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Authors: Iny Lorentz

La dama del castillo (27 page)

BOOK: La dama del castillo
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Marie sonrió como un niño travieso.

—El pobre no tiene ningún hijo varón, aunque sí es padre ya de cinco mujeres, y pensé en ayudarles a traer al mundo unas cuantas más.

Hiltrud meneó la cabeza, irritada, y finalmente soltó una carcajada.

—De modo que lo que quieres es vengarte. Quieres que embarace a su mujer una y otra vez y que sus esfuerzos se vean recompensados con más mujeres.

Marie asintió, divertida.

—¡Lo has captado a la perfección! Falko von Hettenheim odia y desprecia a su mujer, lo sé por algunos comentarios que he oído en la corte del conde palatino, pero a pesar de su resistencia no le queda más remedio que cohabitar con ella, ya que su mujer es la única que puede darle un heredero. Pero mientras ella beba de tu elixir, pasará nueve meses esperando un varón para terminar otra vez desengañado.

—Sin embargo, también cabe la posibilidad de que su esposa tenga un hijo varón, así que no te enojes demasiado si tu plan fracasa. Mejor dime por qué estás tan deseosa de vengarte. Debe haber algo más detrás de todo esto.

Marie asintió con expresión sombría.

—Falko von Hettenheim hizo de todo para empequeñecer la gloria de Michel en la lucha contra los bohemios y aumentar la suya propia. He tenido que oír durante todo el verano lo noble, valiente y sensato que es el caballero Falko, aunque a mi modo de ver es un granuja sin escrúpulos que seguramente es culpable de la desaparición de Michel.

Hiltrud frunció la nariz de mala gana.

—¿Sigues creyendo que tu esposo está con vida?

—¡Claro que sí! —respondió Marie, enérgica, apretándose la mano contra el pecho—. ¡Lo siento aquí dentro! ¡Michel está vivo! Y hay otro indicio más de ello. He oído varios relatos acerca de la trifulca en la que supuestamente cayó mi esposo, y ninguna versión concordaba con las demás. En el Palatinado dan por cierta la versión de Falko von Hettenheim, ya que él es un vasallo del conde palatino y el yerno de un hombre de gran influencia. Pero un caballero franco con el que hablé hace un par de meses me pintó las cosas de una manera bien distinta. A sus ojos, Falko von Hettenheim no era más que un caballero entre tantos otros dentro de la corte del caballero imperial Heribald von Seibelstorff y, por cierto, no precisamente el más valeroso, audaz o creíble de ellos. El hombre también conocía a Michel y lo colmó de elogios.

«Puedo imaginármelo», pensó Hiltrud. Suponía que el caballero había intentado agradar a la acaudalada viuda para luego pedir su mano. Sin embargo, no quería irritar a su amiga, de modo que se guardó esas consideraciones para sus adentros. Marie tampoco continuó hablando de Falko von Hettenheim y de su esposa, sino que expulsó el tema que venía cubriéndole el alma como un velo negro desde su partida de Heidelberg.

—¡El conde palatino quiere obligarme a volver a contraer matrimonio!

Hiltrud se encogió de hombros.

—Era de prever. Las viudas de la nobleza que son bellas y sobre todo ricas son las más codiciadas, y los nobles hacen todo lo posible por casarlas con hombres de su confianza. En la corte del conde palatino, tus posibilidades de elegir seguramente serán mayores que en la de la señora Kunigunde, en Rheinsobern.

Marie hizo una mueca de desagrado. Jamás volvería a enfrentarse a la señora Kunigunde sin sentir asco, y se había propuesto ignorarla por completo. Pero ahora la amenaza provenía del conde palatino, y se preguntaba una y otra vez cómo haría para escapar del matrimonio en ciernes. Al calor acogedor de la cocina de Hiltrud, una decisión maduró en su interior.

—No regresaré a la corte del conde palatino a esperar a que me arrastren hasta el altar como un cordero que va al matadero, sino que iré a hablar directamente con el emperador. En su entorno seguramente habrá hombres que sepan de Michel y puedan darme noticias de él.

En un primer momento, a Hiltrud también le pareció una buena idea, pero después de pensarlo un instante, sacudió enérgicamente la cabeza.

—No deberías hacer eso. Si tuvieses parientes ricos e influyentes que pudiesen protegerte, tal vez tendrías una oportunidad de llegar sana y salva hasta el emperador. Pero, en tu situación, debes estar preparada para que, en cada castillo en el que te detengas a pernoctar, el dueño te eche el ojo a ti y a tu fortuna, y la mayoría no tendrá escrúpulos en tomarte por la fuerza. Incluso si lograras llegar intacta hasta el emperador, no estarías a salvo. ¿De verdad crees que él es mejor que el conde palatino? También intentará casarte lo antes posible con alguno de sus vasallos para poder recompensarlo sin que le cueste nada.

Hiltrud había hablado mucho más de lo acostumbrado, esperando de esa forma haber hecho entrar en razón a Marie. Sin embargo, su amiga se limitó a sorberse la nariz, al tiempo que hacía un gesto de desdén con la mano.

