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Authors: Frances de Pontes Peebles

Tags: #GusiX, Histórico

La costurera (41 page)

BOOK: La costurera
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—Si esas tropas tienen la suerte de encontrarnos —dijo—, verán que no somos unos vagabundos.

Luzia recordó la fotografía del capitán Higino y se preocupó. Aunque era una imagen borrosa y mal revelada, era posible ver al joven. Vestía un uniforme sencillo, con las botas lustradas. Era de baja estatura, pero ni el tren ni la multitud lograban eclipsarlo. Sus manos descansaban distendidas a los lados, en lugar de estar metidas rígidamente dentro del cinturón, como los oficiales mayores que estaban a su lado. Parecía relajado, incluso sonriente, como si estuviera a punto de embarcarse en una gran aventura. Luzia calmó sus temores con las historias de Ponta Fina. Tal vez este capitán Higino fuera como los demás, un hombre deseoso de montar un espectáculo, pero no un combate. ¿Y cómo soportaría el matorral un batallón de muchachos mal equipados de la ciudad?

Luzia no sabía cuántas semanas habían caminado cuando, de pronto, Ponta Fina soltó un agudo grito, un aullido que les avisaba. Cuando los cangaceiros y ella treparon por la cuesta donde se hallaba el muchacho, vieron a lo lejos una enorme mancha borrosa de color verde, y al lado una amplia extensión de agua. Los espejismos que veía en el matorral relumbraban como placas de metal, pero aquel río no tenía brillo ni resplandor. Era del color del café con leche. Se trataba del San Francisco, el Viejo Chico, como solía llamarlo tía Sofía. Sus aguas fluían a través de los cerros del matorral, dándoles vida y verdor, separando el estado de Pernambuco del estado de Bahía con su cauce ancho y marrón.

—Hemos llegado —dijo el Halcón, respirando hondo.

Luzia también aspiró el aire. Podía olerlo. Olía a musgo, a tierra húmeda. El aire suavizó las ventanas de su nariz. A lo lejos oyó pájaros. Las casas se amontonaban sobre la orilla del río. Dos nubes de humo negro se elevaban de oscuros montículos colocados delante de un enorme edificio blanco. El capitán Higino y sus tropas fueron olvidados.

2

El poblado ribereño de Santo Tomé no tenía casuchas precarias de arcilla. Todas sus casas eran de ladrillo, cubiertas de una gruesa capa de cemento blanqueado con cal. Había una oficina de telégrafos, una escuela, y al lado de los cúmulos de semillas de algodón estaba la planta desmotadora, la segunda más grande de Pernambuco. Todo era propiedad del coronel Clovis Lucena.

El viejo coronel pasaba los días en su hacienda enfundado en un pijama azul. Llevaba una peixeira envainada en un estuche de cuero, metido en la cintura fruncida de su pijama. Se rumoreaba que años atrás un capanga habían intentado estrangularlo con su propia corbata. A partir de entonces, el coronel se negaba a usar traje. Luzia había escuchado esta historia en Taquaritinga, pero jamás supo si era verdad.

Cuando los saludó, el coronel Clovis sonrió. Como una cabra, sólo tenía la hilera superior de dientes. La parte inferior era sólo encía. Su único hijo, Marcos Lucena, estaba de pie a su lado. Marcos era un hombre de mediana edad y parecía un sapo cururú: tenía piernas cortas, complexión ancha y sus ojos, aunque vencidos por unos párpados pesados y somnolientos, estaban siempre al acecho.

Como todo buen anfitrión, el coronel Clovis se esmeró en agradar a sus huéspedes. Cuando llegaron, ordenó que degollaran una de sus mejores vacas. Hizo que sacrificaran y asaran dos cabritos. A pesar de las protestas de su cocinero, el coronel Clovis le cedió a Canjica el control absoluto de la cocina. La casa del coronel tenía una amplia galería protegida del sol por hileras de árboles Ipé en flor. Pétalos amarillos cubrían el techo y el suelo como una manta dorada. Al lado de la casa había un redil para cabras, el más grande que Luzia había visto en su vida. En uno de sus corrales, los cabritos balaban sin dejar de darse topetazos unos a otros ni de empujarse sus flacas patas.

