En la mano derecha llevo la podadera, cuyo filo acabo de repasar con una piedra de amolar. Percibo el rudo tacto del mango de la podadera en la palma de mi mano, no llevo guantes. Todavía no he tenido ocasión de utilizarla. Pero su peso rotundo me da seguridad. Me hace sentir protegido…, pero ¿de qué? En este bosque de Shikoku no debe de haber osos, ni lobos. Serpientes venenosas quizá sí haya alguna. Pero, pensándolo bien, el ser vivo más peligroso que se encuentra ahora en este bosque debo de ser yo. ¿No me estaré asustando, en definitiva, de mi propia sombra?
Con todo, mientras camino por el bosque me siento observado, parece que algo esté a la escucha de mis pasos. Algo me vigila desde algún lugar. Algo espía mis movimientos, conteniendo el aliento, ocultándose a mis espaldas. Algo aguza el oído al ruido que hago, en algún lugar, allá a lo lejos. Se pregunta adónde voy, con qué propósito. Pero yo me esfuerzo en no pensar en
ellos
. Tal vez sean alucinaciones, y las alucinaciones, cuanto más piensas en ellas, mayor es la dimensión que van cobrando, más definida es la forma que van tomando. Y, en un momento dado, acaban por dejar de ser una simple alucinación.
Silbo para llenar el silencio. Silbo la melodía del saxo soprano de
My Favorite Things
, de John Coltrane. Ni falta hace que diga que mi dudoso silbido no logra reproducir aquella complicada improvisación que cubre todas las notas musicales. Sólo añado algunos sonidos a los que me vienen a la cabeza. Mejor eso que nada. Miro el reloj. Son las diez y media de la mañana. Seguro que, ahora, Ôshima debe de estar haciendo los preparativos para abrir la biblioteca. Hoy estamos a… miércoles. Me lo imagino esparciendo agua por el jardín, pasando un trapo por las mesas, poniendo el agua a calentar para preparar el café. Labores que normalmente desempeñaba yo. Pero yo, ahora, estoy en el corazón del bosque. Y sigo adentrándome más y más. Nadie sabe que estoy aquí. Esto sólo lo sabemos
ellos
y yo.
Sigo el camino. Quizá no sea muy exacto llamar camino a esto. Posiblemente sea un corredor natural que las corrientes de agua han ido excavando a lo largo de los años. Al caer una gran cantidad de lluvia en el bosque, los rápidos torrentes de agua van arrastrando la tierra, la hierba, desentierran las raíces de los árboles. Si hay una roca grande, la rodean. Cuando deja de llover y se retiran las aguas, queda el cauce seco, que se puede seguir como si fuera un sendero. La mayor parte del cauce se encuentra cubierta de helechos y de hierba verde. Si no prestas atención, lo pierdes de vista en un santiamén. A trechos hay pendientes empinadas que subo agarrándome a las raíces de los árboles.
En cierto momento, John Coltrane termina de tocar su solo de saxo soprano. Ahora es el solo de piano de McCoy Tyner lo que resuena en mis oídos. La mano izquierda marca el monótono ritmo, la derecha acumula gruesos y oscuros acordes. La música describe vívidamente, con todo lujo de detalles, las circunstancias del tenebroso pasado de alguien (alguien sin nombre, alguien sin rostro) que van siendo arrancadas, como si fueran vísceras, del corazón de las tinieblas, tal como ocurriría en alguna escena de algún mito. Al menos así es como suena a mis oídos. Aquella música paciente y reiterativa va haciendo, poco a poco, que la realidad se desmorone y la va reconstruyendo de forma diferente. Desprende un hipnótico olor a peligro. Como el bosque.
