Read La dama del castillo Online
Authors: Iny Lorentz
—¿He de morir así? —preguntó Janka, con una voz infantilmente temerosa.
—Claro que no. —Heribert se dirigió corriendo hacia un joven abedul, lo tiró abajo dándole un par de espadazos y regresó al pantano. Con suma cautela, deslizó la copa del arbolito sobre el lodo revuelto.
—Coged la rama y sosteneos bien para que pueda sacaros de este agujero diabólico.
Janka se asió a toda prisa, tirando con tal impaciencia de aquel ramaje compacto que estuvo a punto de arrastrar al hidalgo al pantano junto con ella. Heribert se agarró a una raíz que sobresalía para sostenerse firmemente, echando toda clase de maldiciones, y se puso a tirar con todas sus fuerzas. Sin embargo, el lodo retenía denodadamente a su presa, y Heribert soltó un par de improperios que habrían hecho ruborizar a cualquier doncella bien educada.
Janka, en cambio, se limitaba a gemir, y soltó el abedul.
—¡No puedo más!
El hidalgo miró a su alrededor para ver si encontraba algo que pudiera servirle de ayuda. Como no había otra cosa, extrajo su puñal, cortó las riendas a ambos caballos y las ató entre sí. Uno de los extremos lo ató a su montura, y el otro se lo arrojó a Janka como si fuese la soga de un látigo.
—Sujetaos esto alrededor de la cintura y por Dios, aseguraos de que el nudo aguante —le ordenó. Tomó el cabestro de su caballo, esperó impaciente hasta que ella estuvo lista y comenzó a arrastrar al caballo, alejándolo del pantano. Las riendas de cuero se tensaron casi hasta desgarrarse. Alguien gimió a causa del esfuerzo, y después de que el fango cediera ante la fuerza conjunta del hombre y el caballo, Heribert se dio cuenta de que era él quien había dejado escapar esos sonidos. Janka fue arrastrada boca abajo a través del barro, lanzando gritos de júbilo, aliviada.
Una vez que la joven estuvo en tierra firme, temblando de debilidad, se echó a llorar. Su falda de montar se había desgarrado y estaba enteramente sucia y mojada. Incluso su cabello estaba repleto de lodo y juncos. El hidalgo arrancó algo de pasto seco que crecía a orillas del pantano y comenzó a asear a la muchacha con movimientos inexpertos.
—¡Estás totalmente congelada! —exclamó, asustado.
Janka se enderezó un poco y lo miró con los ojos chispeantes de furia.
—Estoy calada hasta los huesos, y en el bosque está soplando un viento helado que haría morir congelado incluso a un buey sin sentimientos como vos.
El hidalgo resolvió dejar pasar lo de buey, le desató el extremo de las riendas, que ella llevaba atado en el tórax, rozándole sin querer los senos con el dorso de la mano.
—¿Ahora encima vas a violarme, torpe? —le espetó Janka, observando con secreto regocijo que el gesto del joven se había inflamado de rubor. Los ojos del hidalgo se encendieron de rabia y de furia y de unos deseos febriles de poner a esa mocosa insolente boca abajo sobre sus rodillas y darle una buena paliza.
Janka notó el cambio en la expresión del rostro del joven y comprendió que había llegado el momento de ceder.
—Perdonadme si mi lengua suelta os ha ofendido a pesar de que os debo mi vida, señor caballero.
Heribert vio su sonrisa, que le pareció angelical aunque tuviese toda la cara sucia, y sintió que su enojo se disipaba.
—Vamos, os llevaré de regreso para que podáis asearos y poneros ropa limpia. Hace mucho frío y no quiero que enferméis.
El hidalgo desató el abrigo que llevaba atado a la montura y se lo puso a Janka alrededor de los hombros. Después volvió a atar los extremos de las riendas al cabestro y ayudó a la muchacha a montar sobre su yegua. Para entonces, hacía rato que Janka había dejado de sentirse tan mal como aparentaba, pero disfrutaba de los cuidados que el hidalgo le prodigaba y sonreía para sus adentros. En cierto modo le causaba mayor regocijo provocar el enfado del caballero franco que contemplar con admiración a un Michel Adler inalcanzable.
Heribert y Janka alcanzaron a la caravana en el lugar donde se habían desviado de la ruta principal. Su aparición generó un alivio generalizado, pero antes de que alguien atinara a preguntar qué había sucedido, Marie cogió a la muchacha de la mano y la llevó hasta el carro de Eva, en donde pudo desvestirse y lavarse bajo el toldo. Marie le masajeó los brazos y las piernas, moradas de frío a pesar del abrigo, y la envolvió en pieles de oveja y mantas.
—Si esta noche acampamos, os prepararé un té para ahuyentar el resfriado —dijo Marie en tono amistoso, aunque hasta el momento no había experimentado demasiada simpatía hacia la hija de Sokolny. Janka se puso una manta más sobre los hombros y soltó una risita.
—Si me libráis del brebaje de Wanda, os estaré eternamente agradecida. De hecho, sabe realmente horrible.
