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Authors: Fernando Tascón,Mario Tascón

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Histórico

La biblia bastarda (11 page)

BOOK: La biblia bastarda
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—Y siempre se lo he agradecido. Ya sabe que publiqué mis investigaciones y entregué el material a la universidad. Mi único objetivo siempre ha sido que todo el mundo pueda estudiar el manuscrito para mayor gloria de Dios.

—Lo sé, profesor —admitió Cirilo—. No es un reproche; al contrario, sólo recordaba las explicaciones que dimos en su momento. Pero, como le he dicho, a partir de entonces el libro desapareció de mi vista y nunca más estuvo en esta biblioteca. Incluso cuando al año de su partida hicimos un inventario general, ayudados por el obispo Porfirio, estas Sagradas Escrituras no figuraron en la lista. Alguna vez que le pregunté a Skevophylax me dijo que no me preocupara, ya que el Señor cuidaría de que el códice estuviese en el lugar adecuado. Yo siempre imaginé que había llegado a manos del patriarca y que se encontraría en Jerusalén o en Constantinopla. En ocasiones también pensé que nuestro sacristán lo habría camuflado entre los estantes de la iglesia. De todo esto hace ya muchos años, entienda que mi memoria no es la misma. Ya no soy capaz de distinguir lo que vi de lo que hablé o me contaron. Se hará usted mayor y lo comprenderá.

—Bastante hace, hermano Cirilo, bastante hace —afirmó Von Tischendorf con gesto comprensivo—. Pero, como le dije, Skevophylax no ha querido ni siquiera hablar conmigo. Incluso se excusa diciendo que no me entiende bien. Yo creo que no me perdona que me llevara aquellas hojas.

—Póngase en su lugar. Él cree que se trata de un tesoro muy valioso que debería permanecer en el monasterio o, en su defecto, en algún lugar seguro, custodiado por fieles a la Iglesia ortodoxa. Desde luego, no en una universidad extranjera. Es comprensible, es quien se dedica a vigilar el tesoro compuesto por los numerosos regalos que nos han donado los devotos: desde cinturones griegos de seda a candelabros de oro y plata, pasando por el cáliz que nos entregó Carlos VI de Francia, el Bienamado, antes de que enloqueciera. Comprenderá que un hombre cuya principal misión es la custodia sea el mayor enemigo de que algo salga fuera de estos muros. Es su cometido, como lo es el mío conservar los libros o el suyo encontrar las Biblias más antiguas y dar a conocer su contenido. Pero, volviendo al paradero del códex, recuerde que en su segunda visita, cuando usted y yo lo volvimos a buscar, sólo encontramos parte de una hoja usada para forrar otro libro, nada más. No había rastro en el monasterio y en los últimos años yo no había tenido ninguna otra noticia. Le aseguro que ayer me sorprendí tanto como usted cuando lo vi de nuevo. No contaba con que estuviera en esta casa, y mucho menos en la celda de Macarius, aunque, bien pensado, tampoco es tan extraño: éste es un monasterio que alberga miles de libros, y qué mejor lugar para que uno se pierda o lo escondan que junto a otros de sus iguales.

Von Tischendorf rebuscó en el bolsillo y sacó la nota.

—He encontrado en el códice este papel escrito en ruso. ¿Sabe qué es?, ¿qué dice?

—Déjeme ver.

Cirilo cogió de la mesa una lupa y acercó el papel a sus ojos.

—«
». Son caracteres cirílicos, pero con palabras griegas, algo como «Verdad: alfa y omega» —le aclaró mientras intentaba enfocar su vista en el papel—. Fíjese: en hebreo, la palabra «verdad»,
Emet
, tenía en su interior la primera y última letra de ese alfabeto, Aleph y Tav, que son equivalentes a alfa y omega, pero en cambio
aletheia
, la palabra griega correspondiente a «verdad», perdió algo de la belleza de la idea hebrea porque ya no contenía la omega, la última letra de su alfabeto.

—¿«Verdad»…? ¡Qué curioso! —murmuró Von Tischendorf—. Observe: el papel tiene también como marca de agua una cruz ortodoxa de tres travesaños. ¿Sabe de dónde ha podido salir?

—Mis ojos no son capaces ya de ver esos timbres ni con una lente, pero los papeles con ese tipo de seña los suelen usar los miembros del Santo Sínodo de Rusia.

—¿Y han tenido muchas visitas de rusos en los últimos años? —preguntó Von Tischendorf, intrigado.

