Read La dama del castillo Online
Authors: Iny Lorentz
—Ya veremos cuánto valéis. Descansad un poco e intentad dormir. Cuando la luna asome por encima de los árboles, la holganza habrá terminado.
—Ése sí que fue un buen discurso —alabó Eva, al tiempo que le alcanzaba un vaso de vino— ¡Que todo salga bien, señor!
—¡Que todo salga bien! —Heinrich von Hettenheim se bebió el vino de un trago y le devolvió el vaso.
—¿Queréis otro más? —preguntó Eva.
El caballero hizo un gesto negativo con la mano.
—No, debo mantener la cabeza fresca. Respecto a ti y a Theres, ambas sabéis lo que debéis hacer, ¿no?
—Teniendo en cuenta que ya nos lo habéis explicado cinco veces, deberíamos haber entendido —se burló la vivandera—. Pero, para vuestra tranquilidad, os lo repetiré una vez más. Mantendremos nuestras carretas bien juntas. Yo iré delante con Michi y con Trudi. La pequeña irá escondida en la parte de atrás, para que no le pase nada. Theres irá detrás de mí y más atrás vendrán las dos carretas de pertrechos. Alrededor de las carretas dispondréis a vuestros hombres de manera tal que vayamos avanzando como un erizo con púas hacia nuestros enemigos, que, si Dios quiere, no nos descubrirán sino hasta el último momento, y ya no podrán reunirse para franquearnos el paso.
—¡Demonios! —la reconvino el caballero Heinrich, al tiempo que señalaba el vaso—. Sírveme otro vaso. En tus labios mi plan no suena ni remotamente tan bien como me lo imaginé. Ahora sí que necesito algo que me levante el ánimo.
—No lo levantéis demasiado, de lo contrario tendremos que acostaros en la carreta al lado de Trudi. Y si comenzáis a roncar, tendré que poneros una mordaza para que no alertéis a los husitas de nuestra presencia.
El caballero Heinrich tomó impulso como para responder con un golpe suave a semejante insolencia, pero la anciana lo esquivó ágilmente y regresó entre risitas a su carreta para llenarle el vaso.
Aquella noche, Heinrich von Hettenheim hubiese deseado que un ángel del Señor contara las horas en su lugar. Se quedó sentado en un árbol caído esperando a que llegara el momento indicado para partir, con la vista levantada hacia el cielo, tan despejado esa noche que el número de estrellas parecía haberse multiplicado por decenas. El hidalgo Heribert y Urs Sprüngli se le unieron en silencio, cada uno enfrascado en sus propios pensamientos. Por fin, el caballero no aguantó más la tensión. Se puso de pie, palmeó a ambos en los hombros y se dispuso a dar la orden de despertar a los que estaban durmiendo. Sin embargo, no hizo falta, ya que casi nadie había podido conciliar el sueño, y apenas vieron acercarse a su líder se pusieron de pie y echaron mano de sus picas. A la luz de la delgada luna creciente, que ya asomaba desde el sur por encima de las copas de los árboles, Heinrich no podía ver sus rostros, pero supuso que no estarían tan alegres como lo habían estado al caer la noche.
—Está más oscuro de lo que suponía —le dijo a Marek.
—¿No sería mejor que encendiéramos antorchas, al menos mientras la última loma nos separe de los sitiadores?
Marek dejó escapar el aire con un silbido.
—Yo no os lo aconsejaría. Si los taboritas han apostado a algún hombre en la loma, ese hombre verá el resplandor de nuestra luz, y nuestro momento de sorpresa se habrá esfumado. Conozco esta región como la palma de mi mano, y puedo guiaros. Decidles a vuestros hombres que tanteen el suelo delante de ellos con el mango de sus jabalinas y que lleven a sus animales del cabestro.
El caballero Heinrich apoyó pesadamente la mano sobre el hombro de Marek.
—Espero por Dios que tengas razón, ya que no quiero llegar al castillo después del amanecer, cuando nuestros enemigos vuelvan a estar frescos y puedan arrojarse sobre nosotros con toda su furia.
—No os preocupéis. Estaremos allí como lo planeamos, cuando los primeros albores del día comiencen a aclarar el cielo.
