Introducción a la ciencia II. Ciencias Biológicas (81 page)

BOOK: Introducción a la ciencia II. Ciencias Biológicas
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Sin embargo, la tecnología continúa su avance. Existe un fuerte impulso en favor de desarrollar robots con unas habilidades aún mayores, con más flexibilidad, con las dotes de «ver», «hablar», «oír». Y lo que es más, los
robots domésticos
empiezan ya a ser desarrollados, robots de apariencia humanoide que pueden ser útiles en la misma casa y llevar a cabo de esta manera las funciones clásicamente asignadas a los criados humanos. (Joseph Engelberger tiene el prototipo de un mecanismo, que confía dentro de muy poco introducir en su propia casa: algo capacitado para aceptar los abrigos, servir las bebidas y realizar otras tareas sencillas. Le ha puesto el nombre de
Isaac
.)

¿No podríamos incluso llegar a preguntamos si los ordenadores y robots podrían, llegado el momento, sustituir
cualquier
habilidad humana? ¿No podrán llegar a sustituir a los seres humanos, conviniéndolos en obsoletos? ¿No es tal vez posible que una inteligencia artificial, de nuestra propia creación, esté predestinada a remplazarnos como entidades dominantes en el planeta?

Se puede ser fatalista al respecto. Si es algo inevitable, pues es inevitable. Además, los antecedentes humanos no son demasiado buenos, y tal vez nos encontremos en el proceso de destruirnos a nosotros mismos (junto con gran parte de la vida) en cualquier caso. Tal vez lo que tenemos no sea el remplazamiento por los ordenadores, sino la posibilidad de que no se produzca con la suficiente rapidez.

Incluso nos deberíamos sentir triunfantes al respecto. ¿Qué logro sería mayor que la creación de un objeto que sobrepasase a su creador? ¿Cómo podríamos consumar la victoria de la inteligencia de una forma más gloriosa que al transmitir nuestra herencia, en triunfo, una inteligencia superior, y de nuestra propia creación?

Pero seamos prácticos. ¿Existe algún peligro real de sustitución?

En primer lugar, debemos preguntarnos si la inteligencia es una variante unidimensional, o si no pueden existir clases cualitativamente diferentes de inteligencia, incluso muchísimas clases diferentes. Por ejemplo, aunque los delfines tienen una inteligencia similar a la nuestra, parece sin embargo de una naturaleza diferente a la humana, puesto que aún no hemos conseguido establecer líneas de comunicación entre las especies. A fin de cuentas, los ordenadores pueden diferir de nosotros también cualitativamente. No resultaría sorprendente que fuese de este modo y no de otro.

Asimismo, el cerebro humano, formado de ácido nucleico y proteínas con un fondo acuoso, ha sido el producto del desarrollo de tres mil quinientos millones de años de evolución biológica, basada en efectos al azar de mutación, selección natural y otras influencias, e impulsado hacia delante por la necesidad de supervivencia.

Por otra parte, el ordenador, construido con conexiones electrónicas y corriente eléctrica contra un fondo de semiconductores, ha sido el producto del desarrollo de cuarenta años de diseños humanos, basados en la cuidadosa previsión e ingeniosidad de los seres humanos, e impulsados hacia delante por la necesidad de servir a sus usuarios humanos.

Cuando dos inteligencias son tan diferentes en estructura, historia, desarrollo y propósitos no resulta, pues, sorprendente que sus inteligencias sean tan ampliamente diferentes también en naturaleza.

Por ejemplo, desde el mismo inicio los ordenadores fueron capaces de resolver complejos problemas referentes a operaciones aritméticas con números, y llevarlo a cabo con mayor velocidad que cualquier ser humano, y con muchísimas menos probabilidades de error. Si la habilidad aritmética es la medida de la inteligencia, entonces los ordenadores han sido más inteligentes que los seres humanos durante todo el tiempo.

