Read La biblia bastarda Online
Authors: Fernando Tascón,Mario Tascón
Tags: #Intriga, #Aventuras, #Histórico
Habiendo resucitado Jesús por la mañana, el primer día de la semana, se apareció primero a María Magdalena, de quien había echado siete demonios.
Yendo ella, lo hizo saber a los que habían estado con él, que estaban tristes y llorando.
Ellos, cuando oyeron que vivía, y que había sido visto por ella, no lo creyeron.
Pero después apareció en otra forma a dos de ellos que iban de camino, yendo al campo.
Ellos fueron y lo hicieron saber a los otros; y ni aun a ellos creyeron.
Finalmente se apareció a los once mismos, estando ellos sentados a la mesa, y les reprochó su incredulidad y dureza de corazón, porque no habían creído a los que le habían visto resucitado.
Y les dijo: «Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura.
»El que creyere y fuere bautizado, será salvo; mas el que no creyere, será condenado.
»Y estas señales seguirán a los que creen: en mi nombre echarán fuera demonios; hablarán nuevas lenguas;
»tomarán en las manos serpientes, y si bebieren cosa mortífera, no les hará daño; sobre los enfermos pondrán sus manos, y sanarán».
Y el Señor, después que les habló, fue recibido arriba en el cielo, y se sentó a la diestra de Dios.
Y ellos, saliendo, predicaron en todas partes, ayudándoles el Señor y confirmando la palabra con las señales que la seguían. Amén.
Cuando encontró la Biblia y se percató de la elipsis, pensó que esa parte se había traspapelado, pero ahora, después de haber ordenado todas las páginas, pudo comprobar que san Marcos nunca había escrito nada que tuviera que ver con la Ascensión de Jesucristo a los cielos. Von Tischendorf se enfrentaba a un trascendental dilema: hacer públicas sus averiguaciones significaría admitir que la Sagrada Escritura había sido retocada, supondría entregar munición documental a los enemigos de Cristo. Ocultarlas e incluso destruirlas, como pensó muchas veces, ayudaría a sostener la fe en Dios, pero chocaría contra su ética de estudioso e historiador y, por qué no reconocerlo, con el orgullo de convertirse en la persona a la que la historia tendría que seguir citando durante cientos de años. Significaría renunciar a la inmortalidad del descubridor. Pero aquellos escribas que habían transcrito el códice eran tozudos y quisieron dejarlo claro hasta el punto de que, tras acabar el versículo 18, como anticipando que alguien pudiera añadir años después alguna cosa más, caligrafiaron una decorativa raya al final de ese evangelio con un incontestable «Fin». Era como si quisieran evitar lo que luego sucedería: un apéndice, una manipulación, una historia nueva.
—Francisco —llamó a su ayudante—, ¿tiene usted un momento?
—Dígame, profesor.
—Necesito una opinión diferente. ¿Qué le parece que puede significar la ausencia de fragmentos que hasta ahora hemos considerado sagrados y verdaderos?
—¿Se refiere, por ejemplo, a la Ascensión de Jesús?
—Sí, sobre todo a eso.
—¿Y cuál es su duda? —preguntó el ayudante, intrigado.
—Mi duda consiste en discernir si la humanidad está preparada o no para saber que alguien pudo manipular la Biblia. Lo que conocemos hoy de la narración de los evangelistas no es lo que ellos quisieron transmitirnos. Temo sobre todo las consecuencias que podría tener divulgarlo. Usted proviene de un país lejano, de honda tradición católica, y también ha viajado mucho. Lleva meses conmigo en este trabajo y lo ha desarrollado con diligencia y habilidad. Me gustaría que me dijera cuál es su parecer.
—Si me lo permite, profesor, yo creo que Jesús estaría orgulloso de que la verdad se sepa. La palabra de Dios va mucho más allá de las obras de los hombres. Puede haber otros textos que nunca se hayan revelado. Usted mismo habla de los que oculta el Vaticano. Que en una de las Biblias más primitivas no exista rastro de un hecho en el que un fiel cree con firmeza no significará nada para los creyentes. Quienes tenemos fe no vamos a reparar de la forma que usted teme en los detalles, en las minucias sobre si coincide una frase u otra… No será la voz del Señor, sino la mano del hombre, en todo caso, la que quede cuestionada. Escuche: ha hecho un gran descubrimiento, y la Iglesia cristiana se lo agradecerá.
—Amén, Francisco —sentenció, algo más confortado—. Vamos a acabar con este trabajo. ¡Ha llegado el momento de que el mundo entero conozca la Biblia más antigua encontrada hasta la fecha! Es más necesario que nunca que logre llevarme el libro para hacer la mejor copia posible de sus páginas y publicarla.
Sonaron unos golpes en la puerta.
—¿Quién es? —preguntó Von Tischendorf antes de abrir.
—Soy Teófilo, un hermano de Santa Catalina. Traigo un mensaje para el profesor Von Tischendorf de parte del abad, su beatitud Agathangelos.
