Read La dama del castillo Online
Authors: Iny Lorentz
Huida tomó las manos de Marie como si fuesen íntimas amigas.
—Perdonad, señora Marie, pero no me di cuenta de cuánto os debe afligir tener que escuchar relatos acerca de la gloria de mi esposo mientras vuestro consorte ha caído víctima de esos terribles husitas.
Su sonrisa dejó al descubierto sus dientes desteñidos y podridos, y cuando se le acercó un poco más, Marie sintió que un hedor penetrante le inundaba la nariz. Marie había aprendido lo fundamental que resultaba la higiene íntima para una mujer, pero la señora Huida parecía considerar su pubis tan pecaminoso que ni siquiera quería rozarlo con un trapo humedecido en agua. Dado que habría de pasar los próximos tres o cuatro días junto con esa persona en aquel estrecho habitáculo, resolvió ser servicial.
—Sois muy sensible —repuso con simpatía, aunque esa mentira amenazaba con darle la vuelta a la lengua dentro de la boca.
La señora Huida le sonrió de inmediato, aparentemente agradecida, y luego comenzó a hablar de sus hijas. Enumeró todas y cada una de las enfermedades que podía contraer un niño a la edad de Trudi. Como por el momento Marie no podía escapar de aquel espíritu quejoso, trató de apartar sus pensamientos acerca del futuro y dejó que la charla la cubriese como un chaparrón. Asentía o acotaba algo cada tanto, cuando le parecía que su acompañante estaba esperando algún comentario de su parte. Por suerte, a la mujer le gustaba más oírse hablar a sí misma que oír hablar a los demás, de modo que muy pronto pasó a los últimos chismes sobre la corte del conde palatino. Marie constató enseguida cuan poco trato con las damas de allí había tenido durante su estancia en la corte, ya que gran parte de lo que le contó le resultaba nuevo. Aunque tampoco le interesaba si la baronesa de Buchenberg había engañado a su marido con el elegante caballero Nantwig ni tampoco si el conde imperial de Enztal estaba seguro de cuál de los cuatro hijos de su mujer provenía de él. Cuando Huida supuso que ya había engatusado discretamente a Marie con su charla, pasó a hablar del tema que realmente la preocupaba. Apoyó sus manos sobre los hombros de Marie y se volvió hacia ella para poder mirarla a los ojos.
—Necesito vuestro consejo con urgencia.
Marie arqueó las cejas, sorprendida; sin embargo, no rechazó a la mujer. Antes de que pudiese instarla a contarle cuál era el problema que la aquejaba, la señora Huida comenzó a expulsar una catarata de palabras casi sin hacer pausas para tomar aire.
—He oído decir que conocéis métodos para aumentar el deseo de un hombre, impedir un embarazo no deseado o...
Se quedó mirando a Marie con gesto casi suplicante.
—¿O qué? —preguntó ésta, sin entender.
—¿Conocéis algún método que permita conducir la simiente del hombre indefectiblemente hacia su destino, despertando nueva vida en el vientre de una mujer?
La señora Huida comenzó a temblar a causa de la tensión y pareció ansiosa por obtener una respuesta. Hasta su criada, que hacía las veces de doncella y que además era seguramente su persona de confianza, se inclinó hacia delante, interesada.
Por un momento, Marie no supo qué decir. En su opinión, el deseo del esposo de Huida aumentaría sin duda si ella se daba un buen baño y se ponía ropa limpia, pero evitó hacer ese comentario y, en su lugar, comenzó a enumerar los alimentos que tenían fama de tener un efecto afrodisíaco. La señora Huida asentía al escucharlos y confesaba que ya los había probado aunque sin obtener el prometido efecto, y dejó entrever que estaba en busca de aquellos medios que ya habían cruzado la delgada línea que los convertía en brujería. Lo que quería era algún hechizo que le permitiera conservar el amor de su esposo y la ayudara a tener un hijo varón. Finalmente cogió a Marie y la sacudió.
—Seguramente vos no podéis entenderlo, ya que vuestro linaje aún es nuevo y no estáis familiarizada con nuestros usos y costumbres. Para alguien que pertenece a un linaje antiguo e importante, el mayor de los deseos es un hijo y heredero. ¡Pero durante la última visita de mi esposo, mi vientre permaneció vacío! Os ruego por Dios y por todos los santos que me ayudéis a cumplir el anhelo de mi esposo. Si lo lográis, seré vuestra fiel amiga toda la eternidad.
Marie contuvo una sonrisa. ¡Conque el orgulloso y altanero de Falko von Hettenheim no tenía un hijo a quien legar su título y sus posesiones! A sus ojos, ése era el castigo justo para el hombre que la había ofendido en lo más íntimo y a quien ella responsabilizaba secretamente de la desaparición de Michel. Al principio intentó rechazar lo más diplomáticamente posible la petición de Huida von Hettenheim, pero después recordó el remedio con el cual Hiltrud le había ayudado a tener a Trudi. Según su amiga, surtía efecto en cualquier mujer que estuviera en condiciones físicas de quedar embarazada, pero las que lo habían tomado hasta el momento sólo habían concebido niñas. Como el padre de Huida era un hombre muy cercano al conde palatino, el caballero Falko no podía repudiar a su mujer ni tampoco encerrarla en un convento. De modo que no le quedaba más opción que seguir entrando en su cueva para poder engendrar a su heredero, y a Marie le pareció que lo que se merecía por ser tan altivo e insolente era ayudarlo a tener una serie más de hijas.
