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Authors: Iny Lorentz

La dama del castillo (23 page)

BOOK: La dama del castillo
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El alivio por el final feliz de la cacería podía sentirse en todo el castillo. Václav Sokolny no se anduvo con remilgos y ordenó abrir un barril grande de cerveza. Si bien la bebida tenía un sabor más seco de lo que la lengua de Michel parecía estar acostumbrada a catar, bajaba por la garganta como si fuese aceite. Mientras los cazadores y los batidores, los siervos y las criadas seguían deleitándose con la bebida, Sokolny, los nobles y Marek se sentaron juntos para deliberar. Dos horas después de la caída del sol habían llegado a su veredicto, que debía ejecutarse de inmediato.

Las antorchas alumbraron el patio del castillo casi como si fuese de día cuando Antonin fue llevado allí con el torso desnudo a pesar del frío y atado a un par de anillos de hierro con el rostro apuntando hacia la pared. Michel sintió lástima por aquel hombre, pero en las expresiones de los rostros de los demás leyó que Antonin no era para ellos más que un miserable cobarde que había abandonado a su señora en la hora de mayor peligro.

Sokolny midió al prisionero con una mirada despectiva y alzó la mano para atraer la atención de todos.

—Hoy Antonin ha fracasado y ya no merece seguir siendo un guerrero. Por su cobardía recibirá veinte azotes, y después pasará a ser un siervo esclavo. Puede que algún otro más valiente que él ocupe su lugar.

En ese momento, Marek apareció detrás del condenado con un látigo en la mano. También habría podido dejar que fuese otro quien ejecutase la condena, pero Antonin había sido uno de sus hombres y había puesto en peligro la vida de Janka, la preferida declarada de todos los habitantes del castillo. Sin decir palabra, levantó el látigo y le dio el primer azote. Los que estaban reunidos en el castillo, la mayoría sosteniendo un vaso de cerveza en la mano, comenzaron a contar en voz alta: «Jedan, dva, tri...», hasta cumplir los veinte azotes.

Michel contemplaba el espectáculo con una sensación extraña y contradictoria, y comenzó a notar una presión en la cabeza que se tornaba cada vez más fuerte. De pronto, ya no creyó tener delante a Antonin, sino que vio a una mujer joven... no, a una muchacha apenas mayor que Janka revolviéndose bajo la violencia de unos azotes brutales que convertían su espalda en un tablero de ajedrez. La muchacha era extraordinariamente hermosa y no se merecía aquel castigo, pero cuando trató de abrirse paso hacia delante entre la muchedumbre densamente agolpada para acudir en su ayuda, alguien lo cogió y lo sacudió.

—¿Qué pasa contigo, nemec?

Michel clavó la vista en una figura fuerte debajo de él, a quien sólo después de verlo por segunda vez reconoció como Marek Lasicek. La presión en la cabeza ya había cedido, y en ese momento vio a dos sirvientes y una criada levantándose del suelo y observándolo con gesto vacilante.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó Michel con voz apagada.

—De repente te pusiste a dar golpes en todas las direcciones y empujaste al suelo a Mirko, a Petr y a Jitka.

Marek se quedó contemplando a Michel como si tuviera que cerciorarse de que podía soltarlo.

—Al parecer, nuestro Franz presenció en su vida pasada unos azotes que eran injustos ante sus ojos, y ahora debe de haberlos recordado. —El conde Sokolny le puso a Michel la mano sobre los hombros y le sonrió para darle ánimos—. Pero ten la seguridad de que Antonin se merecía los azotes que recibió. En otro lugar, probablemente lo habrían ejecutado por su conducta.

Michel asintió, aunque en realidad no pensaba tanto en el siervo checo, sino más bien en la muchacha joven que había visto en su mente. ¿Acaso se trataría de aquella Marie a la que, según Zdenka y Reimo, había estado llamando mientras deliraba de fiebre?

Mientras un par de siervos se dedicaban a atender a Antonin, el resto de la gente regresó al salón principal del castillo. Los antepasados de Sokolny habían mandado construir el salón más bajo de lo que solía construirse en otras partes, y a cada uno de los lados más largos se extendía un hogar enorme, en el que ardían leños de madera de abeto y de haya del tamaño de medio tronco, expandiendo un calor muy hogareño. Junto con las antorchas que estaban a los lados más angostos, el fuego del hogar ofrecía suficiente luz como para poder tener desde cualquier lugar un panorama de todo el salón, dominado por una mesa maciza con forma de herradura. En la cabecera, en la parte más angosta, estaban sentados el conde y sus vasallos de mayor rango, así como las damas de la casa. La esposa de Sokolny, Madlenka, una mujer de unos cuarenta años un tanto rellena, pero de excelente presencia, con cabellos castaños y unos ojos oscuros que su hija había heredado, se dirigió a Michel y lo condujo a un sitio de honor.

—No puedo agradeceros lo bastante que hayáis salvado a nuestra pequeña de la bestia.