Marek apartó la mano de Heinrich de su hombro y se puso a la cabeza de la caravana. Poco después estaban en camino, y más de uno iba elevando sus plegarias silenciosas a la madre de Dios y a todos los santos que conocía, pidiéndoles que lo ayudaran en aquella noche.
Después de su intervención, Marie sentía que las horas no pasaban nunca. Por la mañana le asaltó el miedo de que los husitas comenzaran a desconfiar y descubriesen que alguien había estado toqueteando los barriles, ya que justo ese día Vyszo decidió darle a uno que otro soldado un jarro de cerveza como recompensa especial. Si los guardias llegaban a confesar que habían estado divirtiéndose con Anni y con Helene y que por eso no habían prestado atención, ellas también estarían perdidas. Pero por suerte nadie se dio cuenta de que los dos guerreros que habían sido recompensados con sendos jarros de cerveza tirada de un barril nuevo al rato se encaminaban tambaleándose hacia las letrinas, con una diarrea espantosa, e incluso después siguieron aquejándolos los cólicos. Como en los campamentos de guerra constantemente aparecían enfermedades, los líderes les ordenaron a ambos hombres que permanecieran en el linde del bosque para no contagiarles la peste a los demás.
Al principio, Marie sintió un gran alivio en su corazón, ya que el brebaje preparado por la cocinera de Falkenhain parecía ser muy eficaz. Pero a medida que fue avanzando la tarde y se hizo de noche, comenzaron a asaltarla las dudas. En el ínterin, la mayoría de los guerreros había bebido cerveza de los barriles adulterados, pero ninguno de ellos parecía estar enfermo, ya que discutían animadamente si atacar el castillo ya al día siguiente o si les convenía esperar un día más. Por la mañana, Vyszo había mandado llevar las culebrinas más grandes hasta las puertas del castillo y había ordenado disparar, aunque la guarnición encargada de accionar esas piezas de artillería quedara bastante desprotegida frente a la lluvia de flechas que los sitiados hicieron caer desde las torres. Sin embargo, a los guerreros que estaban arriba, en lo alto de la muralla, enseguida se les pasaron las ganas de reírse, ya que la cuarta salva había hecho estallar un tablón del portal, y ahora los atacantes sabían tan bien como los defensores que el castillo caería en unos pocos días. Marie oyó que varios guerreros ya estaban apostando a que el ataque tendría lugar al mediodía siguiente.
Conocía la potencia de esa pieza de artillería de las conversaciones que había escuchado mientras trabajaba en el granero, y también tenía miedo de que las puertas cedieran al cabo de unas pocas horas bajo las bombas de hierro. Si la guarnición del castillo no lograba levantar una empalizada de piedra o bien un muro firme con trozos de roca y tierra detrás de las puertas para dificultarles el asalto a los atacantes, Falkenhain sería conquistado en poco tiempo. Aunque, sin pólvora, esas armas resultaban inofensivas, y así fue como Marie urdió un plan para retrasar el asalto al castillo y, al mismo tiempo, allanarle el camino a la gente del caballero Heinrich. El ejército de los sitiadores llevaba tres carretas cargadas con barriles de pólvora, y Vyszo había hecho ubicar la que tenía la mejor pólvora directamente junto al camino principal que conducía al castillo. Si lograba incendiar el carro y hacer volar la pólvora, esto confundiría a los taboritas, además de quitarles a sus amigos unos cuantos contrincantes de encima. Marie sabía bien que ella misma podía llegar a morir a causa de la explosión, pero era lo único que podía hacer para salvar a Trudi y darle a Michel el tiempo que necesitaba para resistir el ataque a Falkenhain con ayuda de los refuerzos. Y eso merecía cualquier sacrificio.
Anni, que yacía acurrucada junto a ella, la cogió de la mano y la apretó con suavidad. Marie sintió que su amiga, que hacía tiempo había dejado de ser su débil protegida, intentaba consolarla y calmarla. Ella respondió a su apretón de manos con una sonrisa, a pesar de que Anni no podía verla en la oscuridad.
