Read La biblia bastarda Online
Authors: Fernando Tascón,Mario Tascón
Tags: #Intriga, #Aventuras, #Histórico
Emilio no pudo resistirse a intervenir una vez más.
—¿Provoca abortos?
—Según me contó una de las enfermeras, todo salió bien en el caso de Marta, pero parece claro que algo se torció después.
Ante la confirmación de María, comprendió de inmediato que un periodista fogueado como él siempre tenía algo que aprender. Una de esas nuevas lecciones consistía en admitir que existe un circuito femenino para distribuir secretos a los que el varón no es capaz de acceder por sus propios medios. Durante unos segundos de silencio, y sin necesidad de que un lápiz revolotease entre sus dedos, esbozó el cuadro: Marta embarazada de Ramón, una familia humillada en sus más profundas creencias, un aborto clandestino, una muerte violenta, falangistas provocadores, guardias de Asalto en acción… y mucho interés por conseguir que aquel pobre redactor de un periódico vespertino de Madrid abandonase sus indagaciones sobre un asesinato atroz. Algo le pedía seguir desenredando una madeja de la que surgían demasiados hilos sueltos.
—María, no quiero implicarte más en este asunto del que ni siquiera sé si está relacionado con el Códice Sinaítico, pero quiero que sepas que voy a persistir hasta llegar al final de ambos casos.
Unos metros más allá vieron a Carrerilla, que perseguía a los viandantes con sus pregones. Por sólo diez céntimos les ofrecía a dos personas que habían muerto ahogadas bajo el puente de Segovia. Si con ese reclamo no conseguía que girasen la cabeza hacia él, insistía con la promesa de una estampa completa de las piernas de Marlene Dietrich, un anzuelo con el que convertía a los hombres en seres sumisos que arrastraban sus pies al encuentro del voceador con una moneda en la mano: el precio de la voluntad masculina doblegada por dos muslos apretados por unas medias de red.
—¿Todo bien? —preguntó Emilio al chiquillo.
—Todo en orden, chicos. ¿Estáis saliendo juntos?
Emilio se rió y María se sonrojó ante tal golpe de inocencia.
—Mira, he traído tu bufanda —continuó Miguelito mientras desenrollaba el vestigio sucio y deshilachado de la impecable prenda de lana inglesa que María le había entregado—. Está un poco manchada…
Emilio se dio cuenta de que el niño bajaba la cabeza para intentar ocultar un morado en la barbilla. Si los sutiles enlaces que le conectaban con la mente de aquel muchacho no le estaban fallando, alguno de sus primos o vete a saber qué camorrista había intentado quitarle la bufanda. Pensó en regalársela, pero enviarlo con un objeto tan preciado a un barrio en el que la gente moría de frío sería exponerlo de nuevo a una pendencia innecesaria.
—Gracias, Miguelito —le dijo, mientras recogía los restos de su bufanda—. Mañana nos vemos y tomaremos algo.
—María, ¿tú vendrás?
—¿Quieres que vaya?
—¡Claro! Y que me traigas un libro de esos de la biblioteca. Cuando lo lea te lo devolveré, como a Emilio la bufanda.
—Eso está hecho. Tendrás tu libro, pero no será necesario que me lo devuelvas. Será mi primer regalo a un nuevo amigo —prometió María.
—¡Ah! Si queréis cogemos un taxi como el otro día, pero esta vez tiene que ser un Fiat; y si la carrera no es muy larga, pago yo.
Carrerilla no pudo ver la media sonrisa que había despertado en Emilio mientras éste se alejaba lamentando tener que conformarse con su papel de suplente a tiempo parcial de la verdadera necesidad de aquella menudencia humana: una familia en condiciones.
El periodista seguía caminando al lado de María sin decir palabra, pero cada vez sentía una necesidad mayor de desahogarse. Aquella muchacha, que parecía nacida para atender una biblioteca, escondía en realidad muchos secretos y había comenzado a compartirlos con él. Su colaboración le había permitido dar grandes pasos en pos de la resolución del caso de Ramón Panal y, además, había arriesgado mucho para ayudarle en la búsqueda del códex. No pudo esperar ni un instante más para vaciar el lodo que empezaba a rebosar en su interior.
—Estoy en un verdadero lío.
—¿Uno más?
—El peor. Cuando comencé a buscar el libro, estuve en casa de un hombre que se dedicaba a la compra de ese tipo de cosas. Ese hombre murió de un disparo pocos segundos después de que yo saliera de allí. La policía no tardará en descubrir algo que me implique. De hecho, me temo que mi amigo, el inspector Gisbert, me oculta algo. Tal vez me esté traicionando. En cualquier caso, lo sepan ya o no, soy sospechoso de un crimen.
María estalló en una sonora reprimenda, no tanto por el peligro que aquello suponía, sino porque no se lo había revelado antes. Le declaró rey de los embrollos y le dedicó un par de educados zarandeos que Emilio recibió como un baño caliente que le ayudaba a limpiar su mala conciencia. Puso su más genuina cara de niño travieso arrepentido, como hacía con Patro, y esperó la oportuna bofetada que podía llegar en el momento más inesperado. Sin embargo, lo que le alcanzó de lleno fue un beso en la boca que lo dejó turbado e inerme.
