—La disolución tuvo su comienzo en vuestra locura. En la Región ha reinado la paz durante más generaciones que cabellos hay en tu cabeza. Pero, cuando supimos que vuestra flota se estaba acercando con intentos hostiles obvios, nos vimos obligados a desempolvar las espantosas armas de nuestros antepasados. En todos los planetas fueron resucitados ingenios de ataque y naves anticuadas, en desuso desde el final de la Guerra de Auto-Perpetuación. Sistemas de producción, esquemas bélicos, organizaciones de combatientes… todo tuvo que ser resucitado del pasado fenecido. Ello requirió apresuramientos no conocidos antes y formas organizativas detestables. Todos nuestros tendones fueron puestos en tensión, como un hombre que se tensa con riesgo de torcerse un músculo al pretender golpear a un mosquito. Aun cuando el peligro no era verdaderamente grande, el esfuerzo de rearme fue tan poderoso que ha dejado alterada nuestra estabilidad… lo que, ciertamente, puede hasta causar el derrumbe de toda la estructura económica del imperio.
—Siempre alegra saberlo —dijo el Tuerto, haciendo ademán de envalentonarse.
El Más Alto lo miró desdeñosamente durante un prolongado momento antes de proseguir su discurso sin deslizar comentarios.
—En la precipitada búsqueda de armas que utilizar contra vosotros, encontramos una, que había sido inventada evos atrás y que nunca fue usada. Fue considerada devastadoramente peligrosa, ya que abarcaba las fuerzas electrogravitatorias del complejo espacial. Cuatro máquinas gigantescas, llamadas turbuladores, activaron esta fuerza; eran las cuatro naves que destruisteis.
—Vimos a una de ellas hace días en los márgenes de la Región —dijo el Almidonado. Había estado siguiendo las palabras del Más Alto con excitación, obviamente hipnotizado por la descripción de una gigantesca organización militar disponiéndose para entrar en acción.
—Los cuatro turbuladores tuvieron que ser traídos desde los confines de la Región, donde nuestros antepasados los habían abandonado —explicó el Más Alto—. Fueron reunidos y situados en mitad del rumbo que seguía vuestra flota, con los resultados que ya conocéis. El modelo de aquella reja es el modelo básico de toda la creación. Por desgracia, la destruisteis, o tal vez disteis ocasión a que se consumiera a sí misma. Nuestros científicos sugieren que es tal la antigüedad de nuestra galaxia que es imposible mantener su vieja estabilidad. Aunque el proceso es invisible, la desintegración a que disteis comienzo está actuando todavía, se extiende con rapidez y, de hecho, nada puede contenerla.
El Almidonado se echó atrás como si hubiera sido golpeado. Se acercó al Soldado y al Tuerto y los tres quedaron allí juntos y sin decir palabra.
El Más Alto te miraba, aguardando una respuesta. Como si te sintieras desconcertado por vez primera, miraste inquisitivamente al Tuerto y a los otros; miraban inexpresivamente al frente, también absortos con el panorama de catástrofes recién explicado.
—Hay que felicitar a vuestros científicos —dijiste—. Tardaron en descubrir la inestabilidad, pero al menos la descubrieron por ellos mismos. Es una catástrofe que no comenzamos mis amigos y yo; comenzó hace mucho tiempo y por esa razón vine a Yinnisfar para hablar con ellos… y contigo.
Por vez primera, el Más Alto manifestó cierta emoción.
—Perro bárbaro e impertinente, viniste para saquear, robar y dedicarte al pillaje. ¿Qué sabes tú de esas cuestiones?
—Vine aquí para anunciar.el fin de las cosas —le dijiste—. Cómo llegué, si como cautivo o triunfante, es algo que no me preocupa, ya que las gentes de todos los mundos han conocido mi llegada. Por esa razón planeé esta invasión bélica; una cosa así se lleva a cabo con facilidad, puesto que basta con despertar las pocas pasiones básicas del ser humano. De haber llegado aquí solo, ¿quién lo habría sabido? ¿A quién le habría importado? De este modo, en cambio, la galaxia entera ha abierto los ojos y los tiene posados sobre Yinnisfar. Pueden morir sabiendo la verdad.
