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Authors: Mike Lee Dan Abnett

La Espada de Disformidad (13 page)

BOOK: La Espada de Disformidad
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Se le entregaban las calles al Señor del Asesinato para que las casas de los ciudadanos permanecieran invioladas, según la ley tácita que había permitido que la ciudad sobreviviera durante siglos. Así que cuando los servidores del templo derribaron las puertas de las casas de los plebeyos, no hallaron víctimas atemorizadas esperando la espada del verdugo, sino que fueron recibidos con hachas y lanzas, como cualquier invasor.

Malus Darkblade, arquitecto del derramamiento de sangre del día, deambuló por las calles de Har Ganeth durante toda la tarde, con el rostro transformado en una máscara de odio y la espada cubierta de sangre. Se tambaleaba como un borracho y mataba a toda cosa viviente que hallara en su camino, furioso consigo mismo y con los locos de la ciudad en que se encontraba.

Arleth Vann se le había anticipado y hecho que el anciano intercambiara su capa con la de Sariya. ¿Acaso había sido una trampa desde el principio, destinada a obligarlo a actuar y mostrarle a Tyran sus verdaderas intenciones? Malus no podía saberlo con certeza, y no estaba seguro de que importara a esas alturas. El anciano estaba indudablemente a salvo en casa de Sethra Veyl, contándole al jefe de los fanáticos todo lo que sabía. Si Rhulan les había hablado a los ancianos del trato hecho con Malus, sería descubierto sin lugar a dudas.

Todo esto había pasado por la cabeza de Malus cuando estaba acuclillado junto al cuerpo de Sariya. Luego, lo rodeó la turba que huía, resonaron en sus oídos los gritos de cólera y dolor, y se dejó arrastrar por la desbandada.

Cuando recobró la sensatez, se encontraba sentado en un callejón y rodeado de cadáveres. Le llegaba el estruendo de una batalla desde una plaza situada a pocos metros de distancia. Malus oyó el entrechocar de acero y los gritos de los moribundos, como otro oiría el repiqueteo de la lluvia o el susurro del viento entre los árboles. Tenía el ropón acartonado de sangre y la espada pegada a la mano por capas de porquería seca. El hedor a campo de batalla inundaba sus fosas nasales. Le gruñó el estómago y recordó que no había comido nada en todo el día.

Pasó una sombra sobre el rostro de Malus, que sintió el batir de unas alas contra las mejillas. El cuervo se posó sobre la cabeza de un druchii que se encontraba doblado por la mitad sobre el suelo del callejón, junto a él. El ave lo estudió con un ojo amarillo y lanzó un graznido que sonó a carcajada.

—¡Sangre y almas! ¡Sangre y almas! —gritó el terrible pájaro.

Malus le lanzó un desganado tajo al maldito cuervo, que salió volando entre graznidos. Exhausto, se dejó caer sobre el suelo manchado de sangre, rodó hasta quedar de espaldas y miró hacia la estrecha franja de cielo nublado que se veía entre los edificios del estrecho callejón. Sintió que el demonio se movía en su interior, se frotaba contra sus costillas como un gato contento. La sensación le dio asco.

Ya agotada la cólera, el cansado noble consideró las opciones que tenía. Existía un riesgo muy real de que se descubrieran sus tratos con el templo. Ciertamente, Arleth Vann sospechaba de él, pero puede que el antiguo guardia hubiese obrado sólo por principios generales.

Los fanáticos eran la clave para entrar en el Sanctasanctórum de la Espada. Tenía que poner a Tyran y a los otros verdaderos creyentes en manos del templo, y eso significaba regresar a la casa de Sethra Yeyl. Tal vez había otros caminos para llegar hasta la
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, pero necesitaría tiempo para averiguar cuáles eran, y el tiempo era algo que no le sobraba.

«Tengo que regresar —pensó, ceñudo—. Tengo que saber qué están planeando. Que Arleth Vann haga sus acusaciones. Mi lengua ya me ha librado antes de situaciones peores.»