Unos minutos después, el beso se repitió en el descansillo de la escalera de la casa de María, cuyas manos hacían espeleología en las profundidades de su bolso en busca de las llaves de casa. El tercero, aunque no necesariamente el mejor de los recibidos en aquella serie, tuvo lugar en la cocina, donde ya sobraban las prendas de abrigo.
Emilio iba olvidando que fue periodista, camarero, barbero —y alguna cosa más—, que había un niño que crecía bajo su disimulada protección, que caminaba con frecuencia sobre fangales y que había llegado hasta allí sin deber nada a nadie. De su pasado, sólo recordaba los sermones sobre conductas pecaminosas que los curas empotraron en su cabeza y que ahora mismo le apetecía tanto transgredir. María, desnuda antes que él, le enseñó el camino.
Dos horas después, si su adorado Quillet no le estaba fallando, ambos yacían con los ojos abiertos. La farola de la calle lanzaba un soplido de luz hacia el techo de la habitación en la que permanecían rendidos y desnudos, pese al frío. Emilio podía elegir entre seguir buscando figuras animales en los abigarrados arabescos de la tela que forraba aquella pared o recrearse en esponjar el prodigioso cabello rubio que se acostaba sobre su pecho. El dilema se resolvió introduciendo sus dedos en aquella cabellera que, no mucho rato antes, ondeaba libre por el aire cerrado del dormitorio.
—María, me siento responsable —le susurró.
—¿No será por lo que acabamos de hacer? A mí me ha gustado mucho.
—No, no lo digo por eso. Sencillamente pienso que no tenía que haberte involucrado. Creo que a veces actúo sin reflexionar demasiado, sin pensar en las consecuencias.
—Todos cometemos errores —le respondió, antes de quedarse muy callada.
Emilio tuvo la sensación de que había rasgado sin querer la muselina que envuelve los recuerdos de las personas heridas. Quiso saber más.
—Yo te he contado mi pasado, pero la bibliotecaria se resiste a salir de su papel y revelarme su verdad. Algo más habrás hecho en la vida.
—Generalmente, confundirme —fue su contestación—. Mi juventud ha sido…, digamos…, una serie de experimentos, a veces disparatados y casi siempre fallidos. No sé si estarás preparado para escucharlos.
—Prueba y lo sabremos.
María tomó aliento, lo que le dijo a Emilio que había llegado el momento de desnudarse de veras.
—Mis padres estaban empeñados en conseguirme una vida regalada y, como te puedes imaginar —comenzó a contarle—, lo más apropiado para una jovencita era buscarle un marido pudiente que la apartase de los muchos vicios que habitan en esta ciudad. No te rías, sé que no me ves como una mujer de mi casa, pero ése parecía mi sino. Inconscientemente, yo rechazaba una imposición así, pero no me atrevía a desobedecer a mis padres. Entonces me encontré con un hombre… al que no debería haber conocido, como suele suceder.
Emilio no estaba seguro de querer escuchar más detalles sobre aquel capítulo, pero María le ahorró las tribulaciones y pasó directamente al siguiente.
—Desengañada, comencé a interesarme por la defensa del feminismo. Al principio asistía a conferencias, luego me apunté a un club nudista…
Los pulmones del hombre dieron un brinco de la risa. La melena de la joven se resintió con una leve sacudida que acarició la almohada ocasional en la que había convertido el pecho masculino.
—Ya sabía que te haría gracia. Éramos jóvenes, pensábamos que la naturaleza estaba por encima de las rígidas costumbres de la época. Tampoco puede decirse que hiciésemos nada malo. Subíamos a la sierra, nos desnudábamos y pasábamos así la tarde.
—¿En invierno? —preguntó Emilio, recién reconvertido en periodista.
—No, idiota, cuando hacía buen tiempo. Ya que quieres saberlo, te diré que incluso un día ejercimos el amor libre.
—¡No! —fue la única palabra que pudo pronunciar.
—Pues sí. Ya sé que los hombres tenéis mucha curiosidad por esa práctica.
—No seré yo quien niegue tal cosa. De hecho, siempre me he preguntado cómo sería.
—Pues como todo lo que se da a granel —fue la escueta y cruda descripción de aquel episodio—. Pero yo seguía buscando algo más, supongo que como todo el mundo. Entonces volví a enamorarme.
—¿De otro hombre inconveniente?
—No…, de una mujer.
Emilio Ruiz nunca se consideró un hombre anquilosado por la severidad moral de la época, y mucho menos desde que los aires republicanos refrescaban aquel país podrido de sotanas y de hipocresía, pero no podía negar que semejantes confesiones estaban por encima de sus expectativas respecto a la mujer con la que acababa de acostarse. No obstante, en aquel momento lamentó no haber leído algunos libros más del famoso sexólogo Ángel Martín de Lucenay, considerado un maestro en todas las expresiones y habilidades del erotismo, para así evitar sorprenderse ante aquel chaparrón de novedades amatorias que estaba escuchando.
