Read La biblia bastarda Online
Authors: Fernando Tascón,Mario Tascón
Tags: #Intriga, #Aventuras, #Histórico
—¿Le aprieto las tuercas? —preguntó el que custodiaba la puerta, que en ese preciso instante se abrió de par en par.
—¡Ya le habréis hecho hablar, supongo! —tronó la voz de Gisbert, que se acababa de incorporar a la fiesta. Emilio no sabía si debía sentir alivio o ponerse aún más a la defensiva. Su viejo amigo, el policía, sabía siempre de sus andanzas y puede que estuviera al tanto de lo sucedido. Para él, que conocía sus pesquisas acerca del código, sería más fácil implicarlo.
—El pajarito está algo afónico —afirmó el del puro, con la voz bañada en humo.
—Dejádmelo a mí, veréis como nos canta una zarzuela —pidió el inspector.
Los dos policías se fueron y Emilio se quedó mirando de frente al que hasta el momento consideraba su amigo. Había llegado la hora de saber la verdad. Si el inspector se la había estado jugando, si trabajaba para el mismo patrón que los falangistas, que el ruso, que el petimetre o que cualquiera de los rufianes que le seguían la sombra, la cosa pintaba negra para el redactor. Si sencillamente cumplía su cometido como guardián de la ley, también estaba en sus manos.
Gisbert dejó su sombrero y su abrigo en el perchero, como si necesitase moverse con más soltura.
—Dime en qué andas metido —le urgió.
—Vicente, sé sincero, ¿me la estás jugando? —preguntó Emilio, con voz abatida.
—¿Por qué lo dices? ¿Por las ochenta pesetas? Tampoco es para tanto —respondió muy ofendido.
Una respuesta tan inesperada y espontánea, una pequeñez como aquella deuda que Emilio ni siquiera recordaba ya, le reveló que Gisbert estaba de su lado. Si en su relación con el redactor los miserables dieciséis duros eran la única preocupación que turbaba la conciencia del policía, significaba que seguía siendo el mismo Vicente con el que había quemado las noches de Madrid entre confianzas propias de viejos camaradas que van en busca de buenos ratos y malas compañías.
Más calmado, el periodista decidió contar lo que en aquel momento era capaz de recordar de sus últimas correrías, incluida su visita a Van Raders. Sabía que su amigo, el inspector, no era precisamente un sujeto al que una madre confiaría a su indomable hija adolescente, pero en aquellas circunstancias era su único asidero.
—O sea, que oíste el disparo…
—Sí, pero no se lo he dicho a tus colegas. Me parecía que me situaba demasiado cerca del asesinato. Oye, Vicente, ¡yo ya me había marchado de allí! Vi a un hombre salir corriendo, seguro que fue él.
—¿Y lo del periódico que había sobre la mesa?
—No lo sé. ¿Hablaba de algún libro? ¿Firmé algo ese día?
—Por lo que yo he visto, no.
—¿De cuándo era?
—Ni idea, sólo vi la portada.
—¿Y qué decíamos?
—A ver si te has creído que dedico mi tiempo a leer la prensa. Únicamente recuerdo lo sustancial: las preciosidades de las fotos.
—¿Que eran…? —Emilio dejó abierta la pregunta.
—Pues, si no recuerdo mal, la Loretta Young y la Karen… no sé su apellido. Tampoco tengo por qué saberlo, no me han presentado a sus padres.
—¿Karen Morley? —preguntó el periodista al recordar la portada de algunos días atrás.
—Eso, la Karen Morley. Es que sólo publicabais su rostro. Si hubiese aparecido algo más de carne, la recordaría mejor —se excusó el inspector—. Bien, ahora presta atención. Esos dos no saben nada de lo que te voy a contar: andan diciendo cosas sobre ti por ahí fuera.
—¿Por dónde?
—Por los sitios que tú te resistes a visitar conmigo. Me han soplado lo de la paliza y otros aseguran que te la estás buscando. ¿Es por lo del libro aquel que me contaste? ¿Es por lo del universitario?
—Son tres tipos.
—¿Quiénes? —quiso saber Gisbert.
—Los falangistas que me atizaron. Uno regordete, otro corpulento y uno rubio, más fino.
—Vaya. Un pícnico, un atlético y el tercero…, cómo era…, ¡eso, un leptosomático! Tranquilo, no los conozco; sólo es una clasificación que acaban de inventar los yanquis para describir el comportamiento de los seres humanos. El comisario se empeña en que aprendamos esas cosas. Mira, a ver si acierto: el gordito es un mandado, el grande no tiene muchas luces y el escuchimizado es el más violento, el que dirige el cotarro…
La certera descripción que acababa de exponer el inspector, aunque de terminología escasamente científica, dejó al periodista más tranquilo.
—Qué pericia. Si no sois capaces de atrapar a los delincuentes, al menos podréis descubrir, por medio de un retrato a mano alzada, si les gustan las gachas con miel o el pescado en salsa verde —se mofó.
—Bien, Emilio, déjate de coñas y escúchame con atención. Voy a investigar a esos hombres. Sólo te voy a advertir de algo: espero que no tengas nada que ver con la muerte del tal Van Raders. Si fuese así, se acabaron las amistades.
