La Guerra de los Dioses (18 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickmnan

Tags: #Fantástico

BOOK: La Guerra de los Dioses
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El dragón negro aterrizó. Se lo notaba inquieto; agitaba las alas y estiraba el cuello mientras olisqueaba el aire y, por lo visto, no encontraba ningún olor de su agrado. Arañó el suelo con las garras y miró a Raistlin solicitando su permiso, ansioso por partir, pero con cuidado de no mostrarse irrespetuoso con el archimago. Caramon ayudó a su hermano a desmontar y retiró los dos petates. El dragón alzó la cabeza, mirando el cielo con expresión anhelante.

—Tienes permiso para marcharte —le dijo Raistlin al reptil—, pero no vayas muy lejos. Ten vigilada esta calzada; porque, si no encontramos lo que hemos venido a buscar, volveremos a necesitar tu servicio.

El dragón inclinó la cabeza; sus ojos centellearon. Extendió las negras alas e, impulsándose con las patas traseras, se remontó y voló en dirección norte.

—¡Puag! —protestó Caramon, que hizo un gesto de asco y tiró los dos petates al suelo—. ¡Qué olor! Es como un cadáver descompuesto. Me recuerda la vez que estuvimos en Xak Tsaroth, cuando la hembra de dragón negro te capturó y habría acabado con todos nosotros si no hubiera sido por Goldmoon y la Vara de Cristal Azul.

—¿De veras? No me acuerdo —comentó el archimago con aparente desinterés. Se inclinó y rebuscó en su petate, del que sacó dos o tres saquillos que él mismo había guardado antes de partir de Solace, y se los colgó del cinturón. Caramon lo observaba atónito.

—¿No te acuerdas de Bupu y del Gran Bulp, y que Riverwind murió y volvió a la vida y...?

Raistlin estaba parado en la polvorienta calzada mirando hacia un campo de trigo seco y agostado. Estuvo observando largo rato, con atención, buscando algo y, aparentemente, no encontrándolo. Frunció el entrecejo y sacudió la cabeza, apretando los labios.

—Tiempo —musitó—. ¡El tiempo se nos escapa! ¿Qué estarán haciendo esos necios?

—¿No recuerdas Xak Tsaroth? ¿Nada de lo que pasó? —persistió Caramon.

El archimago se volvió hacia su hermano.

—¿Qué decías? Oh, la guerra. —Se encogió de hombros—. Recuerdo algo, ahora que lo mencionas, pero es como si todo le hubiera ocurrido a otra persona, no a mí.

El hombretón miraba a su gemelo con tristeza e inquietud. Raistlin volvió a encogerse de hombros y le dio la espalda.

—Tenemos otros problemas más acuciantes, querido hermano. El bosque no está aquí.

—Tengo la impresión de que nunca está cuando lo necesitas —rezongó Caramon—. Haz como si no nos interesara y ya verás cómo aparece justo delante de nosotros. Me pregunto si habrá algún arroyo que no se haya secado. Tengo que quitarme la pringue de dragón de las manos antes de que vomite. —Miró a su alrededor.

»
Quizás en aquella arboleda que hay allí. ¿La ves, Raistlin? Cerca del sauce gigante. Los sauces crecen donde hay humedad. ¿Vamos hacia allí?

—Por lo visto, tanto da una dirección como otra —gruñó Raistlin de muy mal humor.

Los dos abandonaron la calzada y echaron a andar a través del campo, pero no era un camino fácil. Los tallos de trigo seco y muerto que sobresalían del abrasado suelo se clavaban a través de las suelas de cuero de las botas de Caramon y rasgaban el repulgo de la túnica de Raistlin. El calor de la tarde, ya avanzada, era asfixiante; el sol caía a plomo, inclemente. El polvo que levantaban sus pasos flotaba hasta sus rostros, haciendo que Caramon estornudara y que Raistlin empezara a toser, lo que lo obligó a apoyarse en el brazo de su hermano para mantenerse en pie.

—Espera aquí, Raist —indicó finalmente el hombretón cuando todavía estaban a menos de mitad de camino de la arboleda—. Iré yo.

