Vi a otros en sombras parecidas, a las que tampoco conseguía dar un sentido, que emergieron, sin acercarse, sin ni siquiera moverse, sino que permanecieron de tal forma que se volvieron menos indistintas. La mujer no dejaba de mirar y se adelantó uno o dos pasos en mi dirección, por lo que o bien estaba en Ul Qoma o bien estaba cometiendo una brecha.
Aquello me hizo retroceder. Seguí apartándome. Hubo un momento de tensa espera hasta que, como en un eco tardío, los demás empezaron a hacer lo mismo y desaparecieron de inmediato en aquella oscuridad que compartían. Me fui de allí deprisa pero sin llegar a correr. Encontré avenidas mejor iluminadas.
No fui directamente al hotel. Una vez que mi corazón se hubo calmado y pude pasar varios minutos en un lugar que no estaba vacío, caminé hasta el mismo punto elevado con vistas a Bol Ye’an que ya conocía. Esta vez fui mucho más cauteloso en mi escrutinio de lo que lo había sido anteriormente y traté de adoptar ademanes ulqomanos; durante la hora que estuve contemplando la excavación sin iluminar no vino nadie de la
militsya
. Hasta ahora habían mostrado cierta tendencia a presentarse con violencia o a estar ausentes por completo. No cabía duda de que había algún método para garantizar una sutil intervención de la policía ulqomana, pero yo lo desconocía.
Cuando llegué al Hilton solicité que me despertaran a las cinco de la mañana y le pedí a la mujer que se hallaba detrás del mostrador si podía imprimirme un mensaje, puesto que la minúscula habitación llamada «sala de negocios» estaba cerrada. Al principio lo imprimió en un papel con sello del Hilton.
—¿Le importaría imprimirlo en un papel en blanco? —le pregunté, y guiñé un ojo—. Solo por si lo interceptan.
Ella sonrió sin estar segura de qué clase de intimidad estaba siendo confidente.
—¿Puede leérmelo?
—Urgente. Ven lo antes posible. No llames.
—Perfecto.
A la mañana siguiente estaba de vuelta en el yacimiento después de haber dado un tortuoso rodeo por toda la ciudad. Aunque la ley exigía que la acreditación de visitante estuviese en un lugar visible yo me la había puesto en el extremo interior de mi solapa, donde se doblaba la ropa, y solo podían verla aquellos que supieran dónde buscar. La llevaba en una chaqueta de diseño ulqomano auténtico, y también llevaba un sombrero, los dos de segunda mano, aunque para mí fueran de estreno. Había salido algunas horas antes de que abrieran las tiendas, pero encontré a un hombre ulqomano en el punto más lejano de mi caminata que se marchó de allí con más dinares en los bolsillos y menos capas de ropa.
No podía asegurar con certeza que no me estuvieran vigilando, aunque no pensaba que fuera por parte de la
militsya
. Hacía muy poco que había amanecido, pero ya había ulqomanos por todas partes. No quería correr el riesgo de acercarme demasiado a Bol Ye’an. Con el transcurrir de la mañana la ciudad se fue llenando de niños: aquellos que llevaban el uniforme escolar de rigor y montones de chicos callejeros. Tratando de comportarme con moderada discreción, observé por encima de los interminables titulares del
Ul Qoma Nasyona
mientras desayunaba comida frita en un puesto callejero. La gente empezó a llegar a la excavación. Como a veces lo hacían en grupitos me costaba ver quién entraba y enseñaba los pases porque estaban demasiado lejos para distinguirlos. Esperé un momento.
Una niña que llevaba unas zapatillas varios números más grandes que su pie y vaqueros rasgados me miró con escepticismo. Tenía en mi mano un billete de cinco dinares y un sobre cerrado.
—¿Ves ese sitio? ¿Ves la entrada?
Asintió, con prudencia. Estos chicos eran unos mensajeros oportunistas, entre otras cosas.
—¿De dónde eres? —me preguntó.
