La dama del castillo (66 page)

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Authors: Iny Lorentz

BOOK: La dama del castillo
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El conde Sokolny se le acercó.

—Jamás hubiese creído que tendría que vivir este día, pán Michel. Aunque me lleve a los hombres y a los animales, me avergüenzo de dejar a merced de los merodeadores de Prokop mi patria, a la que amo con cada fibra de mi corazón.

Michel dejó de lado su propia tristeza y le sonrió, dándole ánimos.

—Olvidad aquellos pensamientos sombríos y alegraos pensando en un feliz regreso, conde Václav. Ahora, vuestro deber es reconciliar a vuestro hermano y sus amigos con el emperador. Con ello, haréis más por vuestra patria que defendiendo Falkenhain hasta que queden sus escombros.

La mirada de Sokolny se detuvo en los jinetes de su hermano, que los escoltarían unos cuantos días más, y luego suspiró profundamente.

—Tenéis razón, Michel Adler, como tantas otras veces. Mi familia está bien, al igual que mis criados y los campesinos que se pusieron bajo mi protección, y por primera vez aparece en el horizonte una luz de esperanza. Así que no tengo motivos para quejarme. Si el rey Segismundo acepta la propuesta de los calixtinos y puede negociar con el Papa los privilegios esperados, tenemos esperanzas de un regreso feliz.

El conde espoleó a su caballo para ponerse a la cabeza de la caravana, mientras que Michel se replegó hasta quedar a la par del carro de Eva, que ahora era tirado por cuatro caballos y en cuyo pescante iban Marie y Trudi.

—¡Regresamos a nuestra patria, querida mía! —exclamó alegremente, dirigiéndose a su mujer.

Marie se encogió de hombros y sonrió un poco abstraída.

—¿A qué patria te refieres? Nos está vedado regresar a Rheinsobern.

—A la patria que nosotros mismos nos forjaremos. Y en lo que respecta a Rheinsobern, estoy feliz de no tener que volver. Nunca me sentí muy bien en aquel viejo castillo.

—Yo tampoco, Michel.

Marie sintió que sus pensamientos sombríos se esfumaban, dejando paso a una nueva confianza. Como una joven enamorada, levantó la vista hacia Michel y le tiró un beso con la palma de la mano.

Eva soltó una risita suave.

—Si queréis, esta noche puedo ocuparme de Trudi.

Marie intercambió una mirada fugaz con Michel y sintió que lo deseaba tanto como él a ella.

—Ya hablaremos de ello, Eva. Por ahora, permítenos agradecerte nuevamente por haber cuidado tan bien de Trudi, nuestro tesoro.

Michel se unió a los elogios enseguida.

—Si el emperador me entrega el feudo que me prometió, también vendrán buenos tiempos para ti, Eva. Ya no tendrás que sentarte nunca más en el pescante para seguir a una expedición militar, sino que podrás ganarte el sustento con nosotros.

Eva se quedó un instante con la mirada perdida.

—Os lo agradezco, señor caballero. Ya no volveré a ser joven, y la sola idea de acabar como la pobre Donata, enterrada en algún lugar a la vera del camino, no me agrada lo más mínimo.

—Deberemos ocuparnos de unas cuantas personas —intervino Marie—. Quiero que Helene y Anni se queden conmigo, y por todos los santos, tú no puedes abandonar a Zdenka, a Reimo y a su hijo. —Marie sentía una inmensa gratitud hacia la pareja germano-checa que le había salvado la vida a Michel, y ya había trabado amistad con Zdenka.

Michel también parecía haber meditado sobre la manera de recompensar a quienes le habían salvado la vida.

—El señor de un castillo y su esposa necesitan de buena gente, personas en quienes puedan confiar, y no unas víboras traidoras como esa Marga.

Marie no pudo reprimir una sonrisa. Ya no había vuelto a derrochar su tiempo pensando en su ama de llaves en Rheinsobern, quien tras la noticia de la muerte de Michel se había puesto del lado de Kunigunde von Banzenburg y su ralea, pero igualmente le hacía bien el hecho de que su esposo aborreciera a esa mujer de todo corazón, a pesar de que ella apenas había mencionado brevemente su traición.

—Estoy convencida de que Zdenka será una estupenda ama de llaves. Si bien yo en principio había pensado en una granja libre, también considero que los dos se sentirán mejor en una posición más elevada dentro de nuestro hogar.

A pesar de que Marie no podía saber dónde los llevaría el destino a ella y a Michel, comenzó a tejer planes para el futuro, extendiéndose en muchos detalles delante de Michel. Éste escuchaba riendo, y como muy pronto Eva comenzó a intervenir con toda clase de propuestas, se desarrolló un diálogo muy alegre que terminó de desterrar las últimas sombras.

