1.000 como 10
3
, 100.000 como 10
5
, Y así sucesivamente, tiene grandes ventajas en varios aspectos; no sólo simplifica la escritura de números de muchas cifras, sino que además reduce la multiplicación y la división a la simple adición o sustracción de exponentes (por ejemplo 10
2
=
10
3
=
10
5
) Y la potenciación o extracción de una raíz a la simple realización de una multiplicación o división de exponentes (por ejemplo, la raíz cúbica de 1.000.000 es igual a 10
6/3
=
10
2
). Ahora bien, muy pocos números pueden escribirse de una forma exponencial sencilla. ¿Qué podría hacerse con números tales como 111? La respuesta a esta pregunta dio lugar a la tabla de logaritmos.
El primero en considerar este problema fue el matemático escocés del siglo XVII John Napier. Evidentemente, expresar un número como 111 con una potencia de 10 implica asignar un exponente fraccionario a 10 (el exponente se encuentra entre dos y tres). En términos más generales, el exponente siempre será fraccionado si el número en cuestión no es un múltiplo del número base. Napier desarrolló un método para calcular los exponentes fraccionarios de los números, y denominó a estos exponentes «logaritmos». Poco después, el matemático inglés Henry Briggs simplificó la técnica y elaboró logaritmos con diez como base. Los logaritmos de Briggs son menos adecuados para el cálculo, pero gozan de más popularidad para los cálculos ordinarios. Todos los exponentes no enteros son irracionales, es decir, no pueden ser expresados en forma de una fracción ordinaria. Sólo pueden serlo como una expresión decimal infinitamente larga, que carece de un modelo repetitivo determinado. Sin embargo, tal decimal puede ser calculado con tantos números como sea necesario para la deseada precisión.
Por ejemplo, supongamos que deseamos multiplicar 111 por 254. El logaritmo de Briggs de 111, hasta cinco cifras decimales, es 2,04532, y para 254 es de 2,40483. Sumando estos logaritmos obtenemos 10
2,04532
´
10
2,40483
=
10
4,45015
. Este número sería aproximadamente de 28.194, el producto real de 11
´
254. Si deseamos obtener una mayor exactitud, podemos utilizar los logaritmos con seis o más cifras decimales.
[4]
Las tablas de logaritmos simplifican el cálculo enormemente. En 1622, un matemático inglés llamado William Oughtred hizo las cosas aún más fáciles al idear la «regla de cálculo». Se marcaron dos reglas con una escala logarítmica, en la que las distancias entre los números se hacen cada vez más cortas a medida que los números aumentan; por ejemplo, la primera división tiene los números del 1 al 10; la segunda división, de la misma longitud, tiene los números del 10 al 100; la tercera, del 100 al 1.000, y así sucesivamente. Deslizando una regla a lo largo de la otra hasta una posición apropiada, puede leerse el resultado de una operación que implique la multiplicación o la división. La regla de cálculo convierte los cálculos en algo tan fácil como la adición y sustracción en el ábaco, aunque en ambos casos, para estar más seguros, hay que especializarse en el uso del instrumento.
Máquinas de calcular
El primer paso hacia la máquina de calcular realmente automática se dio en 1642 por el matemático francés Blaise Pascal. Inventó una máquina de sumar que eliminó la necesidad de mover las bolas separadamente en cada fila del ábaco. Su máquina consistía de una serie de ruedas conectadas por engranajes. Cuando la primera rueda —la de las unidades— giraba diez dientes hasta su marca cero, la segunda rueda giraba hasta el número uno, de tal modo que las dos ruedas juntas mostraban el número diez. Cuando la rueda de las decenas alcanzaba el cero, la tercera de las ruedas giraba un diente del engranaje, mostrando el ciento, y así sucesivamente. (El principio es el mismo que el del cuentakilómetros de un automóvil.) Se supone que Pascal construyó más de 50 de esas máquinas; al menos cinco existen todavía.
El aparato de Pascal podía sumar y restar. En 1674, el matemático alemán Gottfried Wilhelm von Leibnitz avanzó un paso más y dispuso las ruedas y engranajes de tal modo que la multiplicación y la división fueron tan automáticas y fáciles como la adición y la sustracción. En 1850, un inventor norteamericano llamado D. D. Parmalee realizó un importante avance, que convertía la máquina de calcular en un dispositivo muy conveniente. En lugar de mover las ruedas a mano, introdujo una serie de llaves —pulsando una llave marcada con el dedo giraban las ruedas hasta el número correcto—. Este es el mecanismo de la ahora familiar y ya anticuada caja registradora.