—Mi bebida no sabe mal en absoluto. Una buena amiga mía me reveló una receta muy eficaz. Se trata de una tisana de hierbas preparada con vino aromático en la que algunos de sus ingredientes fueron elegidos únicamente por una cuestión de sabor.
—¡Eso sí que suena muy bien! —Janka se incorporó un poco, se apoyó en las rodillas de Marie y elevó la mirada hacia ella esbozando una sonrisa soñadora—. Vos que conocéis al hidalgo Heribert hace tiempo, ¿podríais contarme algo más acerca de él?
La caravana de los fugitivos avanzó durante algunas semanas a través de bosques despoblados y zonas de colonos de crecimiento exuberante, encontrándose casi a diario con las ruinas de pueblos y fortalezas destruidos. Cuando hubieron dejado las cumbres más altas de las montañas boscosas tan atrás que apenas parecieron sombras recortadas en el horizonte, al caer la tarde llegaron a un castillo recientemente reconstruido, cuyas murallas de defensa estaban graduadas según las técnicas más modernas y sus torres dispuestas de tal modo que en los lugares más vulnerables se podía disparar contra los sitiadores desde varios ángulos. El grito del vigía reveló que la caravana de carretas había sido descubierta, y al instante aparecieron en las murallas docenas de soldados a caballo con armas pesadas.
Michel señaló el león palatino que flameaba sobre la torre albarrana y se dirigió hacia sus acompañantes, riéndose.
—Se creen que somos husitas por nuestras carretas. Creo que será mejor que nos anunciemos.
Michel hizo una seña al hidalgo Heribert, que espoleó a su caballo y se adelantó a todo galope. Poco después oyeron el eco de su sonoro y alegre saludo.
La caravana se detuvo en un camino sinuoso, justo debajo de una serie de matacanes y baluartes voladizos desde los cuales unos hombres armados los observaban con desconfianza, con sus arcos tensados y listos para arrojar sus jabalinas. En la parte anterior de las puertas, igualmente aseguradas, se había abierto un pequeño portalón. Un hombre de aspecto gruñón y armadura sin adornos salió de allí a oír lo que Heribert von Seibelstorff tenía que contarle.
Cuando Michel avanzó al galope, el hidalgo se dio la vuelta y lo presentó.
—¡El caballero imperial Michel Adler, nuestro líder!
El hombre entrecerró los ojos y se quedó mirando a Michel con la boca abierta. De golpe soltó el aire que tenía retenido en los pulmones y se echó a reír.
—¡Que me lleve el demonio! ¡Realmente sois vos! No le creí a este mocoso cuando pronunció vuestro nombre. ¡Es que hace más de dos años que todos os dan por muerto!
La voz de aquel hombre le sonaba familiar a Michel, pero tuvo que mirarlo dos veces para reconocer en su rostro visiblemente envejecido a su antiguo vecino de la región de Rheinsobern.
—¡Señor Konrad von Weilburg! ¿Cómo es que habéis venido a parar a este lugar tan apartado?
—Eso se lo debo a vuestro sucesor y a su intrigante mujer. Ambos agitaron en mi contra y me calumniaron ante el conde palatino. A raíz de ello, el señor Ludwig se puso furioso y me envió aquí, a la frontera con Bohemia, con la orden de asistir a su primo Johann, que gobierna en esta parte del Alto Palatinado, en la lucha contra los husitas. —El señor del castillo se rio brevemente pero luego contrajo los labios en una mueca de desprecio y sed de venganza—. Pero eso no le sirvió de mucho a esa chusma de Banzenburg, ya que el caballero Manfred no logró apartar sus manos del dinero del conde palatino. Después de que se le escapara vuestra fortuna y la de vuestra esposa... —Konrad von Weilburg se interrumpió y bajó la cabeza, conmovido—. Perdonadme, señor Michel, no era mi intención afligiros, pero seguramente ya os habréis enterado de que la señora Marie os ha dado una hija para luego desaparecer sin dejar rastro.
—Algún rastro dejó, señor Konrad. —Marie salió al encuentro del caballero con Trudi en brazos.
Éste la miró boquiabierto, se frotó la frente, confundido, y finalmente pareció recordar sus deberes de anfitrión, ya que le gritó a su gente que abriera las puertas de par en par. Esto sucedió con una rapidez tal que Michel asintió con la cabeza, satisfecho. Era evidente que el caballero Konrad controlaba muy bien a su gente, y una vez que hubo atravesado el camino doblemente sinuosas por las sucesivas puertas y examinó a los soldados alineados en el patio del castillo, terriblemente pulcro, sintió que confirmaba su opinión. Ese castillo no era la residencia de un caballero defendida por soldados a caballo provenientes del estamento de los siervos y campesinos, sino una fortaleza fronteriza cuya función era bloquearles a los husitas una de las principales rutas para incursionar en el Alto Palatinado. Como Michel no había visto ninguna villa dominica ni campos en los alrededores, señaló los rostros rellenos de los soldados y le preguntó al señor del castillo cómo hacía para abastecerse tan bien a sí mismo y a su gente sin tener campesinos propios.
