—¿Qué cree que significa?
—¿Qué es lo que sabe sobre Orciny, Borlú? ¿Por qué coño iba alguien a creer que se puede meter uno en líos con Orciny? ¿Cómo se cree que consigue estar escondido durante siglos? ¿Jugando según las reglas? ¡Santa Luz! Creo que Mahalia se confundió al trabajar para Orciny, eso es lo que creo que pasó, y creo que son como parásitos y le dijeron que los estaba ayudando, pero ella descubrió algo y cuando se dio cuenta ¡la mataron! —Se recompuso—. Al final terminó llevando un cuchillo, para protegerse. ¡De Orciny! —Se rió sin alegría—. Ellos la mataron, Borlú. Y van a matar a cualquiera que les cause problemas. Cualquiera que haga que la atención recaiga sobre ellos.
—¿Y qué pasa contigo?
—Estoy jodido, eso es lo que pasa. Ella está fuera, así que yo también lo estoy. Ul Qoma se puede ir a la mierda, y Besźel, y también la puta Orciny. Esta es mi despedida. ¿Puede oír las ruedas? En un minuto este teléfono va a salir volando por la puta ventanilla, en cuanto cuelgue, y
sayonara
. Esta llamada es un regalo de despedida, por ella.
Dijo las últimas palabras en un susurro. Cuando me di cuenta de que había colgado intenté llamarlo yo, pero el número estaba bloqueado.
Me froté los ojos durante largos segundos, demasiado largos. Garabateé notas en el papel membretado del hotel, nada que fuera a volver a mirar después, solo para organizar mi pensamiento. Hice una lista con personas. Vi el reloj y calculé la diferencia de horas en el huso horario. Marqué un número internacional en el teléfono del hotel.
—¿Señora Geary?
—¿Quién llama?
—Señora Geary, soy Tyador Borlú. De la policía de Besźel. —Ella no dijo nada—. Podemos… ¿Puedo preguntarle cómo se encuentra el señor Geary?
Caminé descalzo hasta la ventana.
—Se encuentra bien —dijo al final—. Enfadado.
Se mostró muy prudente. No sabía qué pensar de mí. Descorrí un poco las pesadas cortinas y miré al exterior. Aunque era de madrugada, se veían algunas siluetas en la calle, como se veían siempre. Pasaba algún coche de vez en cuando. Como era tan tarde resultaba difícil saber quién era de allí y quién extranjero y, por tanto, habría que desverlo durante el día: las farolas oscurecían el color de las ropas y el caminar apresurado de la noche desdibujaba el lenguaje corporal.
—Quería decirle de nuevo cuánto lamento lo que ocurrió y asegurarme de que estaba bien.
—¿Tiene algo más que decirme?
—¿Pregunta que si hemos cogido a quien le hizo eso a su hija? Lo siento, señora Geary, no lo hemos cogido. Pero quería preguntarle… —Esperé, pero ella no colgó ni tampoco dijo nada—. ¿Le dijo Mahalia alguna vez si salía con alguien de aquí?
Solo emitió un sonido indescifrable. Después de esperar algunos segundos en silencio, seguí hablando.
—¿Conoce a Yolanda Rodríguez? ¿Y por qué estaba buscando el señor Geary a los nacionalistas de Besźel? Cuando cometió la brecha. Mahalia vivía en Ul Qoma.
Repitió el mismo sonido y me di cuenta de que estaba llorando. Abrí la boca para decir algo, pero me limité a escucharla. Me di cuenta demasiado tarde, conforme empecé a sentirme más despierto, de que quizá tendría que haber llamado desde otro teléfono, si las sospechas de Corwi y mías eran ciertas. La señora Geary no cortó la conexión, así que después de un momento pronuncié su nombre.
—¿Por qué pregunta por Yolanda? —dijo finalmente. Había conseguido recobrar la voz—. Claro que la conozco, es la amiga de Mahalia. ¿Es que ha…?
—Estamos intentando localizarla. Pero…
—Ay, Dios mío, ¿es que ha desaparecido? Era la confidente de Mahalia. ¿Por eso…? ¿Acaso ella…?
