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Authors: Iny Lorentz

La dama del castillo (70 page)

BOOK: La dama del castillo
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—En la próxima embestida se cae —oyó Marie murmurar al emperador. Ella esperaba lo mismo, pero cuando ambos luchadores volvieron a embestir, se llevó las manos al pecho para aplacar su corazón, que latía enloquecido. Esta vez, el choque fue aún más violento. Marie vio que Michel se tambaleaba y del susto no prestó atención a su contrincante.

El emperador señaló hacia delante.

—¡Ya lo decía yo! Ahí está, tumbado.

Efectivamente, Falko von Hettenheim estaba tendido en el suelo boca arriba, como una tortuga, braceando desesperado sin poder levantarse. Su escudero y algunos miembros de su séquito corrieron hacia él y lo ayudaron a ponerse de pie. En el ínterin, Michel había bajado del caballo, y tras meditarlo un instante, se decidió por la espada para la lucha cuerpo a cuerpo. El caballero Falko le arrancó de las manos a un siervo del torneo el hacha de armas que le había alcanzado y se abalanzó sobre Michel aún antes de que el heraldo diera la orden de lucha.

—¡Ahora sí que morirás, bastardo! —gritó, desgañitándose. Michel atajaba con su escudo los violentos golpes de hacha de su contrincante, pero se veía obligado a retroceder todo el tiempo, ya que sus propios ataques no daban en el blanco. Tranquilo y con gran dominio de sí mismo, Michel aguardaba su oportunidad, mientras que Von Hettenheim ya había comenzado a jadear como un rocín agotado. Sin embargo, la furia y el odio parecían redoblar sus fuerzas, ya que siguió atacando sin pausa, burlándose de Michel cada vez que la respiración entrecortada se lo permitía para inducirlo a cometer algún error—. ¿Y? ¿Qué se siente al estar tan cerca del infierno, tabernero bastardo? Satanás se alegrará mucho de verte. —Como Michel no respondía, comenzó a reírse con sorna—. Por cierto, he montado a tu ramera, bastardo, y la verdad es que no es gran cosa. Cualquier checa de las que me follé la supera ampliamente.

Se notaba que Falko esperaba una reacción irreflexiva de Michel. En lugar de ello, Michel comenzó a provocar a Falko también.

—¿Con cuántos hombres se habrá acostado tu esposa para ver si por fin puede tener un hijo varón después de ver que tú no puedes hacerla engendrar más que niñas?

—¡Tú tienes una sola hija, y nadie cree que esa criatura sea tuya!

La voz de Michel sonaba relajada y no mostraba signos de agitación.

—El origen de Trudi está fuera de duda y, a diferencia de ti, mi hija es también mi heredera, mientras que tu silla será ocupada por el caballero Heinrich este mismo mediodía.

Esas palabras le hicieron subir la sangre a la cabeza a Falko, cuyo próximo golpe le barrió a Michel el escudo del brazo. Con un resoplido triunfante, Von Hettenheim tomó impulso para cortarle a su enemigo la cabeza con casco y todo. En ese momento, la espada de Michel se deslizó como una serpiente destellante, asestándole un golpe a su enemigo en la visera, aunque sin traspasarla. Durante un instante, Falko von Hettenheim se quedó petrificado, como si el ataque lo hubiese dejado pasmado. Luego se tambaleó y se desplomó como un árbol podrido. Michel creyó que se trataba de un truco y se apresuró a levantar el escudo, partido varias veces por los golpes de hacha.

Mientras su brazo izquierdo se deslizaba por el soporte, el escudero de Falko se acercó corriendo y se arrodilló junto a su señor.

—¡Señor! ¿Qué os sucede? ¡Respondedme, por favor!

Como Falko seguía inmóvil, le quitó el casco... y vio los ojos de un muerto. El heraldo se acercó también, y tras echar un vistazo fugaz al rostro de Falko, le hizo señas al médico del emperador. Éste revisó a Falko von Hettenheim con sumo cuidado, tras lo cual se puso de pie, meneando la cabeza.

