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Authors: Fernando Tascón,Mario Tascón

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Histórico

La biblia bastarda (14 page)

BOOK: La biblia bastarda
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—Pues para uno en que se mete… —dijo Emilio, sin darse cuenta de lo inapropiado de su comentario—. En fin, yo confío en que la policía hará bien su labor.

Se observaron entre ellos y Emilio también los repasó a todos con la mirada. Aunque bajo aquellos sanos aspectos había, sin duda, agitadores universitarios algo dinamiteros, no tenían pinta de que las fuerzas del orden los persiguieran. Por fin, el que no había hablado se dispuso a intervenir.

—La policía sólo quiere cazar izquierdistas. Desde que han cambiado las cosas en el gobierno, parece que los de Falange Española actúan con total impunidad. ¡Como si ellos no propugnasen un motín social de irreparables consecuencias!

Estaba claro, aquél era el ideólogo de la FUE de San Carlos.

—El problema es que yo soy un simple redactor de sucesos —intentó aclararles Emilio.

—Usted es la última esperanza de la justicia.

—Justicia y esperanza son dos señoras que no se ven muy a menudo —sentenció el redactor antes de prometerles interesarse por el caso y acompañarlos hasta la puerta.

Algunos metros más allá, un coche comenzó a desplazarse hacia atrás, como queriendo apartarse de su vista. Cuando Emilio salió para despedirse, el automóvil estaba ya enderezando el rumbo en la perpendicular calle de Sagasta.

Desde el teléfono de redacción, el reportero empezó a dar volteretas al lapicero entre sus dedos mientras esperaba la llamada que le había pedido a Juani.

—Gisbert… —dijo al descolgar.

—¡Hombre, Emilio! ¿Ya has preparado esa columna?

—No es una columna, son tres, pero todavía no son capaces de sostener una información consistente. ¿Tienes algo más sobre el caso?

—Al pobre muchacho le han hecho la autopsia. Han participado sus profesores; o sea, que es un informe irrevocable.

—¿Y qué dice?

—Nada nuevo: dos disparos por la espalda, uno de ellos mortal de necesidad, y una pedrada en la cabeza, propinada de cerca, cuando estaba ya en el suelo.

—Y de sus afiliaciones, ¿qué se sabe?

—Poca cosa. Está limpio como una patena.

Un chico «limpio» y una muerte sucia, aquello prometía cada vez más.

—¿Y los testigos?

—Los compañeros no pueden aportar demasiado. Dicen que todo fue muy confuso. Salieron corriendo cuando los falangistas los persiguieron. El tal Ramón Panal se quedó un poco rezagado, pero también corría. Entonces llegó el pelotón de guardias y, según cuentan, casi lo patearon porque ya estaba en el suelo.

—Ya. Sigue atento al caso. Tengo la impresión de que detrás de todo esto se oculta algo gordo.

—Joder, Emilio. Yo te digo que esto tan sólo es resultado de la agitación callejera. El chico estaba donde no debía cuando no debía. Quizá lo confundieron con otro estudiante, pero nada más.

—Hazme caso, Vicente. Aquí hay gato encerrado y ha empezado a arañar la caja. ¿Has hablado con sus padres, con alguien de la familia que nos pueda contar algo más del chaval?

—Su padre es médico en Cádiz, muy afamado, por lo visto. Llegará hoy, pero sólo para llevarse el cadáver. No sabemos que tenga más familia o allegados en Madrid.

—Pues habrá que buscarlos. Los compañeros le tenían mucho aprecio. Seguro que hay alguien que nos puede decir más.

—Emilio, eres un poco trapisondista, ¿no te parece?

—Ojalá.

Una vez más, las despedidas se cruzaron con los teléfonos desconectados.

Cuando Carrerilla llegó, el redactor dejó de escribir aquel absurdo asalto a un colmado del que dos ladrones habían conseguido llevarse varios fardos de unto que no quisieron soltar cuando comenzó la persecución policial. Tanto peso suspendido de las manos sólo podía acabar en captura. Emilio pensó que podrían haber elegido cualquier otro género más valioso y ligero, pero, afortunadamente para él, desconocía la mecánica del hambre que impulsaba a muchos madrileños a estrenarse como delincuentes en fechorías tan descabelladas como aquélla.

