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Authors: Iny Lorentz

La dama del castillo (12 page)

BOOK: La dama del castillo
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Tras haber conversado con Marie al menos de lo más indispensable, se dirigió a la cocina a toda prisa.

—La señora quiere cenar ahora —le comunicó a la cocinera. Pero luego se le acercó un poco más—. La señora Marie está de lo más risueña hoy. Parece que la pastora de cabras le ha servido vino en abundancia.

Capítulo VIII

El emperador y el brugrave de Núremberg calificaron de “gran victoria” la escaramuza al pie de la colina Krauthügel; para Miguel, en cambio, sólo la suerte los había salvado de que acabara en una catástrofe.

Buena parte de los caballeros habían muerto o estaban imposibilitados para combatir durante largo tiempo, y él mismo había perdido un tercio de sus infantes palatinos. Pero lo que más le preocupaba era el destino de Timo. Una flecha le había atravesado la pierna a su sargento y como se trataba de una lesión más bien sencilla, Timo no se había ocupado lo suficiente de ella. Un par de días más tarde, la herida había comenzado a supurar, y finalmente se le había gangrenado, por lo que el cirujano de campaña había tenido que amputarle la pierna. Ahora el viejo bonachón estaba en Núremberg, ahogando en vino e hidromiel la pena de haberse convertido en un inútil tullido con una sola pierna. Los soldados de infantería que aún estaban en condiciones de luchar habían sido puestos bajo las órdenes de Sprüngli, el hombre oriundo de Appenzell, mientras que el emperador había asignado a Miguel un grupo de caballeros que lucharían por cuenta propia contra los husitas bajo las órdenas de Heribald von Seibelstorff.

Durante todo el verano, e incluso buena parte de otoño, la tropa montada realizó incursiones hasta el corazón de Bohemia. Pero en lugar de espantar a los saqueadores que asolaban las regiones vecinas del imperio, estos hombres atacaron aldeas husitas, actuando con la misma crueldad que sus enemigos. Seibelstorff y el resto de los caballeros no perdonaron a nadie que cayera bajo el filo de sus espadas. A los hombres y a las ancianas los degollaban en el acto, mientras que a las mujeres y a las muchachas más jóvenes las violaban antes. Quienes más se destacaban en esas crueldades eran Falko von Hettenheim y Gunter von Losen; Michel, en cambio, se negaba a tocar a las mujeres o a hundir su espada en el pecho de un indefenso, a pesar de que con su actitud se exponía a las burlas de sus camaradas.

La última de sus incursiones los había conducido a una región impenetrable en la que probablemente hubiesen buscado asilo muchos refugiados de las regiones vecinas. Al menos, la aldea que habían atacado parecía demasiado grande para encontrarse en un bosque en medio de las montañas. Michel se detuvo en un extremo del caserío como una sombra lúgubre mientras, no lejos de donde él se encontraba, una muchacha de unos catorce años se retorcía debajo del caballero Falko, gritándole —con el rostro desfigurado de dolor— que se pudriera en los infiernos. Michel se moría de ganas de desenvainar su espada y concederle el deseo a la muchacha. La manera de actuar de sus acompañantes no podía sino sembrar el odio en los corazones de los bohemios, arrojándolos a los brazos de los rebeldes. Aún había ciudades y castillos en esas tierras que hasta el momento se habían resistido a los husitas, y a Michel le hubiese parecido más razonable apoyarlos en lugar de incendiar las aldeas, degollar a sus habitantes y enviar a los niños que apenas habían aprendido a caminar a los castillos de los caballeros participantes para que fuesen siervos de la gleba, o bien venderlos como esclavos a los roñosos lombardos, que habían aparecido hacía poco en Núremberg, a cambio de un par de relucientes monedas de oro.

