Read La biblia bastarda Online
Authors: Fernando Tascón,Mario Tascón
Tags: #Intriga, #Aventuras, #Histórico
Tras localizar el barco que le habría de llevar a Trieste, encaminó sus pasos hacia él seguido por su comitiva, a la que se unió un estibador portuario. Por unas pocas rupias, aquel hombre les había alquilado un carro en el que portaba el equipaje. Entregaron una parte de los bultos para que los embarcaran en las bodegas mientras Sheik subía los libros a bordo. Una vez resueltos todos los papeleos de salida y recogidos los pasajes, Von Tischendorf se despidió de su séquito.
—Sheik, además de mi agradecimiento, que ya conoces, quiero darte una suma de dinero para que lo repartas como estimes oportuno entre quienes me habéis ayudado. Has sido un servidor honrado y eres la persona que mejor conoce las rutas de Egipto. Me encargaré de que cualquier alemán que se dirija a esta tierra sepa que puede contratar tus servicios. Quizá necesite alguna cosa más de ti; en ese caso, te lo haré saber a través de carta.
—
Sayyid
, siempre será bienvenido. Le esperaremos en su próximo viaje. Si me lo permite, señor, debo decir que usted forma parte de este país. Cuando llegue a su patria, cuente a todos que fue en nuestra humilde tierra donde encontró ese libro tan importante para muchas personas.
Von Tischendorf subió la escalera que le conducía a una de las cubiertas. Se acercó hasta la borda y desde allí, apoyándose en la barandilla, contempló el muelle. Abajo, sin moverse, los beduinos se despedían mientras esperaban la salida del barco. Pensó que la última carta escrita desde África para su esposa tal vez estuviese todavía en alguno de los fardos que veía desde la cubierta. En cualquier caso, aquella misiva llegaría antes que él porque pretendía detenerse en Viena para mostrar el códice a su majestad, el emperador Francisco José I de Austria, y a su esposa Isabel, quienes siempre habían mostrado un gran interés por la historia de los escritos bíblicos.
Tenía un largo viaje por delante. Atravesaría el Mediterráneo y el Adriático para luego seguir hasta San Petersburgo, aunque antes pararía en Dresde: un dilatado periplo desde Asia hasta el norte de Europa. Estaba a punto de terminar su etapa africana tras ocho meses de quehaceres. Al final habían sido más difíciles las negociaciones con los monjes de Santa Catalina para poder llevarse el códex que todo el trabajo de copia, incluidas las numerosas notas que él mismo se había encargado de transcribir de forma minuciosa. El colectivo de hermanos, desde la extraña muerte de Skevophylax, no ofrecía ninguna resistencia a que el libro abandonara el país; pero él se vio involucrado en todo un embrollo diplomático que le había obligado a viajar desde El Cairo hasta Constantinopla para ayudar a la cancillería rusa. Tuvieron que presionar en las reuniones de la Iglesia ortodoxa al reticente Patriarca de Jerusalén para que se aviniera a consagrar al candidato del consenso que presentaban todos los abades de la Península del Sinaí, encabezados por Agathangelos. Gracias a todas aquellas gestiones la comunidad acabó prestándole el códice. No se trataba de una cesión completa, pero era suficiente para llevárselo y poder seguir trabajando con él en Europa. Antes de irse, dejó encomendado al cónsul de Rusia en El Cairo que convirtiera aquella situación temporal en una venta firme y negociara las condiciones y las cantidades, aunque ése ya era el problema de los rusos.
Alzó los ojos y se encontró con la silueta de los dos obeliscos, las agujas de Cleopatra, que se elevaban sobre el horizonte de la ciudad. Apuró la última calada de su cigarrillo y tiró la colilla por la borda. Bajó a su camarote, se tumbó en la litera y abrió su diario. Allí estaban escritos todos sus pasos a lo largo de aquel año que empezaba a acabarse.