—Carrerilla, ¿cómo se llaman esos coches americanos, los de la General Motors?

Miguelito dedicaba una vieja caja de botas a guardar recortes del periódico con las fotos de los vehículos que enloquecían a los españoles. Los pegaba en las fichas que le regalaban en la redacción y los clasificaba por marcas y modelos. Soñaba con poder conducir algún día uno de aquellos Renault Primaquatre descapotables para sortear con él los tranvías del paseo de la Castellana, a los que sacaría la lengua, excepto cuando lloviese y se viese obligado a desplegar la capota. Entonces les haría un corte de mangas.

—Buick, Oldsmobile, Cadillac…

—Coño, te los sabes de carrerilla —le interrumpió Emilio sin ánimo de hacer un chiste malo con el sobrenombre del chiquillo. Carrerilla, que no se había parado a pensar en lo que le decía su amigo, continuó con el rosario de marcas que tantas veces había repetido en silencio, como si se tratase de un sortilegio que le acercase a la posesión de alguno de ellos.

—… La Salle, Pontiac, Chevrolet…

—¡Chevrolet! ¡Eso es, un Chevrolet! —exclamó el periodista.

—¿Cuál, el de dos tiempos o el de cuatro? —preguntó el niño, con la ilusión de quien participa en un concurso radiofónico y se puede llevar un premio.

—De momento, será el de dos: apareció ayer por primera vez y creo que el que acabo de ver era el mismo… Ahora, ven conmigo, te invito a unas aceitunas que te van a dar energía para recorrer Madrid entero, ida y vuelta.

—Pero rellenas, ¿eh? —reclamó Carrerilla mientras cambiaba de mano el fajo de periódicos que pensaba vender en cuanto saliese del bar, o mejor, en el mismo bar.

Visi se los quedó mirando. Mientras salían por la puerta, se preguntó adónde irían aquellos dos mocosos.

Capítulo
8
EL CAIRO

D
os niños cairotas, negros como el chocolate, esparcían el agua de sus cántaros por la polvorienta calle Ibrahim Pasha. Destacaban entre el resto de los transeúntes porque iban muy elegantes: pantalones bombachos que les llegaban por debajo de las rodillas, una ancha faja decorativa atada al vientre, camisas de seda blanca cubiertas con brillantes chalecos amarillos y gorros también blancos que se ajustaban a sus cabezas. Caminaban delante de la banda de música que en ese momento desfilaba al son de marchas militares enfrente de la terraza del distinguido hotel Shepheard. Von Tischendorf y el resto de los huéspedes agradecían la labor de aquellos chicos, ya que con el agua evitaban que todo se llenara de polvo al paso firme de las botas de los intérpretes.

La verja metálica que servía de linde entre la calle y el establecimiento era la verdadera frontera entre Oriente y Occidente: quien subía los diez peldaños del porche entraba en Europa, y aquel que los bajaba se sumergía de nuevo en El Cairo árabe.

La zona era un jolgorio de trompetas y tambores que se mezclaban con los gritos de los dueños de los asnos de alquiler que anunciaban sus ofertas: «¡Un burro todo el día, quince piastras, tres chelines! ¡Todo el día!». Aquél era un precio muy inferior a la libra que costaba un coche de caballos con conductor y traductor, sesenta chelines si quien lo alquilaba era cliente del hotel. La escena callejera se completaba con la presencia de vendedores ambulantes de agua con sus aljibes al hombro, malabaristas, pordioseros, mujeres que llevaban jarros sobre sus cabezas… Una riada humana que ese día se detenía al paso de la caravana musical.