Raistlin, sin dejar de toser, sacudió la cabeza y aferró con fuerza el brazo de su gemelo.

—¿Qué pasa? —preguntó Caramon, preocupado.

El archimago apenas podía respirar, pero consiguió contestar:

—¡Chist! He oído... algo.

—¿Qué? —Caramon miró a su alrededor rápidamente—. ¿Dónde?

—Voces. En la arboleda. —Raistlin inhaló aire y se atragantó.

—Estás tragando demasiado polvo —dijo su gemelo, preocupado—. ¿Qué hacemos? ¿Regresamos?

—No, hermano. Eso parecería sospechoso. Hemos hecho más ruido que un ejército de enanos, así que ya nos han visto y nos han oído. Ahora nos toca a nosotros, y quiero echar un vistazo a quienes quiera que nos observan.

—Probablemente sea el labrador propietario de este campo —repuso Caramon al tiempo que se llevaba la mano hacia el costado de manera furtiva. Con disimulo, soltó la presilla que sujetaba la espada a la vaina.

—¿Y para qué iba a venir aquí? ¿Para cosechar el trigo muerto? —preguntó Raistlin, sarcástico—. No. Tiene que haber una razón para que el bosque de Wayreth nos eluda cuando sabe que necesitamos entrar con urgencia. Creo que éste es el motivo.

—Ojalá tuvieras tu magia —gruñó Caramon mientras avanzaba trabajosamente por el campo reseco—. Ya no soy el espadachín de antaño.

—No importa. De poco te serviría tu espada con éstos. Además, no estoy indefenso, y había previsto que topáramos con dificultades. —Mientras hablaba, Raistlin metió la mano en uno de los saquillos—. Ah, tenía razón. Mira en la sombra de aquellos árboles.

Caramon se volvió y estrechó los ojos.

—Mi vista tampoco es tan buena como solía. ¿Quiénes son?

—Caballeros de la Espina, los hechiceros grises de Takhisis. Hay seis.

—¡Maldición! —juró el posadero en voz baja—. ¿Qué hacemos?

Miró a su hermano, que se estaba echando la capucha negra más hacia adelante para cubrirse bien el rostro.

—Utilizar el cerebro en lugar de los músculos, lo que significa que mantengas cerrada la boca y dejes que sea yo quien hable.

—Claro, Raist. —Caramon sonrió—. Igual que en los viejos tiempos, ¿eh?

—Más de lo que imaginas, querido hermano —dijo el archimago suavemente—. Más de lo que imaginas.

Los dos siguieron caminando, Raistlin apoyado en el brazo de Caramon, pero en el que no utilizaba para manejar la espada. Entraron en la arboleda.

Los Caballeros Grises los estaban esperando. Se levantaron de la hierba en la que estaban sentados y formaron un semicírculo que casi de inmediato se cerró alrededor de los gemelos.

Raistlin alzó la cabeza y simuló estar sorprendido.

—Vaya, saludos, hermanos. ¿De dónde salís?

Soltándose del brazo de Caramon, Raistlin metió las dos manos debajo de las mangas de sus negros ropajes. Los magos se pusieron tensos; pero, como el archimago no hizo ningún gesto sospechoso y se había dirigido a ellos con el término «hermanos», los caballeros se relajaron hasta cierto punto.

—Saludos, Túnica Negra —dijo una hechicera—. Soy la Señora de la Noche Lillith. ¿Qué os trae por aquí?

—Lo mismo que a vosotros, imagino —respondió Raistlin con tono agradable—. Busco entrar en el bosque de Wayreth.

Los Caballeros Grises intercambiaron miradas ceñudas. La Señora de la Noche, que obviamente era su cabecilla, dijo:

—Nos enteramos de que Dalamar el Oscuro había convocado un Cónclave de Hechiceros, y esperábamos poder asistir a él.