Sigo adelante, dejo a mi paso pequeñas señales amarillas en los troncos de los árboles. De vez en cuando me vuelvo para comprobar que las señales sean visibles. No hay problema. Las señales indicadoras del camino se van sucediendo de forma irregular como las boyas en la superficie del agua. Por si acaso voy haciendo con la podadera, aquí y allá, marcas en los troncos de los árboles. Otra señal. No puedo marcar todos los árboles. Mi pequeña podadera no es lo bastante grande. Cuando veo un árbol no muy grueso, de corteza blanda, hinco la podadera y dejo una herida reciente. El árbol soporta el tajo en silencio.
De vez en cuando se me acercan enormes mosquitos negros, como patrullas de reconocimiento. Buscan las zonas descubiertas de la piel alrededor de mis ojos. Los oigo zumbar junto a mis oídos. Los ahuyento con la mano, intento aplastarlos de un manotazo. Si el golpe es certero, se oye un chasquido seco. A veces, el mosquito está lleno a reventar de la sangre que acaba de chuparme. El picor viene después. Me limpio la sangre de la mano en la toalla que llevo enrollada alrededor del cuello.
También los soldados que hace años marcharon por el bosque, si es que era verano, debieron de tener que soportar los mosquitos. ¿Cuánto debía de pesar el equipo completo? El antiguo fusil, esa especie de armatoste de hierro, municiones, bayoneta, el casco de hierro, algunas granadas de mano, por supuesto comida y bebida, la pala portátil para abrir trincheras, la olla para cocer el arroz…, unos veinte kilos más o menos. En todo caso, era un equipo muy pesado. Muy distinto de la mochila de nailon que yo llevo. Tengo la sensación de que voy a toparme con ellos detrás del siguiente arbusto. Pero hace más de sesenta años que los soldados desaparecieron de aquí.
Me acuerdo de la campaña napoleónica de Rusia sobre la que leí en el porche de la cabaña. En el verano de 1812, también los soldados franceses que recorrieron aquel largo camino hasta Moscú debieron de sufrir la plaga de los mosquitos. Por supuesto, pero la agresión de los mosquitos no fue lo único que tuvieron que padecer. Para sobrevivir, los soldados franceses tuvieron que luchar contra muchas otras cosas. El hambre, la sed, los malos caminos llenos de barro, las epidemias, el calor sofocante, las acciones rápidas de las tropas de cosacos que atacaban la larguísima línea de abastecimiento, la falta de medicinas y, por supuesto, las tropas regulares del ejército ruso contra las que se enfrentaron en grandes batallas. Cuando los soldados franceses lograron entrar finalmente en un Moscú desierto tras la huida masiva de sus habitantes, su número había descendido de quinientos mil a cien mil hombres.
Me detengo y apago la sed con el agua de la cantimplora. Los dígitos de mi reloj de pulsera señalan las once en punto. Es la hora de apertura de la biblioteca. Imagino a Ôshima abriendo el portal, sentándose detrás del mostrador. Encima de la mesa debe de encontrarse, como de costumbre, su largo y afilado lápiz. Lo coge de vez en cuando, lo hace dar vueltas entre los dedos. Se presiona suavemente la sien con la goma del extremo. Estas escenas me acuden a la mente con enorme realismo. Pero pertenecen a un lugar muy lejano.
Es Ôshima quien lo dice. «Yo no tengo la menstruación. Mis pezones no son demasiado sensibles, pero mi clítoris sí. En mis relaciones sexuales jamás he usado la vagina, practico el sexo anal».
Recuerdo a Ôshima durmiendo, de cara a la pared, en la cama de la cabaña. Recuerdo la presencia que de él/ella permaneció tras su marcha. Yo dormí en aquella cama intentando que su presencia me envolviera. Pero no quiero pensar más en ello.
A cambio, pienso en la guerra. Pienso en la guerra de Napoleón, pienso en la guerra en la que tuvieron que luchar los soldados japoneses. Noto en la palma de la mano el peso seguro de la podadera. Su blanca y cortante hoja recién afilada lanza destellos acerados ante mis ojos. Desvío inconscientemente la vista. ¿Por qué luchará la gente? ¿Por qué cientos de miles, por qué millones de individuos tendrán que matar en masa a los individuos del bando opuesto? ¿La guerra nace de la ira o del miedo? Tal vez la ira y el miedo no sean más que dos facetas diferentes de un mismo espíritu.
