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Authors: Brian W. Aldiss

Tags: #Ciencia-ficción, #Relatos

La bóveda del tiempo (26 page)

BOOK: La bóveda del tiempo
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—Deja eso para el Capitán y cállate —dijiste. Te alejaste antes de que te tocara y te acercaste al Capitán. El Almidonado estaba más almidonado que nunca y repartía órdenes con la férrea eficiencia de un chusquero. La situación era imposible de empeorar, por tanto habló con rapidez a los jefes de escuadra de su flota. Mediante un esquema animado situado sobre su cabeza, los resultados de tales órdenes quedaron traducidos inmediatamente en cambios visibles. La flota owlenjiana se desplegaba en escuadrones individuales y se esparcía abarcando una anchura de varios parsecs. Se movían hacia la cortina de moscas como una mano abierta. Y lo hacían a la máxima velocidad, derechos contra las naves enemigas.

—Están demasiado preparados para nosotros —te dijo el Almidonado por la comisura de la boca—. Esto no les hará mella. ¡Nunca lograremos pasar! No somos bastantes para resultar efectivos. No es sino un suicidio.

—¿Qué más se te ocurre? —le preguntaste.

—Si cada nave buscase un planeta, lo rodease y lo amenazase con la demolición no, nos… cazarían uno por uno —Sacudió la cabeza—. Esta es la única forma posible —dijo, prestando nueva atención a la maniobra.

Hablar más era inútil. Las naves de reserva y el puñado de naves lanzadas a la carga se deslizaban juntas. El golfo abierto entre ambos grupos quedó cubierto por una reja de llama azul, eléctrica, cegadora. Cuadrados eslabones de fuerza se abrieron y golpearon como bocas mordedoras. Cualquiera que fuese el origen de su poder, el drenaje tuvo que ser colosal, capaz de consumir las energías básicas del mismo espacio.

Las naves owlenjianas se encontraron en medio de una extraña defensa antes de que la fuga fuera otra cosa que una idea pánica. Aquel enrejado cortante llameaba delante de sus escotillas, golpeaba, retrocedía, llameaba y golpeaba de nuevo, bañando todos los puentes en su luminiscencia excéntrica, deslumbrándolos, consumiéndolos. Fue aquella la última luz que vieron miles de ojos. Las naves sobre las que se cerraban aquellas mandíbulas azules ardían con brillo magnésico; ardían y se combaban como plátanos maduros, despojados de vida.

Pero los invasores desgarraban el espacio a velocidad formidable. Las aterrorizadoras rejas no estaban en fase apropiada; quienquiera que las controlase no podía controlar sus ajustes precisos; su acción de tijera era demasiado lenta: muchas naves se colaban por entre los intersticios y arribaban frente a las filas de la flota de Yinnisfar.

La nave abanderada pudo pasar. La reja golpeó inútilmente tras ella. Una rápida mirada al esquema mostró al Almidonado que sólo le habían quedado unas cuarenta naves, desparramadas y sin formación.

—¡Superfusores… fuego! —gruñó.

Nadie en aquella inmensa confusión de blindajes había estado nunca en una batalla espacial. La galaxia, desde que envainara sus espadas, había envejecido. De todos los astutos cerebros que seguían el rápido juego estratégico, el del Almidonado fue el que tomó más prestamente la delantera. Las poderosas filas de Yinnisfar habían puesto demasiada confianza en el ingenio de la reja; con el paso de las horas quedaron desconcertados por la presencia de supervivientes junto a ellos. Owlenj les sacudió para que se despejaran.

Ardientes soles de superfusores cayeron en cascada entre ellas y alcanzaron nave tras nave achicharrándolas con energía cósmica en tanto los atacantes se batían en retirada de manera desordenada. Las naves de Yinnisfar también eran rápidas. En menos que se cuenta se habían dispersado ya, a salvo del centro de fusión donde veinte de sus hermanas habían sido alcanzadas.

—¡Pasamos! —dijiste—. Sobre Yinnisfar ahora. ¡Allí recuperaremos nuestra seguridad!

La flota enemiga no estaba tan distanciada, sin embargo. Varias unidades los sobrevolaban ya a velocidad endiablada. Entre ellas se encontraba el navío de treinta millas de longitud que habían avistado días atrás.

—¡Y allí hay tres iguales! —gritó el Soldado desde su puesto en las escotillas—. ¡Mirad! ¿Cómo puede moverse a tanta velocidad?

El Almidonado viró la nave abanderada hacia abajo. Alteraron el rumbo justo a tiempo: los avanzaron y lanzaron una negra masa, semejante al humo, directamente contra donde antes se encontraran; el humo se molecularizó, capaz de acribillar a la nave abanderada como polilla sobre una alfombra y convertirla en cascajos. En la maniobra salvadora perdieron de vista a los cuatro navíos gigantescos. Luego volvieron a recuperarlos y con rápidas vueltas formaron entre los cuatro un colosal cuadrángulo que abarcaba el frente de la nave abanderada.

—Ningún humano podría hacer eso. Son controladas por robots —dijiste, absorbido por la fascinación de la batalla.