Otra sombra se proyectó sobre el campo visual de Malus. Por un momento pensó que el cuervo había regresado, pero luego aparecieron en su campo visual una cara manchada de sangre y un par de hombros. Una mano mugrienta se tendió hacia su pelo, y una destral manchada destelló en la luz del atardecer.

Malus rodó de lado con un gruñido y le clavó una estocada en el pecho al druchii. Éste, que vestía un manchado ropón de comerciante, gimió débilmente y cayó de costado. Llevaba un puñado de cabezas cortadas sujetas al cinturón y una bolsa de cuero llena de monedas, pendientes de oro y brazaletes de plata saqueados. Malus tuvo que admirar el oportunismo del druchii en medio del caos. El noble se apoderó de la bolsa y le cortó la cabeza para asegurarse.

Un graznido de risa resonó por el callejón. El cuervo alzó la cabeza del banquete y le dirigió una mirada de entendimiento.

—¡Cuervo de sangre! ¡Cuervo de sangre! —dijo, burlón.

Malus acertó de lleno al ave con la cabeza del comerciante y la hizo salir disparada hacia el cielo, entre graznidos coléricos, en una explosión de grasientas plumas. «Después de todo, los malditos cráneos sirven para algo», pensó.

El barrio de los nobles estaba relativamente tranquilo después del manicomio en que se habían convertido los barrios más humildes. Era evidente que, incluso en el punto cúspide de la cólera, los seguidores del templo eran lo bastante prudentes como para no amenazar a la nobleza bien armada. A pesar de eso, las altas casas estaban oscuras y tenían los postigos echados, y las calles se hallaban básicamente desiertas cuando Malus recorrió el camino hasta la casa de Sethra Veyl.

Al llegar, no halló fanáticos de guardia ante la puerta blanca. Malus la golpeó con el pomo de la espada, pero no obtuvo respuesta.

—¡Abrid, malditos sean vuestros ojos! —rugió por encima del muro, mientras regresaba la cólera que antes lo había poseído—. ¿Desde cuándo se esconden los verdaderos creyentes detrás de muros de piedra?

Al cabo de unos momentos se oyó que descorrían cerrojos y la puerta se abrió. En la entrada apareció un fanático de blanco ropón que aferraba la espada con una mano de nudillos blancos y clavaba en Malus una mirada feroz.

—Nadie entra esta noche, santo —escupió—, ni siquiera tú. Órdenes de Tyran.

—¡Si Tyran desea dejarme fuera, puede decírmelo él mismo! —gruñó Malus, y avanzó hacia el druchii. Éste alzó la espada, pero el noble la apartó a un lado con la suya y le dio un rudo empujón en el pecho al fanático. El verdadero creyente cayó de espaldas sobre los adoquines, y quienes lo acompañaban cedieron terreno, pasmados ante el semblante ensangrentado de Malus. Para ellos, era la imagen misma de un ser divino ungido con el rojo vino de la batalla.

Malus alzó la espada y apuntó con ella a los pasmados guardias.

—Aquellos de vosotros que estéis dispuestos a ofrecerle vuestra cabeza a Khaine, sólo necesitáis interponeros en mi camino y estaré encantado de entregaros al dios.

Pero el druchii al que había derribado Malus no era tan fácil de acobardar. Se puso de pie con un grácil salto y una expresión feroz en la cara.

—Veamos, entonces, quién tiene la devoción más grande —dijo, y avanzó con cautela, la espada en posición de ataque—. Acudiré jubiloso junto al Señor del Asesinato, sabedor de que tú no tardarás en seguirme.

—¡Basta! —gritó una grave voz femenina desde el otro lado del pequeño patio—. Guardad las armas y dejad pasar al de Naggor. Veo los espíritus de los muertos que lo rodean. En este día le ha ofrecido un grandioso botín a nuestro dios, y ha castigado a las filas de los blasfemos.