Hacía más de un mes que también había partido Francisco Pérez, aquel español que se había convertido en su colaborador más competente. A pesar de que era el que menos horas había podido trabajar al comienzo de las tareas de transcripción, fue el que acabó aportando más y el que se comprometió con mayor entusiasmo en la labor, no sólo durante el escaso tiempo libre que le dejaba su horario diario de trabajo en la cocina del Shepheard, sino incluso en todas sus jornadas de descanso. Además, su conocimiento del griego era mucho más amplio de lo que el alemán había supuesto al principio.
Aquel culto cocinero fue el primero en localizar dos de las mayores manipulaciones de la Biblia contemporánea constatadas a la luz del códice. Por un lado, había descubierto que el versículo 12 del capítulo 24 de Lucas era una invención posterior: «Pero, levantándose Pedro, corrió al sepulcro; y cuando miró dentro, vio los lienzos solos, y se fue a casa maravillándose de lo sucedido».
A algún doctor de la Iglesia le debió de parecer más interesante que un hombre, Pedro, diera fe de lo acontecido en el sepulcro para que no fuera sólo un asunto producto de habladurías de mujeres, y como creyó que así mejoraba la doctrina, añadió el fragmento sin más. De esta forma se iba pergeñando una versión más «completa» y «adecuada» de la vida del Señor.
Francisco también se había fijado en una importante supresión en las versiones más modernas del texto sagrado. En Mateo 24, cuando Jesús habla de en qué momento se producirá la destrucción del Templo, el códice decía: «Pero del día y la hora nadie sabe, ni aun los ángeles de los cielos, ni el Hijo, sino sólo mi Padre».
La expresión «ni el Hijo» se había eliminado en los escritos posteriores, posiblemente porque así se aseguraba el carácter divino de Jesús, ya que en el Códice Sinaítico no quedaba demasiado claro si él tenía el mismo conocimiento del futuro que Dios padre.
Si no había ascendido a los cielos ni resucitado, y tampoco participaba de la omnisciencia del Padre, quizá Jesucristo había sido sólo un profeta más, pero no el hijo de Dios, y eso no convenía a la Iglesia.
De momento, los trabajos con el códice en aquella tierra tocaban a su fin.
—Aquí ya no me queda mucho que hacer, Francisco —le había dicho Von Tischendorf—. Hemos acabado el trabajo de transcripción y donde creímos que hallaríamos una corroboración de lo que cuenta el «libro de libros» nos encontramos ahora con un texto que cuestiona todo lo que dábamos por cierto sobre la vida de nuestro Señor.
—Lo sé, profesor. Le agradezco lo mucho que me ha enseñado en estos meses. Ha sido un trabajo apasionante. Por otra parte, me he enterado de que el señor Samuel Shepheard está en tratos con un hombre de negocios bávaro de Alejandría al que va a vender el hotel. Ese establecimiento, sin su fundador, ya no será lo mismo. Creo que, para mí, el tiempo en Egipto terminó.
Así fue: al acabar el verano, Francisco Pérez había regresado a España a ver a su familia y a su hijo, pero se había comprometido a viajar después a Leipzig, donde Von Tischendorf estaba dispuesto a contratarle para que le ayudase con el códice. Calculaba que le podría quedar por delante un año o dos de trabajo y, además, él prefería tener a alguien de confianza en San Petersburgo; además, ése era el destino final que anhelaba su asistente. Von Tischendorf planeaba dirigir los trabajos desde la ciudad alemana y desplazarse a Rusia de cuando en cuando para supervisar los avances, por ello necesitaba mantener allí a un colaborador. La verdad era que el empeño que había mostrado el español le hacía creer, sin dudar, que volvería a verlo.