Cuando al caer la tarde la caravana se detuvo por primera vez y Marie se bajó de la carreta con los músculos entumecidos, Michel extendió las manos para cogerla y depositarla suavemente en el suelo. Al hacerlo, su mano izquierda le rozó las nalgas, aparentemente en un descuido. Aquel roce atravesó a Marie como un rayo. Sintió que su vientre se contraía de deseo, y hubiese querido arrastrar a Michel a los matorrales en ese mismo momento. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para mantener la compostura y aparentar indiferencia en su rostro mientras ayudaba al resto de las mujeres a preparar la cena. Más tarde, cuando ya comenzaba a oscurecer, los líderes se quedaron reunidos un rato más con un vaso de cerveza en las manos.

Michel no podía cortar la conversación tan pronto y abandonar al resto, como hubiese querido hacer, por eso temió que Marie ya se hubiese acostado cuando él se retirara. Pero cuando se levantó de la ronda, Marie se apartó como una sombra de la carreta de Eva y le salió al encuentro.

—Trudi duerme como un angelito —le susurró mientras lo abrazaba.

Michel la besó al tiempo que deslizaba tiernamente sus dedos por la espalda de ella. Marie soltó una risita y lo arrastró debajo de la carreta.

—Eva nos tendió un par de pieles de oveja y varias mantas para que estemos bien cómodos.

Antes de que pudiera meterse debajo del cobertor, Michel la asió debajo de la falda y se la levantó riendo con suavidad.

—Quítate toda la ropa. Quiero sentir tu piel sobre la mía.

Marie se movía en el espacio entre la parte de abajo de la carreta y el suelo con la agilidad que daba la costumbre. Mientras se quitaba en silencio el vestido y las enaguas, Michel se vio obligado a hacer toda clase de contorsiones entre el eje y las ruedas para poder desvestirse. Cuando se arrastró hacia ella, sintió que ardía en deseos de poseerla. Sin embargo, se contuvo, contentándose en un principio con acariciarle los senos con la punta de los dedos. Pero entonces se dio cuenta de que ella ya había abierto los muslos, invitándolo, y se deslizó encima de ella. La suavidad con que la penetraba hizo gozar a Marie de tal forma que tuvo que morderse los labios para no aullar de placer. Como Michel no quería despertar a los que estaban durmiendo a su alrededor, se abrazó a ella, limitándose a balancear las caderas suavemente hacia atrás y hacia delante.

Marie cerró los ojos, sintiendo que todos los miedos que la habían torturado durante los interminables años que habían estado separados por fin se disipaban en la nada. Era evidente que su amor se había mantenido intacto pese al largo tiempo de su separación. Por eso pensó que había cosas de ese pasado que no podía ocultarle, y poco después, mientras yacían acurrucados bajo las mantas uno junto al otro, comenzó con su relato.

Michel la escuchó pacientemente, aunque en sus pensamientos le retorció varias veces el cuello a la señora Kunigunde y también le echó un par de maldiciones silenciosas al mercader Fulbert Scháfflein, a quien su Marie debería haber desposado por designio del conde palatino del Rin. Mientras ella continuaba su relato con voz calmada, casi indiferente, él vivió todas sus luchas y sus preocupaciones con tal intensidad como si le hubieran sucedido a él mismo, y le rogó a Dios que recompensase a aquellos que la habían ayudado y castigase a sus enemigos. Pero había uno a quien se juró castigar por su propia mano.

—Debí haber matado a Falko von Hettenheim cuando ultrajó a la pastora de cabras mientras marchábamos de Rheinsobern hacia Núremberg. De haberlo hecho entonces, nos habría ahorrado muchos sufrimientos, a nosotros y a también a todos los demás. En fin, ya me encargaré de arreglar la situación. Lo acusaré de haberme traicionado y exigiré una ordalía. ¡Y así podré enviarlo al infierno ante los ojos de los grandes del imperio!

—¡No, no lo hagas! Falko es un perro rabioso que lucha sin honor ni conciencia. No quiero volver a perderte tan pronto después de haberte encontrado.

Michel apoyó su índice derecho en los labios de Marie y se rio en voz baja.

—No debes temer por mí, amor mío. Durante los últimos meses prácticamente no he estado haciendo otra cosa más que ejercitarme en la lucha a caballo, a pie y con todas las armas que estaban a mi disposición. Con la ayuda de Dios, no tendré ningún problema en batir a ese infame.

Marie gruñó como un gatito.

—¡Dios ayuda solamente a los que se ayudan a sí mismos!

—Precisamente por eso venceré.

Michel se rio en voz más alta, y sólo se interrumpió cuando alguien se movió cerca de él, inquieto. Esperó a que el durmiente volviese a respirar con tranquilidad y se deslizó nuevamente sobre Marie.

Ella gimió sorprendida.

—¡Hoy estás insaciable!

—Tengo que recuperar tres años perdidos —le respondió Michel, y se puso de inmediato a la tarea.