—Está bien, Vicente, ¿me sacarás de aquí?, ¿realmente puedo fiarme de ti?
El inspector se levantó y le propinó un puñetazo en el vientre que provocó un gemido agudo. Después comenzó a repartir patadas entre los muebles de alrededor.
—¿Que si te puedes fiar? ¡Empieza a quejarte como un hombre, hostias, que los de ahí fuera se van a dar cuenta del paripé! —decía Gisbert mientras apaleaba los enseres que encontraba a su paso.
La caja de puros cayó al suelo y su contenido comenzó a rodar en todas las direcciones. Emilio, que no quería dar más motivos de enojo a sus anfitriones, comenzó a recogerlos mientras emitía quejidos forzados.
—¡Deja eso en el suelo! —le ordenó Gisbert—. ¿No ves que te estoy dando una paliza?
Mientras las patadas se repetían contra los muebles, y los libros volaban de una pared a otra de la habitación, el periodista siguió interpretando su papel: gimotear y mentar a voz en cuello a toda la parentela de las deidades más veneradas en Madrid.
Por fin, el inspector Gisbert abandonó la sala. Mientras hacía ejercicios de estiramiento con los dedos, comunicó a sus colegas que, tanto a su juicio como al de la culata de su pistola, el periodista no sabía nada del disparo.
M
auricio Ettinghausen estaba nervioso. Le sucedía siempre que se veía obligado a emprender un largo viaje. Además, la última vez que había tenido que llegar hasta Leningrado, el nuevo nombre de San Petersburgo, había sobrevivido a los duros y helados caminos del norte de Europa a base de comer sardinas en escabeche de varios tarros que, por precaución, cargó en sus valijas. Sin aquellas conservas habría muerto de frío, estaba seguro.
El anticuario, representante en París de la librería londinense Maggs Bros, repasaba y ordenaba en diferentes montones todos los papeles que se encontraban encima de la mesa de madera de su despacho. En el centro tenía un espléndido y cuidado facsímil del Códice Sinaítico que él mismo había adquirido hacía once años, según sus notas. El ejemplar procedía de la biblioteca particular de Catalina Dolgoruky y lo completaban un buen número de papeles, certificados, facturas y recortes de prensa, así como varios diarios y diferentes impresos y fotografías relacionados con los trabajos de preparación de la obra. Le había comprado aquel lote a un antiguo ayudante de la familia imperial en el exilio, un español llamado Francisco Pérez al que conoció porque era miembro, como él, del comité de dirección de la Société d’Equitation de París. Se lo había presentado hacía mucho tiempo Nadia Stahl en aquellos salones de la escuela hípica. Nadia era una «rusa blanca», una partidaria de los contrarrevolucionarios. A sus cuarenta años de edad, toda la comunidad exiliada la conocía por ser la encargada del café de la Rotonde del Palais Royal.
Consiguió un buen precio, ya que valoraron en ochenta libras el conjunto con el facsímil de la Biblia junto a todas aquellas carpetas de papeles y correspondencia. Parecían los restos finales de una colección que seguramente había contenido joyas y otros tesoros. El vendedor aceptó el trato con la rapidez de quien tiene ganas de rematar el encargo. El importe incluía una pequeña pero importante serie de anónimos dirigidos al zar Alejandro II por la organización terrorista la Voluntad del Pueblo. Uno de ellos era el que había recibido poco antes de que lo asesinaran. Francisco Pérez le había entregado los documentos en un cofre y, al vaciarlo, el anticuario había descubierto la tapa de un doble fondo. Tras sufrir un episodio de ansiedad pensando que podría encontrar alguna importante joya de los Romanov y descubrir un tirador oculto en una de las asas laterales, se había encontrado con un espacio vacío. Una pena.
En su momento quedó asombrado por la capacidad de Francisco para leer y hablar varios idiomas. Aquellos papeles contenían notas en griego, alemán o ruso, y el ayudante de la Dolgoruky tenía la habilidad de saltar de una a otra lengua sin inmutarse. Admiraba aquella destreza, a pesar de que él mismo dominaba tres idiomas, pero lo de aquel español era, a su juicio, sobresaliente. Cuando le estaba vendiendo los materiales de la princesa, durante el recuento, apareció entre ellos un sobre imperial con papel interior de seda y aspecto de contener algún documento importante. Al abrirlo se encontró con una nota manuscrita en caracteres que le parecieron griegos y rusos.
—¿No sabrá usted lo que significan estas letras, Francisco?
—Sí. Es la palabra «verdad» en hebreo, griego y ruso.
—Me asombran sus conocimientos de lenguas. ¿Y qué cree que hará aquí este papel?
—No lo sé, Mauricio. La palabra «verdad» en hebreo está compuesta por la primera letra y por la última de su abecedario, por lo que tenía un especial significado: la verdad contenía el principio y el fin de todo. Ese matiz no se conservó al pasar al griego, ya que «verdad» en ese idioma no contiene las letras inicial y final de su alfabeto.
