Read La dama del castillo Online
Authors: Iny Lorentz
—Fue una batalla magnífica, ¿no creéis, caballero Heinrich? Todos los que participaron en ella de nuestro lado deberían ser para siempre nuestros amigos.
El caballero Heinrich asintió, aliviado.
—Ésas son las palabras que esperaba oír de vos. Y ahora, ¡venid! Los otros ya se han puesto en marcha y no quiero llegar cuando los graneros y almacenes estén vacíos.
Mientras la mayoría de las mujeres en lo alto de las murallas del castillo observaban desde arriba los pormenores de la última fase de la batalla, Marie ya no soportaba quedarse allí ni un instante más. Bajó corriendo las escaleras, se deslizó por entre las carretas dispuestas unas bien pegadas a las otras y corrió hacia el carro de Eva. Michi la recibió con una alegre sonrisa y Eva se dispuso a estrecharla en brazos con gesto triunfante. Sin embargo, Marie saludó a la mujer fugazmente, ya que para entonces había descubierto a su hija, que había descendido de la carreta y corría a tumbos hacia ella, chillando de alegría.
—¡Trudi! ¡Por Dios, qué alegría tenerte otra vez conmigo!
Marie alzó a su hija, la estrechó contra su pecho y sintió que las lágrimas de alivio comenzaban a rodar por sus mejillas.
Trudi resopló, apoyó sus bracitos contra el pecho de su mamá para poder mirarla mejor y luego intentó secarle las manos con una mano.
—¡No llorar, mamá! ¡Trudi contigo!
Eva también se secó los ojos y la nariz con el dorso de la mano.
—Nuestra pequeña fue muy valiente en todo momento, y cuando traspasarnos el cerco de los sitiadores, se quedó en todo momento calladita, sin decir nada.
Anni había seguido a Marie, se paró a su lado y le acarició la mejilla a la pequeña.
Trudi ladeó la cabeza y la observó, curiosa.
—¡Anni habla! ¡Anni no 'tá muda!
Eva se había sujetado a la parte de atrás de la carreta, agotada, pero estrechó a Marie y a la pequeña juntas.
—¡Una nunca deja de asombrarse! Cuando oímos que habías muerto, estuvimos a punto de morir de tristeza nosotros también. ¡Qué alegría volver a verte vivita y coleando!
Marie se quedó un instante con la mirada perdida.
—Sí, estoy viva, y hay alguien a quien la noticia no le agradará en absoluto. Ya me encargaré de que pague por ello.
Pero no llegó a darle mayor expresión a su odio porque Wanda, Zdenka y Jitka habían subido los barriles del sótano y comenzaron a servirles cerveza a las mujeres que estaban reuniéndose lentamente en el patio.
—¡Vamos, venid a refrescaros un poco antes de que vuelvan los hombres, ya que después estaremos demasiado ocupadas! —exclamó la cocinera, al tiempo que le alcanzaba a Marie el primer vaso—. Tú eres la mujer que les amargó la cerveza a los taboritas, ¿no? ¡Bien hecho! Pero también me siento orgullosa de que mi brebaje les haya caído tan mal al estómago a esos hombres.
Marie le sonrió elogiosamente.
—¿Qué fue lo que preparaste?
—Mezclé todos los hongos, las raíces y las hierbas que uso para combatir a los bichos y los eché en la marmita, esperando que el caldo resultante les enseñara a los taboritas a salir corriendo...
—¡Y vaya si lo hizo! —Marie bebió la cerveza amarga hasta vaciar el vaso, a pesar de que su garganta hubiese preferido recibir vino. Pero en ese momento sentía tanta sed que podría haberse bebido una fuente entera. Zdenka volvió a llenarle el vaso de inmediato, y mientras las mujeres bebían, Marie presentó ante el resto a Anni y a Helene, que estaba algo perdida, con el brazo cubierto por un grueso vendaje, y elogió la colaboración de ambas para confundir al enemigo.