—Sigues siendo un feo hijo de puta —dijo el coronel, sonriendo al Halcón. Hizo un gesto con la mandíbula hacia Luzia—. ¿Te has conseguido una esposa?

—Un amuleto —respondió el Halcón—. Para darme suerte.

El coronel se rió y se volvió hacia Luzia.

—Mi esposa, que en paz descanse, era una mujer enorme. La mujer más fuerte que ha pisado la tierra. Mi Marcos se quiere casar con una pollita de Salvador. —El anciano pateó el zapato de su hijo de manera violenta—. No sobrevivirá en plena estepa.

—Cuando nos casemos —farfulló Marcos—, no vivirá aquí. —Enfocó la mirada somnolienta en el Halcón—. ¿Vienes a cobrar?

El Halcón sonrió. Su ojo sano emitió destellos.

—¡No! —se interpuso rápidamente el coronel—. Yo sé por qué estás aquí. ¡Me enteré del desastre que provocaste en Fidalga! Ya era hora de que comenzaras a enfrentarte a Floriano Machado…, ese pedazo de mierda. Envía su algodón hasta Campiña Grande en lugar de vendérmelo a mí. Siempre le ha tenido envidia a mi planta desmotadora, nuestra planta. —El coronel Clovis sonrió y luego le dio un golpecito a Luzia—. Ese Machado es un cabra-de-peia. Sabes lo que significa, ¿no, chica? Es una vieja cabra sin carácter. Sin palabra. No respeta las viejas costumbres, tiene que ir a llorarle al gobernador para que envíe tropas en lugar de arreglar las cosas por sí mismo.

—Según lo que decía el
Semanario
—interrumpió Marcos—, quieren llevaros a ti y a tu grupo a Recife. El gobernador necesita buena prensa.

El coronel resopló por la nariz.

—¡Ese pequeño cabrón de Higino no pondrá un pie en mis tierras! Me gustaría ver cómo me obliga el gobernador. Le di más votos que cualquier otro coronel en las últimas elecciones. ¡Conseguí votos hasta de los muertos! Tiene dificultades con el nuevo partido; no puede permitirse el lujo de fastidiarme.

—¿Un partido nuevo? —preguntó el Halcón frunciendo el ceño, confundido.

—¿Cuánto tiempo hace que estás en el monte, muchacho? —preguntó el coronel—. Allí en Minas, Celestino Gomes es candidato a presidente y tiene a un joven de Paraíba que se presenta con él para asegurarse el norte. Prometen una carretera que atraviese Brasil y dar a las mujeres el derecho al voto. No me gusta. Pero mientras no se metan en mi negocio, yo no me meto en el de ellos. Por supuesto, su partido nos está rondando, prometiendo esto y aquello si cambiamos de bando. Aún no lo he decidido.

—No se puede confiar en los del sur —dijo el Halcón.

El coronel Clovis asintió pensativamente. Se alisó con la mano los pocos cabellos que tenía sobre las orejas. Las manchas de sol sobre su calva eran marrones y voluminosas, como garrapatas.

—Algunos dicen que si gana Gomes, todos vamos a cagar oro —continuó Clovis—. Otros pronostican lo peor: la muerte de los coroneles. —Suspiró, luego sonrió a Luzia—. El poder de un coronel es como la hierba, muchacha. Cuanto más la cortas, más crece. Es como un cangaceiro.

Muchos grandes cangaceiros habían sido amigos suyos durante su larga vida. Cabeleira, Chico Flores, Casimiro, Zé do Mato. Los había conocido a todos. Todas las generaciones, recordó Clovis, tenían sus cangaceiros gloriosos. Desde la época de su bisabuelo —cuando no había políticos ni vallados malditos, ni líneas de telégrafo— los cangaceiros y los coroneles tenían sus alianzas y sus disputas.