—El caballero está muerto, y sin embargo no puede constatarse la más mínima herida.

—¡Es una señal de Dios! ¡Dios ha medido la culpa del caballero Falko y lo ha condenado! —exclamó el sacerdote confesor del emperador gritando, al tiempo que se arrodillaba para celebrar la justicia divina. El emperador también hizo la señal de la cruz e inclinó su cabeza ante los poderes celestiales.

Marie miró a Michel, unió sus manos y le agradeció a la Virgen María y a María Magdalena su victoria. Eva, que había logrado eludir a los guardias, cogió la mano de Heinrich von Hettenheim y la estrechó entusiasmada.

—Permitidme que os felicite, señor, ya que a partir de ahora estáis al frente de los Hettenheim.

Rumold von Lauenstein se volvió hacia ella con gesto agrio.

—¡Tus felicitaciones son un poco precipitadas, vieja bruja negra! Mi hija está embarazada otra vez, y esta vez es seguro que dará a luz a un varón.

Marie hizo un gesto de desdén, riéndose.

—Más bien creo que le regalará al mundo su séptima hija.

A juzgar por la expresión de su rostro, aquella burla hirió a Lauenstein en lo más profundo, y ella se rio con malicia. Se debía esa pequeña venganza hacia el intrigante consejero del conde palatino. Sin embargo, desterró al señor Rumold de sus pensamientos de inmediato y se bajó de la tribuna para abrazar a Michel.

—Con la muerte de Falko acaba de disiparse la última sombra en nuestras vidas —le susurró.

Michel asintió con la cabeza y la atrajo hacia sí con ternura. En ese momento no desperdició un solo pensamiento en el futuro, sino que estrechó a Marie fuertemente en sus brazos y miró a Michi, que ya atravesaba corriendo el campo de batalla para felicitarlo por su victoria, seguido por Anni, Helene y Trudi.

Por un instante, los cuatro se quedaron de pie junto al caballero muerto, contemplándolo como si fuese un demonio del infierno derrotado, luego rodearon a Marie y a Michel y comenzaron a lanzar sus felicitaciones a borbotones.

Trudi se pasó la mitad de la noche repitiendo las palabras que Michi le había enseñado.

—¡Papi gran héroe!

Capítulo XIII

Marie estaba sentada en el pescante de un carro de bueyes grande, mirando los lomos manchados de los cuatro animales de tiro, mientras escuchaba con gesto dulce y comprensivo los elogios de Janka Sokolna al hidalgo Heribert. La joven checa iba cabalgando junto a la carreta, conduciendo a su yegua únicamente con los muslos, ya que necesitaba sus manos para reforzar sus expresiones. Marie la admiraba por su destreza como jinete, pero ella prefería la seguridad de la carreta, aunque tuviese que amortiguar con una almohada de cuero mullido los golpes del camino repleto de baches.

Cada tanto montaba un rato su yegua ella también, pero sólo tramos cortos, para practicar un poco. Quería que el viaje a su nueva patria resultara lo más placentero posible. El emperador se había mostrado muy generoso y les había otorgado a ella y a Michel una lujosísima propiedad cerca de Volkach, a orillas del Meno. Marie había oído de boca de gente oriunda de aquella región que allí crecía muy buen vino, y ya se veía paseando con Trudi a través de los viñedos, probando juntas las deliciosas uvas.

—Es muy amable por vuestra parte alojarnos como huéspedes a mi madre y a mí hasta que mi padre y el hidalgo Heribert hayan concluido su misión —continuó diciendo Janka, y Marie comenzó a sospechar que, probablemente, en adelante tendría que hacer las veces de consejera espiritual de la joven con bastante asiduidad. Levantó la vista y le sonrió.

—Pero es natural que así sea. Después de todo, vuestro padre alojó a mi esposo durante más de dos años. Y no creo que pase tanto tiempo antes de que el hidalgo Heribert regrese de Bohemia y os lleve a su hogar.