Helene alzó la vista, observándola con admiración.
—Sin ti y sin tu ejemplo jamás lo habríamos logrado, Marie. ¡Por Dios, qué hermoso fue ver a esos malditos taboritas corriendo como liebres! —Helene se quedó un instante en silencio, después meneó la cabeza y miró hacia fuera a través de las puertas abiertas del castillo—. Tal vez me tomes por loca, pero espero que Przybislav y Hasek hayan logrado escapar. A su manera, esos tíos no eran malos.
Pero Marie ya no tuvo tiempo de responderle, ya que en ese momento Madlenka, la esposa de Václav Sokolny, salió de la capilla del castillo, que sólo abandonaba para comer y dormir desde que había comenzado el sitio. La mujer parpadeó ante la luz tan clara y entrelazó sus manos, adornadas con un valioso rosario.
—¡El Señor ha obrado un milagro con nosotros! ¡Oremos!
Las mujeres se arrodillaron y unieron sus manos. Marie se unió a ellas para agradecer a la Virgen María y a su patrona haberle devuelto a su Trudi sana y salva, y también para pedirles que protegiesen a Michel, que seguía combatiendo con sus hombres a los últimos taboritas.
Después de dos padrenuestros, un kirieleisón y un avemaria, Wanda se puso de pie y arrastró a sus criadas a la cocina, y también llamó a las otras mujeres para que colaboraran, alegando que en breve se presentaría en el castillo una tropa de guerra famélica. Señaló hacia los primeros heridos, que habían sido traídos por algunos siervos y debían ser atendidos de inmediato.
Wanda no había acabado de impartir la última orden cuando Marie vio regresar a los hombres que aún podían mantenerse en pie. Cuando divisó a Michel, que estaba enteramente salpicado de sangre, se le encogió el corazón, y todas las angustias que había estado reprimiendo con enormes esfuerzos pugnaron por abrirse paso con un grito. Pero en ese momento comprobó con alivio que él estaba muy relajado, montado a pelo sobre el lomo de un caballo de crines hirsutas que seguramente había tomado como botín y utilizado para perseguir a sus enemigos.
Cuando atravesó cabalgando las puertas, Marie se escondió instintivamente a la sombra de una carreta, ya que temía un poco el reencuentro. Michel se apeó del caballo, dejó caer el casco al suelo, junto al abrevadero, y se lavó la sangre del rostro y de las manos. Después se puso de pie y paseó su mirada por el patio. Cuando la vio, a Marie le temblaron tanto las piernas que se sintió demasiado débil como para salir a su encuentro. Michel se quedó unos instantes contemplándola en silencio y luego avanzó hacia ella tan despacio como si temiera que un movimiento brusco de su parte pudiese disiparla en aire, y extendió la mano hacia su esposa con cautela.
—¡Realmente eres tú! Temí que sólo fueses un sueño.
Quiso estrecharla contra su pecho, pero entonces recordó su armadura salpicada de sangre e intentó limpiarse la coraza con los brazaletes de cuero, que estaban igualmente manchados. Marie le apartó los brazos, le apoyó las manos en las mejillas y comenzó a sollozar.
En un primer momento, Michel no supo qué hacer, pero luego apoyó la cabeza de ella sobre su hombro y se quedó mirándola con los ojos húmedos. Durante un rato, ninguno de los dos dijo nada, sino que ambos se quedaron escuchando cómo latía el corazón del otro.
El hidalgo Heribert había seguido el reencuentro paso a paso y luchaba con su corazón herido. La desaparición de Marie lo había sumido en un profundo dolor, pero ahora que ella vivía y estaba en brazos de otro, creyó que su pérdida se le haría insoportable. Finalmente se dio la vuelta bruscamente para no tener que seguir viendo aquellos dos rostros felices, y entonces advirtió no lejos de él la presencia de Janka Sokolny, que observaba a la pareja con ojos encendidos. Entonces comprendió que él no era el único que estaba asistiendo al desmoronamiento de sus esperanzas. En ese momento vio que la mano de Janka se deslizaba hacia su cinturón y que la muchacha rodeaba el mango de su puñal. Heribert se acercó a ella de inmediato y la cogió del brazo.