Mientras, por detrás, elevados un metro sobre la calzada gracias a la terraza del hotel, estaban los turistas occidentales. Disfrutaban del espectáculo tranquilos, sentados en sillas de madera y mimbre, tumbonas, sillones de lectura, mecedoras y cualquier otro tipo de mueble que les permitiera estar cómodos. Eran los habitantes de aquella elitista superficie donde el lujo se situaba a la suficiente distancia y altura del lumpen como para no mezclarse con él. Desde su plataforma podían mirar y escuchar los espectáculos callejeros expuestos a los juegos de sol y sombra que proporcionaba el alto pórtico metálico, combinado con las palmeras plantadas alrededor de la terraza y en los jardines contiguos. Hombres de negocios, inválidos en busca de un lugar seco en el que invernar, ingenieros, militares, entusiastas cazadores de cocodrilos, diplomáticos, egiptólogos, algunos aventureros y vendedores: todo tipo de forasteros que llenaban las habitaciones, la terraza y los comedores del hotel fundado por el inglés Samuel Shepheard pocos años atrás, prácticamente cuando Von Tischendorf realizó su primer viaje a Egipto. El servicio estaba formado por cocineros franceses e ítalo-alemanes, amas de llaves suizas, músicos británicos y camareros egipcios o sudaneses. El Shepheard era una isla de lujo en aquella caótica ciudad, un rincón occidental incrustado en el misterioso Oriente. Se había convertido en el lugar para ver y que te vieran en la capital egipcia.

Von Tischendorf madrugó para desayunar en el famoso comedor del establecimiento antes de su cita con el abadarzobispo del monasterio del Sinaí, Agathangelos. Los fogones estaban en manos de un cocinero tan italiano en la imaginación de sus recetas y en su labia como su nombre, y tan centroeuropeo en la precisión de los horarios como su apellido: Luigi Steinschneider, al que Von Tischendorf solía saludar para poder hablar un rato en alemán. El desayuno de esa mañana había consistido en huevos con beicon, patatas fritas, tortitas de queso y patata, algo de fiambre, frutas y café. Satisfecho por el menú, el profesor salió al exterior y se sentó en la terraza.

Desde allí, mientras tomaba un vaso de agua en una mesa, vio acercarse al abad, tal como habían quedado. Era la segunda vez que se encontraban en la ciudad. Hacía apenas dos semanas, nada más llegar de nuevo a El Cairo, Von Tischendorf logró convencer al religioso de la importancia de trasladar allí las hojas de la Biblia y obtuvo su permiso para poder recoger el códice del monasterio. Sheik, el jefe de su equipo de beduinos, había vuelto de inmediato por la misma ruta que acababan de transitar con el objetivo de traerlo a la capital. Desde la noche anterior sabía por un mensaje que el códex se alojaba ya en el templo que la comunidad de monjes de Santa Catalina tenía en la ciudad, como habían acordado. Sólo le faltaba ahora pactar las condiciones en que le iban a permitir trabajar con él.

Agathangelos llegó a la terraza ataviado de negro, con su capa, su sotana y el característico klobuk, el singular sombrero cubierto de un velo que caía sobre los hombros y espalda, y que señalaba la alta posición del religioso. Iba acompañado de otros dos monjes con capas de rayas marrones y beis que cubrían sus hábitos blancos. El alemán se levantó para saludar.

—Buenos días, reverendísimo padre, gracias por acercarse a verme.

—Gracia y paz, Von Tischendorf. Siempre es bueno tener una excusa para visitar la terraza del Shepheard. Aquí es donde circulan todas las noticias, verdaderas y falsas, sobre este país, su presente y su futuro. Y siempre hay algún espectáculo que uno no encuentra más que en este barrio. ¿Le gustan estas bandas musicales que tocan para los turistas? Son canciones europeas, le traerán recuerdos.

—Me los traen, su beatitud, precisamente estaba pensando en unas letras que acabo de enviar a mi esposa sobre lo diferente que es la gente en estos pagos. Siéntense, por favor, y tomen algo conmigo.

El arzobispo fue el único que se sentó, mientras los otros dos hermanos que le acompañaban se quedaron de pie contemplando el pasacalle. El biblista hizo un gesto a uno de los camareros, un hombre negro vestido con una chaquetilla roja y un pequeño sombrero turco, para que le sirviera más agua.