Marie frunció el entrecejo como si estuviese haciendo un esfuerzo por pensar y luego le hizo señas para que se acercara, y también a la criada.
—Si esperáis obtener ayuda de las fuerzas sobrenaturales, entonces deberíais acudir a una bruja o a un hechicero, ya que yo no sé nada de esos asuntos. Sin embargo, la campesina de la granja de cabras hacki la que nos dirigimos sabe preparar un brebaje de hierbas que permite tener descendencia. Yo misma esperé quedar embarazada durante años y solo logré concebir después de beber ese elixir. En mi caso no resultó ser un hijo varón, pero la propia Hiltrud ha engendrado a tres fuertes muchachitos con ese remedio.
Huida von Hettenheim se tragó literalmente esas palabras.
—¿Creéis que la campesina me dará ese brebaje a mí?
Marie meneó la cabeza como si no estuviese segura.
—No lo sé. Puede ser que se asuste de que una mujer noble como vos desee su remedio. Ella no es más que una mujer sencilla, y generalmente utiliza ese jugo sólo con sus vacas para asegurarse de que queden preñadas.
Marie no tenía ni idea de si esto era realmente así, pero por lo que conocía a Hiltrud, lo suponía. Por supuesto que su amiga no era en absoluto tan asustadiza como Marie había afirmado delante de Huida, pero quería mantenerla en vilo.
Huida entrecruzó las manos y se las llevó al pecho, al tiempo que urgía a Marie con la mirada.
—¡Por favor, ayudadme a convencer a la mujer para que me prepare esa bebida!
—Lo intentaré, señora Huida. Pero ni la dueña de la granja de cabras ni yo podemos garantizaros que funcione.
La esposa del caballero Falko hizo un gesto de desdén.
—¡Quiero tener ese remedio cueste lo que cueste!
Su criada asintió enérgicamente y le explicó a Marie que el asunto no fracasaría por una diferencia de apenas un par de ducados.
—Es que no se trata de dinero. Lo más probable es que la criadora de cabras os prepare la bebida a cuenta de Dios, ya que al fin y al cabo siempre estará en manos de Dios que el remedio os traiga vuestro tan ansiado heredero.
Marie le había mostrado el anzuelo a la mujer de Hettenheim y ahora se echaba lentamente atrás, ya que temía que, si la bebida no provocaba el efecto esperado, la dama pudiera descargar su ira sobre Hiltrud. Deseaba de todo corazón que el caballero Falko tuviese una docena más de hijas junto con todas las esperanzas frustradas asociadas a los embarazos, y por eso estaba dispuesta a ayudar a Huida a obtener el remedio. Mariele, que tampoco sentía agrado por la dama, adivinó enseguida los planes de su madrina a pesar de su corta edad, y le guiñó el ojo en un gesto cómplice. Pero cuando estaba a punto de decir algo, Marie le hizo señas de que guardara silencio, ya que no quería que la niña se pavoneara con los conocimientos de herboristería de su madre. Si el ansiado hijo no llegaba a venir, la señora Huida podría acusar a Hiltrud de brujería y de haberle echado una maldición para que sólo pudiera parir niñas.
El cochero parecía querer librarse de sus pasajeras cuanto antes, ya que azuzó a sus caballos sin cesar con el látigo y siguió avanzando hasta una vez entrada la noche. La primera noche la pasaron en un pequeño albergue muy limpio, la segunda en un castillo aduanero del conde palatino emplazado a orillas del Rin. En ninguno de los dos lugares tuvieron tiempo suficiente como para mirar un poco los alrededores, menos aún para cenar o desayunar en abundancia. Finalmente, Marie se alegró cuando al anochecer del tercer día divisaron las torres de la iglesia de Rheinsobern recortándose entre la neblina y emprendieron el camino hacia la granja de cabras. El cochero y los jinetes acompañantes estaban visiblemente asombrados de que una dama de la aristocracia hiciera detener el coche frente a una granja en lugar de dirigirse al castillo del alcaide. Sin embargo, el abundante banquete proveniente de la despensa de Hiltrud les demostró que allí también se sabía vivir bien.
—Tu tocino es mejor que el que come el mismísimo conde palatino —le comentó uno de los jinetes al esposo de Hiltrud.
—Y el vino tampoco tiene nada que envidiarle —agregó uno de sus compañeros, mirando con pena hacia su vaso vacío.
Thomas le tendió sonriendo la jarra, que aún estaba por la mitad, para que pudiera volver a servirse.