Clavo la podadera en el tronco del árbol. El árbol lanza un alarido que no se oye, vierte una sangre que no se ve. Continúo andando. John Coltrane vuelve a tocar su saxo soprano. La repetición desmorona la realidad, la reconstruye de diferente forma.
A partir de un momento dado, mi mente pisa el territorio de los sueños. Mis sueños van retornando en silencio. Abrazo a Sakura. Ella se halla entre mis brazos, yo estoy dentro de ella. Ya estoy harto de que las cosas me manejen a su antojo. No quiero que me vuelvan a sumir en la confusión jamás. Yo ya he matado a mi propio padre. Ya he violado a mi propia madre. Y ahora estoy dentro de mi hermana. Si ésta es la maldición, la voy a cumplir con prontitud. Quiero liberarme lo antes posible de este peso que acarreo sobre mis espaldas, quiero empezar a vivir por mí mismo, no como alguien atrapado en las obsesiones de otro. Esto es lo que yo deseo. Y entonces eyaculo dentro de ella.
—Ni siquiera en sueños deberías haber hecho una cosa así —me dice el joven llamado Cuervo.
Está a mis espaldas. Ha venido andando conmigo por el bosque.
—Hice todo lo que pude por detenerte. Debiste comprenderlo. Debiste oír claramente mi voz. Pero no escuchaste lo que te estaba diciendo. Y seguiste adelante.
Avanzo en silencio sin responderle, sin darme la vuelta siquiera.
—¿Creías que obrando de ese modo podrías vencer la profecía, ¿no es verdad? Pero ¿ha sido así realmente? —me pregunta el joven llamado Cuervo.
Pero ¿ha sido así realmente? Has matado a tu verdadero padre, has violado a tu verdadera madre y a tu hermana. Has cumplido la profecía al pie de la letra. Con eso debía de acabar la maldición que lanzó sobre ti tu padre. Pero, en realidad, no ha terminado nada. Tú no has superado nada. Al contrario. La maldición imprime un tinte todavía más oscuro a tu espíritu. Ahora ya debes de saberlo. La maldición colma todos tus genes. Se ha convertido en el hálito que exhalas y, cabalgando en el viento que sopla desde los cuatro puntos cardinales, se propagará por el mundo. La oscura confusión de tu interior permanece inalterada. ¿No es cierto? No se han disipado ni tu miedo ni tu ira ni tu inseguridad. Siguen dentro de ti, torturando sin cesar tu corazón.
—No lo entiendes. En ningún lugar del mundo existe una lucha que acabe con las luchas —dijo el joven llamado Cuervo—. La guerra nace de la guerra misma. Se alimenta lamiendo la sangre vertida a causa de la violencia, comiendo la carne lacerada a causa de la violencia. La guerra es un ser vivo perfecto. Y tú eso tienes que saberlo.
Mi hermana, digo.
No debería haber violado a Sakura. Ni siquiera en sueños.
—¿Qué tengo que hacer? —pregunto, todavía con los ojos clavados en algún punto frente a mí.
—Pues, lo que debes hacer es, quizá, vencer el miedo y la ira que hay en ti —responde el joven llamado Cuervo—. Deja entrar dentro de ti una luz clara que vaya fundiendo el hielo de tu corazón. Eso es volverse fuerte de verdad. Sólo así lograrás ser el chico de quince años más fuerte del mundo. Entiendes lo que te estoy diciendo, ¿verdad? Todavía no es demasiado tarde. Aún estás a tiempo de recuperarte a ti mismo. Piensa con la cabeza. Piensa en lo que debes hacer. No tienes un pelo de tonto. Debes ser capaz de pensar.
—¿De verdad he matado a mi padre? —le pregunto.