—Señor Von Tischendorf, como ya sabrá, su guía beduino, Sheik, llegó ayer por la noche a El Cairo. Ha tardado sólo doce días en ir hasta el Sinaí y volver. No he conocido un viaje más rápido en mi vida. Debería usted agradecérselo. Ha traído con él la Biblia griega que tanto desea.

—Le he prometido a Sheik una buena recompensa por su celeridad. Le considero un buen sirviente y amigo, además de ser, como ha demostrado, el que mejor conoce la ruta hasta el monte sagrado.

El religioso, ya acomodado, comenzó a explicar sus intenciones.

—Querido Von Tischendorf, he pensado que le vamos a permitir trabajar con el libro de la siguiente forma: podrá recoger cada vez ocho hojas para copiar que le entregará el sacristán del Metokion, nuestra iglesia-embajada de El Cairo. Cuando acabe con ellas y las devuelva, le entregaremos otras ocho. Mientras, la Biblia estará custodiada por los hermanos en nuestra capilla de esta ciudad. Si acepta estas condiciones, tiene usted toda la libertad del mundo para empezar a trabajar con la transcripción.

—Muchas gracias, excelentísimo. Comenzaré mañana mismo. He buscado a otros dos compatriotas que dominan la lengua griega, un médico y su auxiliar, para que me ayuden. Yo creo que, después de unos tres o cuatro meses trabajando a destajo, habremos acabado la copia.

—Y, permítame la curiosidad, ¿qué intuye que será lo más importante que puede encontrar en su estudio?

—Eminencia, yo confío en corroborar aquello en lo que los cristianos creemos a través del documento más cercano a los tiempos en que vivió nuestro Señor. Si así fuese, como espero, muchas bocas que hoy cuestionan la veracidad de nuestra historia sagrada tendrían que callar.

—Que Dios le escuche. Estoy seguro, señor Von Tischendorf, de que hará usted un buen trabajo. Ahora he de irme, ya que otros asuntos urgentes nos reclaman, como creo que sabe. Es muy probable que tenga que desplazarme a Constantinopla en los próximos días. La elección de mi superior, el nuevo arzobispo de la iglesia del Sinaí, a la que pertenece nuestro monasterio, está resultando compleja. Será usted bienvenido en nuestra casa, donde le esperan sus primeras hojas, aunque me han dicho que ya consiguió copiar la Epístola de Bernabé en Santa Catalina.

—Así es, pero me gustaría volver a hacerlo con tranquilidad y medios más apropiados. En cualquier caso, tengo por delante más de cien mil líneas de texto a las que quisiera añadir todas las notas que los copistas y estudiosos han ido dejando en el libro a lo largo de los siglos.

—Lo dicho entonces: será usted bienvenido en nuestra iglesia cuanto antes para empezar esa tarea. Si no le veo, mucha suerte con su trabajo, profesor. Yo le bendigo. Que Dios también le bendiga y le guarde.

Von Tischendorf observó cómo el abad y los dos hermanos se iban, sorteando a vendedores, a mendigos, incluso a un encantador de serpientes, que llamaban la atención de los huéspedes del hotel con la pretensión de que alguna rupia se escapara de sus bolsillos en pago por unos minutos de entretenimiento exótico o por alguna compra de artesanía. Vendían su mercancía por un precio que, aun siendo más de veinte veces superior al usual, a los extranjeros les parecía una ganga. Se detuvieron un momento delante del árbol de Kléber, donde un estudiante sirio había asesinado al general napoleónico. El profesor recordó que se trataba de otro de los muchos personajes ilustres en la lista de protectores de Santa Catalina: aquel militar que había ayudado a la comunidad ortodoxa a reparar la muralla del monasterio enviando al Sinaí a obreros, soldados y arqueólogos. Los monjes siempre le habían estado agradecidos. Tras un minuto rezando delante del árbol, los religiosos se santiguaron y, ajenos al resto de las ofertas de los vendedores ambulantes, desaparecieron entre el gentío pocos metros más allá.

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