Escuchó el ruido de la cadena del ancla al recogerse y, cuando notó que el barco empezaba a avanzar, cerró su diario. Le aguardaba una agotadora travesía por mar: Corfú, Dubrovnik, Venecia y, finalmente, el puerto de Trieste, desde el que viajaría ya en tren hacia el corazón de Europa, con sus correspondientes escalas, antes de alcanzar Rusia. Se quedó dormido en el camarote mientras el barco salía del puerto. En aquella habitación le acompañaban tres baúles repletos de libros destinados a la Biblioteca Imperial de Rusia. Von Tischendorf había pedido expresamente que no viajaran en las bodegas. Apartado del equipaje, sobre la silla, estaba la caja que contenía el Códice Sinaítico.
El
Emperatriz
hizo sonar su sirena para despedirse de África. Transportaba hacia Europa el documento que podía poner en cuestión las creencias más íntimas de millones de personas.
J
oaquín acababa de sentarse en su mesa con la intención de relatar, mediante grandes titulares y no menor espacio para las fotos, el relevo en el Ministerio de la Gobernación. Habían destinado a Rico Avello a Marruecos, lo que confirmaba que los rumores tienen mucho más valor periodístico que las noticias. En su lugar, se haría cargo de aquel desordenado país Martínez Barrio, el veterano político aclamado por el pueblo republicano después de asumir anteriormente las más altas responsabilidades del Estado. Para Joaquín, trabajar con aquella información era una mera oportunidad de consolidar sus aspiraciones de ascender. Para Emilio Ruiz, el intercambio ministerial era otro movimiento de trileros de guante blanco en el que las fichas aparecían o desaparecían en según qué cubilete y momento.
—Emilio, mira a ver si alguno de los heridos de hoy se te muere rápido, porque si no es así, me meriendo yo solito la portada entera.
—Pues no te creas, tengo a un par de apuñalados en el hospital. Una mujer acomodada de Ciudad Real que venía regularmente a ver a su querido al Palace. El marido se enteró…
—¿Del tomate?
—No, eso ya lo sabía. En realidad, él era un crápula que se entendía con la hermana de su esposa. Pero el amante de la susodicha les había limpiado gran parte de la fortuna familiar convenciéndola para que comprase títulos de una empresa fantasma que él mismo había maniobrado desde el principio. El burlado se lo ha cobrado en sangre esta noche.
—Ya, pero no hay fiambres. No pasa de ser una segunda página.
Ruiz se sentía furioso porque Joaquín tenía razón y sabía aprovecharla para meter su infecto dedo en la herida. Si alguno de los dos acuchillados no se moría desangrado inmediatamente —es más, si no resucitaba a continuación y el personal del hospital lo veía durante un lento y luminoso ascenso a los cielos, acompañado de una pastosa melodía de violines—, la portada seguía perteneciendo al cobista de Joaquín con su trueque de ministros. Antes de sentirse atraído por la idea de acudir a la clínica y ahogarlos con una almohada, siguió mecanografiando todo lo que el botones del hotel le había contado sobre las víctimas. Previamente, se había visto obligado a sobornarlo con una foto firmada por el renombrado portero del Madrid, al que aquel experto en acarrear equipajes admiraba sobremanera. «Para Felipe, cuyos brazos detendrían cañonazos, de tanto noble ejercicio con las maletas. Ricardo Zamora», rezaba la inscripción oblicua con la que Emilio había falsificado una foto que le proporcionó Alfonso. Tanto esfuerzo para que, ese mismo día, el presidente tuviese el capricho de cambiar al ministro encargado de apaciguar las revueltas de una sociedad convulsa. Sal de frutas para mitigar una indigestión.
—¡Carrerilla, no te vayas!
El chiquillo se paró en seco en el pasillo y miró hacia atrás.
—¿Qué pasa, Emilio? —preguntó.
—Esta noche te voy a necesitar.
—¿Otra vez de espía? —dijo con una ilusión subrayada por la presencia de chispas en los ojos que los rápidos parpadeos apagaban.