No hay respuesta. Me doy la vuelta. El joven llamado Cuervo ya no está ahí. Mi pregunta se hunde en el silencio.
Solo, en un bosque espeso, el ente llamado yo se siente terriblemente vacío. Tengo la impresión de haberme convertido en lo que Ôshima llamaba los «hombres huecos». Un gran vacío se abre en mi interior. Y ahora ese vacío se expande poco a poco, devora deprisa todo el contenido que quedaba dentro de mí. Puedo oírlo. He ido dejando de entender quién soy. Me siento perdido. Sin dirección, sin cielo, sin tierra. Pienso en la señora Saeki, pienso en Sakura, pienso en Ôshima. Parecen encontrarse a años luz de donde yo me encuentro. Como si estuviera mirándolos a través de unos binoculares puestos del revés, por muy lejos que tienda la mano, jamás podré tocarlos. Me siento solo, perdido dentro de un laberinto de tinieblas. «Escucha el viento», me dijo Ôshima. Pero aquí ni siquiera sopla el viento. Y el joven llamado Cuervo también ha desaparecido.
Piensa con la cabeza. Piensa qué debes hacer
.
Pero ya no puedo pensar en nada. Por más que piense, a fin de cuentas, acabaré en un callejón sin salida. Pero ¿a qué diablos le llamo yo mi propio contenido? ¿Qué es lo que se opone al vacío?
«Si pudiera, aquí y ahora, poner fin a mi vida», pienso con seriedad. «Entre la muralla de árboles, en mitad de un camino que no lo es, dejaría de respirar, mi conciencia se iría hundiendo silenciosamente en las tinieblas, vertería, hasta la última gota, esta sangre oscura llena de violencia, todos mis genes acabarían pudriéndose entre los arbustos. Así, por primera vez, mi lucha habría terminado». Eso pienso. «De lo contrario estaré eternamente matando a mi propio padre, mancillando a mi propia madre, mancillando a mi propia hermana, perjudicando al mundo entero». Cierro los ojos, contemplo mi interior. Las tinieblas que lo cubren son terriblemente irregulares, ásperas. Al abrirse las nubes, las hojas de los árboles brillan a la luz de la luna como mil cuchillos.
En aquel momento percibo cómo algo empieza a reconstruirse bajo mi piel. Oigo un clic dentro de mi cabeza. Cierro los ojos, respiro hondo. Dejo caer el aerosol de pintura a mis pies. Dejo caer la podadera, dejo caer la brújula. Todo cae al suelo. El ruido de los objetos al chocar contra el suelo resuena en la lejanía. Me siento terriblemente ligero. Me desprendo de la mochila, la dejo caer. Mi sentido del tacto es mucho más fino que antes. El aire que me envuelve es más transparente. Las sensaciones que emanan del bosque son más intensas. En el fondo de mis oídos, John Coltrane sigue con su solo laberíntico. Un solo sin fin.
Luego me lo pienso mejor, saco el cuchillo de monte de la mochila y me lo guardo en el bolsillo. Es un cuchillo afilado que cogí del escritorio de mi padre. Caso de que sea necesario, con él podré abrirme las venas de la muñeca y verter sobre el suelo toda mi sangre. Así podré destruir el mecanismo.
Penetro en el corazón del bosque.
Soy un hombre hueco
. Un vacío que va devorando la sustancia. Y, justo por eso, no debo temerle a nada absolutamente a nada.
Y penetro en el corazón del bosque.
Cuando se quedaron solos, la señora Saeki invitó a Nakata a tomar asiento. Tras pensárselo un poco, Nakata se sentó. Mesa de por medio, ambos permanecieron unos instantes sin decir nada, mirándose. Nakata puso la gorra de alpinista sobre sus rodillas, se frotó los cortos cabellos con la palma de la mano, tal como solía hacer. Con ambas manos descansando sobre la mesa, la señora Saeki observaba sus gestos en silencio.
—Si no me equivoco, es a usted a quien yo estaba esperando —dijo ella.