Las castañas ya estaban listas. Con rápida precisión, las mujeres colocaron los palos con los que habían movido a ambos lados del cuenco de metal y lo levantaron del fuego. Luego volcaron el cuenco. Las castañas ennegrecidas cayeron sobre la tierra. Los niños rodearon la pila humeante y la enfriaron con arena. Cerca de ella, Sabia cantó sin el acompañamiento del acordeón. Su canción era rápida; el ritmo, entrecortado. Respiraba profundamente entre verso y verso:
Los cuerpos son mi jardín, mi pistola es mi azada, mis balas son como lluvia: soy un hijo del sertão.
Los cangaceiros bailaron al lado del fuego en dos hileras, portando sus rifles, con una mirada severa en el rostro. Al ritmo de la canción de Sabia, avanzaban tres pasos con el pie derecho, luego se adelantaban rápidamente con el izquierdo. Se habían aflojado las alpargatas para que las suelas se arrastraran sobre el suelo. El cuero hacía un ruido susurrante contra la arena. Los rifles eran sus compañeros de baile y los cogían con rigidez, como habían agarrado a las tímidas muchachas en Fidalga.
Los hombres tenían prohibido beber, aunque el coronel les ofreció licor de caña. Aun así, el interminable suministro de carne y agua de río excitó a los cangaceiros. De repente, el Halcón se alejó del porche. Luzia creyó que iba a regañar a los hombres por bailar. En cambio se unió a ellos. Se puso delante de la primera hilera, pisando fuerte y arrastrando los pies al compás con los demás. Sus movimientos eran más precisos, más controlados. Había una cierta gracia en su regularidad, una extraña fluidez en el ritmo de sus rígidos músculos.
Mi rifle es mi mejor abogado, mis balas son policía, mi puñal, el juez más justo, y la muerte, mi huida.
Luzia lo observó. Deseó que cuando terminara el baile se acercara a ella. Quería darle las gracias. La tarde en la que Ponta Fina y ella habían ido a buscar su máquina de coser al porche trasero del coronel el Halcón le había dejado un regalo. Habían acampado lejos de la casa del coronel Clovis, y habían dejado la máquina de coser sobre el porche para que no se recalentara al sol. Cuando Luzia y Ponta la fueron a buscar, encontraron un pequeño paquete en la base de la Singer atado con una cuerda. Al tirar del papel de estraza, un rollo de seda se derramó en sus manos. Era resbaladizo, como el aceite. Luzia emitió un grito ahogado y lo levantó antes de que tocara el suelo. La seda era del color de la sémola finamente rallada: había dos metros. En Taquaritinga un regalo así le habría parecido inútil y ridículo. Pero hacía mucho tiempo que no sentía algo tan suave. Durante meses sólo había sentido el cuero áspero, las frazadas de lana rasposa, los cardos y los espinos del matorral, y su propia piel llena de callos. Ponta Fina le pidió que le dejara tocar la seda.
—Debe de ser del capitán —dijo. Con motivo de su cumpleaños, imaginó Luzia. Del día de su santa. Toda la tarde la había pasado pensando en dar las gracias al Halcón, pero no sabía cómo.
La canción de Sabia terminó. Los hombres dejaron de bailar.
—Es casi medianoche —anunció el Halcón—. La hora de rezar.
Los peones y los cangaceiros se congregaron alrededor de una gran roca de superficie plana, a pocos metros del fuego. Canjica tenía en la mano una lata de sal y una cuchara de madera. Entregó esos objetos a Luzia, y la guió hacia la roca. El Halcón se arrodilló delante de ella. Los otros hicieron lo mismo. Sacó un papel arrugado del bolsillo de su chaqueta. Miró a Luzia e inclinó la cabeza.
—Mi santa Lucía —dijo lentamente, pronunciando cada sílaba—, haz que yo vea. Tú, que no perdiste la fe ni después de que te desangraran; tú, que no perdiste la visión ni después de que te sacaran los ojos, defiéndeme de la ceguera, conserva la luz de mis ojos, dame la fuerza para mantenerlos abiertos siempre, para poder distinguir el bien del mal, la verdad de la mentira. Tú, que recibiste cuatro ojos en lugar de dos, mira a los cielos y dinos qué nos depararán estos meses.