Le hablaba como a un igual, y extrañamente ese hecho no incomodó a Michel en absoluto, como le parecía que debía haber ocurrido si él no fuese más que un simple soldado. ¿O acaso su imaginación lo estaba engañando, haciéndole creer que había tenido una vida mejor de la que había tenido en realidad? Michel le dio las gracias a la señora de la casa con algunas palabras amables, advirtió con alivio que Marek le guiñaba el ojo con alegría y luego dirigió su vista hacia la jarra de cerveza llena y la enorme porción de jabalí asado que sobresalía a ambos lados del plato de estaño. Profundamente ensimismado en sus pensamientos, Michel no advirtió las miradas que Janka le dirigía. Sin embargo, a un observador atento no se le habría escapado el hecho de que la mujer que había dentro de ella había despertado y que sus sentimientos hacia Michel iban mucho más allá del mero agradecimiento por haberle salvado la vida.

Un rato más tarde, mientras yacía en su cama, a Michel le zumbaba la cabeza de tanto intentar recordar en vano, y la gran cantidad de jarras de cerveza que había vaciado hizo el resto. Se quedó un rato más despierto y luego cayó en un sueño plomizo en el que se batía con osos furiosos que querían quitarle la vida.

De pronto oyó en sueños que alguien gritaba su nombre. Asustado, se dio la vuelta y vio a una mujer que iba caminando a su encuentro. Era la misma a la que había visto siendo azotada un rato antes, en aquel breve recuerdo que se había despertado en él, sólo que ahora era mayor y —como constató con orgullo— aún más hermosa. Sus cabellos enmarcaban su cabeza como una diadema dorada o una corona, y su rostro habría cautivado los ojos de cualquier artista. Pero de pronto la expresión de su rostro se transformó en un gesto de dolor.

—¡Michel, ayúdame, me duele tanto! —gritaba dolorida, al tiempo que extendía las manos hacia él.

Michel la sujetó, presionándola suavemente.

—No tengas miedo, Marie. Yo estoy aquí contigo.

Los ojos azules de la mujer se iluminaron, y su boca pronunció el nombre de él con una dulzura que le rodeó como un soplo tibio.

—¡Ahora todo saldrá bien!

Se trató solamente de un susurro, pero en él se traslucía todo el alivio del mundo. Michel quiso tomarla entre sus brazos y consolarla, pero en ese momento la mujer se transformó en un oso y lo atacó.

Michel se sobresaltó y se quedó mirando confundido la habitación en la que se encontraba. La luna, que brillaba a través de los diminutos cristales de la ventana, estaba lo suficientemente clara como para permitirle reconocer los contornos de las cosas que le rodeaban. Pasó un rato hasta que Michel comprendió que estaba en el castillo de Sokolny y que la hermosa mujer que se llamaba Marie por el momento existía solamente en sus sueños.

—¡Marie!

Pronunció ese nombre como si fuera una palabra cariñosa, y tuvo que luchar contra su deseo de abandonar el castillo al día siguiente para salir en busca de aquella mujer. ¿Por dónde empezaría a buscarla? No sabía ni de dónde venía ni en dónde hallar a alguien que lo reconociera y pudiese ayudarlo a volver a ser él mismo. Pero lo que más le angustiaba era el hecho de que en el sueño había oído su verdadero nombre, pero había vuelto a olvidarlo en cuanto se despertó.

Capítulo XII

El dolor era tan insoportable que Marie se preguntó cómo lo habrían aguantado todas las mujeres antes de ella. Su mirada buscó a Hiltrud, que estaba inclinada sobre ella, ayudando a la comadrona. Su amiga había parido más de un hijo y jamás se había quejado de tener unos dolores tan espantosos. ¿Acaso ella sería la única en sufrir de ese modo tan brutal?

—¡Relajaos, señora! —la instó la partera. La mujer estaba visiblemente nerviosa, ya que hasta el momento siempre había hecho su trabajo con campesinas, y algunas veces también con criadas que se habían liado con siervos o con sus patrones, o que habían sufrido abusos por parte de ellos, como si tuviesen derecho a hacerlo. Pero nunca antes había tenido que atender a una aristócrata y tenía miedo de tocarla.

Ella y Hiltrud no eran las únicas mujeres en la habitación. Como Marie era la mujer de un caballero imperial, Hiltrud había invitado a algunas de sus vecinas para que más tarde pudieran atestiguar que el diablo no había intervenido en el parto. Incluso un siervo había traído en trineo desde la ciudad a Hedwig, la prima de Marie, además del párroco de la iglesia de la Santa Cruz, que debía certificar el nacimiento y asentarlo en el registro de nacimientos de la parroquia. El buen hombre estaba sentado en un rincón, con una expresión poco feliz, intentando no mirar los genitales al desnudo de la parturienta.

Una nueva ola de dolor pareció querer desgarrar a Marie en pedacitos. Cerró los párpados y apretó los puños para reprimir los gritos que pugnaban por salir de la garganta. Pero de repente oyó que alguien le susurraba al oído unas palabras de consuelo, y entonces vio claramente a Michel parado frente a ella. Marie extendió los brazos hacia él enseguida.

—¡Ayúdame, Michel! ¡Ya no soporto los dolores!