—No, por favor, señora Geary. Le prometo que no hay ninguna prueba de que haya ocurrido algo que lamentar; puede que se haya tomado unos días libres. Por favor.
Había empezado de nuevo, pero se controló.
—Apenas nos hablaron en aquel vuelo —dijo—. Mi marido se despertó casi al final y se dio cuenta de lo que había ocurrido.
—Señora Geary, ¿salía Mahalia con alguien de aquí? ¿Que usted sepa? ¿En Ul Qoma, me refiero?
—No —suspiró más que habló—. Ya sé que está pensando: «¿cómo iba a saberlo su madre?», pero lo sabría. No me contaba los detalles, pero… —Se recompuso—. Había un chico que estaba detrás de ella, pero a ella no le gustaba de esa forma. Decía que era demasiado complicado.
—¿Cómo se llama?
—¿No cree que si lo supiera se lo habría dicho? No lo sé. Lo conoció a través de la política, creo.
—Usted mencionó a Qoma Primero.
—Ay, mi chica los sacaba a todos de quicio. —Se rió un poco—. Enfadaba a los dos lados por igual. Incluso a los unificacionistas, ¿es así como se llaman? Michael iba a hablar con todos. Le resultaba más fácil encontrar nombres y direcciones en Besźel. Es allí donde nos encontrábamos. Iba a hablar con todos, uno por uno. Quería encontrarlos a todos porque… fue uno de ellos el que hizo esto.
Le prometí todas las cosas que quería que le prometiera, mientras me frotaba la frente y no apartaba la mirada de las siluetas de Ul Qoma.
No lo bastante después, me despertó la llamada de Dhatt.
—No me jodas que estás todavía en la cama. Levántate.
—¿Cuánto tardarás en…?
Ya había amanecido, y no hacía poco.
—Estoy abajo. Date prisa, vamos. Alguien ha enviado una bomba.
En Bol Ye’an, los hombres de la unidad de explosivos esperaban ociosos en el diminuto sucedáneo de estafeta, hablando con los sobrecogidos vigilantes de seguridad, mascando chicle y acuclillados a pesar del traje antiexplosivos. La unidad llevaba las viseras levantadas, en ángulo recto respecto a la frente.
—¿Es usted Dhatt? Todo en orden, detective —dijo uno, mirando la insignia de Dhatt por el rabillo del ojo—. Puede pasar. —Me miró y abrió la puerta de la habitación del tamaño de un armario.
—¿Quién se dio cuenta? —preguntó Dhatt.
—Uno de los chicos de seguridad. Uno espabilado. Aikam Tsueh. ¿Qué? ¿Qué? —Ninguno de los dos dijimos nada, así que se dio por vencido—. Dijo que no le gustaba la pinta que tenía, salió para hablar con la
militsya
que estaba fuera, les pidió que le echaran un vistazo.
Las paredes estaban cubiertas de casillas y una serie de enormes paquetes marrones, tanto abiertos como sin abrir, aguardaban en las esquinas y en las bandejas de plástico, colocados sobre tableros. Encima de una banqueta situada en el centro, rodeado de sobres abiertos y de cartas con huellas de pisadas tiradas por el suelo, había un paquete desenvuelto, de cuyo interior sobresalían alambres como si fueran los estambres de una flor.
—Este es el mecanismo —dijo el hombre. Leí el nombre en ilitano que había en su peto de Kevlar: se llamaba Tairo. Le hablaba a Dhatt, no a mí, mientras señalaba con un puntero láser a qué se refería—. Dos capas de envoltorio. —Enfoca con la luz por encima de todo el papel—. Abrimos el primero, nada. Dentro hay un segundo. Abrimos ese… —Chasqueó los dedos. Se refería a los cables—. Muy bien hecho. Un clásico.
—¿Anticuado?