Canjica sacó una cucharada de sal de la lata que estaba en manos de Luzia y la puso sobre la roca.
—¡Enero! —gritaron los peones y cangaceiros.
Canjica dejó otra cucharada de sal al lado de la primera.
—¡Febrero!
Otra cucharada.
—¡Marzo!
Otra cucharada era abril, otra mayo y finalmente junio.
Era una profecía. Luzia había oído que los vaqueiros y peones hacían esa prueba. Los montículos se dejarían allí fuera hasta la mañana siguiente. Por cada montículo que disolvía el rocío de la noche habría un mes de lluvia. Si los montículos permanecían intactos, habría sequía. El santo debía recibir algo a cambio de su disposición para predecir el futuro. Luzia no sabía nada de profecías, pero sabía de santos. Por cada petición, necesitaban una prueba de fe. Por cada bendición, siempre exigían algo a cambio.
El Halcón se desató un zurrón del cinto. Lo sostuvo entre los montoncillos de sal, y luego lo abrió y lo volcó. Un montón de bolitas del tamaño de canicas se derramó hacia fuera. Algunas estaban arrugadas y con el aspecto de pasas. Otras, dobladas como monedas torcidas. Algunas conservaban la redondez, pero estaban ligeramente desinfladas; tenían el color cuajado del ojo enfermo de Medialuna.
Luzia se apartó rápidamente del círculo de oración. Recordó a los capangas de Fidalga con los ojos ahuecados, amontonados sobre el porche del coronel Machado. Recordó la copla de su tía Sofía sobre el Halcón caracará: «El caracará busca a los niños que no son listos…».
Luzia esperaba sentir alguna reacción: un dolor en el estómago, un temblor en los dedos. No sintió nada. A lo largo de los últimos meses, su temor, su repugnancia, su compasión se habían evaporado bajo el inclemente sol del matorral. Así como la piel de sus pies y de sus manos se había llenado de ampollas, se había oscurecido, insensibilizado y endurecido, había algo en su interior que también se había curtido. A menudo encontraban cadáveres de cabritos en la maleza. Encontraban reses de ganado y los cadáveres secos y apergaminados de los sapos. Ninguno tenía ojos; habían sido arrastrados por hileras de hormigas saúva o arrancados por pájaros hambrientos. Era inevitable. En el matorral, un depredador no era ni mejor ni peor que otro.
Fuera del círculo, Luzia se arrodilló. Miró el cielo oscuro. Las estrellas sobre el horizonte parecían un puñado de sal esparcido. Todas las noches le rezaba a ese cielo. Todos los días flotaba encima de ella, azul e inalcanzable, morada del inclemente sol. Miró los hombros anchos del Halcón, su cabeza agachada. Cuando rezaba, no miraba al cielo ni a la tierra. Luzia enderezó su brazo sano. Apoyó la mano sobre la tierra. Se sorprendió por su frialdad y su firmeza.
Oyó algo que se arrastraba detrás. Se volvió y vio las alpargatas de cuero del coronel, y en ellas, sus dedos atrofiados. Se apoyaba sobre un bastón de madera.
—No soy ningún santo, pero puedo asegurar que este año no lloverá —dijo—. Cuando mis cabras estornudan, eso significa que lloverá. Aún no han estornudado.
El mango de un cuchillo asomaba inclinado sobre la pretina del pijama. Luzia miró hacia el porche. Marcos había desaparecido. El coronel Clovis sacudió la cabeza.
—Ese muchacho —dijo, señalando al Halcón con su bastón— se lo toma todo en serio. Gracias a Dios que no hay un santo al que le gusten los corazones. O las entrañas. —Rió socarronamente, y luego miró a Luzia—. He visto esa máquina de coser en mi porche. ¿Has estado cosiendo para los muchachos? Se están comenzando a parecer a las costureras de mi esposa. De acuerdo con que les guste el lujo, pero se exceden. ¿Eso hacías antes de escaparte con él? ¿Coser?
Luzia se levantó y se limpió las manos en los pantalones.
