El proyector seguía funcionando. Luzia apuntó. Vio el ojo de la lente, redondo e insensible, como el de un pescado muerto. Disparó. En los oscuros asientos, una mujer gritó. Se oyó ruido de pies que se movían, de asientos que se arrastraban sobre el suelo de ladrillo. La gente se amontonó en los pasillos laterales y en el central. En la pantalla ya no había imágenes, sólo un rayo torcido de luz del proyector y la sombra alta de Luzia. Apuntó hacia el único farol encendido. Cayó. El queroseno y las llamas se extendieron por el suelo hasta llegar junto a un asiento. Había humo y se oyeron más disparos. Luzia ordenó a su grupo que saliera.
En el tumulto que siguió ella perdió su sombrero. Sus gafas de bronce, con las lentes rayadas y la montura torcida, también se cayeron. Luzia empujó y golpeó con su brazo lisiado. Sentía calor en la piel y no estaba segura de si era el fuego o su enfado lo que lo provocaba. Recordó la advertencia del doctor Eronildes acerca de sus enfados: «Algún día… no podrás contenerlos».
Una vez que su grupo estuvo fuera, Luzia cerró las puertas del almacén. Dentro se oían golpes y gritos. Ponta Fina y Canjica robaron latas de queroseno y las vaciaron sobre el edificio.
El teatro ardió como una gran hoguera. Sus llamas se alzaron quince metros en el aire. El calor hizo enrojecer las mejillas de Luzia. Hizo que sus ojos se humedeciesen. El calor era suficiente como para devorar aquel horrible proyector, para destruir aquella tela blanca donde había visto el fantasma de Gomes. Gruesas capas de ceniza llovían sobre los cangaceiros. Volaban cenizas con brasas de color anaranjado que salían flotando desde el teatro y caían en las casas con techos de paja, incendiándolas. Los rescoldos caían sobre la ropa de los cangaceiros, obligando a hombres y mujeres a revolcarse en el suelo. Una brasa cayó en la mano de Luzia —la mano de su brazo sano— y la quemó, como una bala que entrara en su piel.
Los cangaceiros corrieron hacia el monte, retirándose del pueblo en llamas. Luzia sintió el calor del incendio en su espalda. Los objetos distantes se veían borrosos sin sus gafas, pero de todos modos la capitana podía ver la luz del fuego que se desvanecía y reaparecía, como un recuerdo.
Emília
Recife, Pernambuco
Noviembre-diciembre de 1934
La muerte tenía un olor único. El olor le revolvía el estómago a Emília. No culpaba a los muertos. El natural olor de la descomposición no era lo que le repugnaba. Los olores producidos por los vivos para enfrentarse con la muerte eran lo que la molestaba. La gente quemaba gruesas varillas de incienso para honrar a los muertos y, al mismo tiempo, echaba grandes cantidades de desinfectante, lejía y alcohol por el suelo y sobre los muebles para borrar todo vestigio de las miserias del cuerpo. Sangre, orina, vómito y baba, todo se borraba, sus olores eran tapados por los aromas penetrantes y medicinales preferidos por los vivos.
El Día de Difuntos, en el cementerio más prestigioso de Recife, Emília se puso un pañuelo sobre la nariz para evitar el olor. Las tumbas de mármol y granito brillaban con burbujas de agua y jabón. Mujeres de las nuevas y las viejas familias cogían esponjas para lavar con ellas las lápidas con los nombres de sus antepasados. Algunas limpiaban las imágenes de las tumbas pasando suavemente un trapo por las alas y las caras de los ángeles. Unas niñas bien vestidas chismorreaban mientras encendían varillas de incienso y montaban grandes coronas de flores. Las criadas —el pelo envuelto con telas, los rostros concentrados— limpiaban los sepulcros con escobas. Sus propios muertos estaban lejos, enterrados en tumbas sin nombre a lo largo de la cañada del ganado o en cementerios en las afueras de la ciudad. Irían a honrar a sus difuntos más tarde, ese mismo día, después de que sus amas les permitieran regresar a sus casas. Hasta entonces, las criadas estaban obligadas a pasar la festividad honrando a desconocidos.
Una valla de hierro forjado recién pintada de negro señalaba los límites de la tumba familiar de los Coelho. En la estructura de piedra había espacios en blanco, cuadrados sin llenar destinados al doctor Duarte, a doña Dulce, a Degas y a su esposa. Emília se estremeció ante la sola idea de pasar la eternidad junto a los Coelho. Limpió con un trapo húmedo las placas con los nombres de los fallecidos. Cerca de ella, doña Dulce fregó hasta que el apellido Coelho brilló. Raimunda barría el lugar. Expedito, en el suelo junto a Emília, arrancaba con entusiasmo las malas hierbas de los bordes de la tumba. Doña Dulce lo miraba con desagrado. Los niños más pequeños se quedaban cerca de sus madres, pero si eran poco mayores se reunían con los hombres bajo la sombra del árbol más grande del cementerio. El doctor Duarte y Degas estaban allí charlando con otros maridos y sus hijos, esperando a que terminara la limpieza para poder presentar sus respetos.
Emília se secó la frente. La de Difuntos era, decididamente, la festividad que menos le agradaba. Recordaba que Luzia y ella encalaban las tumbas de sus padres en Taquaritinga. Las tumbas de su madre y de su padre probablemente se habrían vuelto grises por el polvo y el tiempo. Al igual que la de la tía Sofía. Todos los muertos de Emília habían sido abandonados, pero no olvidados; después, cuando regresara a la casa de los Coelho, encendería velas por ellos. A Emília le habría gustado regresar a Taquaritinga. No para presumir, como había Soñado hacer alguna vez, sino para ocuparse de esas tumbas que habían quedado allí. Así podría mostrarle a Expedito su verdadera familia. Desgraciadamente, pasaría mucho tiempo antes de que pudiera llevarlo al interior otra vez. Aquellas tierras eran demasiado peligrosas.
A pesar de los envíos encubiertos de armas de Degas, el Halcón y la Costurera continuaban atacando con éxito los puntos de construcción de la carretera Transnordeste. Los cangaceiros comenzaron a robar las armas de los soldados, lo cual indicaba que se estaban quedando sin municiones propias. De todas maneras, los bandidos se las arreglaban para seguir teniendo un suministro continuo de balas y armas. El doctor Duarte sospechaba que los coroneles y los rancheros que habían regresado a sus granjas después de la sequía habían vuelto a comportarse como coiteiros. A la mayoría de los coroneles les desagradaba Gomes, porque había desmantelado sus maquinarias políticas en el campo, quitándoles todo poder. A ellos tampoco les gustaba la ruta Transnordeste que atravesaba sus tierras, dividiéndolas. Aunque habían jurado lealtad mientras estuvieron en Recife, era muy posible que los coroneles apoyaran en secreto al Halcón y la Costurera para debilitar a Gomes. Emília pensaba con frecuencia en el doctor Eronildes. El campamento de refugiados de Río Branco se había cerrado después de las lluvias y no había tenido noticias de él desde entonces. Suponía que había regresado a su rancho, pero ignoraba si continuaba ayudando a la Costurera.
A principios de ese año, la lluvia había llegado finalmente a las regiones más remotas del interior. Los informes enviados por telégrafo decían que cuando cayeron las primeras lluvias los residentes del campamento lloraron y entonaron plegarias de agradecimiento a san Pedro. Las lluvias fueron tan fuertes y el suelo estaba tan seco que se formaron grandes ríos de barro que arrancaron árboles y derribaron casas abandonadas. El barro se convirtió en un problema y los campamentos de refugiados tuvieron que ser cerrados sin demora. A aquellos residentes que desearan regresar a sus cultivos se les entregaba un paquete de semillas y se los enviaba a sus lugares de origen. A aquellos que querían dejar de trabajar en el noreste se les ofreció transporte hacia el sur, donde iban a trabajar en fábricas o en casas particulares como empleados domésticos. Los hombres que deseaban trabajar para el presidente Gomes como soldados o como mano de obra para la carretera fueron conducidos en grupos separados para darles comida y uniformes.
El presidente Gomes envió un telegrama desde Río presionando al interventor Higino para que encontrara una solución al problema de los cangaceiros. El interventor Higino, a su vez, presionó al doctor Duarte. El gobierno había gastado grandes sumas de dinero y recursos para construir el Instituto de Criminología sobre la base de la afirmación del doctor de que su ciencia podía encontrar soluciones prácticas contra el crimen. Había prometido comprender mejor la mente delictiva y de ese modo encontrar maneras de predecir su comportamiento y atrapar a los delincuentes antes de que se cometieran más crímenes. En aquel momento, el interventor Higino empezó a exigir al doctor Duarte que cumpliera sus promesas. El suegro de Emília se volvió más reservado. Mantenía su estudio cerrado con llave. En lugar de usar taxis, hacía que Degas lo llevara a todas sus citas. Todas las mañanas, el doctor Duarte y Degas iban en coche al puerto y regresaban a la casa de los Coelho oliendo a aire salado y con paquetes de pescado fresco para la comida. El Día de Difuntos, el doctor Duarte se escabulló del grupo de hombres que estaba debajo del árbol en el cementerio y partió rumbo a un destino desconocido. Doña Dulce movió con pesar la cabeza.
—No respeta a los muertos —dijo y fregó con más fuerza las inscripciones con los nombres de la tumba.
Cuando el doctor Duarte regresó, evitó la sombra del árbol y se dirigió directamente a la tumba de los Coelho. Allí le dio un obsequio a Expedito. Era un medallón que tenía el aspecto de dos zetas entrecruzadas una sobre otra. A Emília le pareció que era un insecto aplastado.
—Es alemán —le dijo el doctor Duarte a Expedito, inclinándose sobre él—. Un símbolo de su nuevo
Führer
. Viene desde el otro lado del océano. —Levantó la vista para mirar a Emília—. Es nuestra solución.
—¿Solución a qué? —quiso saber ella.
El doctor Duarte sonrió.
—Degas ha traído el coche. No podemos llegar tarde a la comida.
Junto a Emília, doña Dulce asintió con la cabeza. Iban a tener que regresar a la casa a cambiarse de ropa; no podían asistir al Banquete de la Memoria ofrecido por el interventor Higino oliendo a lejía y a sudor.
La comida del Día de Difuntos se realizaba en honor de los soldados caídos, los trabajadores de la gran carretera asesinados y las víctimas del notorio incendio del teatro provocado por la Costurera. Unos meses antes, los periódicos habían informado ampliamente acerca del desastre del teatro, donde un pueblo entero fue quemado y centenares de lugareños quedaron mutilados a causa de la terrible ira de la Costurera. El incendio había puesto a la opinión pública en contra de la Costurera y el Halcón. Se terminaron los anuncios ingeniosos que usaban las imágenes de los cangaceiros. Un anuncio de pastillas de vitaminas decía: «El Halcón corre todo el día y toda la noche. ¡Toma las pastillas de vida del doctor Ross para el vigor y la resistencia!». Otro anuncio de una tienda de telas mostraba la única fotografía de la Costurera —en la que se la veía junto a la primera pareja de topógrafos secuestrados— y decía: «La Costurera no sabe si será arrestada, pero sabe seguro que la Casa de Fazendas Bonitas es siempre la más barata». Después del desastre del teatro, estos anuncios fueron retirados. Para los habitantes de Recife los cangaceiros ya no eran graciosos. Incluso los habitantes de las tierras áridas que alguna vez habían respetado a los cangaceiros después de eso ya no los querían. El incendio del teatro había matado a parientes de mucha gente, y se formaron grupos de vigilancia para perseguir a los cangaceiros en busca de venganza. El presidente Gomes y el interventor Higino se unieron a esta generalizada manifestación de disgusto, diciendo que el incendio del teatro era una «matanza de inocentes» y dedicando un pequeño monumento de homenaje a las víctimas junto al río Capibaribe, en Recife.
Emília había pasado meses sintiéndose culpable, debido a las armas escondidas en sus envíos de caridad. Después del incendio del teatro se preguntaba si su sentimiento de culpa no estaría mal orientado. Quizá Degas tenía razón: la Costurera era una asesina, y los asesinos deben ser detenidos. Sus objetivos anteriores estaban relacionados con el gobierno de Gomes. Habían sido soldados, trabajadores del Instituto de Caminos, topógrafos. Pero los muertos en el incendio eran ciudadanos comunes. Emília se sentía profundamente decepcionada y no comprendía por qué. Sentirse decepcionada significaba que había albergado expectativas respecto a la Costurera, que ella creía de alguna manera que la lucha de los cangaceiros era justa y que ellos iban a actuar de forma honorable. La rebelión era algo diferente de la criminalidad común; ésta era una distinción que Emília había hecho en su propia mente. El incendio del teatro cambió las cosas. De pronto, Celestino Gomes aparecía como el hombre que iba a eliminar la violencia del campo. Cuando Emília recordó su breve encuentro con el presidente Gomes en Río, su decepción rápidamente se convirtió en miedo. Cualesquiera que hubieran sido sus intenciones —buenas o malas—, la Costurera se había lanzado a una guerra que nunca podría ganar.
Emília había visitado Río de Janeiro en julio, después de que la nueva constitución fuera promulgada. La Primera Asamblea Nacional recientemente elegida había proclamado a Celestino Gomes presidente por un mandato de cuatro años. En la nueva constitución redactada por la Asamblea, todas las minas y las más importantes vías de navegación se habían convertido en propiedad federal, al igual que todos los bancos y compañías de seguros. Gomes tenía el control de casi todo, pero quería más. La constitución permitía a Gomes poner en práctica sus políticas de derechos laborales para sus trabajadores: jornada laboral de ocho horas, vacaciones y un salario mínimo. Pero la constitución eliminaba su idea de unión federada. Gomes se sentía frustrado por el documento e invitó a los miembros más notorios del Partido Verde a Río para celebrar una reunión en la cumbre. El encuentro fue anunciado como una «reunión para la unidad», de modo que el doctor Duarte y otros funcionarios invitados trajeron a sus familias completas. El viaje fue corto. Emília no llegó a ver mucho de Río. Su visión más amplia fue desde arriba, desde la estatua del Cristo Redentor. Allí estuvo cara a cara con el presidente Gomes. Era un hombre pequeño, pero la atmósfera que se creaba a su alrededor parecía bullir de energía. Cuando la miró, Emília percibió un gran magnetismo y a la vez un gran peligro. Ella sintió la necesidad inexplicable de complacerlo. Después, al pensarlo serenamente, esto la molestó. Se había sentido así sólo una vez antes. Fue en presencia del Halcón.