—¡Lo lograremos! —susurró, aunque sentía que, más que a la muchacha, estaba tratando de darse ánimos a sí misma.
El tiempo pasaba con tortuosa lentitud. Marie no se atrevía a cerrar los ojos por miedo a quedarse dormida y perderse el momentó en el que debía actuar. Se puso a contar las estrellas, pero se perdió en aquella abundancia titilante del firmamento. Finalmente se dio por vencida y se quedó escuchando los ruidos del campamento nocturno. El resuello de un caballo cerca de donde ella estaba sobrepasó por un instante los sonidos de los ronquidos habituales, y un poco más lejos un hombre se puso de pie para dirigirse a las letrinas. Por el camino lo llamó un guardia, a quien le respondió con una broma.
En un momento, Marie se puso tan nerviosa que ya no pudo quedarse acostada. Se quitó la manta y miró cautelosamente a su alrededor. En el campamento reinaba la misma tranquilidad que en noches anteriores, y ella comenzó a temer lo peor. Los guardias estaban mirando casi todo el tiempo hacia el castillo, cuya corona de almenas estaba iluminada por antorchas y pebeteros. Tras las puertas se sentían los golpes incesantes de los martillos y otros ruidos que revelaban que los defensores estaban reforzándolo y construyendo una nueva posición defensiva. Marie pensó que, si tenían suerte, con semejante ruido los taboritas se darían cuenta de la avanzada de la pequeña tropa de refuerzo tan tarde que ya no tendrían tiempo de atacarles. En ese mismo momento, advirtió un ruido inusual. Se sentó y se quedó acechando, tensa, pero luego se dio cuenta de que en realidad había estado escuchando el latido de su propio pulso, que le martilleaba salvajemente. Antes de volver a acostarse, echó un vistazo a la torre de entrada, donde se recortaba la silueta de un hombre contra uno de los fuegos.
Los taboritas seguramente lo tomarían por un centinela que se creería que allá arriba estaba a salvo de sus flechas y que por eso rehusaba a cualquier clase de protección. En cambio ella suponía que se trataba de Michel. El hombre miró hacia el territorio nocturno y pareció divisar algo a la luz de la luna creciente que ya comenzaba a declinar, ya que de pronto hizo un movimiento con la mano que pareció una invitación. Marie estaba convencida de que ese movimiento estaba dirigido hacia ella, y dio un codazo a Anni y a Helene. Ninguna de las dos parecía haber podido conciliar el sueño tampoco, porque se pusieron de pie prácticamente al instante.
—Tened cuidado —les susurró Marie—. Cuando los guardias den aviso, acercaos sigilosamente al castillo y aguardad a que se abran las puertas, ¿está claro?
—¿Y tú qué harás? —preguntó Helene, preocupada.
Marie señaló con la barbilla hacia el carro de municiones que se encontraba a la vera del camino, y como Helene no reaccionaba, le giró la cabeza en esa dirección.
—Encenderé la pólvora para aumentar la confusión entre los husitas.
—¡Es una locura! —exclamó Helene, levantando peligrosamente el tono de voz. Marie se apuró a taparle la boca con la mano.
—¡Cállate o nos pondrás en peligro a todas! Comprende que es lo único que puedo hacer para ayudar a nuestra gente.
Con esas palabras se puso de pie y se alejó. Los hombres junto a los cuales pasaba gemían y jadeaban en sueños, como si intuyeran que algo iba a suceder, y cada tanto alguno salía corriendo hacia el sector de las letrinas. Marie consiguió llegar hasta donde estaba el carro de pólvora sin ser vista y se ocultó detrás de la carpa de Vyszo, que se encontraba a sólo unos pasos, junto a la peligrosa carga. El concierto de ronquidos a dúo que llegaba a oídos de Marie procedente de allí dentro le reveló que Renata estaba con su hombre y que, por lo visto, ninguno de los dos se había atenido a la orden dada por el propio Vyszo que les prohibía a todos beber más de un vaso de cerveza por noche.