—No me escapé.
—¿Fue él quien te dejó así el brazo?
—No.
El coronel reflexionó un instante, moviendo la mandíbula.
—Tal vez por eso te tenga cariño. Eres una lisiada, como él. —Se acercó más—. ¿Alguna vez has oído hablar del coronel Bartolomeu, el que se hizo famoso cuando él lo asesinó?
—Sí. —Todo el mundo se había enterado de aquel crimen: un muchacho de 18 años había matado a un coronel y había huido.
—Era su padre. —Clovis sonrió—. O al menos eso dice la gente. Su madre era una pobre desgraciada. Una joven que fue deshonrada. Le contó a la gente que el coronel había abusado de ella, que era el padre del muchacho. Nadie la escuchaba, pero ella insistía. Quería dinero. Es lo que quieren todas esas mujeres arrendatarias. Bartolomeu se cansó y envió a sus capangas. Le taparon la boca y le prestaron ese servicio al niño —el coronel Clovis trazó una línea que descendía por el costado de su propio rostro avejentado—. Así es la historia, ¿no?
—Supongo —dijo Luzia.
—¿No te lo ha contado?
—Jamás se lo he preguntado.
El coronel Clovis agitó el bastón de forma muy expresiva.
—Debes haber hecho algo muy bueno para que rompiera su promesa.
—¿Qué promesa?
El coronel escrutó el rostro de la muchacha. Sus gruesos carrillos oscilaban como un péndulo, como si toda la masa de su rostro se hubiera descolgado en ellos. Encogió los hombros y apartó la mirada.
—Seguramente ha hecho tantas promesas que es difícil llevar la cuenta. Yo también estaría besando el culo a los santos si fuera él.
—¿Qué promesa? —insistió Luzia. El coronel sonrió.
—Ahora sí que estás interesada, ¿eh? La primera vez que vino aquí a cobrar, dijo que había recibido una señal de uno de sus santos. Dijo que jamás acogería a una mujer en su grupo, que las mujeres estaban para casarse o para divertirse.
—Yo no —afirmó Luzia.
—Conmigo no te preocupes por el decoro, chica. Conozco a los de tu especie. —Clovis miró al Halcón y sacudió la cabeza—. Todos tenemos que negociar; todos tenemos que pactar.
Golpeó el suelo con el bastón varias veces, como si estuviera llamando a algún habitante del interior de la tierra.
—¿Te ha gustado esa seda que te he dejado? Es buena tela, ¿no? —preguntó el coronel, arrimándose a Luzia—. Hay más en mi habitación si la quieres. A las mujeres les gustan los regalos. —Le golpeó las piernas con el bastón—. Aunque se vistan de hombre.
Delante de ellos, la multitud de peones y cangaceiros formaron una fila delante de la roca donde estaban los montoncillos de sal. Uno por uno, tocaron la roca y pidieron que la santa los bendijera. Luzia se disculpó y encontró un lugar a su lado.
Las predicciones de santa Lucía eran funestas. A la mañana siguiente, sólo dos montículos de sal habían sido disueltos por el rocío. El resto estaban intactos. Durante varios días, los cangaceiros sólo hablaban de la lluvia. A Luzia no le importó. Le preocupaba la seda de color amarillo. La había vuelto a meter en su envoltorio de papel de estraza y la había ocultado en el fondo de su morral, pero aún sentía su presencia. Recordó la textura escurridiza en sus manos. Sentía vergüenza de haber aceptado un regalo del coronel, y más vergüenza aún por haberse alegrado pensando que provenía del Halcón. Pero no podía devolverla. El coronel Clovis era un viejo verde, pero seguía siendo su anfitrión. Finalmente, Luzia entró sigilosamente en la cocina del coronel y la dejó en su despensa, esperando que la cocinera o la criada la hallaran y se la llevaran.