—Son como el mono sagüi y los árboles angico —dijo Clovis—. No pueden vivir el uno sin el otro.

—Los árboles podrían sobrevivir perfectamente —murmuró Marcos.

Su padre lo miró furioso. El Halcón sonrió.

—Ya basta de cháchara —dijo el coronel, sacudiendo su mano arrugada—. Bebamos algo.

Se trasladaron al porche. Una hilera de mecedoras intricadamente talladas descansaban vacías. Luzia se quedó rezagada. Quería encontrar a Ponta Fina e Inteligente, que tenían su máquina de coser. Al llegar, los hombres se habían dispersado. Algunos revisaron la casa y sus alrededores, asegurándose de que no había peligro. Otros plantaron el campamento y ayudaron a Canjica a preparar el banquete. Luzia miró fijamente por encima del laberinto de corrales, buscando algún rastro de los hombres. Sintió un firme tirón en el brazo tullido. El coronel Clovis estaba a su lado.

—No seas una de esas palurdas que se van corriendo —dijo—. Ven y siéntate con nosotros.

Con increíble fuerza, Clovis tiró de nuevo del codo rígido de Luzia, acercándola. La chica se inclinó hacia él.

—¿Ves eso? —susurró el coronel señalando el corral de chivos—. Ésos son mis cabritos. Pura sangre. La carne más dulce que hayas probado jamás. Sus madres andan sueltas. No tengo cabreros, no los necesito. Te contaré mi truco: si quiero atrapar a la madre, sujeto a su cabrito.

Luzia se echó hacia atrás. El viejo tenía un aliento penetrante, mezcla de dientes podridos y de tabaco masticado. Ella observó el porche. El Halcón volvió sobre sus pasos, acercándose a ellos. El coronel se aferró aún más fuerte a su brazo.

—¿Cómo es tu nombre? —preguntó.

—Luzia.

—¡Ah! —suspiró el coronel, como si hubiera dicho algo extraordinario—. Mañana es 19 de diciembre. El día de tu santo.

Luzia no llevaba la cuenta de los días. Cumpliría 18 años y tendría que llevar a cabo la promesa a san Expedito. Su largo pelo era un estorbo en el matorral. Incluso trenzado, se enganchaba en los árboles. Rara vez podía lavárselo, y tenía que peinárselo con los dedos. Aun así, Luzia no se hacía a la idea de cortárselo. Debajo de los pantalones, las mantas, los morrales y el sombrero de cuero, ella era una mujer, no un cangaceiro. San Expedito tendría que esperar.

—¿Qué tipo de suerte das? —preguntó el coronel, interrumpiendo sus pensamientos—. ¿De la buena o de la mala?

—Ninguna de las dos —respondió Luzia, soltándose la mano.

El coronel exhibió sus escasos dientes vetustos.

3

Aquella noche, en honor a santa Lucía, los cangaceiros hicieron una fogata en el jardín del coronel. Los peones y sus familias se agazaparon cerca del fuego, pero no bailaron ni cantaron. Observaron a los cangaceiros y lanzaron miradas de preocupación al coronel Clovis, que se balanceaba en su mecedora sobre el porche. Las esposas de los peones trajeron un gran recipiente de metal, tiznado por el hollín. Lo llenaron con vainas de castañas de cajú y lo pusieron sobre el fuego. Las llamas se elevaron a los lados de la cazuela, y luego se metieron dentro. Las vainas de semillas estallaron; el aceite goteó de las cascaras y chorreó sobre el fuego. Algunas mujeres revolvieron las castañas envueltas en llamas con largos palos, apartando el rostro del humo ponzoñoso.