Capítulo IX

Cuatro días más tarde, Ottokar Sokolny y sus jinetes se despidieron. Iban en busca de unos amigos en otra parte de Bohemia para emprender junto con ellos la lucha contra los taboritas. Marek se les unió con casi tres docenas de guerreros, y Václav Sokolny siguió al caballero Heinrich y a su comitiva hacia el oeste junto con el resto de los hombres y el conjunto de las mujeres y los niños, que entre todos sumarían más de trescientas personas. Esta vez, las experiencias reunidas por Feliks Labunik en su viaje conjunto con Marek resultaron útiles. El noble, que inesperadamente se había comportado de forma muy valerosa durante la batalla contra los taboritas, les indicaba el camino a través de las montañas cubiertas de imponentes árboles casi tan bien como hubiese podido hacerlo Marek, y así fue como no se toparon con un solo guerrero enemigo en todo el camino. A diferencia del resto, Marie y Michel no atribuyeron ese hecho tanto a los santos o a la buena memoria de Labunik, sino más bien a que el ejército de Prokop a esa altura debía estar haciendo incursiones en Sajonia, mientras que el resto de las tropas estaría asolando tal como estaba previsto los distritos austríacos. Las regiones fronterizas con Baviera, el Alto Palatinado y Franconia habían sido saqueadas demasiadas veces como para prometer éxito alguno, y por el momento carecían de interés para los taboritas.

Como los fugitivos habían llevado únicamente carretas livianas y bien enganchadas, que incluso tenían lugar suficiente para gallinas, ovejas y cabras, avanzaban rápidamente, y a cada milla que dejaban atrás disminuía el peligro de que los perseguidores los alcanzaran. Marie se sentía orgullosa de su Michel, a quien el caballero Heinrich y el conde Sokolny habían aceptado tácitamente como su líder natural, ya que afrontaba todas las dificultades con un aplomo tal que muy pronto acabó por ganarse la admiración y el agradecimiento de sus protegidos. Ni siquiera Heribert von Seibelstorff logró mantener el rechazo que sentía hacia el esposo de la mujer que amaba. Aunque, tampoco tenía mucho tiempo para ocuparse de sus sentimientos heridos, ya que Janka Sokolna lo mantenía constantemente en vilo, al igual que al resto. Había sido la única mujer del grupo que se había negado a viajar en una carreta; en su lugar, había insistido en cubrir el trayecto a caballo. Como jinete, era audaz, pero a veces se descontrolaba y espoleaba a su yegua de tal manera que dejaba atrás la caravana de carretas. Su padre experimentaba unos sustos mortales cada vez que se perdía de vista, y el hidalgo Heribert y Michel la reprendían a cada rato por su imprudencia, pero ella era cada vez más testaruda y ya no había forma de hacerla entrar en razón.

Apenas una semana después de haberse separado del más joven de los Sokolny hubo problemas con una de las carretas. Como en ese momento nadie estaba prestándole atención, Janka aprovechó la ocasión para espolear a su yegua y salir a todo galope sin ser vista. El hidalgo Heribert vio por el rabillo del ojo cómo ella le hacía sentir las espuelas al animal y alcanzó a gritarle que se quedara con ellos, pero la joven se echó a reír, inclinándose sobre el cuello de su yegua. Él le echó una maldición y azuzó a su propio caballo. Muy pronto, su furia cedió paso al miedo, ya que Janka azotaba a su caballo sin ningún viso de sensatez y se desviaba del camino transitable para tomar un sendero apenas reconocible. Iba barriendo con todo, galopando salvajemente, riéndose de las ramas que azotaban sus hombros.

El hidalgo se dio cuenta muy pronto de que si seguía esquivando cuidadosamente cada raíz que pudiera hacer tropezar a su semental sería demasiado lento como para poder alcanzar a Janka. De modo que él también optó por dejar de lado toda precaución y espoleó a su caballo sin prestar atención a las ramas que le azotaban el rostro y los brazos. En el último momento divisó una rama gruesa que colgaba hacia abajo, y se agachó para esquivarla. Cuando volvió a alzar la cabeza, Janka había desaparecido.

Heribert frenó a su caballo, asustado, y miró a su alrededor, buscándola. Por suerte, la tierra removida por los cascos de la yegua le señaló el camino. Sin embargo, pasó un buen rato hasta que halló a Janka. La muchacha estaba sumergida hasta las caderas en medio de un pantano, buscando desesperadamente algo de dónde asirse para salir de allí. Su yegua estaba a un par de pasos de ella, pisando suelo firme y mondando hambrienta los brotes verdes.

El hidalgo dedujo enseguida lo que había ocurrido, y tuvo que contenerse para no echarse a reír. Al parecer, la yegua había advertido el pantano a tiempo y había detenido su galope de golpe, de modo que la jinete había salido expulsada por los aires, pasando por encima de la cabeza del animal y aterrizando en la ciénaga.

—¿Qué miráis con esa cara, señor caballero? —le espetó Janka, furiosa, pero entonces se hundió aún más profundamente y soltó un chillido asustado.

Aquel sonido trajo al hidalgo nuevamente a la realidad.

—¡Esperad, os ayudaré!

Intentó llegar hasta donde estaba ella y alcanzarle la mano, pero comenzó a sentir cómo cedía el suelo debajo de sus pies y pegó un salto a tierra firme antes de que el lodo terminara por envolverlo también a él.

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