Cuando Michel no pudo soportar más los gritos de la muchacha violada por Falko, se subió a su caballo y lo guio hacia un camino que conducía a una colina boscosa. Sin embargo, los aullidos y las súplicas de las mujeres que estaban siendo ultrajadas siguieron persiguiéndolo como una pesadilla de la que no podía despertar. Ludwig, su nuevo escudero —así podía llamarlo ahora que ya era caballero—, lo siguió con la cabeza gacha. El muchacho, de diecisiete años, era el hijo bastardo de un caballero de poca monta y una criada sierva de la gleba, y se consideraba más que afortunado de poder servir a Michel. En sus sueños, Ludwig, a quien todos llamaban Wiggó, ya se veía enfundado en su reluciente armadura, cabalgando so bre un campo de batalla en el que, sin embargo, no debía combatir contra unos husitas con cañones que despedían piedras y chatarra, sino contra otros nobles caballeros a caballo. Al mismo tiempo, estaba molesto con su señor, que se negaba a seguir el ejemplo del resto de los aristócratas, privándolo a él también de las delicias que la guerra ofrecía en abundancia.

Wiggo se encontraba en el umbral de la edad adulta y también hubiese deseado sentir el cuerpo suave de una mujer debajo del suyo. El resto de los escuderos tomaban lo que sus señores les dejaban, pero su señor le había prohibido terminantemente participar en los ultrajes, amenazándolo con expulsarlo de su servicio si no cumplía sus órdenes. Hasta el momento, Wiggo había obedecido, pero la tensión de la excitación iba cada día más en aumento, y pensaba desesperado cómo poder darse un poco de satisfacción sin perder por ello el favor de Michel. Cuando se unió a su señor, lo hizo con la esperanza de que éste lo dejara atrás enseguida, permitiéndole buscar a escondidas alguna criada que el resto hubiese despreciado y con la cual poder probar por fin su hombría. Pero Michel lo llamó a su lado, señalando hacia delante.

—Allá enfrente hay alguien.

—¿Dónde? —preguntó Wiggo, pero entonces lo vio él también. Unos cien pasos más adelante, un hombre estaba acuclillado detrás de un árbol. Parecía sentirse seguro, pero lo delataba la sombra que proyectaba el sol sobre el camino de grava clara. Debía de tratarse de algún pobre muchacho que tenía que soportar escuchar lo que le estaban haciendo a su esposa o a sus hijas. En ese caso, Michel se sentía dispuesto a dejarlo ir. Sin embargo, el contorno de la sombra indicaba más bien que se trataba de un hombre armado, probablemente un espía que no podría dejar escapar.

Michel hizo galopar a su caballo y pasó de largo por donde estaba el hombre para hacerle creer que no lo habían descubierto. Pero en el último momento hizo girar a su caballo sobre sus cuartos traseros, salió a todo galope hacia donde estaba el espía y lo alcanzó antes de que éste pudiera desaparecer entre algún arbusto impenetrable para un jinete. Michel se inclinó sobre su montura, cogió al bohemio y lo subió a su caballo. En el ataque inesperado, el hombre perdió la maza, pero tuvo aún la presencia de ánimo suficiente como para extraer su cuchillo del cinturón. Sin embargo, Michel se dio cuenta a tiempo y lo dejó sin sentido de un puñetazo.

Entretanto, Wiggo alcanzó a Michel y lo ayudó a atar al prisionero.

—¡Si éste no es un espía, no volveré a tomar una gota de vino! —exclamó, lleno de ardor.

—A tu edad, deberías evitar el vino de todas formas.

Michel recordó sus propios años mozos, en los que rara vez había recibido una jarra de cerveza, y un sorbo de vino únicamente en algún día de fiesta muy especial, a pesar de que las laderas del lago Constanza que rodeaban su ciudad estaban desbordadas de vides. Incluso ahora era raro que bebiera hasta el extremo de no poder recordar a la mañana siguiente. Pero los hombres con los que andaba no tenían ningún interés en tener dominio de sí mismos, sino que vertían en sus entrañas todo el alcohol que podían conseguir. La tropa no había encontrado vino en la aldea, sino sólo una cerveza agria con un regusto extraño. Michel había probado un trago y lo había escupido con asco, pero sus camaradas no habían sido tan exquisitos como él, ya que cuando regresó a la aldea con su prisionero no quedaban sobrios más que unos pocos.