—De París —le dije—. Pero es un secreto. No se lo digas a nadie. Tengo un trabajo para ti. ¿Crees que puedes convencer a esos guardias de que llamen a alguien? —Asintió—. Voy a decirte un nombre y quiero que vayas allí y que encuentres a la persona que se llama así, y solo a esa persona, y quiero que le entregues este mensaje.
La chica, o bien era honrada, o se dio cuenta, chica lista, de que desde donde yo estaba podía ver casi todo el camino que la llevaba hasta la puerta de Bol Ye’an. Entregó el mensaje. Serpenteó entre la multitud, rápida y diminuta: cuanto antes terminara esta lucrativa tarea antes podría surgirle otra. Al verla resultaba comprensible por qué ella y otros niños sin hogar recibían el sobrenombre de «ratoncitos de trabajo».
Unos minutos después de que hubiera llegado a las puertas, apareció alguien que se movía deprisa, arrebujado en su ropa, con la cabeza agachada, alejándose entumecido y apresurado de la excavación. Aunque estaba bastante lejos para verlo con claridad, aquel hombre solitario al que esperaba no podía ser otro que Aikam Tsueh.
Yo ya había hecho esto antes. No lo perdía de vista, pero en una ciudad que no conocía era más difícil hacerlo al mismo tiempo que me aseguraba de que nadie me viera. Aikam lo hizo todo más fácil de lo que podría haberlo sido porque no miró atrás ni una sola vez y siempre, salvo en un par de sitios (que yo imaginaba que sería el camino más directo) escogió las calles más amplias, entramadas y concurridas.
El momento más complicado llegó cuando cogió un autobús. Estaba cerca de él y pude encogerme detrás del periódico sin perderlo de vista. Me sobresalté cuando me sonó el teléfono, pero como no fui el único, Aikam ni siquiera me miró. Era Dhatt. Desvié la llamada y dejé el móvil en silencio.
Tsueh se bajó del autobús y me llevó hasta una zona íntegra de viviendas de realojo ulqomanas, pasado Bisham Ko, una zona ruinosa alejada del centro. Aquí no se veían las torres helicoidales ni los icónicos tanques de gas. Esos laberintos de hormigón no estaban desiertos sino habitados entre los tramos de basura por el ruido y la gente. Se parecía a los barrios más pobres de Besźel, pero con una apariencia incluso más pobre y una banda sonora en otro idioma, con niños y buscavidas que vestían otras ropas. Solo cuando Tsueh entró en uno de los húmedos edificios y subió las escaleras tuve que tener especial cuidado para amortiguar el ruido que hacían mis pisadas en los escalones de cemento, mientras pasaba junto a grafitis y excrementos de animales. Lo oí subir a toda prisa delante de mí, pararse al fin y llamar con cuidado a una puerta. Subí más despacio.
—Soy yo —lo oí decir—. Soy yo, estoy aquí.
Respondió una voz, alarmada, aunque puede que me diera esa impresión porque era alarma lo que esperaba oír. Seguí subiendo despacio y con cuidado. Deseé haber tenido mi arma conmigo.
—Pero si has sido tú quien me lo ha pedido —dijo Tsueh—. Me lo has pedido tú. Déjame entrar. ¿Qué pasa?
La puerta chirrió un poco y se oyó otra voz que hablaba un poco más alto que un susurro. Estaba ya a una columna de distancia. Contuve la respiración.
—Pero si has sido tú quien…
La puerta se abrió más, oí como Aikam daba un paso adelante y yo me giré y avancé rápidamente a través del pequeño rellano que tenía a su espalda. No tuvo tiempo de reconocerme ni de darse la vuelta. Lo atropellé con fuerza, se precipitó contra la puerta entreabierta y la abrió de golpe de tal forma que apartó de un empujón a quien estaba al otro lado y lo dejó tirado en el suelo del pasillo, con las piernas extendidas. Oí un grito pero había atravesado la puerta con él y la cerré de un portazo tras de mí. Me quedé apoyado en ella, bloqueando la salida, y vi, al final del pasillo, en la penumbra que había entre las habitaciones, donde Tsueh resollaba y trataba de levantarse, a la chica que se echaba hacia atrás entre gritos, mirándome aterrorizada.