—¡Y están extendiendo la barrera enrejada! —dijo el Almidonado. Fue un relámpago de inspiración, demasiado rápido para ser comprobado del todo. Se giró y ladró órdenes al Equipo de Bombardeo; rugió que había que alcanzar a toda costa a los gigantes. Por entonces la nave abanderada estaba sola; el resto de sus compañeras habían sido desintegradas o esparcidas.

Los cuatro gigantes estaban en posición. Nuevamente, la infernal reja azul tijereteó cortando el rumbo de la nave abanderada. El Almidonado no tuvo tiempo de virar… iban lanzados contra la deslumbrante reja. En el último segundo, un miembro de Bombardeo hizo fuego con un superfusor.

Superfusor y reja se encontraron.

Las dos insensatas energías se trabaron la una a la otra como bestias de presa. En vez de arrojar el usual tipo de explosión, la fusión escaló los retorcidos cuadriláteros de la reja y fue desarticulándola mientras trepaba. Dejó en el centro un amplio círculo de nada a través del cual pasó indemne la nave abanderada. Un punzante fuego que devoraba el fuego ascendió a las esquinas de la reja. Y alcanzó las cuatro naves gigantescas.

Durante un segundo quedaron intactas, irradiando todas ellas un arco iris tridimensional que abarcaba todas las direcciones visibles con una extensión de cientos de años luz. Después, aquella cegadora belleza se fundió: los cuatro arco iris se fusionaron y se convirtieron en anti-luz. Absorbieron, arrollaron y desaparecieron donde habían estado apareció y se expandió un gran boquete en la nada del universo. La ineluctable fábrica del universo estaba siendo devorada.

Varias naves de Yinnisfar fueron atrapadas en aquel cataclismo. La nave abanderada no perdió tiempo en regodearse. El momento de su triunfo más grande fue también el momento de su destrucción. Un globo translúcido procedente de un destructor enemigo alcanzó su aspa dorsal.

Como un pulpo que aborda un bote de remos, el globo dispersó tentáculos de luz y atrapó la nave abanderada.

El Almidonado juró con furia.

—Ya nada responde —dijo, dejando caer los brazos a sus costados.

Era improbable que alguien le oyera. Un silbido continuo les llenaba los oídos a todos mientras sus cuerpos saltaban electrificados en protesta por lo que estaba ocurriendo. La escena se derretía en inolvidables matices naranja y negro mientras la luz penetraba en todas partes. Rostros, ropas, suelo, instrumentos: todo era destruido.

Luego, todo acabó en aquel momento cercano a la locura. Quedaron sumergidos en las tinieblas y sólo el pálido resplandor de las estrellas iluminaba levemente sus pálidos rostros. El Almidonado tanteó en busca de los mandos. Pasó la mano por encima de bancos de instrumentos. Todo estaba paralizado y muerto.

—¡Estamos acabados! —anunció—. Ni un susurro de vida en ningún lugar. Hasta el aire purificado se ha terminado.

Se dejó caer y se cubrió la cara con las manos. Durante un rato nadie habló palabra; todos estaban emocionalmente vacíos a causa del rigor apocalíptico de la batalla y el fracaso.

—Tal vez sean caballerosos en Yinnisfar —dijiste por fin—. Seguramente dispondrán de algún código militar. Vendrán y nos sacarán de aquí. Seremos tratados con honor.

El Soldado dijo ásperamente desde un rincón:

—¡Todavía con fanfarronadas! Deberíamos darte el pasaporte ya.

—Atrapémoslo —dijo el Tuerto, pero nadie se movió, Estaban todos atosigados de tanta luz estelar, hartos de tanta cháchara sin importancia.

—Yo sólo me siento relajado —dijiste—. La batalla ha terminado. Hemos perdido con honor. Mirad a vuestro capitán, medio muerto de cansancio. Luchó bien, con energía. No hay que culparle por haber perdido. Ahora puede descansar sin remordimiento… y nosotros podemos hacer lo mismo… sabiendo que el futuro no está en nuestras manos. Seguramente vendrán en cualquier momento y nos harán un proceso honorable en Yinnisfar.

Los otros no te respondieron.

En el puente de la nave abanderada el aire estaba volviéndose fétido cuando llegaron los emisarios de Yinnisfar, tal como habías predicho. Penetraron rápidamente abriendo un boquete en el casco, se hicieron cargo de los hombres inconscientes y los trasladaron a su nave. Ésta partió a toda velocidad hacia Yinnisfar. La nave abanderada fue abandonada a su propia ruina.

Se te había dado una habitación aislada que compartías con el Almidonado, el Tuerto y el Soldado. Los dos últimos se encontraban hastiados ya debido a la magnitud de los recientes acontecimientos. Estaban sentados juntos como dos maniquíes, sin hablar palabra. El Almidonado estaba en mejor forma, pero no había reaccionado todavía y yacía temblando sobre un canapé. Así, sólo tú te mantenías de pie junto a la puerta y contemplabas el espectáculo mientras disminuía la distancia a Yinnisfar.