El estudioso abrió y el monje le entregó un sobre. El alemán lo rasgó y leyó su contenido durante un par de minutos, antes de torcer el gesto.
—¿Sucede algo? —preguntó Francisco desde su escritorio.
—Me piden ayuda. Voy a tener que irme de El Cairo hasta Jerusalén, quizá hasta Constantinopla. La elección del nuevo arzobispo de la iglesia del Sinaí se está complicando. Saben que la intercesión de los rusos puede ayudar a su candidato para que uno de los patriarcas lo consagre y me solicitan que intervenga como legado de Alejandro II. Tal vez ésta sea la oportunidad para ayudarles y pedirles a cambio que nos cedan el códice de manera definitiva. De esa forma podría llevármelo a la Biblioteca Pública Imperial e incluirlo entre las piezas permanentes de la colección del zar.
—Señor Von Tischendorf…, no se olvide de mí si se va a Rusia —le recordó el español.
—Lo importante sería conseguir ese permiso para llevarme el códice. Ha sido un gran ayudante y un fiel amigo en estos meses. Luigi tenía razón cuando lo apadrinó. Voy a ver cómo resuelvo esto y le prometo que haré mucho más por usted que escribir una carta de recomendación. Si finalmente puedo trasladar el Sinaítico a Rusia, me vendrá bien una persona que lo conoce tan bien como yo. Eso sí, tendrá que esperar, porque mi siguiente destino será Tierra Santa. Voy a preparar mis cosas y embarcaré hacia Haifa de inmediato. Me gustaría que se encargara de supervisar los trabajos en mi ausencia. Conoce la rutina perfectamente. Me espera un largo viaje para ayudar a los monjes en sus asuntos políticos, pero creo que al menos eso servirá para que el códice cambie de custodio. Además, ya no albergo dudas sobre lo que tenemos que hacer con este texto sagrado: publicarlo en su integridad y continuar averiguando si los añadidos y las partes eliminadas fueron errores.
Von Tischendorf se volvió hacia el monje.
—Dígale al abad que haré el viaje y que los ayudaré.
—Así se lo comunicaré, profesor. Pero también me han pedido que le cuente algo más: el antiguo sacristán Skevophylax, al que usted conoció en el monasterio, ha aparecido muerto al pie de unas rocas.
—¿Cómo ha dicho? —alzó la voz Constantino, visiblemente confuso—. Los hermanos que nos van cediendo las hojas del códice nos contaron que había abandonado el monasterio al poco tiempo de irme, pero supuse que, enfadado con su comunidad y con el abad por la cesión del libro, había decidido trasladarse a otro lugar, quizá hacia Oriente.
—Ahora sabemos que no fue así, profesor, porque hace pocas semanas encontraron en una torrentera del Sinaí el que podría ser su cadáver, ya descompuesto y seco. Descanse en paz.
—Según me ha contado usted, era la persona que más se oponía a que el libro saliera del monasterio, ¿no? —intervino Francisco dirigiéndose al profesor, pero fue el monje quien respondió.
—Los beduinos, conocedores de esos vericuetos, dicen que pudo ser un suicidio, ya que caerse por accidente o perder el equilibrio desde la altura en que se debía de encontrar es bastante improbable; el sendero es ancho y un paramento natural de roca protege a los caminantes de desplomarse por el precipicio. El fondo del barranco tampoco es un lugar al que se pueda acceder con facilidad, por lo que la caída es la causa más probable. Sin embargo, el suicidio no parece una conducta propia de una persona con las convicciones morales de Skevophylax, ya que para acabar con su vida tendría que haber perdido la fe en Dios. Pero, por otra parte, si no fue un accidente ni él se quitó la vida, ¿quién iba a querer matar a un pobre sacristán?
A Von Tischendorf le vinieron a la mente las últimas palabras del Evangelio de san Lucas, aquellas que ahora sabía manipuladas e introducidas a posteriori: «[…] se separó de ellos, y fue llevado arriba al cielo».
¿Habría «llevado» alguien al cielo al monje fallecido o había sido él mismo quien había decidido quitarse de en medio?
E
n aquella casa de desvaríos, denominada con frecuencia periódico, no había manera de encontrar un recoveco lo bastante discreto como para mantener confidencias, y mucho menos cuando éstas se intercambiaban entre un trabajador y una interesante joven recién llegada desde otro mundo. Emilio prefirió quedarse donde estaba, de pie ante María y en medio de la repentina curiosidad que había provocado la llegada de la bibliotecaria entre los compañeros de la redacción, entre los tipógrafos que se asomaban por la escalera como muñecos del pimpampum y, especialmente, entre el reducido pero muy bien preparado cuerpo femenino de ojeadoras, que ya había sacado los prismáticos.
—Si te parece, Emilio, podemos dejar atrás los formalismos. Quiero que seas sincero.
—Si no es durante mucho rato, creo que podré.