—No tengo por qué viajar como una dama de la nobleza, ya que, a fin de cuentas, lo que busco no es la protección del emperador, sino a mi esposo.

—Que hace tiempo que está muerto y transformado en polvo. ¡Quítate esas ideas de la cabeza de una buena vez!

Tras una discusión larga e infructuosa, Hiltrud se alegró por fin cuando Mariele le trajo a Marie a la pequeña Trudi para que la amamantara, ya que aquel intercambio de palabras con su amiga amenazaba con acabar en una pelea. Le bastaba mirar a Marie para saber que estaba concibiendo una vez más un plan descabellado.

Capítulo IV

Los días fueron transcurriendo sin sobresaltos; el otoño finalizó su imponente juego de colores y muy pronto los árboles comenzaron a extender sus ramas peladas como manos suplicantes hacia el cielo invernal. El viento del este comenzó a soplar con fuerza por el territorio, y la nieve pintó las alturas de la Selva Negra. Marie estaba sentada junto a la ventana abierta, mirando en lontananza sin preocuparse del frío que penetraba en su habitación. Esa noche había soñado con Michel con una claridad aún mayor que otras veces, y ahora se preguntaba si no hubiese sido mejor que ninguno de los dos hubiese ascendido tanto socialmente.

Si hubiese sido la esposa de un buen artesano o mercader, habría gozado de muchísimas más libertades de las que la moral y las costumbres le permitían a una dama de su posición. Por lo general, las familias nobles trataban a sus hijas no casadas como mercancías caras que utilizaban para forjar alianzas y fortalecer el linaje; y las viudas acaudaladas quedaban bajo la tutela de su señor feudal, que sabía aprovechar sus propios intereses. Por eso, las mujeres que habían perdido a sus esposos rara vez permanecían solas; a menudo, una vez transcurrido el año de luto, su tutor volvía a casarlas con alguno de sus preferidos sin importarle los deseos de ellas. Marie había oído hablar de mujeres que habían enviudado en reiteradas ocasiones, a quienes les habían puesto un nuevo esposo en el lecho incluso después de pasados sus años fértiles. La única manera que estas infelices criaturas tenían de evitar un nuevo matrimonio era obtener los favores de un eclesiástico de alto rango y retirarse a un convento.

Sin embargo, Marie no tenía intención alguna de buscar un nuevo esposo ni de pasar el resto de su vida siendo monja. Y se lo dijo con bastante claridad a Hiltrud cuando, poco después, ésta hizo un comentario acerca del futuro de ella y de Trudi.

Hiltrud giró los ojos, apuntándolos hacia el cielo.

—¡A la larga no podrás negarte a cumplir la voluntad del conde palatino! Me asombra que hasta ahora haya tenido tanta paciencia. Otros señores feudales te habrían llevado a la capilla del castillo a rastras, sin importarles tu opinión, y te habrían casado con el primero que se les hubiese cruzado en el camino, sin importar que se tratase de un bruto canalla o de un loco arrogante como este Falko von Hettenheim.

Marie sintió escalofríos.

—Hettenheim no solamente es un arrogante, sino que además, por lo que pude inferir de las palabras de Huida, es un hombre de los que sienten placer lastimando a la mujer en la cama. Seguramente la señora Huida estaría contenta de poder regalarle de una buena vez el heredero tan ansiado, así él la dejaría en paz.

—No todos los hombres de la nobleza son tan repugnantes como Hettenheim.

—¡Pero tampoco hay ninguno como Michel! —respondió Marie, vehemente.

Recordó entonces cómo sus abrazos hacían estallar de júbilo a sus sentidos y volvió a preguntarse dónde estaría él en ese momento. Ensimismada en sus recuerdos, casi se le pasó por alto el hecho de que Hiltrud estaba poniendo en palabras una idea que venía angustiándola hacía tiempo.

—Y si Michel aún sigue con vida, ¿por qué no regresa aquí contigo?

Marie cerró la ventana y se volvió hacia su amiga.

—No lo sé. Ha de haber una razón de fuerza mayor para que no regrese, y yo la encontraré.

—¿Entonces sigues con esa idea descabellada de ir en busca del emperador?

—No al emperador, al menos no a él en persona, sino a su ejército. Tal vez algunos de los soldados de infantería de Michel aún sigan con vida y puedan darme algún dato. Tal vez logre encontrar a Timo, o averiguar algo sobre su paradero, ya que así podría tener una idea de qué es lo que pudo haberle sucedido a Michel. Timo jamás habría abandonado a mi esposo.

—Probablemente hayan muerto los dos.

Marie tensó los músculos de su rostro hasta que sus mejillas saltaron, pálidas.

—No lo creo. Pero lo averiguaré. Solo me entregaré a mi destino cuando esté frente a la tumba de Michel.

—Ya lo creo, tú que eres una criatura tan suave y sumisa —se burló Hiltrud—. Además, no puedes viajar a Núremberg así como así, por más que el emperador vaya cien veces allí con su corte a examinar sus tropas.

—Claro que puedo.

—Los jinetes del conde palatino te alcanzarían a más tardar cuando estés en la mitad del camino. Luego te traerían de regreso y te meterían en la cama de ese comerciante que el señor Ludwig escogió para ti.