—¿De veras? —el Más Alto alzó una ceja imperial—. ¿Puedes contarme algo de esa verdad que te ha obligado a causar tanto estrago, antes de que te haga desintegrar?
—Por supuesto —replicaste—. ¿Te interesa tal vez una demostración práctica primero?
Pero el Más Alto no estaba para demostraciones y chascó los dedos.
—¡Eres un fanfarrón! —dijo con energía—. Estás derrochando mi tiempo y ya me estoy cansando. Caballeros de la guardia, ejecutad a este hombre y mantened su cuerpo aparte. Los otros tres lo seguirán sin dilación.
La guardia avanzó en semicírculo, ávidos ante una oportunidad sin precedentes de probar sus artes en un cuerpo vivo.
—Esta es la clase de demostración que yo deseaba —dijiste, saliendo al encuentro de la guardia.
Ésta estaba compuesta por catorce hombres. Sus uniformes no eran ciertamente militares, con encajes, charreteras y cintas; pero sus largas y anticuadas espadas parecían funcionales en todos sus milímetros, y en aquel momento las espadas habían surgido de las vainas y te rodeaban.
Sin dudarlo, avanzaste contra el primer soldado que se te acercó. Él, con decisión equiparable, se lanzó también contra ti, asestando un pesado golpe de espada contra tu cabeza. Tú alzaste el brazo y la hoja lo alcanzó de lleno.
La espada se rompió y se deshizo en pedazos, como convertida en polvo. El soldado retrocedió alarmado.
Los otros guardias se avalanzaron rápidamente. Sus espadas golpearon tu cuerpo: ni una sola se salvó de la destrucción. Entonces, los soldados pelearon con las manos desnudas. Se lanzaron contra ti. Los apartaste con las manos y sus huesos crujieron, sus brazos se desarticularon, inservibles como sus espadas. A ti debió parecerte como una pelea sostenida en medio de un sueño, en el que el adversario es tan frágil como el papel. Los gritos que emitieron no serían sino crujidos de papel rasgándose.
Cuando se percataron de que poseías —¿cómo lo habrían descrito ellos?— un poder secreto, retrocedieron jadeando y gruñendo. Viste entonces que sobre un mirador recién abierto en el blanco muro que estaba frente a ti te estaba apuntando el morro de una máquina de aspecto poco tranquilizador.
A pesar de la agitada escena de que había sido testigo, el Más Alto mantenía su autocontrol. El Soldado, el Almidonado y el Tuerto se habían refugiado tras la guardia buscando protección.
—Antes de que seas aniquilado —dijo el Más Alto, mirando la abertura— explícame cuáles son tus trucos.
—Enséñame antes el que quieres aplicar sobre mí —sugeriste. Para precipitar los acontecimientos, te aproximaste al Más Alto. Tal vez habías dado ya dos pasos cuando la máquina entró en acción. Una lluvia de proyectiles beta fueron lanzados contra ti, pero sólo para caer inofensivos a tus pies.
El Más Alto estaba ya asustado. Se incorporó en su canapé y se alejó, dejando de jugar al gobernante lánguido.
—¿Quién eres tú? ¿De dónde vienes? —jadeó.
—Eso es lo que quiero decirte —dijiste—. Veo que tengo ya alguna posibilidad de que me creáis. Lo que tengo que decir he de hacerlo dirigiéndome a ti y a tu pueblo; cuando termina una gran historia, es conveniente que todo el mundo sepa por qué; un hombre que perece sin conocer las razones es un payaso.
