Read La dama del castillo Online
Authors: Iny Lorentz
Marie se giró y vio una bola de fuego que se abría como una flor amarilla y roja y volvía a desmoronarse. Al mismo tiempo se oyeron los gritos de decenas de personas que aullaban de dolor y de espanto. Incluso antes de que Marie cayera en la cuenta de que el carro de pólvora que acababa de explotar era otro, voló por los aires el que había encendido ella. Marie sintió un fuerte golpe en la espalda que la catapultó hacia delante. Chocó con violencia y sintió pasto y barro entre los dientes. Escupió llena de repugnancia, volvió a incorporarse trabajosamente y se quedó contemplando el desastre que acababa de provocar. Decenas de taboritas que se habían parado allí para franquearles el paso a los alemanes se retorcían chillando en el suelo; otros se arrancaban del cuerpo las ropas en llamas, presos del pánico, o salían corriendo dando gritos.
Los hombres del caballero Heinrich parecían asustados, aunque aparentemente habían salido ilesos e intentaban mantener su formación al marchar; en cambio, sus animales de tiro tuvieron pánico y salieron corriendo desbocados. Marie oyó que el caballero daba órdenes y vio que algunos hombres se colgaban de los animales para detenerlos en el camino que subía desde el pie del valle y, sinuoso como una serpiente, ascendía la ladera escarpada hacia el castillo. Los jamelgos flacos de Eva se calmaron enseguida, y como ella iba a la cabeza, su ritmo más moderado les facilitaba el trabajo a los hombres que iban detrás.
Cuando la tropa pasó junto a ella, Marie pensó en ponerse a salvo, y comenzó a correr en línea recta en dirección al castillo. Tras dar unos pasos, chocó contra un guerrero taborita y fue arrojada de un rudo empujón hacia un lado. Oyó que el hombre profería insultos y notó que estaba levantando el hacha, apuntando en la dirección en la que ella se encontraba. En ese preciso momento se abrieron las puertas del castillo, distrayendo la atención del taborita.
Con lágrimas en los ojos, Marie divisó a Michel, que salía en estampida por la puerta, al frente de la guarnición del castillo. Eran apenas algo más de doscientos hombres, en su mayoría campesinos y artesanos que habían huido a Falkenhain y habían sido entrenados por Marek y Michel en el uso de las armas. Marie rezó a la Virgen María. De golpe la asaltó la angustia de que su marido pereciera en aquella refriega, ya que entonces lo perdería antes de haberlo encontrado realmente. Se sacudió el temor, obligó a su cuerpo a incorporarse a pesar de los dolores y vio a Anni corriendo en dirección hacia ella. Justo cuando le iba a coger de la mano y trepar con ella hasta las puertas del castillo por el camino más corto, apareció Helene. La joven se tocaba el brazo izquierdo, intentando detener con un trapo la sangre que ya le llegaba hasta la mano. Poco antes de alcanzar a sus amigas, se tambaleó y cayó de rodillas. Marie y Anni salieron corriendo hacia ella, la cogieron de las axilas y la arrastraron un poco corriendo, un poco trepando por la cuesta empinada, de modo que muy pronto dejaron atrás la tropa de sus amigos, que era atacada violentamente una y otra vez.
—Quise hacer lo mismo que tú y volar un carro de pólvora, pero no logré escapar lo suficientemente rápido —explicó Helene, jadeando de dolor. Marie se limitó a emitir un sonido de aprobación y siguió subiendo con la respiración entrecortada hasta que hubieron alcanzado la puerta.
Allí las recibió una mujer de complexión robusta que al principio las observó con desconfianza pero que se relajó al percibir que hablaban en alemán.
—Rápido, subid las escaleras y ayudad a defender los muros. Necesitamos todas las manos allá arriba por si esos cerdos intentan escalar las murallas en medio del tumulto —les ordenó a las tres.
—¡Mi amiga está herida! —respondió Marie, cortante. La mujer puso a Helene de inmediato bajo una antorcha del patio interior.