—Y deberíais hacerlo —contestó Raistlin—. En él oiríais cosas que os dejarían atónitos y recibiríais algunas advertencias oportunas... si estuviérais dispuestos a escuchar. Sin embargo, dudo que ésa sea la verdadera razón por la que queréis asistir al Cónclave. ¿Cuántos de vuestros hermanos están ocultos por los alrededores? —Miró en derredor con interés—. ¿Veinte? ¿Un centenar? ¿Es esa cifra suficiente, crees tú, para tomar la torre?

—Te equivocas al atribuirnos ese propósito —repuso la Señora de la Noche sin inmutarse—. No representamos ninguna amenaza para vosotros... nuestros colegas, hermano.

Lillith hizo una inclinación con la cabeza que fue respondida de igual modo por Raistlin. La Señora de la Noche reanudó la conversación sin apartar su penetrante mirada del archimago ni un momento, intentando ver el rostro oculto en las sombras de la capucha.

—¿Qué querías decir con advertencias oportunas? ¿Advertencias sobre qué?

—Sobre un peligro inminente. Una destrucción total. Una muerte segura —respondió Raistlin fríamente.

La Señora de la Noche lo observó fijamente, sobresaltada, y luego se echó a reír.

—¿Osáis amenazarnos? ¿A nosotros, los dirigentes de Ansalon? Qué divertido. Díselo a Dalamar, cuando lo veas.

—No es una amenaza. Es la verdad. Y no soy un enviado de Dalamar. Caramon, ¿qué haces plantado ahí, embobado? Venías a coger agua, así que ve por ella.

—¡Caramon! —repitió la Señora de la Noche mientras se volvía hacia el hombretón para mirarlo—. ¿Caramon Majere?

—Ése soy yo —confirmó el posadero con gesto sombrío, tras echar una ojeada insegura a su hermano.

Saltaba a la vista que era reacio a alejarse, pero hizo lo que le habían mandado, aunque asegurándose de no dar la espalda a los Caballeros Grises. Caminando de lado, descendió por la cuesta del cerro hacia el arroyo, que era poco más que un reguero de agua salobre. Cogió el odre y se inclinó para llenarlo.

Raistlin, privado del apoyo de su hermano, se acercó al sauce gigante y se recostó en él.

—Caramon Majere, denominado Héroe de la Lanza —dijo la Señora de la Noche, cuya mirada volvió hacia Raistlin—. Y viajando en compañía de un Túnica Negra. Qué extraño.

El archimago sacó las manos de las mangas y se retiró la capucha.

—No es tan extraño que unos hermanos viajen juntos.

Caramon, que no perdía de vista al grupo, tiró el odre al fijarse en su gemelo.

El rostro de Raistlin ya no tenía un tono dorado, sino cerúleo, al igual que la piel de sus manos. Sus labios estaban azulados, y los ojos con pupilas en forma de reloj de arena miraban desde unas cuencas hundidas, oscuras y verdosas.

La Señora de la Noche dio un respingo y retrocedió un paso.

—¡Raistlin Majere! ¡Por Chesmosh! —gritó—. ¡Estás muerto!

—Sí, lo estoy —dijo el archimago, susurrante—. Y, sin embargo, me tienes delante. ¡Anda, toca! —Extendió su mano delgada, de color ceniciento, hacia la Túnica Gris.

—¡No te acerques! —ordenó la mujer al tiempo que sacaba un colgante de plata tallado en forma de calavera y que llevaba colgado del cuello en una cadena también de plata. Los otros hechiceros grises manoseaban torpe y precipitadamente componentes de hechizos y rollos de pergaminos.

—Guardad vuestros juguetes mágicos —exigió Raistlin con tono desdeñoso—. No quiero haceros ningún daño. Como dije antes, vengo a comunicar una advertencia. Nuestra soberana en persona me envía.

—¿Te envía Takhisis? —preguntó la Señora de la Noche con incredulidad.

—¿Quién si no? ¿Quién más tiene el poder de vestir con carne y hueso mi espíritu privado del eterno descanso? Si sois sensatos, abandonaréis este lugar al instante y llevaréis mi aviso a lord Ariakan.