—¿Por qué buscabas ese libro? —preguntó María sin más preámbulos.
—¿No te lo he dicho? Quería hacer un reportaje. El Códice Sinaítico acaba de llegar a Londres y me pareció un buen tema para escribir. Pero no se puede vender el género sin conocerlo antes. Ésa era mi única intención.
María dudó de la veracidad de aquella confesión; no porque se desviase de la puesta en escena que ella había presenciado, sino por la desconfianza misma que le transmitían los hombres de aspecto pulcro.
—Emilio, al poco tiempo de marcharte de allí, llegó un sujeto extraño para preguntarme qué querías.
—Con un abrigo marrón, de solapas enormes…
—¡El mismo! Le dijeron que yo te había atendido y se acercó a mi mesa para hablar conmigo.
—¿No lo reconociste? ¿No sabes de quién puede tratarse o quién lo enviaba?
María negó con la cabeza mientras oprimía los labios para reforzar su expresión de ignorancia.
—No, pero no tenía aspecto de estar interesado por el libro, sino más bien por ti.
Emilio procuró mostrarse sereno, pero el susto estuvo a punto de hacerle dar un paso atrás mientras se recordaba a sí mismo que nunca fue un valiente en busca de líos, aunque éstos tenían la insana costumbre de venir a su encuentro.
—Era un hombre de pocas palabras —continuó María— y yo creo que tenía acento.
—¿Acento de qué?
—No lo sé; extranjero, tal vez. No resultaba muy perceptible, pero de Madrid no era.
—¿Se fue como había llegado, sin averiguar nada?
—Por mi parte, nada… Pero después de intentar sonsacarme información siguió pululando por allí hasta que dio con Marina, la chica morena con la que habías charlado antes. Estaría por jurar que ella sí habló. Se pierde por los hombres fortachones con pinta de guardaespaldas, como aquél. No creo que tardase en contárselo todo.
Emilio consideró que había llegado el momento de buscar una cabina insonorizada para seguir hablando. Las miradas de aquel patio de vecinos se estaban estrechando demasiado en torno a él y a su recién conocida.
—¿No te parecerá demasiado atrevido que te invite a algo? —le sugirió a María.
—No, ya es nuestra segunda cita —le aclaró la joven, sin dar muestras visibles de insinuar algo con aquella afirmación.
En La Española, una cervecería de mucho alterne entre las calles del entorno, la hora del desayuno permanecía todavía hecha migas sobre la barra, que añoraba desde hacía tiempo la aparición de una bayeta húmeda. Sin embargo, el momento de los vermús estaba aún a dos vueltas completas de aquel reloj de pared que corría más de prisa que el resto de sus congéneres de las oficinas del barrio. Emilio se decantó por su café de siempre y María pidió agua de Vichy. No había a la vista ningún «enviado especial» de
La Voz
en aquel local, lo que les permitió reanudar la conversación con más tranquilidad.
—Emilio, ¿de verdad necesitas ver ese libro? Creo que el trato que te dio mi jefe, Liberto, no fue el más apropiado. Un templo dedicado a la cultura, como se supone que es el nuestro, debería olvidar muchas directrices burocráticas y ser más abierto a los ciudadanos.
—Me gustaría verlo, nada más, y basta con que me lo prohíba un tipo tan triste como ése para que piense que la biblioteca oculta algo más que el libro.
—Si quieres saber la verdad, desde hace tiempo no me siento a gusto en esa casa. Los jefes tienen un sentido de la jerarquía que no va con mi manera de ser. Mi pasión por los libros me llevó hasta ese trabajo, pero estoy empezando a odiarlo. Me quedaría a vivir allí, rodeada de historias de papel, pero siempre que desapareciesen esos mandamases que no tienen ni la menor idea de lo que se traen entre manos.
—¿Percibo cierto tono subversivo en tus palabras? —dijo Emilio, pensando que la complicidad de una bibliotecaria insurgente podría abrirle paso hacia el facsímil—. Si quieres jugarles una mala pasada, ayúdame. Te propongo una cosa: si llegamos hasta el libro que busco, yo lo reviso y luego lo cambiamos de sitio…
Emilio tramaba su plan sobre la marcha, pero le pareció que no le estaba saliendo del todo mal.
—Al día siguiente, un amigo que trabaja en
ABC
publica la noticia de la escandalosa desaparición del libro y, cuando todos piensen que se ha esfumado, lo colocas en el vestuario de las mujeres de la limpieza, para que la aparición sea todavía más sonrojante para tus jefes. Será como un juego.
La ausencia de una sonrisa en el rostro de María le hizo desconfiar sobre su capacidad de convicción, pero el semblante adusto de la chica estaba en realidad sintonizando con la maquinación que le estaban proponiendo.
—De acuerdo —convino ella, pasados unos segundos—. Podríamos intentar entrar en los sótanos, pero tendríamos que hacerlo sin que nadie nos viera. Tiene que ser de noche.