Pero es posible que la pericia aritmética y otros talentos parecidos no son todo aquello para lo que ha sido primeramente diseñado el cerebro humano, que tal tipo de cosas, al no ser nuestra especialidad, naturalmente las llevamos a cabo de una manera más bien pobre.

Es posible que la inteligencia humana implique tan sutiles cualidades como perspicacia, intuición, fantasía, imaginación, creatividad, la habilidad para comprender un problema como un conjunto y adivinar la respuesta por la «sensación» de la situación. Si es así, entonces los seres humanos son muy inteligentes, y los ordenadores en realidad no son inteligentes. Ahora mismo no podemos imaginar cómo podrá remediarse esta deficiencia en los ordenadores, dado que los seres humanos no pueden programar un ordenador para que sea intuitivo o creativo, por la muy buena razón de que no sabemos qué hacernos nosotros mismos cuando ejercemos esas cualidades.

¿Aprenderemos algún día a programar los ordenadores para que desplieguen una inteligencia humana de esta clase?

Concebiblemente, pero en ese caso podemos elegir no hacerlo así ante nuestra natural reluctancia a ser remplazados. Además, ¿cuál podría ser el interés en duplicar la inteligencia humana, construir un ordenador que pueda brillar con una débil humanidad, cuando podemos de manera tan sencilla formar las cosas reales por unos ordinarios procesos biológicos? Sería algo parecido a entrenar a los seres humanos desde la infancia para llevar a cabo «maravillas matemáticas» similares a las que puede hacer un ordenador. ¿Y por qué, cuando la más barata calculadora hace eso por nosotros?

Seguramente nos resultará remunerador desarrollar dos inteligencias que se hallan tan diferentemente especializadas, con lo que diferentes funciones pueden desarrollarse con la más elevada eficiencia. Podemos imaginamos numerosas clases de ordenadores con diferentes tipos de inteligencia. Y, con el empleo de métodos de ingeniería genética (y con la ayuda de los ordenadores), podemos incluso desarrollar variedades de cerebros que desplieguen especies de inteligencias humanas.

Con inteligencias de diferentes especies y géneros, existe la posibilidad por lo menos de una relación simbiótica, en que todos cooperarán en aprender a comprender mejor las leyes de la Naturaleza y la forma más benigna en que podamos cooperar con ellas. Ciertamente, la cooperación lo hará mucho mejor que cualquier otra variedad de inteligencia por sí misma.

Visto de esta forma, el robot/ordenador no nos sustituirá sino que nos servirá como nuestro amigo y aliado en la marcha hacia un glorioso futuro: si no nos destruimos a nosotros mismos antes de que comience esa marcha …

Apéndice

Las matemáticas en la ciencia

Gravitación

Como se ha explicado en el capítulo 1, Galileo inició la ciencia en su sentido moderno introduciendo el concepto de razonamiento apoyado en la observación y en la experimentación de los principios básicos. Obrando así, introdujo también la técnica esencial de la medición de los fenómenos naturales con precisión y abandonó la práctica de su mera descripción en términos generales. En resumen, cambió la descripción cualitativa del universo de los pensadores griegos por una descripción cuantitativa.

Aunque la ciencia depende mucho de relaciones y operaciones matemáticas, y no existiría en el sentido de Galileo sin ellas, sin embargo, no hemos escrito este libro de una forma matemática y lo hemos hecho así deliberadamente. Las matemáticas, después de todo, son una herramienta altamente especializada. Para discutir los progresos de la ciencia en términos matemáticos, necesitaríamos una cantidad de espacio prohibitivo, así como un conocimiento sofisticado de matemáticas por parte del lector. Pero en este apéndice nos gustaría presentar uno o dos ejemplos de la manera en que se han aplicado las matemáticas sencillas a la ciencia con provecho. ¿Cómo empezar mejor que con el mismo Galileo?

La primera ley del movimiento

Galileo (al igual que Leonardo da Vinci casi un siglo antes) sospechó que los objetos al caer aumentan constantemente su velocidad a medida que lo hacen. Se puso a medir exactamente en qué cuantía y de qué manera aumentaba la velocidad.