Los fanáticos se apartaron a regañadientes y permitieron que Malus pasara. En los escalones que ascendían hasta la casa aguardaba una druchii cuyo pálido rostro relumbraba en las profundidades de una amplia capucha negra. La bruja de Khaine estudió a Malus con franca mirada de depredador.

Malus atravesó lentamente el patio y reparó por primera vez en que estaba decididamente desierto. Los fanáticos que acampaban en aquel lugar abierto habían desaparecido todos, y se habían llevado sus escasas pertenencias. El noble miró a la bruja con el ceño fruncido.

—¿Dónde está Tyran? —preguntó.

—En otra parte —replicó ella—. Cuando la noticia de la desaparición del anciano llegó al templo, los líderes que quedaban no pudieron contener la furia de sus servidores. En cuanto caiga la noche y su sed de sangre se haya calmado, regresarán a la fortaleza y los ancianos los enviarán contra las casas de los verdaderos creyentes, dondequiera que estén.

—¿Y el anciano que se ha unido a nosotros?

La bruja de Khaine sonrió y dejó al descubierto sus colmillos leoninos.

—Ha demostrado ser digno, santo, y deseoso de ser testigo del Tiempo de Sangre. Nuestro Haru'ann está completo, mientras que el templo continúa desorganizado.

Malus hizo una pausa para intentar dilucidar el pleno alcance de las palabras de la bruja de Khaine. Si sabía tanto y sin embargo le permitía entrar en la casa, estaba claro que los fanáticos aún confiaban en él. O tal vez simplemente no tenían tiempo para encargarse de él porque estaba sucediendo algo más importante. ¿Qué era ese dichoso Haru'ann del que siempre hablaban todos?

—¿Qué quiere Tyran de mí? —preguntó.

La bruja de Khaine se encogió de hombros.

—Cuando no regresaste con los otros, se dio por supuesto que habías hallado una muerte gloriosa en los disturbios —explicó—. Aquellos de entre nosotros que no tenemos ningún papel que desempeñar en lo que se avecina, saldremos a las calles esta noche y ofreceremos prendas de devoción al Dios de Manos Ensangrentadas. —Volvió a sonreír, y sus ojos felinos relumbraron en la luz del sol poniente—. Esta noche danzaré con muchos, tomaré muchos compañeros y me bañaré en sus fluidos. Puedes danzar conmigo, si lo deseas.

—Eso... eso es todo un honor —logró decir Malus, desconcertado ante la feroz mirada de la bruja—, pero no soy digno de tus atenciones. Para empezar, estoy mugriento.

La bruja de Khaine echó atrás la cabeza y rió, un sonido que excitó a Malus y lo asustó al mismo tiempo.

—Márchate, entonces, como el Señor del Asesinato desea —dijo. La bruja de Khaine bajó los escalones y alzó una mano para reseguirle suavemente la mandíbula con una garra curva—. Otra noche, tal vez —dijo en voz baja—. Recuérdame, santo. Podría no reconocer tu rostro acabado de lavar cuando volvamos a encontrarnos.

Malus avanzó rápidamente por el corredor desierto mientras su mente trabajaba a toda velocidad. Tyran iba a hacer su jugada esa misma noche, de eso estaba seguro, pero ¿qué planeaba?

Llegó a la celda escasamente amueblada que le habían asignado, entró precipitadamente sin molestarse en cerrar la puerta, y se puso a reunir sus pertenencias. No había manera de que pudiera encontrar al jefe de los fanáticos antes de que el plan se pusiera en marcha. Lo mejor que podía hacer era entrar con engaños en el templo y contarle a Rhulan lo poco que sabía. Malus calculaba que podría improvisar el resto a medida que se desarrollara la situación. Y tampoco le quedaba otra alternativa.

Al ir a enrollar las mantas de viaje, se dio cuenta de que, después de todo lo sucedido, aún tenía la espada en la mano. La miró con irritación. «Guarda esa maldita cosa —pensó—. No habrías llegado tan lejos si los fanáticos quisieran matarte.»