—Siempre hay rusos por aquí, pero los que se interesan por los pergaminos en arameo, griego o árabe son muy pocos. Ahora recorren más estas tierras ingleses y franceses que buscan tesoros. Pero… ¡un momento! ¡Se lo acabo de decir sin darme cuenta! Poco tiempo después de su marcha, tras su primera estancia en Santa Catalina, nos visitó el obispo Porfirio Uspensky, de la diócesis de Kiev, con otros monjes, de eso hará más de diez años. Creo que Skevophylax, que por entonces era muy joven, tuvo mucho que ver con aquella visita. Uspensky catalogó los libros de nuestra biblioteca por primera vez. Hizo un trabajo metódico y excepcional, y nos ayudó a ordenar mejor el material. Ese papel podría ser del mismo tipo que el que usaron para el inventario de publicaciones. Espere un segundo, voy a buscar unas notas que conservo.

Cirilo se dirigió a una estantería, abrió un cajón y comenzó a rebuscar. Si lo que recordaba ahora era cierto, significaba que otras personas habían analizado el códice, pero ¿quién era ese obispo?, ¿qué papel había desempeñado en todo aquello? El bibliotecario volvió con unos documentos.

—Compruébelo usted mismo. ¿Tienen estos legajos la misma marca de agua?

Von Tischendorf acercó una de las hojas a la luz de la ventana. Efectivamente, allí estaba la cruz ortodoxa.

—Hermano Cirilo, ¡es la misma!

—Entonces ya sabemos que la nota puede ser del obispo Porfirio o de alguien de su comitiva. ¡Qué extraño! El códice no está en el catálogo de la biblioteca que preparó durante los meses que estuvo aquí. Siempre pensé que no lo había llegado a ver.

—Pues parece que no sólo lo vio, sino que tomó notas.

Von Tischendorf se dio cuenta de que el cansancio vencía los ojos del anciano y prefirió despedirse. Ya volvería a preguntarle si lo necesitaba.

—Gracias de nuevo por su ayuda.

—Dé las gracias a Dios, Von Tischendorf, no a los hombres. Me ausentaré un rato. Necesito descansar.

Cuando Cirilo hacía ademán de abandonar la estancia, el investigador se giró para preguntar algo más.

—Una última cosa. Como sabe, parto dentro de unas horas hacia El Cairo. Me gustaría llevarme el códice para trabajar allí con más comodidad y mejores herramientas. Quiero copiarlo y prepararlo para mostrárselo al zar. Necesitaré que los hermanos del monasterio me den su permiso. ¿Puedo contar con usted?

—Profesor, para que un libro tan importante salga del monasterio no sólo requerirá mi aprobación, que la tiene, necesita usted el consentimiento de todos los hermanos, sin excepción. En caso de que exista la más mínima discrepancia, el abad-arzobispo deberá darle su específico beneplácito.

Von Tischendorf empezaba a sentirse en un callejón sin salida y no le quedaba tiempo. Cirilo y Macarius lo apoyarían y aprobarían el préstamo del códice. Ellos podrían influir en el resto de los monjes, pero sólo con que Skevophylax se opusiera, la Biblia no saldría de allí. Prefería intentar convencerlo antes de jugársela a una única carta: la incierta autorización del abad.

Se acercó hasta la iglesia en busca del monje y lo encontró en el nártex, la zona previa en el interior de la basílica, donde limpiaba las gotas de cera que salpicaban unas estanterías, justo debajo de un bello icono de santa Catalina. El sacristán miró de reojo a Von Tischendorf, pero no lo saludó, sino que siguió embebido en sus tareas.

—Hermano… —murmuró el estudioso.

El monje se levantó. No tenía otro adorno encima de la sotana que una cruz de madera que le colgaba en el pecho con un cordón grueso. Lo miró con unos ojos negros que sobresalían entre las arrugas del rostro.

—Dígame, profesor.

Von Tischendorf sabía antes de empezar que aquella conversación era tiempo perdido, pero tenía que intentar convencerle.