Luzia se sentó lejos del fuego, pero le lloraban los ojos. Apartó la cabeza del humo y miró hacia el porche. Allí estaban sentados el Halcón, Marcos y el coronel Clovis, meciéndose. Los pies del coronel, enfundados en sandalias, apenas tocaban el suelo. El cuerpo amplio de Marcos se derramaba fuera de los bordes de la silla. Incómodo con el movimiento de la mecedora, el Halcón estaba sentado en el borde de una silla con los pies apoyados en el suelo. El respaldo de la mecedora se inclinaba peligrosamente alejándose del suelo. Luzia temió que se volcara. El Halcón era un huésped cauto. Cuando una criada sirvió un líquido de color ámbar, sacó una cuchara de plata de su morral y la metió en su vaso. La cuchara estaba bien lustrada, brillaba en su mano. Antes, Luzia le había visto meter el utensilio en bolsas de harina de mandioca en la despensa del coronel y en cualquier otra comida que pareciera sospechosa. Si la cuchara se oscurecía, eso quería decir que había veneno. El whisky del coronel no estaba en ese caso, pero incluso después de que el Halcón secara la cuchara y la volviera a meter en el morral, esperó a que su anfitrión bebiera el primer sorbo.

Esa tarde, ante la insistencia del coronel, Luzia se sentó en el porche al lado de los hombres, pero no bebió. Sólo escuchó. Hablaron del precio del algodón, de cuánto había procesado la planta, cuánto tardarían las balas de algodón en llegar a Recife y cuánto pagarían las fábricas textiles. La cosecha había sido muy abundante, dijo el coronel, y sin duda las fábricas pagarían menos. El Halcón elogió las habilidades de negociación del coronel. Dijo que su planta obtendría una buena ganancia. El coronel Clovis movió la mandíbula de un lado a otro, como si estuviera acomodándola dentro de su boca. Marcos se meció aún más rápido en su silla. Luzia miró atentamente al Halcón. Sostenía el vaso con ambas manos, como un niño. No parecía un terrateniente, pero esa tarde había hablado como uno de ellos. El coronel había dicho que la planta también era del Halcón. Y Luzia se dio cuenta de que el Halcón y sus cangaceiros no habían acudido al coronel para que los protegiera, sino para cobrar su parte.

Desde el comienzo supo que los cangaceiros no eran pobladores aislados de la caatinga. Dependían de los habitantes del matorral —ricos y pobres— para proveerse de ropa, alojamiento y protección. Esa red de conexiones era frágil: se basaba en la reputación que el jefe cangaceiro tuviera de ser un hombre justo, y podía quebrarse fácilmente si flaqueaba aquel sentido de justicia. Otros bandidos podían ser innecesariamente brutales, pero el Halcón y sus cangaceiros no podían permitirse ese lujo. Sus acciones jamás carecían de sentido. Si sus hombres cercenaban la oreja a un comerciante, se debía a su grosería; si le cortaban la lengua a otro, era por dar un soplo a los soldados o calumniar a los cangaceiros; y si usaban sus puñales se debía a ofensas mayores contra ellos o contra sus amigos. Lo más importante, solía decir el Halcón, era que el honor de una mujer era el tesoro de su familia. Él y sus hombres respetaban a las familias; dependían de ellas.

—Sólo los pájaros cagan donde comen —decía—. Y nosotros no somos pájaros; somos cangaceiros.

Ese día, en el porche del coronel, Luzia se dio cuenta de que además eran hombres de negocios. Tuvo una extraña sensación de confianza. Los hombres de negocios tenían planes, tenían un futuro. Los cangaceiros, no. Recordó el relato de Ponta Fina de su incorporación al grupo, la advertencia del Halcón de que era un callejón sin salida. Los planes de futuro que había oído expresar a los hombres eran efímeros: bailar, disfrutar de una buena cena, amar a una mujer. Más allá de eso, esperaban morir en un combate justo. Pero si el Halcón era dueño de algo, si era socio de la planta desmotadora, eso significaba que tenía influencia y un ingreso anual. Un flujo constante de ingresos significaba que podía hacer planes por adelantado, podía ahorrar dinero, podía comprar tierras para él y sus hombres. Y con la tierra venía la respetabilidad. Con la tierra sobrevenía la esperanza de algo más que la supervivencia y una muerte segura.

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