—Tú vendrás conmigo para que te atiendan —le dijo, al tiempo que señalaba hacia la escalera—. Pero vosotras dos, apuraos a subir a la muralla.
Marie cogió a Anni y subió con ella corriendo. En el adarve había muchas mujeres apostadas junto a unos montones de piedras y calderos que pendían humeantes sobre unas fogatas pequeñas mirando hacia el tumulto. A la luz de las antorchas, sus rostros parecían duros como máscaras. Justo cuando Marie se dirigió hacia una de las mujeres para preguntarle en qué lugar ubicarse, Anni le tiró de la manga, señalándole el cerco de los sitiadores. Una llama viva había volado por los aires, seguida de un trueno estrepitoso y un relámpago de luz que era lo suficientemente fuerte como para cegar los ojos. Cuando Marie volvió a abrir los ojos, vio a Anni riendo a su lado con gesto picaro, frotándose las manos.
—¡Ése es mi carro de pólvora! ¡Yo también incendié uno! —anunció la niña, orgullosa.
Marie meneó la cabeza, riendo.
—Tú y Helene sois un par de inconscientes.
Anni intentó mirarla con indignación, pero no pudo contener una risita.
—¡Y tú más!
Una de las checas se quedó mirando a las recién venidas con ojos desorbitados.
—¿Prendisteis fuego a las reservas de pólvora de los taboritas? ¡Yo no me habría atrevido!
—¡Yo tampoco! —exclamó otra mujer—. La sola idea de que alguno de esos tíos pudiese asomar la nariz por las almenas me hace temblar. Me temo que si llegan a venir, saldré corriendo del miedo...
Marie no prestó atención a las mujeres a su alrededor, ya que oyó a Eva profiriendo insultos y chillidos debajo de ella y pudo oír cómo azotaba a sus caballos. Miró hacia abajo justo cuando la carreta de la vieja vivandera entraba por las puertas abiertas del castillo. Contemplando la escena desde arriba, parecía que la carreta se estrellaría contra la empalizada de defensa erigida en la parte de dentro. Marie salió corriendo hacia el otro lado del adarve y se quedó mirando el patio sin aliento. Eva estaba dándole un tirón a las riendas con todas sus fuerzas, de modo que la carreta apenas llegó a rozar el obstáculo y se detuvo balanceándose delante de la yunta. El carro de Theres lo siguió a tal velocidad que sus bueyes parecían alados, y la conductora evitó a duras penas que sus animales se estrellaran contra la puerta del establo. Los otros dos cocheros tenían sus animales mucho más bajo control y condujeron sus carretas con suma cautela dentro del patio.
Como no apareció nadie más, Marie regresó a las almenas y vio que fuera se había desatado una lucha encarnizada. Unos cuantos cientos de taboritas intentaban denodadamente quebrar el cerco que formaban los defensores alrededor de las puertas para abrirse camino hacia el interior del castillo. Mientras asediaban duramente a los hombres del grupo de Michel y de Heinrich, sin tener consideración por sus propias vidas, otros arrastraban consigo las escaleras que habían construido durante los últimos días para atacar las murallas. Sin embargo, las mujeres, los niños y los ancianos que defendían el castillo desde arriba ejercieron una defensa casi sobrehumana, dejando caer sobre los atacantes una lluvia de piedras, agua caliente y brea. Con todo, algunos de los taboritas lograron llegar hasta el borde de la muralla. Al ver a los enemigos tan de cerca, algunas mujeres se quedaron paradas, paralizadas, y otras salieron corriendo y gritando. Marie vio asomar la cabeza de un taborita por entre las almenas y sintió que toda la rabia que había tenido que tragar mientras era prisionera le afloraba de golpe. Cogió una de las ollas vacías de brea y comenzó a golpear como enloquecida. A su lado, Anni y otras dos mujeres más arrojaban piedras a los hombres que venían detrás. Los tres primeros se arrastraron unos a otros, precipitándose al vacío, pero los otros siguieron subiendo, imperturbables. Sólo cuando Wanda arrojó un caldero de agua hirviendo sobre los próximos dos atacantes, Marie y las otras tres mujeres lograron desequilibrar con palos la escalera, que ya estaba más liviana, y darle la vuelta junto con todos los taboritas que estaban trepando por ella.