Heribald von Seibelstorff se quedó contemplando al prisionero bohemio como si no pudiera terminar de entender lo que Michel le traía.

—¿De dónde habéis sacado a ese muchacho, Adler?

—Acabo de atraparlo en el bosque. Creo que es un espía husita.

Heribald asintió furioso. —Yo también lo creo.

Heribald ordenó a su escudero que vaciara un cubo de agua sobre el bohemio, y cuando el hombre comenzó a moverse, le dio un puntapié en las costillas.

—Habla, muchacho, si aprecias tu vida. ¿De dónde vienes y dónde se encuentra el resto de tu calaña hereje?

El husita logró ponerse de pie, a pesar de que llevaba las manos atadas a la espalda, y escupió al caballero en el rostro por toda respuesta.

Heribald retrocedió y se limpió con la manga la saliva que le había quedado en la mejilla y la nariz. —¡Matadlo! ¡Pero lentamente!

Cuatro soldados a caballo cogieron al prisionero, le arrancaron las ropas del cuerpo y lo arrastraron gritando hacia el árbol que había en medio de la aldea. Allí lo colgaron de las manos y comenzaron a llevar a cabo su sangrienta faena. El husita apretaba los dientes, intentando no demostrar ningún sentimiento, pero su voluntad no resistió la tortura, y al cabo de un rato sus gritos penetraban en toda la aldea, resonando con el eco disonante que volvía desde el linde del bosque.

Michel se apartó, molesto consigo mismo por haber dejado al hombre a merced de Seibelstorff. Habría sido más piadoso de su parte darle muerte al bohemio en el acto. Al mismo tiempo, se daba cuenta de que aquel guerrero bohemio seguramente no andaba solo por la zona.

—Tenemos que enviar espías —le aconsejó a Seibelstorff—. Si la suerte no nos acompaña, puede que haya un ejército entero aguardándonos detrás de la próxima loma.

Su líder torció el gesto.

—Ojalá que así fuera, ya que entonces podríamos demostrar a esa horda de rebeldes quién manda aquí.

Su mirada se paseó por entre los hombres que contemplaban los tormentos aplicados al husita con rostros excitados, algunos furiosos y otros regocijados, y se encogió de hombros, incómodo. Con treinta caballeros y cincuenta escuderos y siervos a caballo no podía verse envuelto en una batalla de envergadura.

Seibelstorff le hizo una mueca de disgusto a Michel.

—Sí, tenemos que inspeccionar los alrededores. Adler, Hettenheim, Losen, llevad con vosotros cinco soldados a caballo más y fijaos hacia dónde conduce aquel camino.

Falko von Hettenheim y Gunter von Losen no eran precisamente los hombres que Michel hubiese querido llevar como acompañantes. Pero para su desgracia, no había ningún otro aristócrata en condiciones de montar un caballo. Miró a su alrededor, buscando a Wiggo, pero su escudero no aparecía por ninguna parte, y tampoco vino cuando lo llamó. Así que apretó los labios para que no se le escapara ninguna blasfemia, se subió a su alazán y salió detrás de Falko von Hettenheim, que ya había partido a todo galope.

Capítulo IX

Hacia tres días que los checos les pisaban los talones a los caballeros alemanes, pero seguían siendo inferiores en número como para poder evitar el ataque a aquella aldea, a la que en su idioma llamaban Mleko Vesnice. Mientras los alemanes perpetraban una masacre entre los campesinos, ellos hacían planes en el bosque, oían los aullidos de sus compatriotas torturados y mordían las ramas para no gritar a voz en grito su ira y su odio. Uno de ellos había logrado acercarse más a la aldea porque allí vivía su hermana con su esposo, y él no había querido perder la esperanza de salvar a sus parientes de algún modo. Pero los alemanes lo habían tomado prisionero a él también y ahora estaban torturándolo hasta matarlo.