»Procedo de un nuevo mundo, exterior a esta galaxia: nuevo porque todavía prosigue allí el proceso de la creación. Nuevas galaxias están formándose allí a partir de la noche insondable, naciendo de las márgenes de la nada.. Mi planeta es nuevo y yo soy el primer hombre que he nacido en él: todavía no tiene nombre.
Dijo el Soldado:
—¿De modo que el galimatías que me contaste en Owlenj era cierto?
—Muy cierto —dijiste. No te molestaste en contarles cómo habíais aprendido a pilotar la nave del finado Gritador. En vez de ello, te dirigiste al Almidonado—: ¿Recuerdas una conversación que cierta vez sostuvimos sobre la evolución? Tú afirmabas que el hombre era su último producto.
El Almidonado asintió.
—El hombre es el fruto más apropiado de la evolución… en esta galaxia —dijiste. Miraste al Más Alto, al Soldado, al Tuerto. Dijiste sin la menor sonrisa—: Constituís el mayor florecimiento de la evolución en este lugar. Pensad en la multitud de experimentos que la naturaleza ha emprendido antes de llegar a vosotros. Ella comenzó con los aminoácidos, luego con la ameba, célula simple… Era como un niño de escuela en ese entonces, pero durante todo el tiempo transcurrido estuvo aprendiendo. Uso analogías sin dejarme llevar, entendedme, por la falacia patética. Muchos de sus experimentos, incluso los tardíos, como el de las vagabundas células sensitivas, constituyen fracasos; el hombre, plenamente hablando, es su último y mejor logro.
»En la nueva galaxia de que procedo, la evolución comienza con el hombre. Yo soy la más temprana y más primitiva forma de vida de mi galaxia: ¡la nueva ameba!
Proseguiste diciéndoles como incluso en ti habían tenido lugar cambios radicales, algunos de los cuales podrían haber sido detectados bajo examen médico; eras, a decir verdad, una especie diferente a ellos. Tu sistema anabólico estaba fundamentalmente alterado, se habían eliminado el canal urinario y las glándulas sudoríparas. Tu tráquea era doble, la inhalación y expulsión de aire eran practicadas por canales diferentes y el conjunto quedaba mejor protegido que mediante fuertes cartílagos en el hombre. También estaba alterado tu proceso digestivo; frondosos vegetales, que consistían principalmente en celulosa, no eran ya tratados como inútiles: lejos de ello, su celulosa era absorbida e hidrolizada en glucosa necesaria. De esta forma, tu especie dejaba de depender de la masa ejecutable de herbívoros (cuya carne rezuma glucosa) tal como le había ocurrido penosamente al hombre. Modificaciones radicales se habían introducido en la facultad reproductora; no sólo eran transferibles de una generación a otra las viejas características, como el color del pelo: genes lingüísticos y de automoción aseguraban que tan sencillas habilidades fueran también hereditarias. También habían sido afectadas las bases psicológicas de tu ánima, eliminando por completo gran parte del rancio emocionalismo gratuito; no obstante, poseías una altura de altruismo e identidad con los objetos que sobrepasaba la capacidad del hombre.
El Más Alto te escuchó en silencio y cuando acabaste dijo en tono que no ocultaba un temor reverencial:
—Si eres el primero de tu… especie, ¿cómo puedes saber tanto de ti mismo?
Sonreíste. Parecía una pregunta sencilla.
—Porque todos nuestros demás mejoramientos son meramente, de alguna manera, una modificación del modelo utilizado en el diseño del hombre, salvo en que contamos con un don con el que vosotros jamás pudisteis soñar: somos conscientes no sólo de nuestros actos psicológicos, de nuestros pensamientos, si así lo queréis, sino también de nuestros actos fisiológicos. Podemos ver dentro de nuestra última célula sanguínea. En otras palabras, no poseemos procesos inconscientes, inaccesibles a nosotros. Puedo controlar el funcionamiento de cada una de mis enzimas. Estoy integrado como jamás lo estuvisteis vosotros; por ejemplo, la enfermedad del tipo cancerígeno, que durante un tiempo asoló a la humanidad, no puede alcanzarme; lo reconocería e investigaría desde su comienzo mismo. Ni caemos en crisis momentáneas que son sobrellevadas por movimientos reflejos; sabiendo todo de nosotros mismos, somos nuestros propios dueños. Aunque vosotros hayáis dominado vuestro entorno, jamás llegaréis a dominaros a vosotros mismos.