Mientras tanto, Michel había asumido el mando a las puertas del castillo. Ordenó a los infantes y a los caballeros que se habían apeado de sus caballos que se dispusieran formando una cuña, de modo que el enemigo debía avanzar contra tres filas de picas. Bajo su mando, la formación fue replegándose paso a paso en completo orden. Parecía que los defensores lograrían alcanzar y cerrar las puertas de un momento a otro cuando comenzó a resonar el eco de los cuernos de alarma, y en el resplandor rojo sangre del amanecer aparecieron unos jinetes en el linde del bosque.
Los taboritas comenzaron a dar gritos de júbilo. Wanda, que estaba parada al lado de Marie, perdió la compostura y comenzó a gritar como si acabaran de clavarle una pica.
—¡Son husitas! ¡Ahora sí que llegó nuestro fin!
Marie cerró los puños, miró las guerreras de cuero y los cascos que terminaban en punta de los aproximadamente quinientos caballeros checos que preparaban sus jabalinas para el ataque como si fuesen un solo hombre, y se juró que tendrían que pagar un precio muy alto por su vida. Pero en ese momento reconoció el escudo de armas del jinete que iba delante y lanzó un grito de júbilo.
—¡No son enemigos! —gritó con todas sus fuerzas—. ¡Es Ottokar Sokolny con su grupo! ¡Han venido en nuestra ayuda!
En ese preciso instante vio que Vyszo, a quien la explosión de la pólvora había arrojado fuera de su carpa, salía arrastrándose de entre los arbustos y se ponía de pie, tambaleando. El hombre no se había dado cuenta aún de que los que habían aparecido allí no eran amigos, ya que avanzó al encuentro de los jinetes retorciéndose de dolor y desnudo de cintura para abajo. Pero de golpe se quedó como petrificado y comenzó a extender los brazos en un gesto de defensa. Ottokar Sokolny se abalanzó sobre él, le cortó la cabeza casi como en un descuido y alzó el arma ensangrentada sobre su cabeza.
—¡Adelante! ¡Muerte a los taboritas!
—¡Por Sokolny! —gritaron sus hombres, espoleando a sus caballos.
Michel fue el primero en advertir la vacilación de sus enemigos y también agitó su espada.
—¡Vamos! ¡Adelante! Ha llegado nuestra hora. ¡Batid a esos tíos o Falkenhain caerá! —exclamó, abalanzándose sobre el taborita que estaba más cerca sin fijarse si alguien lo seguía. Pero el caballero Heinrich y Heribert von Seibelstorff se mantuvieron a su lado y se abrieron paso con sus largas espadas por entre las filas del enemigo. Urs Sprüngli impulsó a los asombrados infantes de modo que pudieran echarse medianamente ordenados sobre los atacantes, haciéndolos correr al encuentro de los caballeros de Sokolny, de manera tal que los hombres de Vyszo quedaron entre la espada y la pared y fueron aplastados.
Al rato, la batalla se asemejaba más bien a una cacería de taboritas. Sólo en sectores aislados hubo algunos grupos entre los sitiadores que, aunque debilitados y absolutamente confundidos por la aparición de Ottokar Sokolny, intentaron hacer frente a las fuerzas unidas de los defensores, pero fueron rápidamente sofocados; la mayoría de los que aún estaban en condiciones de correr aprovecharon para huir como liebres. Más tarde, nadie supo decir cuántos habrían logrado salvarse escondiéndose en el bosque; lo cierto es que los muertos daban testimonio del sangriento precio que los hombres de Prokop el Pequeño habían tenido que pagar por haber querido franquear las murallas de Falkenhain.