Entonces, un escalofrío le recorrió la columna cuando una sombra oscura atravesó la luz a sus espaldas. Malus se volvió justo cuando Arleth Vann atacaba.

El asesino era casi invisible en la habitación mortecinamente iluminada. La única advertencia que había tenido Malus había sido un destello de luz bruja sobre metal cuando las espadas de Arleth Vann reflejaron el resplandor que entraba por la puerta desde el corredor. El noble alzó el arma y apenas logró parar un tajo que le habría abierto la garganta. E¡ puro instinto desesperado hizo que bajara la espada y parara la segunda arma del asesino que intentaba asestarle una estocada en el estómago.

Malus retrocedió con rapidez e intentó caminar en círculo hacia la puerta para que la iluminación del corredor lo dejara en contraluz, pero Arleth Vann previo su acción y se movió rápidamente hacia el lado mientras dirigía un torbellino de tajos hacia la cabeza y el cuello de su antiguo señor. El noble paraba un golpe tras otro, pero se veía inexorablemente obligado a retroceder para mantenerse fuera del alcance de los ataques del asesino. Buscó a tientas uno de los cuchillos arrojadizos mientras el asesino cambiaba otra vez de posición y se fundía con la oscuridad.

El noble sacó la daga tan silenciosamente como pudo, y cambió la forma de empuñarla sobre ella con un gesto seco de muñeca. Se acuclilló y se deslizó cautelosamente hacia la izquierda.

—Continúo infravalorándote, Arleth Vann —declaró—. Jamás preví tu pequeña sorpresa en el Valle de las Sombras, y aquí has estado a punto de hacerme la misma jugarreta. Estoy seguro de que te das cuenta de que no queda honor ninguno que poder reclamar por mi muerte. Por lo que sabe el mundo, morí con el ejército, en el exterior de Hag Graef.

Por un momento, reinó el silencio. Malus aguardó y aguzó el oído para percibir el más ligero sonido. Luego se produjo un movimiento muy leve y Arleth Vann habló con un susurro sepulcral, como un soplo de viento que suspirase a través de las grietas de una tumba.

—También he pensado en eso —dijo—, pero en ausencia del honor, persiste la necesidad de venganza.

Malus se centró en el punto del que manaba la voz y arrojó la daga con todas sus fuerzas antes de lanzarse hacia la puerta abierta. Oyó un discordante tintineo de acero cuando Arleth Vann desvió la daga a un lado y reprimió una maldición salvaje. Llegó al haz de luz proyectado por la iluminación del corredor y se lanzó hacia la relativa seguridad exterior, pero fue brutalmente derribado cuando Arleth Vann lo cogió por la capa manchada de sangre.

El noble se estrelló contra el suelo mientras agitaba la espada enloquecidamente por encima de la cabeza. Sintió que la hoja daba en el blanco y Arleth Vann lanzaba una sibilante maldición. Con la mano libre soltó los broches de la capa y rodó con rapidez a un lado, justo cuando la curva arma penetraba en el suelo de madera en el sitio en que él había estado.

—¿Qué venganza? —le espetó Malus, mientras gateaba hacia atrás—. Podría entender que Silar o Dolthaic tuvieran unos sentimientos semejantes, incluso el canalla de Hauclir, pero ¿tú? Te di una vida nueva cuando huiste del templo. Me lo debes todo. Fuiste tú el falso. ¡Me juraste vasallaje cuando, en secreto, tu primera lealtad era para con estos fanáticos!

Se oyó un silbido en el aire. Un objeto que giraba atravesó la tenue luz y Malus vio, un segundo demasiado tarde, la espada arrojada hacia él. Intentó bloquear el arma, pero calculó mal la trayectoria. La parte posterior de la curva espada se estrelló contra su antebrazo derecho. El noble sintió que se le partían los huesos y gritó de dolor. Entonces otro golpe hizo que sus dedos entumecidos soltaran la espada. Una mano de Arleth Vann se cerró en torno a su garganta, mientras con la otra sostenía la segunda espada sobre su cabeza.

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