—Los hermanos piadosos del monasterio cercano de Sankt Otzen nos envían suficiente alimento. A cambio, les ofrecemos protección, a ellos y a sus siervos de la gleba —explicó el caballero Konrad con visible satisfacción.
Marie no le dejó tiempo a su anfitrión para que continuara con sus explicaciones.
—¿Acabáis de decir que el esposo de la señora Kunigunde concentró sobre su persona la ira del conde palatino?
—Durante el primer año, los codiciosos Banzenburg mantuvieron el recato, separando para ellos mismos sólo una pequeña parte de los impuestos, pero al año siguiente le compraron a su hijo Matías una opulenta prebenda. Conocéis a nuestro señor Ludwig. Cuando se lo contaron, envió al licenciado Steinbrecher al Sobernburg para que oficiara de revisor, y la señora Kunigunde cometió la torpeza de intentar sobornar al hombre. Ya conocéis a Steinbrecher. Ese hombre no se vende ni por todos los tesoros del rey Salomón.
Marie asintió, riendo. Steinbrecher había logrado incomodarlos incluso a ella y a Michel, a pesar de que ellos habían sido siempre muy escrupulosos con sus cálculos y hubiesen preferido darle al conde palatino un florín de más antes que uno de menos. Sólo a una persona tan poco perceptiva como Kunigunde von Banzenburg podría habérsele ocurrido la idea de querer comprar a ese hombre.
—¿Y qué sucedió con Banzenburg? —preguntó, intrigada.
—A él también lo enviaron al Alto Palatinado y allí lo nombraron castellano del castillo de Bernburg, a apenas un día de distancia de aquí si se continúa cabalgando hacia el norte, por la ruta que va hacia Eger. Así que, al final, él corrió la misma suerte que yo... Aunque yo no tengo que aguantar a una mujer díscola y a unos hijos insatisfechos que se pasan el tiempo añorando los guisos de carne de Rheinsobern. Yo jamás he sido rico, y cuando esta guerra se acabe, espero que el señor Ludwig me otorgue unas tierras en feudo a las que pueda llevar un par de campesinos. Con ello tendría de sobra.
Mientras ponían mesas y bancos para el resto de los fugitivos en el patio y en la cocina de los criados, el dueño de la casa condujo a sus destacados invitados al edificio principal, en donde su esposa ya estaba indicando a las criadas que tendieran la mesa en el salón. Cuando Marie y Michel hicieron su entrada, levantó la cabeza y se quedó contemplándolos como si fuesen espíritus regresados del más allá. Su esposo salió riendo a su encuentro, cerrándole con un gesto cariñoso la boca, que ella tenía abierta de par en par.
—Has superado mi asombro, Irmingard. Sí, realmente se trata del señor Michel y la señora Marie.
Su esposa asintió vacilante, extendiéndole cautelosamente la mano a Marie. Al sentir carne firme entre sus dedos, suspiró aliviada y abrazó a Marie entre lágrimas.
—Estoy tan feliz de que vos y el señor Michel estéis vivos. Mi esposo y yo siempre nos reprochamos por no haberos ayudado cuando esa bruja de Banzenburg os atormentaba.
—Ella se habría limitado a daros una respuesta ofensiva o habría afirmado que todo estaba en orden y que yo estaba de acuerdo con todo.
Marie hizo un gesto de desdén, molesta, y por un instante lamentó no haber cruzado la frontera un poco más al norte. Habría sido delicioso ver la cara que habría puesto la señora Kunigunde al verla. Pero luego se dijo que era una tonta. Era muchísimo mejor que fuesen amigos quienes le daban la bienvenida, y no esa bruja amargada.
—Me alegro muchísimo de haberos encontrado a vos y a vuestro esposo, señora Irmingard, y espero que nos permitáis gozar de vuestra hospitalidad unos días. Todos nosotros necesitamos un par de días de descanso, y yo tengo que coserme urgentemente un vestido nuevo.
La señora del castillo echó un vistazo al vestido que Marie se había confeccionado por el camino a la manera de las vivanderas, con los restos de otras prendas, para reemplazar a sus harapos. Si bien la condesa Sokolny le había ofrecido en Falkenhain algunas prendas de su guardarropa o no le quedaban bien o no resultaban adecuadas para un viaje tan largo.
A la señora Irmingard pareció agradarle la perspectiva de ayudar a Marie a confeccionarse un ajuar adecuado.
—Mientras íbamos camino a nuestro nuevo hogar en Núremberg adquirí telas y toda clase de accesorios, ya que no sabía si los mercaderes se extraviarían viniendo hacia aquí. Tengo un género que os sentará de maravilla. Mi criada y yo os ayudaremos. Y mientras tanto el señor Michel también debería solicitar las habilidades para la costura de mis otras criadas, ya que el traje que lleva puesto no es digno de un caballero imperial.
Michel le sonrió.
—Acepto gustoso vuestro ofrecimiento, señora Irmingard, pero no juzguéis tan mal mi actual vestimenta. Es el traje de un guerrero, y me ha prestado muy buenos servicios durante los últimos meses.
—No fue mi intención ofenderos, señor Michel.