—Amáis al caballero, ¿no es así? ¡Pero la señora Marie posee mayor derecho sobre él!
Janka giró bruscamente, y por un instante pareció que iba a arañarle la cara. Pero entonces advirtió la mirada llena de dolor de él y leyó la compasión que había en su rostro. Su odio, que hasta hacía un momento era flagrante, se desplomó de golpe, dejándola tan débil como un bebé recién nacido. Janka se aferró al hidalgo para no caerse, y no se resistió cuando Heribert la sostuvo, susurrándole al oído palabras de consuelo.
—Habrá un nuevo amor para vos, doncella, y tal vez, si Dios quiere, lo habrá también para mí.
El caballero Heinrich y Eva, que habían estado observando muy preocupados al hidalgo, intercambiaron una mirada fugaz. Allí había dos seres que parecían haberse encontrado en su dolor compartido y se sostenían mutuamente.
Trudi estaba indignada de que su madre pareciera haberla olvidado. Hizo un puchero y comenzó a tirar de la falda a Marie con impaciencia. Sin embargo, cuando se puso a lloriquear, Marie se apartó de los brazos de aquel hombre extraño y la miró.
—Pero, tesoro, ¿qué te sucede?
Sólo en ese mismo instante Marie cayó en la cuenta de que la pequeña aún no conocía a su padre y simplemente estaba celosa. Alzó a Trudi y se la presentó a su esposo, orgullosa.
—Ella es nuestra pequeña Hiltrud. Le llamamos Trudi para distinguirla de su madrina. Nació nueve meses después de tu partida.
Michel miró a la niña, conmovido, mientras que su hija lo examinaba a su vez con el labio inferior hacia delante.
—¡Qué hermosa es! ¡Por Dios, es el regalo más maravilloso que podías haberme hecho!
Trudi frunció la nariz.
—Mamá, ¿quién es este hombre?
—Es tu padre —respondió Marie, y mientras lo decía se dio cuenta de que esa palabra aún no tenía ningún significado para la niña. Pero eso cambiaría muy pronto.
El más joven de los Sokolny se había quedado siguiendo con cierta impaciencia la alegría de Marie y Michel por el reencuentro, y finalmente decidió acercarse.
—Perdonadme por interrumpir vuestro saludo, pero aún no es el momento adecuado para celebraciones. El que acabamos de batir es tan sólo uno de los muchos ejércitos taboritas. Los supervivientes se encargarán de hacerles llegar a los dos Prokop por la vía más rápida la noticia de su derrota, y entonces tendremos que vérnoslas con por lo menos el triple de enemigos. En nuestras actuales circunstancias no tenemos ninguna oportunidad de conservar Falkenhain, así que tenemos que sentarnos a deliberar cuanto antes cómo seguir.
Michel se soltó despacio de los brazos de Marie.
—Tenéis toda la razón, pán Ottokar. Pero lo que más me interesa a mí en este momento es por qué habéis luchado contra vuestros antiguos aliados. ¿Sólo para salvar a vuestro hermano? ¡A partir de hoy no estáis seguro en ninguna parte de Bohemia!
Ottokar Sokolny dejó escapar un quejido amargo.