Marie hizo una mueca. Si el líder de los taboritas estaba ebrio, esto aumentaba las posibilidades de su gente de llegar hasta el castillo, y por ende, de poner a salvo a Trudi. De pronto, alzó la cabeza. Un nuevo ruido se acercaba adonde estaba ella; era muy suave, pero tenía el oído fino y podía percibirlo con nitidez. Un buey mugía descontento, y ella sabía que en el ejército de Vyszo no había una sola res. Buscó con la mirada el fogón de guardia más próximo, que había sido encendido a una distancia prudencial del carro de pólvora, y sólo tras grandes esfuerzos logró rehuir a la tentación de coger rápidamente uno de los maderos ardiendo y encender la pólvora. Debía esperar a que la tropa del caballero Heinrich estuviese lo suficientemente cerca para distraer a los taboritas, atrayendo todas las miradas hacia sí. El tiempo pasaba con la lentitud de un cuentagotas y parecía extenderse de forma interminable, mientras Marie creía deducir de los ruidos apenas perceptibles que la caravana de sus amigos ya se acercaba. En el campamento comenzó a extenderse la inquietud. Se oían cada vez más los pasos que avanzaban, entremezclados con gemidos y groseros insultos, pero, curiosamente, ninguno de los guardias dio la alerta. Entretanto, la luna se había escondído, y un resplandor cada vez más claro cubría el horizonte en el este. Marie volvió a percibir el bramido de un buey, y entonces descubrió una sombra en la cima de la colina que se extendía como una nube bajando la loma. Instintivamente miró hacia el puesto de guardia en el fuego más próximo y vio que el lugar estaba vacío. Al mismo tiempo, alguien saltó de una carreta no lejos de donde se encontraba ella, corrió hacia las letrinas como si la vida le fuera en ello y se detuvo de golpe. El rudo insulto en checo le reveló que el hombre acababa de mancharse los pantalones. Los hombres del caballero Heinrich ya estaban a poco más de cincuenta pasos del borde del cerco de los sitiadores cuando los descubrió el primer taborita. Pero el hombre pareció más asombrado que preocupado, y avanzó algunos pasos hacia ellos.
—Hey, ¿quiénes sois y qué buscáis?
Por toda respuesta, los infantes alemanes se estrecharon y bajaron las picas. En ese momento el guardia se dio cuenta de que quienes tenía delante eran enemigos, y entonces dio la voz de alerta. Pero los soldados de Vyszo no se levantaron con la rapidez que Marie temía. Muchos de los hombres se tambaleaban como si estuviesen ebrios y tiraban al suelo las jabalinas y los manguales dispuestos en forma de pirámide. Vyszo ni siquiera hizo acto de presencia; en su lugar, quien salió de la carpa con las manos presionadas contra el vientre fue Renata, que vomitó con un sonido gutural.
Marie estaba a punto de suspirar, aliviada, cuando tomó conciencia de que la cerveza adulterada no había dejado fuera de combate a todos sus enemigos. A pesar de que había pocos subalternos a la vista, ya se habían formado suficientes grupos de guerreros como para aplastar al pequeño puñado de alemanes. Por un instante, Marie se quedó paralizada por el miedo, pero luego recobró el ánimo. Salió corriendo en dirección al fogón del guardia, cogió un madero en llamas y regresó hacia el carro de pólvora. Por el camino cogió un par de mantas y abrigos de piel de lobo que sus dueños habían dejado tirados en un descuido, los amontonó debajo del toldo y sostuvo la llama debajo. Un par de hombres pasaron tambaleándose por su lado, gritando e insultando sin prestarle atención. Giraban sus manguales, pero se tropezaban con sus propios pies, se caían de rodillas y volvían a ponerse de pie entre insultos. Como Marie no sabía cuánto tardaría la pólvora en explotar, metió la antorcha entre la tela que ya había comenzado a arder y salió corriendo en dirección a Falkenhain. Después de una veintena de pasos, miró a su alrededor, inquieta, y se mordió los labios. Tenía la sensación de que los infantes del caballero Heinrich avanzaban demasiado rápido, por lo que tuvo miedo de que el carro de pólvora explotase justo después de que los hombres pasaran por allí. Pero cuando ya comenzaba a pensar lo peor, al otro lado del cerco de los sitiadores sonó una descarga tremenda.