—Algo así. Mira, necesito que, sobre las diez, cuando hayas acabado el trabajo, te vayas hasta Recoletos, a la Biblioteca Nacional. ¿Sabes dónde está?
—Sí, claro, donde en verano se pone el puesto de helados de mantecado a los que nunca me quieres invitar.
—Justo ahí. Bueno, pues resulta que María y yo estaremos dentro.
—¿Es un hostal?
—¡No, malpensado! Estaremos…, digamos…, en una misión especial.
—Vale, ¿y qué debo hacer?
—Tienes que impedir que entre nadie hasta que nosotros salgamos y te recojamos —le explicó su amigo, con voz misteriosa.
—¡Allí me tendrás!
Ésa sólo era una parte accesoria del plan que María le había transmitido por la mañana, delante de su inexcusable café de La Española. Todo estaba preparado. Ruiz tendría que esperar, a las ocho de la tarde, en la plaza de San Ildefonso. Allí llegaría una biblioteca circulante. Su conductora, una amiga de María llamada Mercedes, se encargaba de recoger y entregar libros en colegios y bibliotecas de la provincia. También de prestarlos en las calles a quienes se hacían socios. Era de la entera confianza de María, por lo que el periodista no tenía nada que temer. Emilio tenía que acercarse a ella y darle una clave para hacerse reconocer. Ese automóvil sería el refugio perfecto para entrar en la Biblioteca Nacional sin despertar sospechas. De vez en cuando trasladaban en las «circulantes» algunos volúmenes que debían volver a la casa madre de los libros hispanos. Además, Mercedes conocía al vigilante nocturno, que intentaba desde hacía tiempo ganarse sus favores.
—O sea, que yo entro en la Biblioteca y… —le había dicho Emilio a María, a la espera de conocer el desenlace de aquel esbozo de aventura, que coincidiría con el final de su café.
—Y yo te voy a buscar. Nos metemos hasta el sótano, buscamos el libro, le echas una ojeada y lo escondemos.
—Perfecto, María. Te debo un favor.
—Si nos sale bien y les damos una lección a esos gerifaltes, dalo por pagado.
Cansado de tener que compartir los oficios con tanto aprendiz, el jesuita Miguel Ángel Tudela se retiró la sotana para sustituirla por un traje igual de barato e incapaz de dar cabida holgada a sus rebosantes carnes. Maldijo su suerte y, con ella, a todos los gobiernos republicanos que se habían pasado el testigo de la estigmatización de la Compañía. Después, cuando ya abandonaba la parroquia, se hizo la señal de la cruz de manera casi furtiva, para no despertar sospechas sobre su condición de fugitivo. Al fin y al cabo, aquella vestimenta seglar era para él una prueba mandada por Dios y, por lo tanto, debía sobrellevarla con la mayor dignidad posible. Dejó atrás el silencio de la iglesia y el bullicio de la hora de la cena en el colegio adjunto. El alboroto infantil le trajo vivos recuerdos de su etapa de instructor de jovencitos destinados a engrandecer aquel ejército de siervos del Señor del que formaba parte activa y orgullosa, aunque ahora fuese desde una humillante clandestinidad. Ésa era su verdadera vida, y no la falsa identidad que había tenido que asumir por si fuese descubierto por aquellos guardianes del Templo que podían aparecer en cualquier momento en busca de una venganza que alguien revistió de justicia por medio de bandos mundanos. Con su cartapacio en la mano y su atuendo civil, él era un vulgar agente de seguros de vida, todo un sarcasmo para quien había procurado a tantas almas la eternidad celestial sin pago previo de cómodas mensualidades. Tomó rumbo hacia su
coetus
, el piso que compartía con otros seis hermanos igual de perseguidos que él. Debía apresurarse para llegar a tiempo a la cita semanal con su superior, el representante en Madrid del provincial de Toledo. Tenía que informarle sobre la aparición, días atrás, de un periodista que también estaba tras la Biblia más antigua del mundo.