Hiltrud hubiese querido coger a Marie de la cabeza y chocarla contra la pared cuantas veces fuesen necesarias para que aquella chiflada mujer entrase en razón. Pero después de tantos años, sabía que no era fácil disuadir a su amiga cuando se le metía una idea en la cabeza, por más disparatada que fuese.

La sonrisa de Marie confirmó todos sus temores.

—Si el conde palatino no sabe hacia dónde me dirijo, tampoco puede mandar a nadie a que me persiga. Es obvio que no puedo viajar en busca del ejército como una dama de la nobleza.

—Y entonces, ¿cómo irás? Además de las esposas y de las mujeres que pertenecen a las familias de los nobles señores que están bajo la protección de un guardia personal, en las tropas sólo toleran prostitutas y vivanderas.

Marie sonrió.

—Tú misma lo has dicho. ¡Así es como viajaré!

—¿Como prostituta? ¡No, de ninguna manera, eso no lo permitiré! —Hiltrud se levantó, indignada.

Marie sonrió para calmarle los ánimos, pero como Hiltrud no se tranquilizaba, la atrajo hacia sí.

—Por supuesto que no viajaré como prostituta, tontita. Viajaré como vivandera. Esa clase de mujeres viaja por todo el territorio, y a ningún conde palatino le interesa de dónde vienen ni hacia dónde se dirigen.

—Esa clase de mujeres... Exactamente así es como yo las catalogaría. La mayoría de ellas son prostitutas que se han hecho con algún dinero y han podido comprarse un carro y una yunta. Pero siguen abriéndose de piernas a cualquier cerdo libidinoso que pueda pagar su precio.

Al ver el rostro tenso de Marie, Hiltrud comprendió que estaba hablando inútilmente. Su amiga no dejaría que nada ni nadie arruinase sus planes. La dejó sola y fue en busca de su esposo para hablar del problema con él. Pero cuando le propuso informar al conde palatino de la situación para que éste no dejara a Marie viajar, Thomas meneó resueltamente la cabeza.

—No deberías obligar a la señora Marie a hacer algo que ella no quiere y, sobre todo, no deberías traicionarla. Su deseo es ir en busca de Michel, y debo decir que la entiendo. ¡Déjala ir! Aunque caiga en dificultades, para ella siempre será mejor eso que tener que casarse con un hombre que no ama y que tal vez incluso odie.

—¿Entonces tú crees que es mejor que ande vagando por los caminos como una prostituta?

Hiltrud lanzó a su esposo una mirada furiosa, pero Thomas le cogió las manos y le sonrió amorosamente.

—Presentas las cosas como si Marie fuese una mujerzuela insensata, pero así tampoco le haces justicia.

Hiltrud suspiró profundamente.

—Por Dios, claro que no. Pero hay demasiados hombres malos a quienes les importa muy poco el «no» de una vivandera.

—Marie deberá arreglárselas sola con ese peligro. La única manera que tenemos nosotros de ayudarla es preparando su viaje lo mejor posible.

Algo en la mirada de su esposo le reveló a Hiltrud que en realidad sabía más del asunto de lo que quería admitir. Curiosa, siguió indagando hasta que terminó arrancándole la confesión de que, unos días atrás, Marie ya le había pedido ayuda para comprar un carro de vivandera y dos bueyes de tiro.

—¿Recuerdas que el otro día te conté que el emperador había solicitado nuevas tropas? Bueno, aunque el señor Ludwig no obedeció esa orden, parece que el ejército franco del Neckar está reuniéndose cerca de Wimpfen. No creo que Marie tenga dificultades para llegar hasta allí.

—Temo por ella y no me parece bien que tú apoyes sus caprichos. —Hiltrud le gruñó a su esposo furiosa y luego se volvió hacia Marie—. ¡Es una locura! ¡Piensa en tu hija! ¿Acaso quieres que, habiendo perdido a su padre, ahora también tenga que crecer sin madre?

Marie bajó la cabeza para que Hiltrud no viera su rostro. Tenía sus propios planes, aunque todavía no podía revelárselos a su amiga.

Hiltrud resopló furiosa y la acusó de ser una insensata, pero no obtuvo respuesta. En los días siguientes tampoco se esforzó por ocultar su rechazo, e intentó en reiteradas ocasiones disuadir a su amiga de sus propósitos, pero Marie no cedió, y cuando regresó de una visita a su prima Hedwig y a su antigua criada con un fardo de tela rosada para hacerse una falda, Hitrud supo que no le quedaba más remedio que ayudarla con los preparativos.

Era casi como antes, como en la época en la que eran prostitutas y recorrían los caminos, pero al mismo tiempo era diferente. En aquel entonces tenían sus pocas pertenencias apiladas en un carrito tirado por cabras, e incluso más tarde, después de que les quitaran y mataran a sus animales, tuvieron que seguir cargando sus bultos sobre sus espaldas. En cambio, ahora Marie dispondría de un robusto carro tirado por bueyes en el que podía guardar suficiente ropa para todas las estaciones, y casi no corría peligro de tener que cubrir millas y millas a pie.

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