Mauricio se quedó pensando por qué estaría allí aquel apunte tan extraño. Miró el papel a través de la luz y pudo ver la marca de agua de una cruz ortodoxa de ocho travesaños. Lo volvió a colocar entre la guarda del facsímil y la primera hoja, y cerró el libro.
—Me ha dicho que fue su padre el que estudió el códice, ¿verdad?, pero usted parece saberlo todo sobre él.
—Es un libro que siempre ha estado presente en mi vida, desde que era niño. Fue el motivo por el que mi familia pudo establecerse en Rusia.
Mauricio siempre tuvo en la mente que quizá debería trocear aquella colección de documentos, esperar un tiempo razonable y venderlos luego por separado. De ese modo, su valor se multiplicaría. Podría subastar el propio facsímil en solitario y alguna casa real llegaría a pujar por él doscientas o trescientas libras. Había pensado ofrecérselo al rey de Portugal, Manuel II, habitual comprador de libros de Maggs Bros o, incluso mejor, a algún burgués cristiano que quisiera tener en su mansión un ejemplar de la Biblia más antigua conocida, aunque fuera en versión facsimilar. Nunca había entendido por qué algunos coleccionistas clásicos despreciaban esas cuidadas copias cuando, en muchos casos, eran verdaderas obras de arte y en realidad no dejaban de ser la mejor forma de que los grandes tesoros bibliográficos fueran asequibles. La llegada de la burguesía al mercado de antigüedades había hecho más necesaria que nunca la apertura de una nueva oferta compuesta por imitaciones de calidad garantizadas.
Ahora se alegraba de haber guardado aquel baúl durante todos esos años sin desmembrar su contenido. El ejemplar que tenía ante sus ojos, copiado de la Biblia aparecida en el monasterio de Santa Catalina, era magnífico, como no podía ser de otra forma, ya que se trataba de una copia editada por los propios zares. Por lo que había leído en la introducción, hasta se imitó en el papel la textura de los pergaminos originales. No sólo se había transcrito el texto, sino que se incluyeron todas las correcciones de los copistas a lo largo de la historia de aquel manuscrito.
Y ahora aquel libro tenía una nueva utilidad en aquel inesperado giro del valor que pueden tener los materiales que un anticuario guarda en sus almacenes. Ya no sólo era un bello volumen capaz de proporcionarle una buena ganancia: el facsímil del Códice Sinaítico iba a servirle para contrastar el original que el gobierno soviético planeaba vender al británico. Pocos años atrás, en aquella expedición que aún le traía un persistente y sabroso olor a sardinas, Mauricio acudió a la capital soviética acompañado de su amigo, el librero Ernesto Maggs, para buscar una Biblia de Gutenberg que el gobierno de José Stalin puso en venta para financiar sus planes quinquenales. Antes de partir hacia Rusia, apalabraron la compra del ejemplar con un rico comerciante. En su visita al archivo, se fijó en un libro grande, envuelto en una tela de color rojo, que descansaba perdido en una estantería de la sección de impresos especiales de la Biblioteca Pública Estatal. Pidió permiso para verlo al responsable de colecciones y patrimonio que les acompañaba, y abrió el envoltorio de seda para separar el papel que, justo encima, daba título a la obra que se escondía dentro: el Códex Sinaiticus. ¡Allí, casi olvidado, estaba el original al que correspondía el facsímil que él conocía bien porque ya llevaba una década en sus almacenes de París! Siempre le había intrigado saber qué habría sido de aquel ejemplar adquirido por los zares, de aquella Biblia que ahora permanecía en manos del más poderoso gobierno ateo del mundo. La había dado por desaparecida en la Revolución o por robada a manos de algún noble en los saqueos de los tesoros imperiales. Movido por su intuición de hombre de negocios, aquel día se volvió hacia el encargado y le dijo: «Si alguna vez quieren vender también este libro, mi compañía podría conseguirles un precio inigualable. Avísenme».
Hay veces que los deseos se cumplen y, meses después de aquella declaración, le llegó un mensaje a través de la embajada soviética en París: «Nuestro gobierno estaría dispuesto a vender el Códice Sinaítico por cuatrocientas mil libras. ¿Pueden ustedes encontrar comprador?». Estupendo, pero ¿de dónde podría sacar alguien cuatrocientas mil libras? Era un precio desorbitado, incluso a cambio de la palabra de Dios. No obstante, todo se había puesto ya en marcha, de manera que contactó una vez más con su amigo y socio en la capital del Reino Unido, Ernesto Maggs, compañero en el viaje a Rusia y dueño de la más importante librería anticuaria del mundo occidental.
Envió un cable a Londres para poner a Maggs al tanto de la operación. También le remitió una carta en la que le contaba los pormenores. Al cabo de diez días, otro telegrama de vuelta daba el visto bueno al estudio de la transacción. Sus socios habían contactado con el director del Museo Británico y el arzobispo de Canterbury, quienes habían escrito al primer ministro de la isla, que a su vez, con una rapidez inusitada, les permitió hacer un tanteo para adquirir el libro. El gobierno de Londres tenía interés. Había que negociar un precio mejor.