La llegada de Michel impidió una respuesta de Janka. Michel le hizo un gesto afirmativo, luego contempló a Marie con una alegre sonrisa, al tiempo que señalaba hacia delante.

—El jefe de los pescantes dice que estamos muy cerca de nuestro destino. ¿No tienes ganas de montar un rato tu yegua para que podamos adelantarnos juntos a caballo? Me muero por conocer el lugar donde crecerá nuestra hija.

Marie le obsequió una mirada agradecida para luego inclinar un poco la cabeza en dirección a Janka.

—Perdonadme que deba interrumpir nuestra conversación.

Janka asintió solícita y mantuvo su caballo atrás para que Michi pudiera traer la yegua de Marie. Marie le sonrió al muchacho, feliz de haberle podido enviar a Hiltrud por fin un emisario desde Núremberg llevándole noticias, ya que después de tanto tiempo su amiga seguramente estaría loca de preocupación. Era una pena que ahora fueran a vivir tan lejos la una de la otra, pero Marie no podía pedirle a Hiltrud que renunciara a su espléndida granja libre cerca de Rheinsobern, aun cuando ella podría haberle conseguido otra en su lugar. Ese giro del destino la entristecía un poco. Sin embargo, se consoló pensando en las nuevas amigas que había ganado y que vivirían con ella. También se quedaría con Michi, educándolo para que se convirtiese en uno de sus empleados... o también en un soldado y un buen líder, si así lo prefería él. Tal vez haría traer a Mariele también, si es que Hiltrud estaba de acuerdo. Se propuso firmemente que la siguiente primavera, una vez que se hubiera aclimatado a su nuevo hogar, viajaría a Rheinsobern a visitar a su amiga.

—¡Marie! ¿Qué te pasa? ¡Estás durmiendo con los ojos abiertos!

La llamada de Michel arrancó a Marie de sus cavilaciones. Se apeó del pescante para trepar a la montura y dejó que Michi la ayudase a engancharse en los estribos. Michel le sostuvo las riendas hasta que estuvo bien sentada y luego se las alcanzó con un tierno gesto.

Marie le acarició la mano y asintió, incitante.

—¡Vamos a ver nuestro nuevo hogar!

Espoleó cautelosamente a su yegua y se adelantó al trote. Michel no la siguió enseguida, sino que esperó primero a que pasara junto al carro de Eva. A diferencia de Theres, que iba sentada a su lado, la vieja vivandera no había querido desprenderse ni de sus caballos ni de su carreta. Sentada entre ambas iba Trudi, alimentándose de las ciruelas pasas que le daban. Cuando la pequeña vio a Michel, extendió sus bracitos hacia él y se rio feliz cuando Theres la alzó para dársela. Michel la tomó con ternura en sus brazos y la sentó en su caballo delante de él.

Eva se quedó contemplando satisfecha al padre y a la hija.

—¡Parece que estamos a punto de llegar! Estoy muy intrigada por saber qué sucederá, sobre todo cuando llegue la primavera el año próximo y nuestros huesos comiencen a sentir la necesidad de enganchar nuestras carretas para unirnos a algún ejército.

Theres levantó las manos en señal de rechazo.

—Si quieres volver a marchar a la guerra, allá tú. Yo me quedaré con Marie para siempre.

—Con la señora Marie, querrás decir. Al fin y al cabo es una dama de la nobleza. Por supuesto que permaneceré con vosotros, ya que no puedo dejarla al cuidado de ti, de Helene o de Anni. Te aseguro que sin mí, vosotras quedaríais todas tan indefensas como niñas pequeñas —dijo Eva, al tiempo que se llevaba a la boca una de las ciruelas pasas que Trudi había dejado caer.