—¡Hace tiempo que no lo estoy, némec! Los líderes de los taboritas nos han declarado sus enemigos a nosotros, los nobles calixtinos. Afirman que somos tan ruines como los barones alemanes que hemos estado combatiendo juntos durante los últimos años, y sus predicadores agitan en nuestra contra, anunciando que Dios no ha creado siervos y señores, sino únicamente a Adán y a Eva, quienes debían ganarse el pan con el sudor de su frente. No quieren tolerar ningún noble por encima de ellos, con lo cual se olvidan de lo que está escrito en los libros sagrados de la Biblia: el mismo Dios ha puesto un rey y a unos príncipes sobre el pueblo de Israel para que gobiernen en su nombre.
Sebesta Dozorik se paró al lado de Michel y le apoyó la mano sobre el hombro.
—Los dos Prokop y sus hombres de confianza azotan estas tierras mucho más que los alemanes de los cuales supuestamente quieren liberar al pueblo. Ahora su meta es aniquilar a la nobleza bohemia y a sus partidarios. Esos hombres ya no luchan por la fe o por la libertad de nuestro país, sino únicamente para poder gobernar ellos, e intentan asegurarse su poder con su sangriento terror. Por esa razón nos decidimos a combatir a los taboritas en lugar de quedarnos esperando a que nos vayan degollando uno a uno. Pero solos somos muy débiles, y para acabar con ellos debemos conseguir aliados.
El más joven de los Sokolny miró hacia atrás, buscando a su hermano, a quien Wanda estaba vendándole una herida en el hombro.
—¡Václav, no podéis quedaros aquí! Si la gente de Prokop avanza, no dejarán nada en pie. Debes tomar a tu gente y marchar con ellos hacia el imperio antes de que los taboritas hayan reunido un nuevo ejército en tu contra. Ve con el rey Segismundo y dile que nosotros, la nobleza bohemia, estamos dispuestos a negociar un trato con él. Dile que ésa es su única oportunidad de conservar la corona de Bohemia y acabar de una vez por todas con las campañas devastadoras de los taboritas. Por supuesto que todo tiene su precio, y te entregaremos nuestras exigencias por escrito.
El conde Sokolny observó a Michel buscando ayuda.
—¿Cuál es vuestra opinión, señor caballero del imperio?
—Deberíais seguir el consejo de vuestro hermano. Los taboritas nos dejaron suficientes carros y animales de tiro, y junto con los nuestros, las provisiones obtenidas alcanzan para la larga marcha hacia el oeste. Dad la orden de que todos los que aún pueden sostenerse sobre sus piernas revisen y reúnan el botín y poned suficientes guardias. Debemos contar con que los soldados de Vyszo que quedaron dispersos regresen para incendiar su campamento. Como muy tarde en tres días tiene que estar todo listo para la partida. Espero que Marek pueda acompañarnos hacia el oeste de forma tan inadvertida como trajo hasta aquí al caballero Heinrich y a sus hombres.
Marek puso una cara tan agria como si acabase de beber vinagre.
—No, no contéis conmigo. Me quedaré aquí y lucharé con pán Ottokar contra aquellos que destruyen nuestro país. Cuando él abandonó el castillo para unirse al ejército de Jan Ziska, permanecí aquí en contra de mi voluntad, y ahora mi corazón me pide que lo siga.
Michel echó una mirada al conde, que extendió los brazos, desconcertado, y examinó a Marek con gesto reflexivo. Comprendía a su amigo y sabía que un guía a regañadientes no sería un buen guía. Por eso, asintió y le apoyó la mano sobre el hombro.
—Quédate aquí y pelea. Eres un zorro astuto y serás una ayuda muy valiosa para pán Ottokar. Te deseo toda la suerte del mundo, Marek, y Dios quiera que volvamos a vernos. Pero ahora, a trabajar. Queda mucho por hacer.
La condesa Madlenka y la mayoría de las mujeres lloraron al dejar atrás Falkenhain, y también muchos hombres se secaron las lágrimas de los ojos, ya que ninguno de ellos creía que volverían a ver su patria. Hasta Michel sentía un poco de dolor por la despedida, ya que en los últimos dos años aquella porción de tierra apartada se había transformado para él en su hogar.