—Qué va, solo que nada imaginativo. Pero muy bien hecho. Tampoco
son et lumière
: esto no lo han hecho para asustar a alguien, sino para joderlo vivo. Y le digo más. ¿Ve esto? Muy directo. Está unido a la etiqueta. —Los restos eran visibles en el papel, una tira roja en el sobre de dentro, con «Tire aquí para abrir» impreso en besź—. Al que lo abra le explota en las narices y se desploma. Pero, a no ser que tenga muy mala suerte, el que esté cerca no va a necesitar más que un nuevo peinado. La explosión es direccional.
—¿Está desactivada? —le pregunté a Tairo—. ¿Puedo tocarlo? —No me miró a mí, sino a Dhatt, que le indicó con un gesto de cabeza que me contestara.
—Huellas dactilares —dijo Tairo, con un ademán de indiferencia, pero me dejó hacer. Cogí un bolígrafo de una las estanterías y le quité el cartucho de tinta, para no dejar marcas. Di algunos toques suaves en el papel para alisar el sobre de dentro. Incluso después de que los artificieros lo hubieran arrugado al abrirlo, se podía leer claramente el nombre que estaba escrito: David Bowden.
—Mire esto —dijo Tairo. Revolvió con cuidado. Debajo del paquete, en el interior del sobre de fuera, alguien había garabateado, en ilitano, «El corazón del lobo». Conocía el verso, pero no sabía de quién era. Tairo tarareó y sonrió.
—Es una vieja canción patriótica —me explicó Dhatt.
—No pretendía meter miedo ni provocar un caos generalizado —me dijo Dhatt en voz baja. Nos sentamos en la oficina de la que nos habíamos apoderado. Frente a nosotros, intentando con educación escuchar nuestra conversación, Aikam Tsueh—. Quería matar. Joder.
—Escrito en ilitano, enviado desde Besźel —observé.
El análisis de las huellas dactilares no reveló nada. Los dos sobres estaban garabateados, la dirección en el de fuera y el nombre de Bowden escrito en el de dentro con una letra caótica. El paquete lo habían enviado desde Besźel, desde una oficina de correos que no estaba, topordinariamente, lejos del yacimiento, aunque estaba claro que el paquete lo tendrían que haber importado dando todo el rodeo a través de la Cámara Conjuntiva.
—Bueno, que se encarguen los especialistas —dijo Dhatt—. Mira a ver si podemos rastrear el envío, pero no tenemos nada que apunte a nadie. A lo mejor los tuyos encuentran algo.
Las probabilidades de que pudiéramos reconstruir a la inversa el recorrido del paquete por las oficinas de correos de Ul Qoma y Besźel resultaban de escasas a nulas.
—Escucha. —Me aseguré de que Aikam no pudiera oírme—. Sabemos que Mahalia había sacado de quicio a los nacionalistas acérrimos de mi tierra. Ya sé que aquí en Ul Qoma no es posible que existan organizaciones como esa, ya lo sé, pero si por algún fallo en el sistema resulta que hay algunos por aquí, es bastante probable que también los sacara de quicio a ellos, ¿no? Las cosas en las que andaba metida parecen el tipo de cosas que les tocan la moral. Ya sabes, menoscabar el poder de Ul Qoma, grupos secretos, fronteras porosas, todo eso. Ya me entiendes.
Me miró inexpresivo.
—Claro —dijo al fin.
—Dos de cada dos estudiantes con un interés especial en Orciny han desaparecido del mapa. Y ahora tenemos una bomba dirigida al señor Entrelasciudades.
Nos miramos.
Después de un momento, ahora ya más alto, dije:
—Bien hecho, Aikam. Lo que has hecho ha estado muy bien.
—¿Habías tenido antes una bomba entre las manos? —preguntó Dhatt.
—¿Señor? No.
—¿Ni en el servicio militar?
—Aún no lo he hecho, agente.
—Entonces, ¿cómo sabes reconocer una bomba?
Se encogió de hombros.
—No sabía, no lo sé, es que… Había algo raro. Pesaba mucho.
—Supongo que aquí llegan muchos libros por correo —dije—. Incluso cosas de ordenadores. Pesan bastante. ¿Cómo supiste que esto era distinto?