Ottokar Sokolny y Michel frenaron a sus hombres en el linde del bosque para no sacrificarlos en persecuciones absurdas. Václav Sokolny se dirigió a su encuentro, bajó del caballo de un salto y abrazó llorando a su hermano.
—¡Por Dios, Ottokar, nunca antes fuiste tan bienvenido como el día de hoy!
—Debemos agradecerle a Dios el hecho de que un hombre que en secreto nos apoyaba a nosotros los calixtinos me alcanzó hace tres días y me advirtió acerca de los planes de Prokop y Vyszo. Así fue como pude acudir en tu auxilio, y creo que llegué en el último momento. —El conde Ottokar se soltó de los brazos de su hermano y señaló hacia sus acompañantes—. Somos todos checos fieles, pero no somos amigos de los taboritas ni de su tiranía del terror. Si no les ponemos fin a esos canallas, terminarán por convertir en un cementerio nuestro hermoso país.
Václav Sokolny lo miró, perplejo.
—¿Realmente vais a alzaros contra los dos Prokop y sus secuaces?
—¿Vamos a alzarnos? ¡Pero si ya hemos empezado! —alegó el hombre que estaba al lado de Ottokar Sokolny con furiosa ironía.
El conde Václav levantó las manos en un gesto conciliador.
—Perdonadme, pán Sebesta, no era mi intención ofenderos.
—Jamás pensé que lo fuera. —Sebesta Dozorik palmeó a Sokolny en el hombro, y luego paseó su mirada por el campo de batalla—. Reconforta ver que esa calaña de siervos por fin ha recibido su merecido. Esos hombres deberían deponer las armas, cultivar nuestras tierras y dejar el arte de la guerra a aquellos que entienden algo de él.
Michel hubiese querido decirle al noble checo en la cara que Prokop y sus taboritas probablemente entendían mucho mejor el arte de la guerra que la mayoría de los señores de noble apellido con sus pomposos títulos y sus cartas de nobleza, y esto incluía también al mismísimo emperador. Pero no quiso desatar un conflicto, y por eso se dirigió al menor de los Sokolny.
—Ahora, volvamos al castillo a atender a los animales y a los hombres. Nos hemos ganado un desayuno y un jarro de cerveza bien lleno. Después podremos hacer limpieza aquí.
—No me opongo a un buen trago. Seguramente los taboritas deben de habernos dejado un par de barriles como botín.
Sebesta Dozorik oteaba sediento los barriles que habían quedado en el campo abandonado, pero Michel meneó la cabeza entre risas.
—Será mejor que esperemos un poco esa cerveza hasta saber cuáles fueron los barriles que mi mujer adulteró con las pócimas de Wanda. ¿O acaso queréis empezar a sufrir calambres en el estómago y ensuciar vuestros pantalones?
El resto de los hombres se echó a reír, pero el hidalgo Heribert se quedó mirando a Michel, confundido.
—¿Vuestra esposa? La mujer que realizó ese acto heroico fue Marie, nuestra vivandera.
—Sí, mi esposa Marie. Ella rehusó a creer que yo había muerto y partió sin más a buscarme. No podía sospechar que yo había perdido la memoria y ya no sabía quién era. Lo único que me había quedado de mi pasado eran su rostro y su nombre.
El rostro radiante de felicidad de Michel revelaba cuánto amaba a Marie y cuán grande era la alegría que sentía por el inminente reencuentro. En cambio, el hidalgo se vio invadido por un dolor inmenso, y hubiese querido hundir su espada en el pecho de aquel hombre. Pero una fuerte palmada en el hombro lo hizo volver en sí. Se dio la vuelta y vio a Heinrich von Hettenheim parado junto a él, y notó que en su mirada había compasión y, al mismo tiempo, una tajante advertencia. El hidalgo Heribert se obligó a esbozar una sonrisa.