Todo lo que había en la casa del coronel, la despensa, las cortinas de encaje, la pila de sábanas recién lavadas, olía a humo. Cuanto más procesaba la planta desmotadora, más humo había en Sao Tomé. Los montículos negros que Luzia había visto ardiendo fuera de la planta eran semillas de algodón. Con el correr de los meses, el humo dio al pueblo pintado de blanco el color del hollín. Provocaba que los cabritos en el corral de Clovis jadearan y lanzaran una tos ronca y seca. Todas las tardes, las cabras que habían parido regresaban de pastar con el pelaje cubierto por un fino polvo negro. Los cencerros de bronce se balanceaban bajo sus cuellos, emitiendo un sonido metálico cuando corrían. Los cabritos se congregaban en la verja de entrada. Balaban salvajemente mientras el rebaño de cabras avanzaba enloquecido a través de ellos, cada madre olisqueando a las crías y apartándolas con la cabeza hasta encontrar la propia. Los cabritos eran idénticos, todos moteados de marrón y negro con las orejas colgantes y los cuerpos macizos. Luzia se maravilló de la habilidad de las madres para distinguir a su cría en medio del rebaño.
Mientras su hijo Marcos galopaba por los prados, sin conversar demasiado y montado en su yegua de raza, el coronel Clovis parecía disfrutar de la presencia de los cangaceiros. Los exhortó a permanecer más tiempo. Una vez que hubieran desmotado, embalado y transportado el algodón, Marcos y él irían a Salvador a negociar el precio. Cuando volvieran, le aseguraron al Halcón que recibiría un porcentaje. Todas las noches, cuando las últimas cabras volvían de pastar, los cangaceiros se turnaban para ir al poblado. Allí cantaban y tocaban música festiva. Compraron un rollo de seda para hacer pañuelos para el cuello nuevos. Observaron a los trabajadores mientras cargaban las balas de algodón en las barcazas que se dirigían a Salvador. Y visitaron los establecimientos de mujeres de la mala vida, de lo que los cangaceiros alardeaban más tarde en el campamento. Hasta el coronel Clovis los acompañó en esas excursiones.
—Los hombres tienen necesidades —dijo el viejo una vez, acorralando a Luzia cerca del cercado de las cabras—. No se pueden reprimir.
Luzia comenzó a irritarse con el comportamiento extravagante de los cangaceiros. Pronto, hasta las tropas más inútiles los encontrarían. El Halcón no parecía estar preocupado. Fomentaba las expediciones de los hombres al poblado. Cuando se marchaba un grupo, aguardaba ansiosamente que regresaran, andando de un lado a otro como si sus piernas extrañaran las caminatas diarias en el matorral.
Cuando llegaban los hombres, la mitad daba un rodeo para llegar al campamento, evitando la verja de entrada del coronel. No querían que el hacendado viese que llegaban cargados con pesados fardos de municiones, las suficientes como para entregar a cada hombre quinientas balas.
Cuando hallaban un periódico, lo compraban.
Luzia leía los periódicos en voz alta. No había noticias sobre las tropas. Sólo una vez, una breve mención a un telegrama enviado por el capitán Higino asegurando a los lectores que estaba tras la pista de los cangaceiros. Fuera de eso, la persecución se había olvidado en favor de las elecciones. El Halcón se aburría rápidamente con este tipo de noticias, pero Luzia escudriñaba los artículos con la esperanza de encontrar alguna mención a Emília. Leyó sobre los nuevos colores del partido: verde para Gomes y azul para el actual líder. Analizó el programa electoral de Gomes, que defendía un salario mínimo, el sufragio femenino y la renuncia al poder por parte de los barones cafeteros de Sao Paulo y de los coroneles. Los discursos reproducidos daban cuenta del llamamiento de Gomes a la modernización: nuevas industrias, mejores puertos y, lo más importante, una gran carretera que atravesara el país. Comunicaría a la nación con su capital, como las arterias conectan un cuerpo con el corazón, dando vida a los miembros olvidados de Brasil. Sus palabras sonaban poéticas y convincentes, y distrajeron a Luzia de la sección de sociedad, en donde, una tarde, casi saltó una breve reseña sobre el carnaval. Sin embargo, algo le atrajo en una fotografía de un salón de baile fuertemente iluminado en el Club Internacional. No reconoció a ninguno de los juerguistas disfrazados, pero debajo de la foto había un resumen de las festividades de la noche. Incluidas en ese comentario informal estaban estas líneas: