Read La dama del castillo Online
Authors: Iny Lorentz
Poco antes de la Navidad, el primer cumpleaños de Trudi interrumpió momentáneamente los intensos preparativos. Hasta el momento, Hiltrud no había pensado en la pequeña, pero al ver que Marie le cosía a la niña unos vestidos coloridos similares a los suyos, la miró, asustada.
—¿No querrás llevar a tu hija contigo?
—¡No quiero, pero debo hacerlo! —respondió Marie, angustiada—. Si dejara a la pequeña Trudi contigo, la señora Kunigunde o el conde palatino te la arrebatarían y la criarían bajo su tutela. Yo no podría soportar ninguna de esas dos posibilidades. Además, si Michel realmente llegase a estar muerto, yo no tendría ninguna oportunidad de reclamar a mi hija. Se reirían en mi cara.
Hiltrud no podía cerrar los ojos ante ese argumento. Como era la heredera de su padre, la pequeña Trudi era en la misma medida que Marie una pieza de juego para los poderosos. Le partía el corazón saber que ambas corrían peligro, y deseó que aquel invierno no se terminara nunca. Pero no había manera de detener el tiempo, y así fue como los días navideños pasaron por los habitantes de la granja de cabras, y pasó Año Nuevo, y pocos días más tarde pasó el párroco que iba de granja en granja y les dibujó en el cerco de la puerta las tres letras M + G + B, correspondientes a Melchor, Gaspar y Baltasar, recibiendo a cambio un tocino grande y una medida de vino. A finales de enero, con la llegada del frío más intenso, Thomas abandonó la granja vestido con ropa abrigada de viaje. No les dijo ni a los niños ni a los criados adónde iba, pero Hiltrud y Marie sabían que quería ir a ver si encontraba en la pequeña ciudad de Rabenweiler, no muy lejos de allí, un buen carro de viaje que satisficiera las necesidades de Marie. Estuvo ausente durante una semana, y cuando regresó les guiñó el ojo a las dos mujeres.
—¡Tuve suerte! —exclamó, riendo—. En cuanto el frío haya cesado, iremos a buscar tres vacas a Rudishof, cerca de Sternberg. El campesino tuvo que vendérmelas a bajo precio porque el heno se le pudrió en el otoño.
Mientras Hiltrud parecía asentir de buena gana, Marie se asombró. A su partida, Thomas no había mencionado que tuviese intención de comprar vacas. Sin embargo, Marie se dio cuenta enseguida de que quería distraer a los curiosos del verdadero motivo de su viaje. Ella también pensaba que lo mejor sería que nadie supiera en qué medida habían participado Thomas y Hiltrud en su desaparición. Le sonrió a Thomas, agradecida, y tomó en sus brazos a su pequeña. Trudi había crecido muchísimo y no paraba de deambular incansablemente sobre sus dos firmes piernecitas. Sin Mariele y sin Mechthild, que estaban todo el tiempo a mano para atender a la pequeña traviesa, Marie ya habría encanecido totalmente. Trudi ya había comenzado a decir sus primeras palabras, pero la primera de todas no había sido mamá, sino Lile, refiriéndose a Mariele.
Cuando la helada dio paso a los primeros días tibios, Marie y Hiltrud volvieron a sentarse en el rinconcito que recordaba a un mirador y que Thomas había preparado para su esposa. Sus pies calzaban pantuflas de piel de oveja, y sus hombros estaban cubiertos por mantas tejidas por ellas mismas. Mientras revolvía uno de sus vinos aromáticos en el caldero, Hiltrud miró hacia afuera a través de la ventanita que había abierto por primera vez en semanas, suspiró profundamente y habló, meneando la cabeza.
—Ya no falta mucho para que llegue la Pascua.
Marie sabía lo que su amiga quería decir. El Domingo de Ramos comenzaría su viaje hacia lo desconocido, y ahora que se acercaba la fecha que había estado esperando durante todo el invierno, sentía que había perdido mucho del coraje de las semanas anteriores. Casi esperaba que Hiltrud le pidiese renunciar al viaje, ya que lentamente crecía en su interior el miedo de lo que pudiera sucederles a ella y a su hija en lugares lejanos. Pero su amiga no sólo había aceptado sus planes, sino que además los apoyaba.
En lugar de intentar disuadirla de la aventura que la aguardaba, la miró, estimulándola.
—¿Ya tienes todo lo que necesitas llevar?
Marie asintió.
—Trudi y yo estamos listas.
—Echaré de menos a esa muchachita traviesa —reconoció Hiltrud con tono de tristeza—. ¿Y quién se hará cargo de tus propiedades mientras no estés? Thomas es un buen campesino, pero no sabe nada de administrar haciendas grandes como la tuya, y yo tampoco.
—No os tengáis por menos de lo que sois —respondió Marie, reprendiéndola—. Debéis haceros cargo de mis cuatro granjas de arriendo y de mis viñedos. Wilmar se hará cargo de mis posesiones en la ciudad y del dinero que he invertido en el comercio. Estoy segura de que Thomas y tú os llevaréis bien con él.
Hiltrud aún recordaba bien las circunstancias en las que había conocido a quien más tarde sería el esposo de la prima de Marie, y no pudo contener una risita. Wilmar se había negado a aceptar que lo ayudaran unas prostitutas, pero no le había quedado más remedio, y a pesar de que había llegado muy lejos en su gremio, seguía sintiéndose cohibido ante su presencia o la de Marie.
—Ya nos pondremos de acuerdo. —Hiltrud le devolvió la sonrisa a Marie, a pesar de que no estaba de ánimo como para hacerlo—. Ahora sólo nos resta esperar que no aparezca un mensajero del conde palatino antes del Domingo de Ramos que pretenda llevarte de regreso a la corte, o peor aún, que venga a anunciarte tu propia boda.
Lo decía en broma pero sólo a medias, ya que, en el fondo de su corazón, Hiltrud esperaba que eso sucediera.
Marie meneó la cabeza con fingida irritación.
—Pero Hiltrud, ¿por qué llamas a la desgracia? Hasta el Domingo de Ramos estaré a salvo aquí; después tendré que desaparecer.
Marie suponía que el conde palatino la convocaría a la corte para los festejos pascuales, al igual que a los otros miembros de la nobleza, y por eso planeaba introducirse con Hiltrud y Thomas en una peregrinación de la que no regresaría. Al llegar la ansiada mañana sin que el mensajero del conde palatino hubiese hecho presencia, suspiró aliviada y dejó de lado con enérgica resolución toda la inseguridad que había intentado extender sus garras para apoderarse de ella. Prefería ser responsable de su propia vida y no tener que ser arrastrada de aquí para allá según los caprichos de los nobles señores.
Partieron a la mañana siguiente bien temprano para que los vecinos no pudiesen ver los bultos que los tres cargaban a sus espaldas. Marie llevaba sólo lo estrictamente necesario, ya que pretendía comprar el resto en el camino; sin embargo, tanto ella, Hiltrud y Thomas como los dos hijos mayores de éstos avanzaban pesadamente, tan cargados como si estuviesen llevando mercancías al mercado. Además del equipaje, Marie cargaba a Trudi en un pañuelo atado al pecho. Igual que Hiltrud, se había vestido con una falda sencilla de lana marrón clara y se cubría los hombros con una pañoleta grande estampada en tonos grises que además le tapaba la cabeza, protegiéndola del frío, para que la tomaran por campesina a ella también. A pesar del viento frío, todos comenzaron a sudar muy pronto bajo el peso de la carga que llevaban. Pero ninguno gimió ni se quejó, sino que todos iban moviendo los labios como si estuviesen rezando. Para aumentar la impresión de que eran viajeros camino a un centro de peregrinaje, Michi iba primero con un bastón al que había sujetado el día anterior un puñado de hojas de sauce y las primeras hojas verdes del año. Hiltrud había considerado la posibilidad de llevar a la peregrinación a sus hijos pequeños también, pero finalmente había decidido no hacerlo, ya que corrían peligro de que los pequeños hablaran demasiado y que sus palabras llegaran a oídos de la persona equivocada. Por eso los había dejado en casa, al cuidado de una criada.
Poco antes de llegar a Rabenweiler, donde Thomas había comprado el carro y los bueyes de tiro, las dos mujeres se quedaron en una posada junto con los niños. A Hiltrud le parecía una precaución un tanto exagerada, pero acató la decisión de Marie. Para desahogar la sensación de opresión que tenía en el pecho, comenzó a bromear acerca de las artes culinarias insuficientes de la posadera y sobre el mejunje agrio que les servían haciéndolo pasar por vino aunque ni siquiera servía para usarse como vinagre. Cuando llegaron, eran los únicos huéspedes, pero al atardecer se detuvieron dos caravanas frente a la posada, y los cocheros entraron cual rebaño de ganado que olfateara el abrevadero. Como Marie y Hiltrud no estaban acompañadas por ningún hombre adulto, los hombres las tomaron por prostitutas, y ambas comenzaron a ser blanco de miradas lujuriosas y comentarios provocativos. Para evitar disgustos, las dos mujeres decidieron retirarse con los niños a sus aposentos.
A la mañana siguiente apareció Thomas trayendo un carro tirado por dos bueyes, pero no se detuvo, sino que hizo que los bueyes pasaran trotando por la puerta de la posada y los condujo hasta la otra punta del pueblo por un camino que se internaba en el bosque. Marie ya había pagado la cuenta, de modo que pudieron marcharse de la posada en el acto. Siguieron al carro sigilosamente y lo alcanzaron en un claro solitario.
Hiltrud abrazó a su esposo como si no lo hubiese visto en semanas, al tiempo que Marie examinaba angustiada el carro y los animales de tiro. El carro estaba nuevo y parecía muy estable. Sus paredes laterales, que llegaban a la altura de la cadera, eran de tablas embreadas, y un toldo con costura reforzada y bien alquitranado servía para resguardarse de la lluvia y del viento. El toldo estaba tendido sobre unas varillas dobladas que se arqueaban tan altas por encima de la superficie del carro que uno incluso podía estar cómodamente parado debajo. Las ruedas, reforzadas con rayos macizos, le llegaban a Marie hasta la barbilla, los cubos estaban bien engrasados, y de la horquilla que sobresalía por detrás colgaba una lata llena de engrasante de ejes. A derecha y a izquierda del carro había unos barrilitos, uno de los cuales contenía agua fresca y el otro, forraje de cereales.
—¡Por Dios, Thomas! ¡Realmente has pensado en todo! —lo alabó Marie luego de echar un vistazo al interior. Allí había varios cofres sólidos, destinados a atesorar sus pertenencias y las mercancías más valiosas. Sobre uno de ellos había un colchón relleno de copos de avena y cubierto con lona que, junto con varias mantas y pieles de oveja cosidas, formaba una confortable cama en la que Marie y Trudi podrían dormir cómodamente durante los próximos meses. En la parte de atrás había un armario empotrado contra la pared lateral que no sólo tenía cajones, como Thomas anunciara con orgullo, sino que además poseía varios compartimentos secretos en los que Marie podía esconder sus monedas, el anillo con el sello y las joyas que llevaba como objeto de trueque para algún caso extremo. Como tenía que estar preparada en cualquier momento para abandonar su papel y aparecer nuevamente como una dama de la nobleza, debía disponer de más dinero que una vivandera común y corriente.
Las alabanzas de Hiltrud se hicieron esperar un poco, ya que ahora sí que no había ningún impedimento para que Marie pudiese efectuar su viaje. Sin embargo, a pesar de su resistencia interior, primó su pensamiento práctico.
—Muy bien, al fin podremos descargar nuestros bultos en el carro. Tengo la espalda torcida de tanto peso.
Los otros se rieron y la ayudaron a apilar en el carro los bultos que habían venido cargando. Mientras Hiltrud y los niños se acomodaban en el interior del carro, Thomas volvió a sentarse en el pescante y dio unos golpecitos sobre el lugar vacío al lado del suyo, invitando a Marie a subir.
—Ven, Marie, siéntate aquí, así podrás aprender cómo manejar a los animales desde aquí arriba. ¿O acaso quieres ir caminando junto a ellos como un peón de cochero?
Marie no tenía experiencia alguna en el manejo de una yunta de bueyes, pero estaba dispuesta a aprender todo lo necesario en los días que aún pasarían juntos. Thomas y Hiltrud les habían contado a sus vecinos que partirían a un viaje de peregrinación, y por supuesto también les habían contado cuál era su meta; la iglesia de St. Marien am Stein. Para hacer más creíble su historia, debían dirigirse a aquel lugar santo a rezar y, como era costumbre, a comprar algunos rosarios y otros objetos religiosos para ellos y para un par de vecinos viejos y enfermos de las granjas vecinas. El carro tirado por bueyes les permitía recuperar el tiempo perdido. Los animales no eran mucho más veloces que las personas, pero sí mucho más resistentes, y se viajaba de manera mucho más agradable cuando los propios píes no tenían que estar tropezando a cada rato con piedras y raigambre.
El cuarto día, Thomas ya estaba tan contento con las habilidades como conductora demostradas por Marie sobre el pescante que le dejó el tiro un momento. Al principio avanzaron sin dificultades, pero cuando llegaron a una encrucijada y Marie quiso doblar hacia la izquierda, los bueyes rezongaron y giraron obstinadamente hacia la derecha.
—¡Malditas bestias! —les gritó Marie a los animales—. ¿Queréis hacer lo que yo os ordeno?
Pero eso tampoco sirvió de nada. Thomas estuvo a plinto de tomar las riendas, que Marie le había tendido en medio de su desesperación, pero luego meneó la cabeza.
—Debes aprender a resolver estas situaciones por ti misma. Continúa un trecho por este camino y busca un lugar en el que puedas dar la vuelta.
Marie apretó los labios y dejó que los bueyes siguieran su camino. Poco después llegaron a un terreno con poca vegetación que parecía muy prometedor. Marie quiso guiar a los bueyes hacia ese lugar, pero Thomas le aconsejó que primero los hiciera detener y estudiara bien el terreno.
—Aún estamos a principios de año, y por eso el fondo podría estar pantanoso. Viajando con una caravana militar no tendrías dificultades para encontrar manos dispuestas a ayudarte, pero si viajas sola debes estar continuamente al acecho, a menos que desees correr el riesgo de tener que dejar abandonado tu carro. —Marie tiró de las riendas e intentó ponérselas a Thomas en las manos. Él señaló sonriendo hacia el puntal delantero del carro—. Mantén las riendas firmes para que los bueyes se detengan del todo y luego átalas alrededor de este taco.
Marie siguió su consejo, saltó fuera del carro y avanzó un trecho hacia el claro. Muy pronto asintió, ya que Thomas tenía razón. El suelo estaba tan pantanoso que en algunas zonas amenazaba con hundirse. Irritada, regresó y volvió a subir al pescante.
—Aquí no podemos dar la vuelta. Sólo espero que no nos desviemos demasiado del camino.
Thomas entornó los ojos y miró a lo lejos.