—No voy a andarme con rodeos. Para el trabajo que me gustaría hacer necesitaría que me dejaran el códice en préstamo para trasladarlo a El Cairo, donde tendría ayuda y mejores instrumentos para copiarlo. Sé que a usted nunca le ha gustado que alguien ajeno a la Iglesia ortodoxa tenga relación estrecha con el código, pero me gustaría pedirle su permiso para llevármelo. Apreciaría que el bien superior que pretendo con mis investigaciones fuera suficiente para merecer su confianza. Sabe que discurren tiempos difíciles para la Iglesia, para la verdad y para la palabra del Señor. He centrado mi vida en el estudio de los textos más antiguos del relato bíblico. He recorrido los principales archivos de la cristiandad y, al final, he encontrado aquí, en Santa Catalina, el libro más importante de todos cuantos he visto. Es mi obligación revelarlo, con la ayuda de Dios, a las civilizaciones de Oriente y Occidente. Es la misión que me encomendó su majestad el zar de todas las Rusias y para ello le ruego que me ayude, que me permita sacar de aquí el libro hasta que termine de copiarlo. Es más, ¡se lo imploro! Necesito el apoyo de todos los hermanos para poder hacerlo y por eso demando el suyo.

—Profesor, nunca debió salir ningún papel de esa Biblia de nuestro monasterio. Eso ya ocurrió una vez y no volverá a suceder, salvo que el propio Señor lo ordene. ¡No voy a permitirlo! —zanjó la cuestión con vehemencia.

—Parece que usted y yo no nos entenderemos nunca. Puede que sea más sencillo convencer al abad de mis intenciones. Voy a visitarle para solicitar su venia. Discúlpeme por interrumpirle. Siento no haber conseguido que mis argumentos le convenzan y espero que no dude de mi buena fe.

Skevophylax hizo una mueca que pareció una especie de sonrisa y aseveró, cortante:

—Yo no dudo de la buena fe de nadie, pero esta vez llega usted tarde: el abad ha salido esta madrugada hacia El Cairo. Por lo visto, algo urgente le reclamaba. Creo que el códice se quedará en Santa Catalina.

Von Tischendorf se despidió casi sin mirar y abandonó la iglesia, desasosegado pero firme en sus propósitos. Atravesó la ciudadela y se dirigió hacia la puerta de las murallas. Salió del monasterio y llegó hasta donde estaban los tres árabes que le habían llevado hasta allí. Habían acabado su oración de la tarde y estaban tomando café en una tienda con otros beduinos de los que vivían en las cercanías del convento. Ordenó al que ejercía como guía:

—Sheik, dispón todo lo necesario porque nos iremos hacia El Cairo dentro de unas horas, al amanecer a más tardar, incluso antes de que salga el sol.

—Está todo listo, podemos salir cuando desee,
sayyid
—respondió.

—Entonces será antes del alba. A las tres arrancaremos nuestra caravana para regresar a la ciudad. Tenemos que cubrir el trayecto en cinco días.


Sayyid
, lo intentaremos, pero sabe que se tardan siete jornadas.

—Escúchame bien, Sheik: o llegamos allí antes del próximo domingo, o todo nuestro viaje habrá sido en vano si el abad se va de la capital antes de que me encuentre con él y me otorgue su venia para volver a recuperar el códice, que de momento ha de quedarse en la abadía —le apremió el profesor.

—Como ordene —asintió Sheik.

—Por cierto, he observado que ni vosotros ni el resto de los beduinos de esta comunidad rezáis en la mezquita que tiene la fortaleza en su interior, ¿obedece esto a algún motivo que yo desconozca?

—Profesor, ese templo no podemos utilizarlo para el culto porque no está orientado hacia La Meca.

Von Tischendorf, pensativo, no contestó. Imaginó que los monjes habían construido el edificio religioso para que el minarete se viera en la lejanía y así engañar a los enemigos, pero sin ninguna intención real de que aquel lugar se usara para otra cosa que conseguir una defensa visual tan eficaz como los propios muros. Tener la carta de Mahoma constituía un salvoconducto excepcional, pero la mezquita, situada al lado de la iglesia, pregonaba al viento que aquel sitio tenía la protección de Alá y de Dios. La de ambos, por si fuese necesaria.

Echó mano de su bolsa de tabaco para prepararse un cigarro y se topó con la nota. La volvió a mirar: «
» Verdad: alfa y omega, el principio y el fin.

Capítulo
7
CORRESPONSAL EN LONDRES

C
uando escuchó el timbre del teléfono de la pared, lo descolgó con tanta precipitación que se golpeó con el aparato en la nariz mientras sonaba una voz.

—Emilio…

—Sí, soy yo —respondió, oprimiendo sus fosas nasales con la mano.

—Aquí Juani. ¿Por qué me hablas como si fueses el ratón Mickey?

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