Él se acercó hacia donde estaba ella, la cogió de las manos y la miró, anhelante. A Marie le pareció que él había envejecido y que estaba tan delgado como si hubiese estado pasando hambre. Además, vestía un traje extraño. Parecía un hombre que había perdido todo, incluso a sí mismo. Sin embargo, él le sonrió y asintió con la cabeza para darle ánimos.

—¡Resiste, amor mío! Todo saldrá bien —leyó Marie en sus labios.

Marie sonrió entre lágrimas. —¡Sí, Michel, todo saldrá bien!

El grito penetrante de un bebé recién nacido destruyó el rostro de su sueño, devolviéndola bruscamente a la realidad. Confundida, miró a su alrededor, y entonces vio un conjunto de rostros risueños. Hiltrud se inclinó sobre ella y le limpió el sudor de la frente con un paño humedecido en esencias de penetrante aroma.

—¿Lo ves? ¡Lo lograste! Felicidades, Marie. ¡Has tenido una hija!

—He visto a Michel —respondió Marie, ensimismada en sus pensamientos.

—Seguro que lo has visto, ya que él te estaba observando desde el cielo para brindarte su protección —respondió el cura, solemne.

Marie sacudió la cabeza enérgicamente.

—No, no fue así. Si Michel hubiese estado en el Reino de los Cielos, seguramente habría vestido una túnica, como las que tienen los ángeles en los retablos de la iglesia. Pero llevaba ropa muy terrenal y parecía muy vivo... No creo que esté muerto.

—Temo que esté viendo fantasmas a causa de la fiebre —le susurró a la comadrona una de las mujeres. Ésta apoyó la mano sobre la frente de Marie, aparentemente sin saber muy bien qué pensar de todo el asunto—. Está fresca, y su mirada también parece diáfana —comentó la mujer asombrada, pero también un poco temerosa.

—¡Michel está vivo! —repitió Marie, furibunda. Hiltrud le acarició la mejilla.

—Seguro que lo está. Pero ahora no deberías pensar tanto en él sino en vuestra hija. Ella te necesita.

Hiltrud le hizo señas a la partera para que le pusiera a la recién nacida en brazos, y empujó suavemente el mentón de su amiga para que mirara a la niña. En un primer momento, Marie intentó resistirse, ya que sentía que ni siquiera Hiltrud la creía, pero después contempló el rostro colorado y arrugado de la recién nacida y le pareció reconocer en él los rasgos de Michel. Sus ojos brillaron de inmediato. La pequeña dejó de gritar y miró a su madre desde unos ojos azules oscuros abiertos de par en par, como si quisiera grabarse su imagen para siempre.

Marie le dirigió a Hiltrud una sonrisa inmensamente feliz.

—Es igual que Michel, ¿no crees?

—¿De veras? —preguntó Hedwig, que se había sentado en el borde de la cama y tiraba suavemente de los cabellos casi blancos de la recién nacida—. Yo creo que se parece más a ti.

—Yo también —coincidió Hiltrud—, y estoy convencida de que nuestro tesorito llegará a ser algún día tan bella como su madre.

Las otras mujeres también alabaron a la recién nacida, e incluso el párroco se dejó sonsacar algunas palabras de reconocimiento mientras registraba el nacimiento en un pergamino fino y pulido y ponía debajo el sello de su parroquia.

Apenas se hubo secado el lacre, se oyeron unos golpes furibundos en la sala, seguidos de una voz chillona. Inmediatamente después se abrió la puerta y entró la señora Kunigunde, acompañada por una ráfaga de aire helado.

—¡Conque aquí estabas, criatura desagradecida! —le gritó con voz dictatorial—. Una hace todo lo posible para facilitarte la vida y tú te escapas a esta cabaña de campesinos con olor a bosta y otras cosas peores.

Hiltrud se paró con los brazos en jarras, indignada, y frunció la nariz, ya que el vestido de la nueva señora del castillo olía a sudor y a excremento de perro, mientras que ella seguía manteniéndose siempre tan limpia como se había acostumbrado a estar desde sus épocas de ramera errante.

—Mi casa está limpia y caliente, algo que no puede afirmarse del castillo de Sobernburg.

La señora Kunigunde le dio la espalda con un movimiento despectivo y luego se quedó observando al párroco.

—¿Y qué hacéis vos aquí, reverendo padre? —He venido a certificar el nacimiento de la hija de la señora Marie.

—¿De modo que ya parió? ¡Qué bien! Entonces ya puede volver a ser útil. —Miró con asco a la recién nacida, a quien la prima de Marie estaba envolviendo en unas telas suaves, y entonces su rostro se iluminó—. ¡Anda, vístete! —le ordenó a Marie—. ¡Vendrás conmigo al castillo de inmediato! Puedes traer a tu cachorrito contigo si así lo deseas. Y hazme el favor de apurarte. No quiero dejar a los caballos del trineo parados en el frío durante mucho tiempo.

Marie estaba demasiado exhausta como para poder defenderse de aquella insolencia, pero Hiltrud interpuso su cuerpo macizo delante de ella y examinó a la señora Kunigunde con una mirada desafiante.

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