Marie y Michel dejaron lentamente atrás el principio de la caravana, y durante un rato sus ojos se dedicaron a mirarse entre sí más que al paisaje que los circundaba. Cuando el valle se abrió ante ellos y vieron la cinta ancha del río hicieron detenerse a sus caballos y miraron a su alrededor. Un poco más al norte podían distinguirse los contornos de la pequeña ciudad de Volkach, pero debajo de ellos, al pie de una cadena de montañas que se extendía con sus picos escarpados, había un pueblo grande y limpio, con casitas techadas con tablillas de madera, situadas una al lado de la otra, rodeando una iglesia y una plaza grande con un tilo majestuoso. Seguramente se trataba de Dohlenheim, uno de los pueblos pertenecientes a su castillo. La fortaleza que habría de ser su nuevo hogar constituía en sí una edificación maciza y austera emplazada en la prominencia más elevada que emergía como un cuerpo extraño entre el verde de las parras que cubrían las laderas de las colinas. Al final de una ladera pelada que caía en forma abrupta había otro pueblo más que también pertenecía a sus nuevos dominios y, por lo que sabían, tenía que haber un tercero a orillas del río, al otro lado de la colina que bordeaba el Meno. El castillo y esos dos pueblos llevaban nombres alemanes de pájaros, ya que al parecer el dueño anterior había sido un amante de las aves. En honor a los frailecillos, el castillo había sido bautizado Kiebitzstein; la villa dominica que estaba debajo se llamaba Habichten, como los azores, y el segundo pueblo a orillas del río, Spatzenhausen, como los gorriones.

Marie se quedó embobada ante las imágenes de aquel paisaje, sonriéndole a Michel llena de esperanzas e ilusiones.

—¿Y? ¿Cómo te sientes ahora que eres el caballero imperial Michel Adler de Kiebitzstein?

—La verdad es que por el momento no siento nada —respondió Michel, riendo—. Pero debo decir que estas tierras me agradan. Aquí podré por fin echar raíces.

—Bien, cuando el hidalgo Heribert regrese de Bohemia sabrá enseñarte a comportarte como un caballero imperial franco.

—Más bien le enseñará a Janka lo que significa ser la mujer de un caballero imperial franco —replicó Michel alegremente. Durante un instante, la pareja se quedó contemplándose más bien con cierta melancolía al recordar a Václav Sokolny, a Heinrich von Hettenheim y al hidalgo Heribert, que habían partido hacia Bohemia por orden del emperador para transmitirles al joven Sokolny y a sus amigos que Segismundo estaba dispuesto a negociar con ellos. Con el apoyo de los calixtinos, el emperador esperaba poder romper la opresión de los taboritas y regresar a Praga.

—Gracias a Dios ya no tenemos nada más que ver con todo eso —exclamó Marie con tal alivio como si de su alma acabara de caer un último peso.

Michel la contempló con asombro.

—¿Con qué no tenemos nada más que ver?

—Con el emperador y su lucha por el poder y las coronas. Nosotros tenemos un trabajo más hermoso por delante.

Michel guio su caballo hasta quedar al lado de Marie y la abrazó con firmeza.

—¿Y cuál es?

Marie señaló con la mano las tierras que se extendían delante de ellos.

—Crear un hogar, Michel, disfrutar de la vida y amarnos.

Michel era un esposo muy sensato y sabía reconocer cuándo su mujer tenía razón, así que la miró y asintió, sonriente.

NOTA HISTÓRICA

Las guerras husitas, que tuvieron lugar entre 1419 y 1434, constituyeron uno de los acontecimientos más sangrientos y crueles de la Edad Media y se cobraron la vida de muchísimas personas. Los husitas, que habían emprendido la revuelta contra su rey católico por motivos religiosos, creyeron después de sus primeras victorias que también podían aspirar a su independencia nacional. Sin embargo, su genial caudillo Jan Ziska murió en 1424 a consecuencia de la peste, y su lugar fue ocupado por hombres que llevaron la guerra más allá de los confines de Bohemia, asolando grandes territorios del Imperio Romano Germánico. Y ciertamente estuvieron a un paso de echar por tierra las esperanzas de Segismundo de lograr recuperar la corona de Bohemia.

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