Nubes de polvo se levantaban donde estaban trabajando. Los obreros de la carretera estaban cubiertos con esa tierra, que hacía que su piel pareciese gris y opaca, como de piedra. Al anochecer, un capataz interrumpía el trabajo de la carretera con un silbato. Los bueyes eran liberados de sus ataduras y bebían agua de recipientes poco profundos. Los hombres regresaban lentamente a sus tiendas. En lugar de llevar palas o azadas, algunos trabajadores llevaban pistola. Los nuevos soldados de Gomes no eran despistados niños de ciudad poco acostumbrados al calor y la vegetación de las tierras áridas. Estos nuevos soldados eran antiguos habitantes de la región que sabían cómo pelear y cómo esconderse en la caatinga. En lugar de llevar los uniformes verdes, que eran tan fácilmente descubiertos entre la maleza seca, los soldados ex flagelados estaban vestidos como los trabajadores de la carretera.
Luzia y sus cangaceiros también usaban uniformes más discretos, pero no por elección propia. Durante la sequía, habían entregado sus máquinas de coser a cambio de comida. No tenían la energía suficiente para llevar semejantes bultos y no tenían tiempo para el bordado. Sus uniformes estaban sucios y desgastados. Las aplicaciones y los finos pespuntes se habían desteñido. Las joyas estaban abolladas y opacas. Los medallones de oro de los santos de los cangaceiros eran sagrados, y no podían ser canjeados ni vendidos. Los anillos, los relojes y otras joyas que habían robado a lo largo de los años eran considerados inútiles durante la sequía. La gente de la caatinga quería cosas útiles como cuchillos, sombreros, zapatos y máquinas de coser. Solamente los soldados de Gomes codiciaban las joyas de los cangaceiros.
Su aspecto humilde no importaba, les decía Luzia a sus hombres. El cangaço no tenía que ver con ropa fina y calzado brillante. A menudo escuchaba la voz de Antonio —suave y confiada— en su oído, y ella repetía todas las cosas que él le había dicho. El cangaço tenía que ver con la libertad. Tenía que ver con la dignidad. La carretera era como una cerca, como un corral gigantesco que la ciudad y Gomes iban a usar para esclavizarlos. Ellos eran cangaceiros, no ganado.
Éste era el tipo de cosas que Luzia le decía a su grupo antes de un ataque, aunque sabía que tales discursos no eran necesarios; sus hombres y mujeres atacarían sin motivación ni persuasión especial. Querían pelear, y ella también.
Cuando miraba a aquellos trabajadores de la gran carretera y a aquellos soldados mal disimulados, a Luzia le picaban los dedos. Sentía ruidos en sus oídos. Su pulso se aceleraba.
Antes de los primeros ataques, fortalecía su ánimo pensando en la muerte de Antonio y en la ausencia de su hijo. Pensaba en Gomes. Pensaba en la gente de ciudad, que se consideraba civilizada y correcta pero se regodeaba con las informaciones sangrientas del
Diario
. Los cangaceiros que cortaban las cabezas de los soldados eran llamados bestias, pero los soldados que cortaban las cabezas de los cangaceiros eran considerados patriotas y científicos. Entonces, antes de un asalto Luzia no tenía que buscar la furia en ninguna parte. Ya estaba allí. Su aversión por Gomes, por la carretera, por los soldados, por la ciudad, por la sequía y por todo lo que no estuviera relacionado con sus cangaceiros y su caatinga había crecido de manera tan rápida y furtiva como ciertos arbustos. La copa y el tronco de la planta eran aparentemente pequeños, pero sus raíces eran gruesas y profundas, y prosperaban más por debajo de la tierra que en la superficie. Antes de que pudiera controlarla, la aversión de Luzia había penetrado tan profundamente como las raíces de esos arbustos. Se convirtió en odio. Sentía su sabor en la boca, como la sal, que producía un hormigueo en los laterales de la lengua. Luzia dejó los binoculares.
—Ya es la hora —les susurró a Bebé y a María Magra.
Las dos mujeres eran sus mejores cangaceiras. Se habían puesto vestidos sencillos y se habían quitado las pistoleras. Ocultos debajo de sus ropas llevaban cuchillos peixeira, con las hojas metidas disimuladamente en las axilas. Bebé y María Magra se arrodillaron para recibir la bendición de Luzia. Puso los dedos sobre sus frentes e hizo la señal de la cruz.
—Yo os bendigo —dijo Luzia.
Después de esto, las mujeres se pusieron de pie y se fueron por la maleza. Dieron un rodeo contra el viento hacia el puesto de obras de la carretera. Los perros guardianes ladraron. Mientras el olor de Bebé y de María Magra distraía a los perros, el grupo de Luzia se acercó al campamento.
Al ver a las dos mujeres, los soldados de la carretera gritaron. Bebé y María Magra levantaron sus manos.
—¡Queremos trabajar! —gritó Bebé.