—¿Y qué se supone que tenemos que decir a milord?. —Lillith, tras la impresión inicial, empezaba a recobrar la compostura, y observaba fijamente a Raistlin.

Caramon recogió el odre y lo llenó de agua con una mano mientras que mantenía la otra cerca de la empuñadura de su espada.

—Dile esto a Ariakan —empezó Raistlin—. Su victoria fue vana. Ahora, en su momento de triunfo, está en mayor peligro que nunca. Prevenidlo de que no baje la guardia, sino que la decuplique. Que mire hacia el norte, porque de allí vendrá la perdición.

—¿Del norte? ¿De los Caballeros de Solamnia? —Lillith resopló con desdén—. ¡Los que han sobrevivido se han rendido y ahora están encerrados en sus propias mazmorras! No creo que ellos...

—¿Te atreves a hacer mofa de las palabras de nuestra soberana? —siseó Raistlin, que extendió las dos manos con los puños cerrados, y luego los abrió de repente—. ¡Cuídate de su poder!

Un fogonazo de luz cegadora, acompañado de una explosión, estalló en medio de los Caballeros Grises, que levantaron los brazos para protegerse los ojos. Su cabecilla, la Señora de la Noche, perdió el equilibrio y resbaló por la ladera del cerro hasta la mitad de la cuesta. Una nube de un humo negro verdoso y maloliente se quedó suspendida en el quieto y cargado aire. Cuando el humo se disipó, a Raistlin no se lo veía por ningún lado. En donde antes había estado sólo quedaba una mancha de hierba chamuscada.

Caramon volvió a tirar el odre de agua.

Lillith se levantó del suelo; parecía estar temblorosa, aunque procuró disimular su nerviosismo. Los otros se reunieron a su alrededor, poniendo gran cuidado en no acercarse al trozo de hierba quemada.

—¿Qué hacemos, Señora de la Noche? —preguntó uno de los hechiceros.

—¡Era un mensaje de nuestra reina! Deberíamos llevarlo de inmediato a lord Ariakan —dijo otro.

—Soy consciente de ello —replicó secamente la mujer—. Dejadme pensar. —Dirigió una mirada desconfiada al punto carbonizado del claro y después volvió la vista hacia Caramon, que estaba de pie junto al arroyo, volviéndose hacia uno y otro lado, con expresión perpleja. El olor a azufre persistía en el aire.

—¿Dónde está tu hermano? —inquirió, ceñuda.

—Que me aspen si lo sé, señora —contestó el hombretón mientras se rascaba la cabeza.

Lillith lo observó larga, intensamente. Sus ojos se estrecharon.

—Creo que esto es un truco, pero —levantó la mano para acallar las protestas de sus subordinados—, truco o no, lord Ariakan tiene que ser advertido de que Raistlin Majere camina ahora por este plano mortal. Tal vez lo envió nuestra reina, o tal vez esté aquí por algún propósito propio, como ya ocurrió en el pasado. De un modo u otro, podría resultar una molestia. —Lillith miró hacia el campo de trigo, en la dirección que se creía se encontraba la Torre de Wayreth.

»
Y, si Raistlin Majere ha salido del Abismo, podéis estar seguros de que su sobrino, Palin Majere, regresó con él. Ya hemos perdido demasiado tiempo aquí. Marchémonos. —Ondeando grácilmente el brazo sobre su cabeza tres veces, desapareció.

Los otros Caballeros de la Espina se apresuraron a seguirla. Echando una última y funesta mirada al trozo de hierba chamuscada, mascullaron las palabras de sus conjuros y, uno tras otro, desaparecieron.

Caramon salió chapoteando del arroyo, con los brazos extendidos ante sí y tanteando el aire.

—¿Raist? ¿Dónde estás? No... no pensarás dejarme aquí, ¿verdad? ¿Raist?

—Estoy aquí, hermano —sonó una voz matizada con una risa contenida—. Pero tienes que ayudarme.

Caramon levantó la cabeza y se llevó un susto de muerte. Era el sauce el que hablaba. Tragó saliva con esfuerzo.

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