—En aquellos tiempos yo seguía confusa. Tienes que entenderlo, Emilio. Pensaba que las mujeres habían permanecido sometidas durante siglos a los antojos del varón, y la forma que tuve de rebelarme fue la búsqueda de nuevas maneras de interpretar las relaciones. Pero los fracasos se sucedían; también rompimos y, por fin, me prometí centrarme en los libros, son más fiables que los amores.
—Y un pobre escribiente de noticias como yo, ¿qué pinta ahora aquí?
—Tú me gustas.
—María, no tengo la costumbre de remover el pasado de los demás, pero ¿qué habría sido de nosotros si en lugar de haber encontrado a aquel primer hombre hubieses dado conmigo?
—Seguramente hoy no habríamos ido al cine, nos habríamos acostado temprano después de arropar a los niños, nos habríamos despedido con un beso en la frente y estaríamos durmiendo.
—No sería un mal plan, pero prefiero el de hoy. Permíteme alegrarme de no haberte conocido antes.
Emilio no albergaba prejuicios sobre la enmarañada trayectoria sentimental que acababa de escuchar. Él fue a buscar a María un día y, pasados muchos ratos entretenidos y algunos más comprometidos, ambos habían terminado por ceder a una atracción mutua en la que, aunque no lo decían, escondían esperanzas de futuro. Sin embargo, tenía la impresión de que en aquel informe surgido del brote de sinceridad de María faltaba algo. Le intrigaba el cambio tan brusco que un día había experimentado la prometedora vida de una recatada jovencita madrileña.
No quería regresar a casa demasiado tarde para no darle la murga a Patro ni interrumpir su habitual duermevela, de modo que se levantó y se vistió entre besos de despedida.
Sabía que recorría las calles de la ciudad con semblante de piloto recién aterrizado tras un emocionante viaje aerostático, pero como nadie se cruzaba con él, no tuvo dificultad en mantener esa expresión e incluso acentuarla mientras se acercaba a casa. Los dos hombres que ocultaban su rostro bajo el ala de sendos sombreros de fieltro se le aparecieron enfrente, sin previo aviso.
—¿Emilio Ruiz?
—Soy yo, ¿qué quieren?
—Brigada de Información. Acompáñenos, por favor.
Ni tan siquiera la amenazante irrupción de la autoridad civil le borró la sonrisa bobalicona que sólo estaba dispuesto a disimular ante Patro, para evitar cuchicheos en la corrala. Pero cuando lo introdujeron en un despacho de la comisaría y lo dejaron solo comenzó a inquietarse.
Los dos policías regresaron en riguroso orden jerárquico, a tenor de las apariencias. El de menor rango se quedó cerca de la puerta, y el segundo cogió uno de los cigarros de la caja que estaba sobre la mesa. Tras olisquearlo y darle unos cuantos retortijones para escuchar sus crujidos, lo encendió con una cerilla.
—¿Va a empezar a contarme en qué está metido? —dijo aquel hombre; tenía la cabeza achatada, como si una prensa puesta entre la coronilla y el mentón se la hubiera aplastado.
—No sé a qué se refiere.
—Venga, Ruiz… La otra noche estaba usted merodeando por la calle de Pelayo. Cuando llegamos nosotros, nos encontramos a un hombre en su casa con un tiro en la cabeza. ¿No le parece que ambos incidentes podrían estar relacionados? O, mejor dicho, ¿muy relacionados? —le preguntó con el consiguiente enfado de quien se ve obligado a investigar una muerte a altas horas de la noche.
Emilio revivió el momento del disparo. Él no había sido quien había matado a Van Raders, por muy innoble que le pareciese aquel personaje, pero la verdad no le sería de mucha utilidad si no había otros sospechosos. El policía insistía en que, si no había sido el periodista quien había disparado, su presencia allí lo hacía cómplice del asesinato.
—Tenemos suficientes pruebas para llevarle hasta un tribunal o, ¡qué carajo!, para saltarnos a esos pasmarotes de jueces y enjaularlo directamente. Una señora que limpiaba el suelo de una taberna próxima asegura haber visto a un caballero cuyo aspecto y vestimenta coinciden con los suyos. Podríamos traerla aquí para corroborarlo. Para colmo, resulta que en el salón del fiambre nos hemos encontrado con un ejemplar de un periódico. ¿A que no adivina de cuál se trata? Pues sí, de
La Voz
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Emilio imaginó que muchos se vestirían igual que él y medio Madrid republicano se informaba a través de su periódico, pero lo cierto era que no disponía de una coartada que lo alejase de la escena del crimen en aquella noche en que una testigo lo había visto, por lo que decidió contar la verdad a medias.
—Mire, yo no he hecho nada de lo que tenga que responder —aseguró por fin—. Sólo fui a casa del marchante porque quería comprarle una máquina de escribir de segunda mano, una Royal, para poder trabajar en casa. Pero no disponía de esa marca y me fui sin más.