El planeta que tan destacado papel había jugado en la galaxia constituía un espectáculo curioso en los últimos años de su historia. En torno a su ecuador giraban dos anillos espléndidos, el uno encerrado en el otro. Uno de estos anillos era natural y consistía en despojos de la Luna, desintegrada cuando una antigua nave se empotró en Iri y explotó repentinamente. El otro anillo no era ni más ni menos que material de deshecho apelotonado. La demolición de naves espaciales había sido prohibida muchos años atrás en la superficie de Yinnisfar, donde la acumulación de metal inservible era considerado repugnante; para solucionar el dilema entre la prohibición y la necesidad, todos los fragmentos de deshecho fueron puestos en órbita en el anillo. Al cabo de cierto tiempo, el anillo creció hasta alcanzar cincuenta millas de profundidad y varios cientos de millas de anchura. Lejos de ser un espectáculo feo, alcanzaba considerable belleza y constituía una de las diecisiete maravillas de la galaxia. Aunque compuesto enteramente de objetos que iban desde motores hasta cucharas, desde lingotes de hierro hasta esquirlas de metal inidentificable, resplandecía como un adorno de joyas, gracias a la eterna pulimentación que sobre cada pulgada metálica ejercía la incesante lluvia de polvo meteórico.

Cuando la nave que te transportaba aterrizó en la cara diurna del planeta, los anillos eran todavía visibles, torcidos como arcos rectos que han de rodear el firmamento.

Y allí estaba Yinnisfar, la Yinnisfar de los llantos y los placeres, ataviada con una memoria que se perdía en el olvido y una perspectiva de tiempo que se prolongaba hasta lo ignorado.

Tras algunas pequeñas demoras, tú y los demás fuisteis desembarcados y conducidos hasta una pequeña nave de superficie para ser llevados a la Corte del Más Alto Soberano de la Ciudad de Nunión. La tripulación de la nave abanderada fue enviada misericordiosamente en una dirección, y las tropas en animación suspendida en otra; mientras, tú y los otros fuisteis metidos en una habitación poco mayor que una madriguera. En este lugar se sucedieron nuevas demoras. Se os trajo comida, pero sólo tú te sentiste capaz de tomarla aunque acompañándola con las provisiones que llevabas contigo.

Os visitaron varios dignatarios, y la mayoría salió, al cabo, sin abrir la boca. Miraste por una estrecha ventana y viste que daba a un patio. Grupos de hombres y mujeres permanecían allí sin propósito definido y en ninguna cara faltaba el sello de la tristeza. Los consultores caminaban como si subieran por una escalera a oscuras. Estaba claro que algo grave estaba por ocurrir; su presencia pendía casi tangible sobre el patio.

Por último, inesperadamente, llegó una orden hasta vuestros guardianes. Con excitación, tú y los otros tres fuisteis conducidos a un marmóreo vestíbulo de audiencia y luego ante el Más Alto, Soberano Legítimo de Yinnisfar y de la Región de Yinnisfar.

Era un hombre pálido, vestido austeramente de satén oscuro. Estaba reclinado en un canapé. Sus facciones eran insípidas, por más que sus ojos traslucieran inteligencia y su voz fuera firme. Aunque su posición a primera vista sugería el letargo, su cabeza era presa de un estado de atención que no escapó a tu mirada.

Os miró sin prisa, reposadamente, sopesándoos con la mirada uno tras otro, hasta que por último se dirigió a ti como dirigente indiscutible. Habló sin preámbulos.

—Bárbaros, que os habéis conducido con locura, que habéis causado estragos en el orden natural de las cosas; vuestra codicia ha de tener como consecuencia las más terribles repercusiones.

Te inclinaste y dijiste con ironía:

—Lamentamos haber perturbado el gran imperio de Yinnisfar.

—No me refiero al imperio. —Agitó la mano como si el imperio fuera una mera chuchería que no despertara su interés—. Me refiero al cosmos en sí, por cuya merced existimos todos nosotros. Las fuerzas de la naturaleza se han convertido en algo interdependiente.

Lo miraste interrogativamente sin decir nada.

—Te explicaré en qué consiste la fatalidad que nos amenaza ahora —dijo el Más Alto—, y espero que comprendas al menos un retazo de mis palabras. Porque preferiría que murierais sabiendo un poco de lo que habéis desatado. Pues bien; esta galaxia nuestra tiene una edad que escapa a cualquier imaginación; los filósofos, los teólogos y los científicos nos dicen que su duración, vasta pero no infinita, se aproxima a su fin. Es más, no creo equivocarme si presumo que tú, procedente del margen exterior, sabes algo de esto.

—Circulaba ese rumor —murmuraste.

—Me complace oír que persiste cierta sabiduría en tu nocturna oscuridad. Hemos llegado a concebir razones para suponer, en estas últimas horas, que la galaxia, como una vieja cortina vencida por su propio peso, puede disolverse; que esto, de hecho, es el fin de todas las cosas: del pasado y del futuro, y de todos los hombres.

En vano se detuvo para comprobar si alguna sombra de alarma había cruzado tu rostro; entonces continuó compuestamente, haciendo caso omiso de las asustadas respuestas de tus compañeros de cautiverio.

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