Dos soldados se acercaron lentamente hacia ellas, moviéndose pesadamente, como si tuvieran los pies quemados. Ésa era la razón por la que Luzia atacaba al anochecer. Los trabajadores y los soldados de la carretera estaban cansados después de un día de trabajo bajo el sol de las tierras áridas. La fatiga hacía que los reflejos de los hombres fueran lentos, sus sentidos menos agudos. Luzia, Ponta Fina, Baiano y el resto de los cangaceiros —treinta en total— se dirigieron agachados y en silencio hacia el campamento. Luzia podía oler el estiércol fresco de los bueyes. Podía escuchar a los soldados que interrogaban a sus cangaceiras.
—¿Qué clase de trabajo estáis buscando?
Bebé sonrió, mostrando sus pequeños dientes marrones.
—Cualquier trabajo que pueda hacer una mujer.
Los trabajadores espiaban desde sus tiendas. Unas pocas mujeres ya empleadas en el campamento de trabajo se acercaron a las visitantes, a observar a la competencia. El soldado comenzó a responderle a Bebé, pero se detuvo. Miró hacia la maleza.
—¿De dónde venís? —dijo, levantando su rifle—. No lleváis agua ni comida.
María Magra desabrochó el botón superior de su vestido. Antes de que el soldado pudiera apuntar su arma, ella se metió la mano por el escote y dio un paso adelante. Bebé hizo lo mismo. Los soldados no tuvieron tiempo de gritar ni de correr. Es más, daba la sensación de que las visitantes estaban abrazando a los hombres. Permanecieron así, sorprendidos e inmóviles, hasta que un soldado se agarró el vientre. Bebé dio un paso atrás. El mango de un cuchillo sobresalía en medio del cuerpo del desgraciado. Había hecho lo que Luzia y Baiano le habían enseñado. Había movido el cuchillo dentro del vientre en zigzag, con lo que la muerte era segura. Bebé y María Magra agarraron las armas de los soldados. Cerca de ellas, un trabajador de la carretera gritó y más soldados se dirigieron hacia las mujeres. Luzia apuntó con su rifle y disparó.
Algunas mujeres permanecían atrás durante los ataques, camuflándose como polillas del monte contra los árboles. Otras aprendieron a disparar y a apuñalar. Éstas peleaban al lado de Luzia y de sus maridos. Las mujeres atacaban sin adornos ni vanas demostraciones. Apuntaban a la cabeza. Les mordían las manos a los soldados para obligarlos a soltar sus pistolas. Las mujeres atacaban en silencio y de manera eficiente, con la misma distante frialdad que habían demostrado en sus vidas anteriores cuando retorcían el cuello a los pollos o cortaban las cabezas a las cabras, sabiendo de manera instintiva que esas tareas eran horribles, pero también necesarias para la supervivencia.
Luzia veía esta brutalidad y la comprendía. La sentía en ella misma. Los hombres podían jactarse y bromear durante los ataques porque ellos sólo se enfrentaban a la muerte. Los soldados querían sus cabezas y nada más. Con las cangaceiras las cosas eran diferentes. Si las atrapaban se enfrentaban a la vergüenza, a la violación y luego, si tenían suerte, vendría la muerte. Las mujeres peleaban con esto en la mente.
Los trabajadores se dispersaron. Sobresaltados por los fuertes ruidos de los disparos, los bueyes se alteraban, liberándose de las cuerdas que los ataban. Los animales no estaban acostumbrados a correr y se movían torpemente. Algunos caían y, al ser incapaces de levantar sus pesados cuerpos, aplastaban las tiendas y a los hombres que se habían refugiado dentro de ellas. Preocupada por sus propios hombres, Luzia apuntaba a las cabezas de los animales. Cuando estaba disparando, pensó en comer carne otra vez, en el rabo de buey y la carne asada. Su estómago protestó ruidosamente.
—¡Bruja! ¡Serpiente! —gritó una voz detrás de ella.
Luzia se dio la vuelta. Vio a un hombre entre las grandes nubes de polvo y humo. Estaba armado con una pala y listo para atacar. Pero no lo hizo, sino que la miró a los ojos.
Antonio le había enseñado que la reputación de un hombre era su mayor arma. Una buena arma de fuego o el puñal más afilado eran inútiles en manos de un hombre sin reputación. Era el miedo de los adversarios, su temor, lo que lo salvaba a uno. Hacía que le temblaran las manos, arruinándole la puntería. Hacía que les sudaran las palmas de las manos, con lo que perdían el control de los mangos de sus cuchillos. Los volvía curiosos, con el deseo de ver a la Costurera antes de atacarla. Esto le daba tiempo a Luzia para disparar primero.
Cuando un ataque fallaba —porque les habían preparado una emboscada o los militares los perseguían— los cangaceiros se sentían avergonzados y furiosos. Luzia no necesitaba motivarlos para que atacaran otro puesto de avanzada de la carretera en construcción o una estación de telégrafos; hombres y mujeres, instintivamente, querían venganza. Pero después de un ataque con éxito, una vez que la euforia de la lucha desaparecía, los cuerpos de los cangaceiros empezaban a decirles que estaban cansados, hambrientos, heridos.