Dicha medición no podía considerarse fácil para Galileo, con los instrumentos de que disponía en 1600. Medir una velocidad requiere la medición del tiempo. Hablamos de velocidades de 1.000 km por
hora
, de 4 km por
segundo
. Pero no había ningún reloj en tiempos de Galileo que diera la hora en intervalos aproximadamente iguales.

Galileo acudió a un rudimentario reloj de agua. Dispuso agua que goteaba lentamente de un pequeño tubo, suponiendo, con optimismo, que el líquido goteaba con una frecuencia constante. Este agua la recogía en una taza, y por el peso del agua caída durante el intervalo de tiempo en que un acontecimiento tenía lugar, Galileo medía el tiempo transcurrido. (En ocasiones, también utilizó el latido de su pulso con este propósito.)

Sin embargo, una dificultad estribaba en que, al caer un objeto, lo hacía tan rápidamente que Galileo no podía recoger suficiente agua, en el intervalo de caída, como para poder pesarla con precisión. Lo que hizo entonces fue «diluir» la fuerza de la gravedad haciendo rodar una bola metálica por un surco en un plano inclinado. Cuando más horizontal era el plano, más lentamente se movía la bola. Así, Galileo fue capaz de estudiar la caída de los cuerpos en cualquier grado de «movimiento lento» que deseara.

Galileo halló que una bola, al rodar sobre un plano perfectamente horizontal, se movía con velocidad constante, (Esto supone una ausencia de rozamiento, una condición que podría presumirse dentro de los límites de las rudimentarias mediciones de Galileo.) Ahora bien, un cuerpo que se mueve en una trayectoria horizontal lo hace formando ángulos rectos con la fuerza de gravedad. En tales condiciones, la velocidad de este cuerpo no es afectada por la gravedad de ninguna manera. Una bola que descansa sobre un plano horizontal permanece inmóvil, como cualquiera puede observar. Una bola impulsada a moverse sobre un plano horizontal lo hace con una velocidad constante, como observó Galileo.

Matemáticamente, entonces, se puede establecer que la velocidad
v
de un cuerpo,
en ausencia de cualquier fuerza exterior
, es una constante
k
, o:

Si
k
es igual a cualquier número distinto de cero, la bola se mueve con velocidad constante. Si
k
es igual a cero, la bola está en reposo; así, el reposo es un «caso particular» de velocidad constante.

Casi un siglo después, cuando Newton sistematizó los descubrimientos de Galileo referentes a la caída de cuerpos, este hallazgo se transformó en la Primera Ley del Movimiento (también llamada el «principio de inercia»). Esta ley puede expresarse así: todo cuerpo persiste en un estado de reposo o de movimiento uniforme rectilíneo, a menos que una fuerza exterior le obligue a cambiar dicho estado.

Cuando una bola rueda hacia abajo por un plano inclinado, no obstante, está bajo la continua atracción de la gravedad. Su velocidad entonces, como halló Galileo, no era constante, sino que se incrementaba con el tiempo. Las mediciones de Galileo mostraron que la velocidad aumentaba en proporción al período de tiempo
t
.

En otras palabras, cuando un cuerpo sufre la acción de una fuerza exterior constante, su velocidad, partiendo del reposo, puede ser expresada como:

¿Cuál era el valor de
k
?

Éste, como fácilmente se hallaba por experimentación, dependía de la pendiente del plano inclinado. Cuanto más cerca de la vertical se hallaba el plano, más rápidamente la bola que rodaba aumentaba su velocidad y mayor era el valor de
k
. El máximo aumento de velocidad aparecía cuando el plano era vertical, en otras palabras, cuando la bola caía bajo la fuerza integral de la gravedad. El símbolo
g
(por «gravedad») se usa cuando la fuerza íntegra de la gravedad está actuando, de forma que la velocidad de una bola en caída libre, partiendo del reposo, era:

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