—No pesan igual. Era más duro. Debajo de los sobres. Se notaba que no era papel, parecía de metal o algo así.
—Y por otra parte, ¿forma parte de tu trabajo comprobar el correo? —le pregunté.
—No, pero estaba por allí, y ya puestos… Pensé que podría llevarlo. Me ofrecí a hacerlo y entonces noté eso y era… había algo raro.
—Tienes un buen instinto.
—Gracias.
—¿Pensaste en abrirlo?
—¡Claro que no! No era para mí.
—¿Para quién era?
—No era para nadie. —El sobre de fuera no tenía ningún destinatario, iba dirigido a la excavación—. Esa es otra razón, por eso lo miré, porque me pareció extraño.
Dhatt y yo intercambiamos opiniones.
—De acuerdo, Aikam —dijo Dhatt—. ¿Le has dado tu dirección al otro agente en caso de que necesitemos ponernos en contacto contigo? ¿Cuando salgas le puedes decir a tu jefe y a la profesora Nancy que entren, por favor?
Aikam no se movió de la entrada, dubitativo.
—¿Han conseguido ya alguna información sobre Geary? ¿Saben ya lo que le ha ocurrido? ¿Quién la mató?
Le dijimos que no.
Kai Buidze, el vigilante jefe, un hombre musculoso de cincuenta años y por su aspecto yo diría que exmilitar, entró con Isabelle Nancy. Había sido ella, y no Rochambeaux, la que se había ofrecido a ayudarnos en lo que estuviera en su mano. Se frotaba los ojos.
—¿Dónde está Bowden? —le pregunté a Dhatt—. ¿Sabe él lo que ha pasado?
—Ella lo llamó cuando la unidad de explosivos abrió el sobre de fuera y vieron su nombre. —Señaló a Nancy con la cabeza—. Oyó a uno de ellos leerlo en voz alta. Han ido a buscarlo. Profesora Nancy. —La mujer levantó la cabeza—. ¿Recibe mucho correo Bowden por aquí?
—En realidad no mucho. Ni siquiera tiene un despacho. Del extranjero recibe bastante, algo de posibles alumnos, gente que no sabe dónde vive y supone que tiene que andar por la excavación.
—¿Se lo envían de aquí a su casa?
—No, viene aquí cada pocos días para mirarlo. Tira la mayor parte.
—Alguien intenta… —Le dije a Dhatt bajando la voz. Dudé—. Se nos adelanta, sabe lo que estamos haciendo. —Con todo lo que estaba ocurriendo, Bowden debería tener cuidado con el correo que le llegaba a casa. Con el sobre exterior y el matasellos extranjero arrancado, con solo su nombre ahí, podría haber pensado incluso que se trataba de una comunicación interna de alguno de sus colegas y haber arrancado la etiqueta—. Como si alguien supiera que lo habíamos avisado de que tuviera cuidado. —Después de un momento, dije—: ¿Lo traen para acá? —Dhatt asintió.
—Señor Buidze —dijo Dhatt—, ¿había tenido algún problema como este antes?
—No como este. Bueno, ya sabe, a veces llegan cartas de putos colgados. Discúlpeme. —Miró un momento a la profesora Nancy, que ni se había inmutado—. Pero, ya sabe, recibimos advertencias de esas de «dejad en paz el pasado», gente que dice que estamos traicionando a Ul Qoma, toda esa mierda, avistadores de ovnis y yonquis. Pero… ¿esto? ¿Una bomba? —Negó con la cabeza.
—Eso no es cierto —dijo Nancy. Nos la quedamos mirando—. Ya había pasado antes. No aquí. Pero a él. Ya habían atentado contra Bowden antes.
—¿Quién? —pregunté.
—Nunca se probó nada, pero enfadó a un montón de gente cuando publicó el libro. La derecha. Gente a la que le parecía que había sido irrespetuoso.
—Nacionalistas —dijo Dhatt.
—No me acuerdo de qué ciudad. Las dos se la tenían jurada desde hace tiempo. Probablemente era lo único en lo que estaban de acuerdo. Pero esto fue hace muchísimos años.