El Más Alto descendió de su estrado. Hundió sus manos en los bolsillos y dio un puntapié a los proyectiles beta que yacían en el suelo.
—Ya teníamos bastante con qué preocuparnos antes de que tú llegaras —dijo. Por un momento, su rostro pareció infantilmente petulante. Sabedor de la atenta mirada que volcabas sobre él, se volvió y exclamó con risa forzada—: ¡Para ser honrado, me has provocado cierto sentimiento de inferioridad! Aunque mi vida se ha prolongado durante cinco siglos, vuelvo a ser un niño. Caramba, sin duda debiste sentirte un auténtico superhombre en nuestro pobre Yinnisfar.
La burla de su tono te puso rígido: poseíais muchos puntos en común para llegar a eso.
—Si así te parece, tienes que sentirte muy diferente de mí —le dijiste—. ¿No comprendiste lo que te expliqué? En mi galaxia, no soy sino una ameba. ¿Tengo que sentirme orgulloso de eso? Pues lo que venga a reemplazarme…
—¡Silencio! ¡Me estremezco al pensarlo! —dijo el Más Alto, agitando una cuidada mano—. Te lo admito: eres más bien humilde considerando el poder que tienes.
—¿Qué sacamos en claro de todo esto? —dijo el Tuerto. Como inválido, se había mantenido junto al Soldado y al Almidonado, y había estado cargando su cerebro con infructuosos planes de fuga. Gran parte de lo que habías dicho no lo había escuchado o le había resultado indiferente; pero en lo concerniente a las últimas observaciones, había captado una idea: que eras una especie de superhombre. Y así se te acercaba ahora, con una mezcla de provocación y lisonja.
—Nos trajiste aquí y de aquí tienes que sacarnos —dijo—. Y no para conducirnos a cualquier lugar de los alrededores. Ya oíste lo que Su Alteza dijo sobre la desintegración de esta zona. Si eres un superhombre, llévanos a Owlenj.
Sacudiste la cabeza.
—No estarías mejor en Owlenj, eso te lo puedo asegurar —le dijiste—. Siento haberte envuelto en esto, pero no ha sido peor que andar escondiéndote en las ruinas de una ciudad. Y, por cierto, no soy ningún superhombre…
—¡Que no lo eres! —exclamó con rabia el Tuerto. Se volvió al Más alto y dijo—: Dice que no es un superhombre. Sin embargo, se zampó veneno suficiente para despachar a todo un ejército, destrozó esas espadas… ¡todos lo visteis!… y soportó todo un bombardeo cuando…
—¡Basta ya! —interrumpiste—. Aquellas cosas pertenecían a una premisa diferente. ¡Contemplad esto!
Fuiste hasta un muro. Estaba construido con sólidos bloques de mármol, pulido y seleccionado para su delicado fin. Colocaste sobre él la mano abierta y empujaste; cuando retiraste la mano, cinco túneles, correspondientes a los dedos habían sido abiertos en el mármol.
Fue una demostración sencilla. Todos estaban profundamente impresionados.
Te limpiaste la mano y te volviste a los otros, pero todos se estaban batiendo en retirada, pálidos sus labios.
—No obstante, no soy más fuerte que vosotros —les dijiste—. Debéis creer lo que os digo, pues es la verdad. La única diferencia es ésta: que yo procedo de un mundo recién creado, recién acuñado por el proceso inexorable de la creación continua. Y vosotros… vosotros procedéis de un mundo anciano.