Me llevé el dedo a los labios y, seguramente porque coincidió con que se estaba quedando sin aliento, la chica se calló.
—No, Aikam —dije—. Ella no ha sido. El mensaje no te lo envió ella.
—Aikam —lloriqueó la chica.
—Silencio —dije. Me volví a llevar el dedo a los labios—. No voy a hacerte daño, no he venido para hacerte daño, pero los dos sabemos que alguien quiere hacértelo. Quiero ayudarte, Yolanda.
La joven volvió a gritar, pero no supe si fue de miedo o de alivio.
Aikam se puso en pie e intentó atacarme. Era un chico musculoso, puso las manos como si hubiera ido a clases de boxeo pero no hubiera sido un alumno muy aplicado. Le hice una zancadilla y apreté su cara contra la alfombra llena de manchas, le inmovilicé un brazo detrás de la espalda. Yolanda gritó su nombre. Se levantó solo a medias, incluso a pesar de que yo estaba sentado a horcajadas encima de él, así que volví a empujar su cara y me aseguré de que le sangrara la nariz. Me quedé entre la puerta y ellos dos.
—Ya está bien —dije—. ¿Quieres calmarte? No estoy aquí para hacerle daño. —Cuerpo a cuerpo al final me superaría con su fuerza, a no ser que le rompiera el brazo. Ninguna de las dos posibilidades me parecía deseable—. Yolanda, por el amor de Dios. —La miré a los ojos, cabalgando sobre el cuerpo de Aikam que intentaba liberarse—. Tengo una pistola, ¿no crees que ya habría disparado si quisiera haceros daño? —Para aquella mentira utilicé el inglés.
—Kam —dijo ella al fin, y el chico se relajó casi al momento. Ella me miró fijamente, retrocedió hasta la pared del final del pasillo y apoyó las manos en ella.
—Me hace daño en el brazo —dijo Aikam debajo de mí.
—Me entristece escucharlo. Si le dejo levantarse, ¿se va a comportar? —Hablé de nuevo en inglés, para ella—. Estoy aquí para ayudarte. Ya sé que estás asustada. ¿Me oyes, Aikam? —Pasar de un idioma a otro no resultaba difícil con tanta adrenalina en el cuerpo—. Si dejo que te levantes, ¿vas a cuidar de Yolanda?
No hizo nada para limpiarse la sangre que le goteaba de la nariz. Se sujetó el brazo y, como no pudo abrazar a Yolanda con él sin que le molestara, se inclinó cariñosamente hacia ella y la envolvió con su cuerpo. Se colocó entre Yolanda y yo. Detrás de él, ella me miraba con cautela, pero no con miedo.
—¿Qué quiere? —me dijo.
—Sé que estás asustada. No soy de la
militsya
de Ul Qoma: confío en ellos tan poco como tú. No voy a llamarlos. Deja que te ayude.
En lo que Yolanda Rodríguez llamaba el salón, ella se acurrucó en una vieja silla que probablemente habían cogido de un apartamento abandonado de ese mismo edificio. Había otras piezas similares, rotas en distintas formas, pero limpias. Las ventanas daban al patio, del cual llegaba el sonido de los niños ulqomanos que jugaban a una versión improvisada de
rugby
. Era imposible verlos a través de la cal que cubría la ventana.
Había libros y otras cosas colocados en cajas por toda la habitación. Un portátil barato, una impresora barata de inyección de tinta. Sin embargo no había electricidad, al menos por lo que podía ver. De la pared no colgaba ningún póster. La puerta que daba al dormitorio estaba abierta. Me quedé de pie, inclinado sobre ella, y vi las dos fotografías que había en el suelo: una de Aikam; la otra, en un marco mejor, de Yolanda y Mahalia sonrientes detrás de unos cócteles.