Sin embargo, a pesar de su fatiga, tenían que buscar y llevarse todo lo que pudiera ser útil, moviendo los cuerpos de los soldados para coger las armas y la munición, para encontrar comida entre bolsas y barriles. No había ninguna emoción en esto, ningún sentido moral. Los cangaceiros eran como los buitres, que dependen de los muertos para su supervivencia.
Luzia recorrió el puesto de construcción de la carretera, andando sobre carpas y cuerpos. Sus ojos lloraban por el humo. Parpadeó y se colocó bien las gafas. Pequeños fuegos brillaban por todo el campamento; la sangre atraía a las moscas, a los buitres, a toda clase de plagas y predadores de las tierras áridas. Los fuegos los mantendrían alejados hasta que los cangaceiros terminaran su trabajo.
Los hombres y las mujeres se movían con rapidez, despojando a los cadáveres de sus sombreros y su ropa. Inteligente se probó las alpargatas de un soldado, poniéndoselas en sus grandes pies. Junto a él, el viejo Canjica abría en canal los bueyes muertos. La carne brilló a la luz del fuego. Debajo de los animales se formaba un charco oscuro. Canjica sudaba mientras descuartizaba, cortando grasientos pedazos para entregárselos a Sabia, quien los distribuía entre los cangaceiros heridos. Éstos iban a usar la grasa para extraer las balas alojadas debajo de la piel. Ponta Fina ya había llenado su botiquín con los suministros de yodo, mercromina, gasa y agujas del campamento. No había ninguna víctima mortal en el grupo de Luzia, sólo algunos heridos, pero éstos tenían agujeros de bala grandes y abiertos. Una cangaceira había perdido dos dedos. Los heridos iban a tener que descansar después de abandonar el campamento de trabajadores de la carretera. Luzia y Ponta Fina coserían las heridas y recurrirían a los viejos remedios de Antonio para impedir las infecciones. Buscarían cortezas para hacer cataplasmas. Si las heridas no se curaban de esta manera, tendrían que acudir al doctor Eronildes.
El pie de Luzia tropezó con algo. Bajó la vista y vio un brazo torcido en un ángulo anormal, con la mano en el extremo cerrada en un puño. Había un cuerpo al lado. Luzia se agachó. La mitad de la cara estaba cubierta de arena, que brillaba a la luz del fuego. La otra mitad estaba limpia. Sus ojos estaban muy abiertos, como si, incluso en la muerte, tuviera miedo de la Costurera. Los labios también estaban abiertos. No había pelos en su barbilla ni en sus mejillas; tenía 12 o 13 años como máximo. Luzia puso su mano en la barbilla, y le cerró la boca. Pensó en Expedito.
La capitana llevaba un sobre en el fondo de su morral. En él había una colección de fotografías recortadas del
Diario de Pernambuco
: Emília con un bulto en los brazos; Emília con un bebé gordo de ojos oscuros apoyado en su cadera; y más tarde, Emília al lado de un niño vestido con trajes diminutos, como un hombrecito. Se aferraba a la mano de Emília y fruncía el ceño mirando a la cámara. Luzia se permitía mirar las fotos sólo una vez cada vez que las sacaba, y nunca más. Borraba de su mente esas fotografías. Aunque a veces, cuando metía la mano en su morral para sacar un poco de comida o los viejos prismáticos de Antonio, sus dedos rozaban el sobre y Luzia sentía un calambre en el estómago, como si una mano fría le agarrara las tripas.
Últimamente no había salido ninguna foto de él en la sección de sociedad. Emília siempre aparecía sola y miraba con aire de suficiencia a la cámara. Anunciaba nuevos envíos de caridad hacia las tierras áridas. Luzia comprendía el mensaje de su hermana. Emília le había hecho un gran favor a Luzia y quería protección a cambio. Luzia respetaba los favores —su supervivencia se basaba en ellos— y cumplió los deseos de Emília. No asaltaba los envíos de ropa con la esperanza de que, en agradecimiento, Emília volviera a hacer fotografiar a Expedito. Luzia no había esperado semejante comportamiento mercenario por parte de su hermana y se sentía enfadada con la señora de Degas Coelho por su tacañería. Pero Luzia estaba también agradecida. Quizá, pensaba, era mejor no saber ni ver cómo había crecido su hijo.
Tampoco quería saber nada del niño muerto delante de ella. Dejó de preguntarse por su nombre, su edad, sus gustos y aversiones, y qué lo habría llevado a trabajar en la nueva carretera. No tenía vida antes de esa vida, la que había escogido como soldado. Su elección lo había destruido. Luzia cogió sus armas.
Había dos: una pistola Browning negra con empuñadura grande y un Winchester largo y brillante cargado con balas que Luzia nunca había visto antes. Sus puntas eran muy delgadas y afiladas, mientras que la parte de atrás era gruesa y aplastada.
—Esas pueden reventar dentro de un hombre. Le destrozan las tripas —dijo Baiano. Estaba cerca de ella, con expresión de dolor y un brazo en cabestrillo. Ponta Fina permanecía junto a él.
—Nuevas armas —dijo Luzia—. Todas son armas nuevas. También las balas.
—¿De dónde las sacarán? —se preguntó Ponta Fina—. Eso es lo que tenemos que averiguar.