—¿Sois campesinos libres? —quiso saber uno de los hombres. Cuando Thomas asintió con orgullo, el soldado suspiró. Recordó a su padre, que era un campesino siervo de la gleba y apenas si tenía lo mínimo indispensable para alimentar a su numerosa familia, ya que el señor feudal se quedaba con la mayor parte de su ganado y su cosecha y lo obligaba a trabajar en el castillo junto a los demás siervos de la gleba y todos los hijos que ya estuviesen en condiciones de echarles una mano. Él mismo había tenido suerte, ya que el señor del castillo lo había puesto entre sus soldados de caballería y más tarde lo había entregado junto con otros compañeros como obsequio al conde palatino para poder pagar menos tributos. Ahora vestía bien, le daban comida suficiente y algún que otro heller, que sin embargo no le duraba mucho en el bolsillo. Pero también podría haberle tocado algo peor, se dijo, por ejemplo, tener que marchar como soldado a Bohemia, donde el emperador estaba en guerra desde hacía varios años y no podía ganar.
Mientras el séquito degustaba la comida, Marie, Huida y la criada de ésta permanecieron en la habitación caldeada.
—Necesito esa bebida como sea —instaba Huida a la anfitriona—. Marie me ha hablado maravillas de ella.
Hiltrud dirigió a Marie una mirada interrogante, ya que ésta no acostumbraba a alabar de manera tan desmedida las bondades de sus mezclas de hierbas, y la sonrisa suave y virginal de su amiga le dejaba bien claro que algo se traía entre manos. A Hiltrud le habría gustado saber de qué se trataba, ya que hubiese preferido decidir por sí misma si quería darle o no el elixir a esa antipática dama. Sin embargo, la mirada insistente de Marie no le dejó más opción que acceder.
—Os entregaré una botella de la bebida, a cuenta de Dios, claro está, ya que el resto queda en manos del cielo y de la Virgen María.
La señora Huida pareció sentirse de golpe tan liberada como si Hiltrud le hubiese mostrado el camino hacia la salvación eterna, y la cogió de las manos.
—En cuanto haya dado a luz a un hijo varón, os recompensaré en abundancia.
Marie tuvo que hacer un esfuerzo para contener la risa, ya que sabía que Hiltrud habría de esperar esa recompensa hasta el día del Juicio Final. Cambió de tema enseguida, desviando la conversación hacia otros asuntos más mundanos. Hiltrud no participó mucho de la charla posterior, ya que ella y una dama de la nobleza como Huida casi no tenían nada en común. Sin embargo, Huida von Hettenheim no se percató de ello, ya que siguió hablando sin parar, y cada vez que hacía una pausa para tomar aire continuaba su criada. Según contaban ambas, tanto el padre de Huida, Rumold von Lauenstein, como su esposo Falko, eran hombres muy respetables y afamados sin cuyo apoyo el señor Ludwig habría perdido hacía tiempo su cargo de conde palatino. La voz de Huida desbordaba de orgullo y autoalabanzas, y Marie pensó con un poco de malicia que Hiltrud estaba recibiendo una pequeña muestra de lo que ella había tenido que soportar durante los últimos días.
Para alivio de ambas, la señora Huida se despidió a la mañana siguiente para alojarse en el castillo del alcaide. Cuando se subió al coche, saludó amablemente a Marie y a Hiltrud mientras su criada se aferraba con desesperación a la botellita envuelta en pañuelos que encerraba todas las expectativas de su señora de tener un hijo varón. El cochero chasqueó la lengua e hizo sonar con oficio el látigo sobre los oídos de los caballos, de manera que el coche se puso en movimiento. Los escoltas se alinearon detrás del coche.
Hiltrud se quedó un rato contemplando la caravana. Luego se volvió hacia Marie y puso los brazos en jarras, apoyando los puños sobre sus caderas.
—Tendrás que explicarme unas cuantas cosas.
—Por supuesto, pero vayamos dentro, a la habitación más caldeada, no nos quedemos aquí fuera, este viento atraviesa los huesos con su silbido.
Marie abrazó a su amiga riendo y la llevó hacia la casa. Hiltrud sirvió dos vasos de vino aromático, le puso a Marie uno delante, sobre la mesa, y comenzó a sorber del otro. Como Marie no decía nada, sino que se limitaba a soltar unas risitas como para sus adentros, Hiltrud la señaló con su dedo índice.
—¡Habla de una vez! ¿Por qué insistías tanto en que le diera mi elixir a esa vaca presumida?
—Huida es la esposa de Falko von Hettenheim, el que partió hacia Bohemia junto con la tropa de Michel.
Hiltrud se enderezó.
—¿Te refieres a ese individuo que se puso pesado contigo? Marie resopló, exhalando con fuerza el aire de los pulmones. —Pesado es un término demasiado suave. En realidad, trató de violarme en mi propia casa. Hiltrud sonrió con calma.
—Tú podrías haber gritado.
—¿Para qué? ¿Para provocar un escándalo?
Marie sacudió la cabeza.
Hiltrud levantó las manos, condescendiente.
—Por suerte pudiste zafarte de él antes de que pudiese hacerte algo, y ahora está en algún lugar de Bohemia, en guerra, de modo que no te lo cruzarás en breve. Pero eso no explica por qué quieres ayudar justamente a su esposa a que tenga una descendencia abundante.