Yolanda se levantó, se volvió a sentar. Rehuía mi mirada. No pretendió esconder su miedo, que no se había mitigado aunque yo ya no fuera la causa principal. Lo que le daba miedo era mostrar, o abandonarse a, su creciente esperanza. Había visto aquella expresión antes. No es infrecuente en los que anhelan la liberación.
—Aikam ha hecho un buen trabajo —dije. Volví al inglés. Aunque él no lo hablaba, Aikam no pidió que nadie tradujera. Estaba de pie junto a la silla de Yolanda y me miraba—. Le has tenido buscando un modo de salir de Ul Qoma sin ser descubiertos. ¿Ha habido suerte?
—¿Cómo ha sabido que estaba aquí?
—Tu chico ha hecho exactamente lo que le has pedido. Ha estado intentando averiguar qué ocurre. ¿Por qué se preocupaba por Mahalia Geary? Si no hablaban nunca. Eres tú de quien se preocupa. Así que es fácil darse cuenta de que pasa algo raro cuando, como le pediste que hiciera, empieza a preguntar por ella. Es como para ponerse a pensar. ¿Por qué iba a hacerlo? Tú, tú te preocupabas por ella, y tú estás preocupada por ti misma.
Se volvió a levantar y volvió la cara hacia la pared. Esperé a que dijera algo y como vi que no lo hacía, seguí hablando.
—Me halaga que le pidieras que me preguntara a mí. El único policía del que pensabas que no podría formar parte de lo que pasaba. El forastero.
—¡Usted qué sabe! —Se giró hacia mí—. ¡No confío en usted!…
—Vale, vale, yo no he dicho que lo hagas. —Qué forma más extraña de tranquilizar a alguien. Aikam nos miraba y farfullaba—. ¿Así que no sales nunca de aquí? —pregunté—. ¿Qué comes? ¿Latas? Me imagino que Aikam viene, pero no muy a menudo…
—No puede hacerlo a menudo. ¿Cómo me ha encontrado?
—Él puede explicártelo. Recibió un mensaje para venir. Estaba intentando protegerte como podía.
—Me protege.
—Ya lo veo.
Unos perros empezaron a pelearse fuera, según nos informaron los ruidos. Los propietarios se unieron a la pelea. Mi móvil zumbó, audible aún, a pesar de que tenía desactivado el timbre. Yolanda dio un respingo y retrocedió como si fuera a dispararla con eso. En la pantalla salía el número de Dhatt.
—Mira —dije—. Lo apago. Lo apago. —Si el detective estaba mirando su móvil, sabría que la llamada se desviaría al buzón de voz antes de agotar los tonos—. ¿Qué ha pasado? ¿Quién ha ido a por ti? ¿Por qué escapaste?
—No les di la oportunidad. Ya ha visto lo que le ha pasado a Mahalia. Ella era mi amiga. Intenté decirme que no acabaría así, pero ella está muerta. —Lo dijo en un tono que parecía casi de asombro. Se le desencajó el rostro y sacudió la cabeza—. Ellos la mataron.
—Tus padres no saben nada de ti…
—No puedo. No puedo, tengo que… —Se mordió las uñas y alzó la mirada—. Cuando salga…
—¿Directa a la embajada del primer país vecino? ¿A través de las montañas? ¿Por qué no aquí? ¿O en Besźel?
—Ya sabe por qué.
—Pongamos que no.
—Porque ellos están aquí, y allí también. Dirigen las cosas. Me están buscando. No me han encontrado porque me escapé cuando pude. Van a matarme como hicieron con mi amiga. Porque yo sé que están ahí. Porque sé que existen.
El tono con el que lo dijo fue suficiente para que Aikam la abrazara.
—¿Quién? Quiero oírlo.
—El tercer lugar. Entre la ciudad y la ciudad. Orciny.
Hace más o menos una semana le habría dicho que decía tonterías, que estaba siendo paranoica. Mi duda (cuando me contó lo de la conspiración, durante unos segundos hubo una invitación tácita a que le dijese que estaba equivocada, pero me quedé callado) validaba sus creencias, le daba a entender que estaba de acuerdo.