Vyszo, el líder del grupo, le hizo señas a uno de sus seguidores para que se acercara.

—Haremos que los alemanes paguen por esto. Ve con nuestra gente, Przybislav, y condúcelos hasta aquí. El resto de nosotros seguiremos a esos cerdos y os dejaremos señales para que podáis encontrarlos.

Przybislav asintió con un gesto.

—Seré tan veloz como un halcón, Vyszo. A lo sumo dentro de tres días estaré de vuelta con hombres jóvenes y valerosos para poder enviar al infierno a esos canallas.

Vyszo le palmeó los hombros para darle ánimos y se quedó mirándolo mientras se alejaba hasta que desapareció entre los árboles. En ese momento, otro de los suyos levantó la cabeza.

—¡Oigo jinetes acercándose! ¡Vienen directamente hacia nosotros!

—Escondeos en el bosque.

Vyszo espantó a su gente del camino y, después de dar unos pasos hacia atrás, se quedó parado entre unos arbustos altos para poder observar a los aliados imperiales, que avanzaban cabalgando tan despreocupados como si estuvieran en sus hogares, yendo a cazar.

«Si no los detenemos, alcanzarán a Przybislav y lo matarán a él también», pensó Vyszo, y contó a los jinetes. Eran ocho, igual que ellos, pero los alemanes estaban a caballo y tenían mejores armas.

—En breve tendrán que atravesar una quebrada. Allí tendremos ocasión de sorprenderlos —le susurró uno de sus hombres, que se había deslizado en cuclillas hasta donde él se encontraba.

Vyszo giró hacia donde se encontraban sus hombres y vio que estaban dispuestos a seguirlo hasta el mismísimo infierno.

—Vamos, tendámosle una trampa a esos cerdos y matemos a tantos de ellos como podamos. Przybislav tiene que llegar hasta los nuestros y advertirles.

Mientras el eco de los cascos de los caballos montados por los jinetes alemanes resonaba en todo el bosque, los checos se deslizaron como sombras silenciosas por entre los troncos antiquísimos, cubiertos de musgo. Llegaron antes a la quebrada y aguardaron a los alemanes con los ojos ardientes. Se trataba de dos caballeros con armadura completa, un jinete con armas más livianas y cinco siervos que vestían chaquetas guerreras de cuero reforzadas con placas de hierro y unos bacinetes sencillos. Vyszo sabía que tenían que prepararse para una lucha a muerte si realmente querían detener a sus contrincantes, porque si Przybislav no llegaba a su meta, los alemanes atacarían más aldeas y masacrarían más habitantes.

Los dos caballeros blindados y los siervos se adentraron a todo galope en la quebrada, sin vacilar, mientras que el hombre que tenía la armadura más liviana contuvo su caballo, mirando atentamente a su alrededor. Vyszo les ordenó a sus hombres con un breve gesto que se agacharan un poco más, pero era demasiado tarde. El jinete vio el movimiento y emitió un penetrante grito de advertencia.

En ese momento, Vyszo corrió por el extremo de la quebrada y se abalanzó sobre el caballero que iba delante. El hombre esquivó su martillo de guerra, se arrojó al suelo y quedó tendido allí, inerte. El checo dejó de ocuparse de él y corrió a ayudar a sus compañeros, que estaban enredados en una lucha sangrienta con el resto de los alemanes. Uno de sus camaradas ya estaba tendido en el suelo, y otro estaba desplomándose cubierto de sangre. Al mismo tiempo se caía muerto de su caballo el primer alemán, pero los restantes se resistían en una lucha encarnizada, sobre todo el jinete que les había advertido a sus amigos. El hombre descargaba su espada sobre sus enemigos, luchando como un oso enfurecido, y acorraló a uno de ellos con su caballo. Al hacerlo, quedó de espaldas a Vyszo. El líder checo aprovechó la oportunidad, corrió hacia delante y dio impulso a su maza.

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